Chéjov

1

Una mañana del septiembre de sus cincuenta y ocho años, el arquitecto Alejandro Manfredi se despertó más temprano que de costumbre. Abrió los ojos con la primera claridad del día que se filtraba entre las cortinas. A su lado, Natalia dormía su somnífero. Manfredi oyó el silencio de la casa. Y, atenuados, los pájaros en los árboles que rodeaban la construcción enorme, dos plantas, con un aire a su admirado Le Corbusier, que ocupaba toda una manzana. En el parque, cuatro eucaliptos, un ciprés, un ombú, un sauce, un aromo, dos acacias, limoneros, paltas, ciruelos, infinidad de plantas cuyo nombre ignoraba al igual que el nombre de los pájaros y la vida de su familia. Manfredi se bajó de la cama y, descalzo, salió al exterior. Al pisar el césped húmedo de rocío se sintió de pronto despabilado. Le pareció ver la ­propiedad por ­primera vez. Contempló la casa como mirándose a sí mismo. Haber formado una familia, aun con los disgustos, preocupaciones y estorbos que acarreaba, era algo en estos tiempos. Sin embargo, al observar la casa de Talar desde afuera, se sintió extranjero. Cómo pensarían los árboles esta escena: un hombre mirando su casa y a su familia adentro. A la naturaleza nada le importaba. Y quizás en este desinterés se fortalecía su poder, un poder desafiante que los hombres pretendían vencer con obras que, a la larga, terminaban vencidas por el tiempo, como esas casas que había construido frente al mar y año tras año corroía el salitre. La indiferencia de la naturaleza infundía pavor. Pero él no era de achicarse.

Le gustaba sentirse envidiado: un estudio de arquitectura exitoso en Palermo, Natalia, su mujer diez años menor que se mantenía en forma, dos hijos adolescentes, Camilo y Malena, que parecían no haber atravesado por completo los trastornos de la adolescencia, trastornos que a veces lo indujeron a preguntarse si se debían a alguna adicción o eran cerebrales, causa de alguna enfermedad que las neurociencias aún no habían detectado. Era evidente: el futuro no los inquietaba. En qué momento los chicos habían empezado a desengancharse del destino que sus padres les fabularon, se preguntaba. Mejor no revolver el pasado, se dijo. Le dolía pensar en los conflictos vividos con los chicos y le dolía más llamarlos chicos. Cuando estaban en la casa, Malena y Camilo eran dos gatos ariscos que se desplazaban remoloneando por los rincones. Lo que más lo amargaba era cómo los dos se les parecían físicamente, Malena a Natalia y Camilo a él, y que, a pesar de ese parecido, no coincidieran con ninguna de las expectativas de sus progenitores. Camilo era un pibe huidizo, ausente. Malena, una versión apática y tosca de su madre. Nunca les había faltado nada, pero transmitían que les había faltado todo. Se resistía a pensar que había tenido alguna responsabilidad en el asunto. Manfredi había estado siempre en lo suyo, el crecimiento del estudio, su posicionamiento, la propia imagen, porque su imagen debía coincidir en elegancia con sus aspiraciones y veleidades, que eran todo lo ilimitadas que su fortuna en expansión le permitía.

En la división de tareas de la pareja, a Natalia le había delegado el cuidado de los chicos aunque Natalia, por su lado, también había estado siempre en sus cosas. Pero cuáles eran las cosas de Natalia. La verdad, Manfredi nunca le había llevado mucho el apunte a las derivas de su mujer: desde un grupo de estudio de Lacan hasta el aprendizaje del tarot pasando por la astrología y el yoga. Aunque las amistades de Natalia se renovaban según las estaciones y sus estaciones parecían precipitarse con el paso de los años, los actores le resultaban siempre los mismos. Las figuras se renovaban de acuerdo a sus entusiasmos repentinos, fervores que a su vez se guiaban por las modas. Natalia podía pasar inesperadamente de la sagacidad psico a la docilidad de la última técnica de meditación. Así, saltaba de un taller literario coordinado por algún escritor de vanguardia a un retiro budista en un monasterio cordobés. La curiosidad de Natalia era tan inagotable como intrépida. Eso que para Alejandro revelaba el aburrimiento de la conyugalidad, podía ser también el hastío que le causaba él mismo, pero Alejandro tenía, a pesar de los años, una alta estima de sí mismo y si perduraba en el matrimonio no era tanto por cobardía, esto pensaba, como por lisa y llana practicidad. Pensar en los movimientos que podía acarrearle una separación lo fatigaba de antemano. Si se le hubiera pedido una definición de su perdurar en ese estado civil habría respondido que se trataba simplemente de gatopardismo. A veces había que cambiar algo para que todo siguiera igual. Entonces cambiaba de amante así como Natalia cambiaba de mentor o de pitonisa.

