Premios a cambio de afecto y fidelidad

«Cuando los hombres reciben beneficios de la misma mano de la que esperaban agravios, se aficionan a su dueño con mayor eficacia».

 

(CAPÍTULO IX)46

 

 

Es fundamental que el príncipe aplique una adecuada gestión de recompensas o premios con el objetivo de causar una percepción positiva y ganarse al pueblo.

Es pura demagogia cuando de forma pública y llamativa el príncipe quita la razón al poderoso y se la da al débil para, de este modo, crear a su alrededor un halo de justicia y de falso igualitarismo: la imagen hipócrita de un príncipe ecuánime. El efecto de fingida bondad se produce cuando, ante una disputa del rico con el pobre, este último descubre que es tan valioso a los ojos del gobernante como el poderoso. Así, por la vía del sentimiento y el camino de un supuesto igualitarismo, el pueblo se sentirá en deuda con el príncipe. Este tipo de actos, si se convierten en odas, relatos y fábulas, son muy eficaces para controlar la conciencia de un pueblo, que ya no se ve a sí mismo como sometido, sino que obedece de buen grado ante la demostrada magnanimidad del príncipe.

En la actualidad también se influye con los beneficios, aunque hay que diferenciar entre un regalo y una recompensa o premio. Un premio es algo que te has ganado con tu trabajo o esfuerzo; el regalo, por el contrario, se recibe sin tener que hacer nada antes y sin que se espere nada a cambio. El problema en el liderazgo surge cuando se confunden los términos y se espera, como obligación, que el beneficio sea devuelto.

Un premio bien otorgado, una mirada sincera o incluso un café pueden hacernos cambiar de actitud. No siempre se da la importancia debida a los premios, que pueden no solo reforzar las acciones positivas, sino también lograr que se repitan, además de servir de ejemplo para otras personas. Cuentan que, estando en su lecho de muerte, le preguntaron al mariscal Montgomery de qué se arrepentía más. Sin dudarlo, el héroe de El Alamein contestó: «Tuve hombres extraordinarios bajo mi mando, pero los recompensé poco». Obviamente, sus tropas no esperaban de él que las castigara, pero si les hubiera otorgado más medallas y distinciones, sin duda las habría animado aún más en el combate y su agradecimiento habría sido eterno.

Premia los esfuerzos, castiga las malas acciones

«No cabe duda de que un príncipe debe ser clemente, pero en su momento y con prudencia».

 

«No debe tenerse en cuenta la nota de crueldad cuando de lo que se trata es de contener al pueblo en los límites de sus deberes, porque al final se descubre que habría sido uno más humano aplicando un pequeño número de castigos indispensables que aquellos que por querer ser indulgentes provocan el desorden, que después se convierte en rapiña y muerte. Porque los tumultos o bien comprometen la seguridad del estado o bien lo destruyen, mientras que los castigos que un príncipe impone a los delincuentes solo recaen sobre esos mismos particulares».

 

(CAPÍTULO XVII)77,78

 

 

Basándose en principios como los que expresa aquí Maquiavelo, muchos gobernantes totalitarios han justificado su crueldad con la excusa de proteger al Estado. Con esta premisa se han cometido todo tipo de salvajismos, con una falta absoluta de respeto por la vida humana.

El argumento es que la crueldad es excusable en la medida en que tenga como beneficiarios últimos a los ciudadanos, y siempre que su aplicación persiga el objetivo final de brindar seguridad a la población. Sin embargo, cuando se dispone de un poder omnímodo, es fácil extralimitarse y caer en el vicio de la crueldad per se.

El dilema se establece entre la necesidad del soberano de cometer actos de crueldad para mantener a sus súbditos unidos y seguros, lo que le puede aportar fama de cruel, o si, por el contrario, en su pretensión de que le consideren piadoso, debe permitir que continúen los desórdenes, que degenerarán en asesinatos y robos, y que, a la larga, terminarán por perjudicar a los súbditos. El príncipe tiene que ser ejemplarizante en los castigos y magnánimo cuando corresponda, pero debe analizar las circunstancias y sopesar el beneficio que sus acciones puedan causar en su reputación. Si para lograr sus objetivos ha de ser cruel, que lo sea, pensando más en la reputación final y en que el sacrificio de unos redundará en el beneficio común. De este modo provocará un aprendizaje vicario: obramos según vemos cómo les va a los otros en su modo de actuar. Es decir, quienes vean los castigos se lo pensarán dos veces antes de cometer ofensas semejantes.

