Ausencia

Esa noche, el bebé de los vecinos del depto de al lado lloraba otra vez. No podían ir a tocarles timbre y quejarse. Debemos alegrarnos quizá, dijo Nico. Por qué, le preguntó Cecilia. Y ella misma se contestó: Porque no tuvimos uno. Nico se dio vuelta en la cama, se agarró a la almohada y trató de conciliar el sueño a pesar del bebé. Nico prefirió callar y seguir agarrado a la almohada. Si abría la boca, estallaría el rencor acumulado en ella después del aborto. Tres años hacía. Cecilia se había negado, pero él la había inducido a razonar: todavía, con los dos sueldos, él bancario, ella secretaria, no ganaban lo suficiente como para traer una vida al mundo. Sin llevarle el apunte, contra su voluntad, Cecilia dejó de cuidarse. Quedó embarazada. A Nico le costó convencerla. En un año, dos, todavía serían jóvenes. Ganarían más, se mudarían, le prometió. Cecilia abortó. Después de la intervención en ese consultorio sórdido de Almagro, no volvió a quedar. Nunca podría. Algo había salido mal. Sin embargo estaba empeñada. Adoptemos, insistía cada tanto. Nico contraatacaba con los mismos argumentos de antes: los dos sueldos miserables, el ambiente chico, el espacio reducido para criar a un bebé. Cuando alguna pareja conocida se embarazaba —y Cecilia usaba el se: se embarazaron—, arremetía otra vez. Podían mudarse primero y adoptar después, decía. Y Nico le prometía que el mes próximo empezarían la búsqueda de un PH. Aunque Cecilia sabía que Nico no iba a cumplir, quería creerle. Ya llevaban cuatro años en ese departamento del sexto B. En Cecilia empollaba la frustración. En Nico, un sentimiento de derrota. Porque hasta para separarse necesitaba ganar más. La frustración de Cecilia se volvía solo comparable en gravedad a la derrota que experimentaba Nico.

Lo peor era que ese bebé pared por medio no se callaba. Andá y deciles, le pidió Cecilia. Decirles qué, preguntó. Que lo callen. Es de mala onda, Ceci. Si no vas vos, voy yo. Entonces andá vos. Pero Cecilia no fue. Se encerró en la cocina, se hizo un té. Amanecía.

Así las cosas, superaron aquella noche. Al día siguiente no se hablaron. Cuando volvieron al departamento, en la cena, tampoco se hablaron. Al acostarse, la tele bajita, Cecilia dormía y a Nico se le empezaban a caer los párpados, el bebé arrancó otra vez. Cecilia se despabiló. Dieron vueltas en la cama, se miraron con rabia, después con dolor, más tarde con amargura. Hasta que Cecilia lo abrazó.

El bebé volvió a llorar la noche siguiente. Y la siguiente a la siguiente. Nico ignoraba cuándo y por qué dejaba de llorar un bebé. Tal vez su sufrimiento se prolon­gaba toda la vida. Y después, mientras crecían, los hombres seguían sufriendo y llorando aunque no se dieran cuenta, aunque no derramaran lágrimas.

Si se cruzaban al matrimonio con el bebé no se animaban a quejarse. La expresión candorosa, arrobada y tierna que tenían esos dos con el bebé los deshacía. No podían, no estaba bien quejarse, pensaba Cecilia. No es un problema de ellos, dijo. Es un problema nuestro.

Una mañana escucharon ruidos y movimientos del otro lado de la pared, el arrastre de muebles y cajas hacia el ascensor. Finalmente los vecinos se mudaban. Nico salió al pasillo, les ofreció ayuda. Avisaría al trabajo que llegaría más tarde y los ayudaría. Cecilia los despidió como si los fuera a extrañar. Y en una de esas era cierto. Extrañaría. No quería pensar así, se impuso. Por fin el terror de las noches había pasado. Nico se tranquilizó más aún cuando por la noche, al regresar al edificio, el portero le dijo que al día siguiente entrarían pintores en el departamento de al lado y una inmobiliaria lo pondría en alquiler.

Tuvo un entusiasmo repentino. Quizás había llegado el momento de un armisticio. Tenía ganas de llevar a Cecilia a comer al Barrio Chino. No esperaba tanto, pero con suerte, quizá también esta noche le tocaba. Entró con toda la expectativa de una tregua que propiciara un rato de sexo. El silencio lo inquietó. Después de todo, se dijo, el silencio era lo que tanto habían necesitado. Cecilia ya había llegado. Y estaba acostada, abrazándose las rodillas, dándole la espalda, hacia la pared de los vecinos. A oscuras, acostada y llorando. Qué pasó, le preguntó Nico. Ceci lloraba sin consuelo. Nico se sentó en un costado, le apartó el pelo de la cara. Me vas a contar, Ceci, insistió con dulzura.

Pasa que lo extraño, dijo.