2

Pero si esta mañana Manfredi consideraba la vida desde una perspectiva de relativa satisfacción no se debía solo a la primavera. Tenía una razón más poderosa. Haber cortado con Victoria después de cuatro años le producía una cierta liviandad y orgullo. Por lo general eran las chicas las que se deshacían de los tipos de su edad. En cambio él podía jactarse de una situación inversa. ­Después de ­cuatro años, y se repetía la cifra: cuatro años, se había sacado de encima a una piba de treinta. Porque una mujer de treinta, vista desde sus cincuenta y ocho, era una piba.

Le había gustado que Victoria lo llamara papi. Lo hizo sentir experimentado, de vuelta de todo, dueño de sabiduría y audacia. Sabiduría, habérselas ingeniado para que Natalia no sospechara nunca una doble vida. Y si Natalia pudo sospecharla, tuvo la astucia suficiente como para no insinuarlo: Las amantes son funcionales a la institución, le había dicho una vez. En cuanto a la audacia que Manfredi se adjudicaba, consistía en algunas hazañas eróticas con Victoria: como la vez que lo hicieron en un baño de la confitería del Plaza Hotel, donde se citaban por las tardes. O esa otra vez que lo hicieron parados en el estacionamiento subterráneo de la 9 de Julio. Con ayuda del viagra, es cierto, pero parado al fin. Y después la siguieron en un hotel. También calificaba como hazañas las escapadas por tres o cuatro días. Es cierto que estos riesgos no lo eran tanto como jugarse la vida por una causa, pero quién se jugaba hoy la vida por una causa. A sus amigos que habían apostado por la patria socialista no les había ido bien. Sin embargo, a Manfredi le gustaba vanagloriarse de su fugaz pasado como militante de una agrupación universitaria que hoy nadie recordaba y, al referirse a esa época, daba a entender también que no era un reaccionario sino un tipo de ideas progresistas.

Aquella primera vez, al conocerse, después de una mesa redonda que terminó en armisticio, conversando en un aparte con Victoria, la abogada que había coordinado la mesa. Manfredi se esmeró contándole un plan de viviendas que había diseñado en Cuba. Victoria lo había escuchado con una mirada en la que vacilaban la desconfianza y la admiración. Manfredi sabía leer las miradas femeninas, un termómetro que nunca le mentía. Si lo pensaba, en el fondo, no había sido tan seductor como se creía. Le gustaba emplear ese término: en el fondo. Porque todo el mundo, tanto los seres humanos como las cosas, tenían un fondo. Había que ver el fondo de todo. La superficialidad dominaba este tiempo. Y él, hombre práctico, lo comprobaba a diario. Si su nombre significaba algo en el ambiente en que se movía era porque no se había dejado arrastrar por la superficialidad imperante. En este aspecto, Manfredi se sentía un tipo profundo. Había hondura en sus pensamientos y en sus actos. Son las mujeres las que nos eligen, sostenía. Esta era una de sus observaciones profundas. La experiencia se lo corroboraba. Por más interesada que se mostrara en la situación de la isla, Victoria, antes que una abogada de familia, una preocupada por los problemas de género, era una hembra y una hembra siempre estaba al acecho. Manfredi no se engañaba al respecto.