Lo que nunca se debe olvidar es que la sociedad que no premia los esfuerzos ni castiga las malas acciones termina por languidecer.

La oportunidad del castigo

«Si se encuentra el príncipe al frente de su ejército y tiene bajo su mando a un gran número de soldados, no debe preocuparse de que estos lo consideren cruel, porque le será útil esta reputación para que su tropa se mantenga obediente y para evitar que surjan facciones».

 

(CAPÍTULO XVII)88

 

 

De lo que no cabe duda, a la hora de dirigir un grupo, sea en el ámbito militar, civil o incluso familiar, es de que tan importante es el premio como el castigo.

Basar la dirección de los equipos tan solo en los premios es un gran error. El temor al castigo, siempre que sea justo y ponderado, evitará que se repitan las acciones perniciosas.

En tiempos pretéritos era habitual que, cuando las tropas de desplazaban para entrar en combate, lo hicieran acompañadas de un verdugo, para que aplicaran la pena máxima, con objeto de mantener la disciplina. Además, los castigos físicos eran lo más frecuente y se aplicaban a la mínima falta. A este respecto, Jenofonte pensaba: «Lo que más incita a la obediencia es alabar y honrar al sujeto obediente, y deshonrar y castigar al desobediente».

Hoy en día se ha caído en el extremo opuesto y no son pocas las personas que, con la mejor intención, piensan que el castigo no es positivo y que, en cualquier ámbito, solo se puede conseguir la rectitud en el obrar mediante el refuerzo positivo. Sin duda es un propósito loable y ojalá funcionara para todo el mundo, pero la experiencia demuestra que sin temor a un castigo —por supuesto, alejado de cualquier crueldad— muchas personas no pueden conducirse por el buen camino. Como todo, en el equilibrio está la solución, que, además, debe adaptarse al signo de los tiempos.

Los privilegios deben corresponderse a los méritos

«[Se debe] suponer más mérito a aquellos que se exponen a mayores peligros».

 

(CAPÍTULO XX)119

 

 

Este principio es tan elemental como razonable: debe recibir más quien más aporta al grupo, a la sociedad, quien tiene mayores responsabilidades y afronta mayores penalidades. A pesar de parecer algo obvio, en algunas sociedades avanzadas, hay quien no está de acuerdo con esto y piensa que todo el mundo debe recibir lo mismo, con independencia de las condiciones que exige el desempeño de su puesto. Eso se ha demostrado muy desmotivador, y a la larga termina por minar y perjudicar el interés general del grupo. Por ejemplo, uno de los principios marxistas-leninistas es que se debe dar a cada uno según sus necesidades, con independencia de lo que aporte a la sociedad. Ni que decir tiene que el pensamiento de Maquiavelo se opone frontalmente a esta idea.

El debate acerca de conceder más o menos privilegios es permanente. Hay que evitar privilegiar solo a los más cercanos o promover favores sin méritos, defectos que siempre han influido en el prestigio del líder.

Asociar privilegios a las acciones meritorias con mentalidad cuantitativa, en lugar de privilegiar a las personas más afines, es una manera de aportar criterio en la distribución. Para crear culturas que permitan un liderazgo humano, los líderes deben saber premiar y otorgar los privilegios con justicia.

Antes se decía que «el mando que no abusa se desprestigia». En la actualidad, el modelo de liderazgo ha cambiado y se piensa precisamente lo contrario. A pesar de ello, vemos una y otra vez cómo ciertos líderes se conceden a sí mismos privilegios abusivos, porque consideran que están realizando esfuerzos excepcionales cuando, en realidad, tan solo están llevando a cabo el cometido por el que reciben un sueldo público.

Por otro lado, Gregorio Marañón aconsejaba que «se pagase bien a ministros y consejeros que trabajan por el país y cuya buena remuneración es la mejor garantía de su independencia». Es indudable que si se desea que los mejores sean los que rijan los destinos de la sociedad, más allá de que tengan una vocación acendrada de servicio público, es preciso que estén bien pagados, como fórmula esencial para captarlos y retenerlos, al tiempo que se evita en mayor medida cualquier tentación de caer en la corrupción. Eso permitirá que, en tanto que bien pagados, también sean bien exigidos.

 

 

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