Criatura

La primera vez que el inquilino la escuchó fue una noche, un susurro de papel, aunque también parecía el aleteo de un pájaro encerrado. Prendió la luz, se levantó y miró alrededor. Luego, de nuevo, el silencio. A lo lejos, una bocina. Después, una sirena. Y el viento. Volvió a apagar la luz. Pensó en la soledad, en el dormir solo. Desde que se había mudado a ese departamento de un ambiente, se preguntaba qué podía tener de grave acostumbrarse a la soledad, por qué tenerle miedo. Los vecinos, había notado, lo miraban raro, como si él inspirase miedo. Debía cuidar sus modos, ser más expresivo al saludar. Es cierto, la soledad estimula las manías, las obsesiones. Pero se sentía en condiciones de dominar sus tics. De modo que apagó el velador y, otra vez acostado, se reconcilió con la idea de libertad que le sugería estar solo. Resbalaba en el sueño cuando oyó otra vez el susurro, el crujido sutil de un celofán. Contuvo la respiración. Otra vez el silencio. No podía ser una percepción falsa. Se levantó en la oscuridad y, en calzoncillos, descalzo, caminó hacia la kitch­nette. El sonido provenía de ahí, no lo dudaba. Como desafiándolo, o más bien tomándole el pelo, otra vez el murmullo, a su derecha, en ese momento provenía del estante sobre la mesa, donde estaban las cajas del té, la yerba, los paquetes de arroz y fideos. Prendió la luz.

Revisó entre los envases y las tazas. Si era una laucha, se dijo, porque debía ser una laucha, tenía que encontrarla. Con precaución extrema agarró un trapo con el que planeó atraparla y, a la vez, empezó a apartar con sigilo las cajas, los paquetes, las tazas. Diminuta, la criatura se escurrió contra la pared, se escondió tras las tazas, se deslizó hacia un costado, se filtró en el espacio entre dos tarros y saltó al vacío.

Considerando el tamaño reducido de la criatura —no se le ocurría denominarla de otro modo—, el golpe contra el piso tendría que haberla desvertebrado, pero no. La criatura siguió con celeridad su fuga en dirección a la cocina. Si hasta ese momento no había usado el horno, no se había animado a prenderlo, era por la impresión que le causaba su interior, una negrura áspera, además del óxido que había ido ganando la cavidad. La dueña le había prometido que iba a arreglarlo cuando pasara este período de estrechez que, seguro, se aliviaría con el pago del alquiler: entonces el horno iba a ser otra cosa. Pero entonces lo que menos le preocupaba era el arreglo. Aunque hubiera sido bueno que el horno estuviera en condiciones. No obstante, intentó prenderlo. Agarró los fósforos, abrió el gas y arrimó la llama al agujero del encendido. El fuego brotó en una bocanada azul. Mantuvo la llave oprimida. Pero al aflojarla, el fuego se apagó. Tuvo que persistir. A la molestia que le había provocado la criatura, ahora se sumaba el encendido dificultoso del horno. Prefería pensar en términos de molestia y no de furia. La furia no era un sentimiento que entrara en su catálogo de emociones. Si de algo se podía jactar a sus cuarenta y cuatro años era de su equilibrio. Un tipo equilibrado. Así lo definían sus compañeros de oficina, sus pocos amigos —demasiado pocos, pero suficientes— y los parientes que visitaba en las fiestas porque, lo sabía, las relaciones familiares eran un rollo y él, un tipo equilibrado. Probó soltar la llave del encendido. Por fin, después de unos minutos eternos, el horno conservaba su llama. La llama empezaba a tomar un color rojo y, a pesar de que el calor parecía quemar el polvo y la pelusa acumulados vaya uno a saber desde cuándo, la temperatura subía. El calor del horno empezaba a irradiarse, le daba en los calzoncillos, trepaba por su estómago, le llegaba a la cara, a la nariz y podía oler la combustión. Pensó que, a esa altura, debía oler a carne quemada.

No le gustó lo que empezaba a pensar, pero los pensamientos, una vez que se lanzan en disparada, se propician unos a otros, se ramifican y, cuando dan con una parte débil, ahí se aglutinan pegoteándose, viscosos, enredados, y hasta podría decirse que tienen sustancia, gusto, olor, pueden llegar a apestar y logran que uno sienta repulsión de sí mismo como si fuera el autor de un acto abominable aunque uno sea inocente, y ese era el caso. Al pensar en la criatura en el horno pensó que no era lo mismo un judío que una laucha. Además, él no tenía nada contra los judíos. Pero la idea de que el horno había convertido el departamento en campo de concentración le dio naúsea. Apagó el horno, abrió la tapa, el calor le dio en la cara obligándolo a retroceder. Todo lo que quería, avergonzado, era comprobar si la criatura se había calcinado. Se recriminó lo que había hecho, un sentimiento denso lo abrumó. Tendría que esperar un buen rato a que la cocina se enfriara. Lo mejor, se dijo, era preservar la calma, no dejarse llevar ni por la culpa ni por la rabia contra sí mismo, una rabia que empezaba a parecerse a la vergüenza. Lo mejor era acostarse. Y eso hizo.

Sin embargo, en ese momento, otra vez acostado, en la oscuridad, no lograba conciliar el sueño. El horno ya debía haberse enfriado, calculó. Apretó los párpados. Tenía que dormirse de una buena vez. Pero le costaba. Cuando se cansó de dar vueltas en la cama, prendió otra vez el velador, se levantó y fue hasta la cocina. Se acercó con timidez al horno. No podría evitar el asco si encontraba la criatura achicharrada. Primero tiró de la manija del sector inferior y revisó la parrilla. Después, el horno. ­Introdujo la cabeza en la caja. Nada. Se dijo que su conciencia podía estar tranquila. Cerró el horno. Tomó un vaso de agua. Y regresó a la cama.

Otra vez en la oscuridad tuvo la sensación de que había vivido una experiencia que no pertenecía a su vida. Le pesaban los párpados. Era una sensación agradable, un cansancio reconfortante que lo deslizaba en un sueño blando. Podía dormir. Y lo más importante, podía dormir con la conciencia en paz.

Se agarró a la almohada como a un salvavida. Lejos, unas voces, un auto, una sirena. Después, otra vez, el silencio. Entonces, también otra vez, ese susurro, un desliz corto que se interrumpía. No era imaginación suya. Había escuchado bien. No podía ser sino la criatura. Con la diferencia de que ahora estaba más cerca, debajo de la cama. Se sentó, prendió la luz.