Verle el anillo no le impidió preguntarse cuánto le llevaría volteársela. Durante el brindis posterior al debate, se le acercó con el propósito de seguir conversando: Estuviste brillante, le dijo. Vos también, le contestó ella. A pesar de la diferencia de edad, ella lo tuteó de entrada. Una vez más, Manfredi se sintió a gusto con su aspecto.

Si Victoria se dio cuenta de que el acercamiento de Manfredi no se debía a un interés profesional, no acusó recibo. Estaba interesado en su enfoque sobre el hacinamiento y sus consecuencias en los víncu­los, quería pedirle una nota para una publicación de arquitectura. La relación entre familia, víncu­los y hábitat, le dijo. Manfredi le dio su tarjeta del estudio. Victoria le pasó la suya.

Esperó tres días para llamarla, un tiempo prudencial. Victoria se acordaba de Manfredi y de su invitación a publicar. No tenía listo todavía el artícu­lo, se disculpó. Es que estamos por cerrar el número especial de fin de año, le dijo Manfredi. Y no quiero que nos alejemos de la fecha de la mesa redonda. No quiero que pierda actualidad. El miércoles, le dijo ella. Y el miércoles, pasada la medianoche, el artícu­lo entró en su correo. Lo leyó por encima. Le escribiría un mail elogioso pero no demasiado comentándole el artícu­lo, informándole cuándo saldría la revista, etcétera, y dejaría pasar otro tiempo más. Lo mejor era esperar. Debía aguantarse.

Apenas recibió ejemplares de la revista, llamó a Victo­ria. No hace falta que me la des personalmente, le dijo ella. Quiero comentarte un proyecto que te podría interesar, le dijo Manfredi. Necesitamos enfoques ­interdisciplinarios de gente que piense como vos. Hubo un silencio en la línea. Estoy casada, te aclaro. No hace falta que me lo aclares, te vi el anillo. Qué observador, dijo ella. Muy, dijo él. En mi profesión es importante cada detalle. Ella le replicó: También en la mía. No te confundas, le dijo Manfredi. Voy a estar en la oficina, dijo ella. Te paso a buscar, repitió, y te doy la revista. No quiero ser un pesado, le dijo. Aunque su táctica y estos diálogos parecían del peor cine nacional, Victoria no podía negarse.

Lo estaba histeriqueando, pensó Manfredi. Y si no era una histérica, le pasaba raspando. Aunque cabía otra posibilidad: la piba era cautelosa. Dónde vamos, le preguntó él. Vivo en Las Cañitas, le dijo ella. De acuerdo, dijo él. Te voy a contar el proyecto que venimos diseñando con un grupo de colegas. Busquemos un bar. Victoria lo miraba manejar en la noche. El auto se desviaba hacia el Bajo. De paso brindamos por tu publicación, dijo Manfredi. ­Victoria no le contestó. Manfredi frenó en un semáforo. Por qué esa cara, le preguntó. Manfredi la miró a los ojos. Disculpame, le dijo ella. Es que no estoy acostumbrada. Te estás haciendo la boluda, pensó Manfredi. Preguntó: No estás acostumbrada a qué. A esto, le dijo ella. Qué es esto, le preguntó él. Esto, le dijo ella. Esto qué, porfió él. Y desvió el auto hacia un costado. Sin darle tiempo, la besó. Despacio, lento. A un costado de la boca. Perdoname, le dijo Manfredi. Victoria se quedó quieta. Me tenés miedo, le preguntó. Y ella: Sí. Era eso, pensó Manfredi. Y se sintió ganador.

Tomaron champagne en un bar de Puerto Madero. Se largó a llover. Hablaron poco. Después del beso no tenían qué decirse. Manfredi se limitaba a observarla y, cada tanto, a tocarle el mentón con la punta de los dedos. Sos preciosa, la halagaba. Lindísima. Victoria se reía: No estoy acostumbrada a los piropos, le dijo. Hasta que Manfredi llamó al mozo, pagó y le dijo: Vamos. La tormenta se descargó con furia cuando estaban en el hotel del pasaje Tres Sargentos. Victoria se estremecía debajo suyo. De pronto, lo apartó: Perdoname, le dijo.

Desnuda, buscó en su cartera, sacó el celular, se sentó en un rincón del cuarto. Hablaba en voz baja, muy baja. Manfredi pudo escuchar un «mi amor», un «te extraño», un «yo también», un «con una amiga», un «te adoro», un «que descanses». Después, acostándose otra vez, dijo: Mi marido. Mariano tuvo que viajar a Córdoba, dijo ella. Mariano es tu marido, dijo él. Victoria se acodó en la almohada. A Manfredi le gustó cómo caía su pelo. Prefiero no hablar de eso, dijo ella. De modo que si la piba estaba con él esta noche era por venganza, calculó. Porque el marido la dejaba sola. Esto explicaba todo: la reticencia, el temor, su timidez y después el desborde. De modo que él era un instrumento de su bronca, pensó. Cada uno extraía su beneficio.

El primer y último encuentro, le aclaró ella. Cómo estás tan segura, le preguntó el. Me conozco, dijo ella. Si no hubiera sido por Cuba, no estaríamos acá, dijo Manfredi. Querés ir, le preguntó. Vas muy rápido, papi, le dijo ella. Tengo menos tiempo que vos, le dijo él. Mi papá también es arquitecto. Manfredi le acarició la cara: Quiero verte una vez más, dijo. A mi viejo también le gusta el tango, dijo ella. Se terminó acá. Una vez más, rogó él. Aunque ni él se creyó el tono meloso de la súplica. Victoria lo estudió unos segundos: No te queda bien el patético, se sonrió. Salieron a la madrugada, ya no llovía pero había refrescado. Es tarde, dijo ella. Te llevo, dijo él. No, prefiero un taxi. Adiós.

Manfredi la llamó en la mañana. Atendió el contestador. Cortó. A ella le quedaría registrado el llamado. No debía insistir. Pasó una semana, siete días, con sus mañanas, sus tardes y sus noches. No podía ser que la piba no lo llamara. Había jugado fuerte al proponerle Cuba. Le disgustaba estar pendiente. Las semanas siguientes se le hicieron interminables. Seguía sin creer que ella no respondiera. Nunca tardaban tanto en caer.

Por fin Victoria lo llamó.

3

Los preparativos de las fiestas decoraron la ciudad, muérdago, estrellas, publicidades. El mundo se presentaba en celofán y papel de regalo. Estrellitas y villancicos. La agitación estaba en las calles, los negocios, los shoppings. Los bares y restaurantes colmados, mesas largas, risas. Anochecía. Y acá, camino al sur, aunque no tan lejos del centro, la ciudad caliente olía a asfalto y basura agridulce. Manfredi la buscó. Victoria miró a todos lados antes de subir al auto.

Esta noche Victoria le pareció más chica. La vio más baja que la primera noche. También más menuda. La recordaba más opulenta y provocativa.

Nunca antes hice esto, le dijo. No me gusta mentir. Odio el engaño. Y no sé qué estoy haciendo. Después, en el hotel, mientras se retorcía en sus brazos: Soy una perra, me odio. No puedo ser también esta que soy, pero lo soy: una perra. Un instante después, boca arriba, Victoria lloraba: No me creés, nunca antes hice esto. Murmuraba como si alguien más pudiera escucharla. La conciencia, siguió susurrando. La culpa, le dijo él. También, le contestó ella. Tranqui, la besó él. Acá estamos solos, vos y yo, solos. Y no nos vio ni nos va a ver nadie. Ella se secó las lágrimas con la sábana: La culpa siempre está espiando. Cuánto hace que te analizás, le preguntó él. Desde chica. Cuando mis viejos volvieron del exilio se separaron y me mandaron a terapia. Y, ahora, después de vos, volví a caer. No me dijiste que tus viejos estuvieron, le dijo él. Tantas cosas no te conté, le dijo ella. Me hicieron en Cuba. Soy una hija de la revolución. Cuba, repitió él. Cuba, volvió a decir ella.

Por qué se separaron tus viejos, le preguntó. Por La da­ma del perrito, dijo ella. Mi madre decía que ese era un cuento de amor. Y mi padre que no, que era de ­traición. Discutían siempre por ese cuento. Mi madre estaba a favor de Anna. Que Gúrov la había seducido y después, tarde, se había dado cuenta de que estaba metido. Mi padre decía que Anna era una frívola y Gúrov un burgués. Que el adulterio era de burgueses. Entonces mi madre le decía que Gúrov era igual a él. Estaba harta de sus mentiras y sus amantes. La moral revolucionaria de la boca para afuera. Vos también sos un burgués, le decía. Lo que te gusta de Cuba no es el socialismo, sino las mulatitas.

Estuvieron unos minutos en silencio. Después Manfredi repitió: Cuba. Se miraron a los ojos. Y él se preguntó qué veía ella en él. Si lo veía como él se veía ahora, en el espejo del techo de este cuarto de hotel. En la luz tenue del ambiente, visto así, acostado, se vio todavía en forma. Y no como algunos de sus amigos, ya entrados en una edad en la que conversaban del colesterol, los triglicéridos, la hipertensión, el temor al infarto y el acevé. Manfredi era una excepción. Todavía se conservaba en buen estado. El tenis tres veces por semana, el gimnasio los sábados y después la natación evitaban que se le exagerase la panza. Si bien las canas aumentaban, le conferían ese look de galán maduro. Que a Victoria le hiciera recordar a su padre podía ser parte de su encanto, pero el deseo empezaría a desflecarse pronto. Por qué preocuparse en cómo seguiría esta historia que, a fin de cuentas, no era tan distinta de otras que ya había vivido. Al principio siempre había un motivo de enganche con sus amantes, pero el motivo tenía fecha de vencimiento y a un cuerpo le sucedía otro. Y siempre se las ingeniaba para que el corte no fuera melodramático. Manfredi abominaba las escenas. Y Victoria, con sus mohines y lagrimitas, otra vez le estaba montando una. Pero esta escena, al revés de otras que había sabido sortear, lo conmovía. Qué podía tener Victoria que la hiciera distinta a otras, que esta historia no fuera una más. En el fondo, cuando hurgaba un poco en sus vidas, no eran diferentes una psicóloga de una promotora, una bailarina de una médica, una secretaria ejecutiva de una cosmetóloga, etcétera. El estado civil, como ya lo había comprobado al infinito, tampoco marcaba una diferencia. Sin embargo, esta piba era distinta. De acuerdo, tenía miedo de la piba, de que ella, al moverle el piso, derribara, además de sus convicciones, su matrimonio. La cautela que la piba le inspiraba, se dijo, era miedo de sí mismo, de perder no solo el control de la situación, sino lo que era más grave, su propio control. Se dio cuenta: le aterraba no dar con una definición exacta de lo que estaba sintiendo.

Subiéndose el cierre del vestido, Victoria le preguntó: Me acercás a casa. No querés que tomemos algo antes, le preguntó él. Es tarde, papi, le contestó ella.

Manfredi manejó callado esperando que ella hablara, pero no. Dejame acá, le dijo ella en una esquina de Dorrego, cerca de la estación Tres de Febrero. Como la vez anterior, Victoria no quiso que la dejara en su edificio. Ni siquiera un beso. Victoria se bajó del auto. No puedo comportarme como un baboso, pensó Manfredi. Pensó en seguirla, pero la calle por la que ella había doblado era contramano. Deliberadamente había doblado en esa esquina, una estratagema para que no pudiera seguirla. Viviría en esa calle, se preguntó. Manfredi pisó el acelerador, dio vuelta en una esquina más allá, pero topó con otra calle de contramano. Cuando encontró la calle por la que ella se había ido, solo la arbolada quietud nocturna.

4

Desde esa madrugada, a medida que pasaba el tiempo, se recriminaba estar pendiente de un tercer encuentro. La espera, se decía, era femenina. Se exasperó durante las mañanas, las tardes, las noches y también las madrugadas.

El pico de máxima tensión fue un domingo en la casa de Talar. A Natalia la excitaba invitar gente: otra vez había reunido a su troupe de psicoanalistas, actores, periodistas, pintores. Sin ser una intelectual, Natalia fluía con soltura y espontaneidad en esos asados que se alargaban hasta la noche. La casona, con su pileta y sus cuartos de huéspedes, era amplia para albergar una buena cantidad de esos pavos reales que Manfredi soportaba cada vez ­menos. Todo aquello que lo había encandilado en Natalia, esa naturalidad para hacer relaciones y sobrevolar todos los temas, se le había vuelto una afectación que derivaba, con unas copas de más, en caricatura de la glamorosa anfitriona que había sabido ser y, sin darse cuenta, su esmero en brillar en esas reuniones la había ido convirtiendo en una conductora televisiva chillona. Todas las historias, comentarios y pensamientos que desplegaba los había picoteado en los titulares de los suplementos culturales o en las solapas de los libros que apilaba en su mesa de luz sin terminar ninguno. Y allí estaba él, en este mediodía de febrero, asado, invitados, pileta, chapuzones, la música salsa en los parlantes del parque, baile alrededor de la pileta, Natalia, en el quincho, negroni en mano, destacándose, festejada, inspirando discusiones o risas. Natalia, apetecible y sin arrugas, las tetas todavía firmes y el culo parado gracias a su personal trainer, ahora se despachaba contra el abuso moral y cosechaba halagos. Manfredi podía detectar las ganas que le tenían unos cuantos y cómo ella gozaba con las indirectas. En tanto, Camilo y Malena se deslizaban sigilosos como sombras. Camilo había tenido un intento de suicidio en una clínica de recuperación de adictos como consecuencia de un síndrome de abstinencia Más tarde, Natalia vio a Malena en una foto del diario, manifestando en una marcha del orgullo gay. Pero ninguno de los dos se animó a conversar con ella. Conversar sobe qué, le había dicho Natalia. Tranquilizate, Manfredi. Es su cuerpo, es su elección. Y en una de esas se le pasa. Manfredi ya no dudaba: le convenía aceptar a tiempo el fracaso antes que tener expectativas aunque fueran remotas.

Ese mediodía en la casa de Talar se preguntó qué opinión se formaría Victoria de él si lo viera en ese momento. Le daría pena. Pero, si recapacitaba, Victoria habría calzado en la corte de Natalia y, con seguridad, la habría deslumbrado con su discurso sobre el abuso moral. Victoria y Natalia podrían haber sido amigas. Apartó la idea. Victoria no tenía nada que ver con este gallinero, se dijo. Era una piba comprometida con sus causas y, aunque le costara creerlo, esta espera le sugería que quizás era cierto que nunca había engañado al bueno de Mariano. Victoria se lo había dicho así: Esto que hago con vos me plantea un dilema moral. Tanto rollo con mi viejo y su doble discurso y mirá, repito su historia. Entonces, pensaba Manfredi en ese momento de máxima tensión, Victoria no era como las otras. Pureza, pensó. Le fascinaba de Victoria su pureza. Y le había calentado ponerla a prueba, revelarle que por más que criticara la doble moral, no era distinta a otras. Le había revelado su zona oscura.

Manfredi se alejó de las risas, el humo de la parrilla, el tintineo de las copas, las zambullidas, los cuerpos bronceados, las siliconas, el botox, los implantes. Se disculpó con Natalia: tenía que volver al estudio. Un proyecto ambicioso entre manos, se justificó. Un complejo en Mar de las Pampas, una inversión grande. Si Natalia no le creyó, con una sonrisa diplomática hizo como que sí.

Manfredi se sentó al volante y, a toda velocidad, dejó atrás la casona de Talar. El auto avanzaba solo hacia Las Cañitas. Y una vez en Las Cañitas empezó a patrullar el barrio. Qué pasaría si la encontraba en esas calles, caminando de la mano con Mariano. Necesitaba verla así fuera con el otro. Quería saber cómo era el otro con ella cuando estaban solos. Y si la encontraba sola, se preguntó, entonces qué. Le contaría cómo era su vida familiar, su lado careta. Se confesaría con ella, desnudaría su alma y ella, enternecida, iba a consolarlo en un abrazo.

Después de la enésima vuelta por esas calles se dio por vencido. Abandonó el barrio, buscó el Bajo. Manejaba al azar, sin saber a dónde lo llevaba ahora el auto. El calor aplastaba la ciudad. Un informativo anunció que la ola de calor, la más intensa en años, se prolongaría al menos otra semana. Al atardecer, emergiendo de un estado hipnótico, frenó en la Costanera Sur. Tenía sed. Estacionó cerca de uno de los chiringuitos parrilleros. Familias, parejas, cumbia a todo volumen. Apenas una brisa dulzona desde el río. Paseantes agobiados por el calor. El aire olía a carne y grasa quemada. Choripanes, hamburguesas y bondiolitas. Tenía la camisa pegada al cuerpo. Se prendían las primeras lámparas de los puestos. Chicos corriendo. Enamorados apretando. Cuerpos amarronados en camiseta, bermudas y ojotas. Venían de monoblocks, conventillos, inquilinatos, villas. También de casas y departamentos de clase media. Le bastaba observarlos para reconocer su extracción social. Sus cuerpos deformes, vencidos, las barrigas. Las gordas de piernas varicosas y las morochitas de pelo teñido y piercings. Los atléticos deformes que ostentaban musculatura, bíceps tatuados. Y las parejas de viejos achacosos que pasaban del brazo como novios. También estaban los que habían bajado unas sillas y reposeras de una chata o un auto desvencijado y mateaban sofocados. La multitud se desplazaba con ese ritmo tropical. Y el desfile era incesante. Por qué no se retobaban contra el destino, por qué no producían un estallido y reventaban el sistema que les había asignado la función de bestias de carga. Miraba resentido a la multitud. Son felices, pensó Manfredi. Si supieran quien soy, se dijo, qué pensarían. La felicidad es patrimonio de los infelices que se conforman. Caminó hacia un chiringuito, tuvo que ponerse en la cola, pagó una botella de cerveza y eligió una de las pocas mesas vacías. Una paloma aterrizó cerca. En medio de ese anochecer dominguero y popular, solos la paloma y él. Uno de los pibes parrilleros se arrimó. Traía un trapo rejilla roñoso. Se acercó a la paloma y le tiró unos golpes con el trapo. Fuera, paloma, la puta que te parió. Fuera, puta de mierda, renegaba sin acertarle. La indiferencia de la paloma enervaba al pibe. La paloma levantaba un vuelo corto y volvía a posarse cerca de la mesa.

5

En marzo se ordenó reprimir el vértigo que lo lanzaba a buscarla. Por más que no diera más de ganas, debía domar la impaciencia. En esos días se citó con viejas conocidas y, al pensar en ellas no las pensaba tanto como conocidas sino como viejas. Cada uno de esos encuentros tenía un gusto a segunda mano. Ellas tenían experiencia, en la cama aplicaban sus pericias. Si comparaba, eran más diestras que Victoria. Pero, aunque la aventajaban en destreza, apenas si lograban aplacar su memoria. Así vino marzo y ya estaba empezando a aflojar su obsesión cuando leyó sobre una mesa redonda sobre mujer y maltrato. Un sociólogo, una psicoanalista, y una abogada especialista que investigaba y escribía sobre el conflicto. El debate lo coordinaba una abogada: ella. Al leer en el diario la gacetilla que informaba sobre el debate, sintió taquicardia. Se había mentido al convencerse de que podría liberarse tan fácil de la obsesión Victoria. La dirección era en Coghlan.

A Victoria no le pasó inadvertido Manfredi entre el público. Pero no se inmutó y continuó imperturbable. Después de las exposiciones y una polémica estirada, Manfredi pudo ver a un tipo de anteojos y pelo corto que buscó a Victoria al bajar del panel. No debía tener cuarenta, era alto, flaco y fibroso. Vestía un saco azul y llevaba jeans. Su informalidad era estudiada: se ­percibía en los lentes modernos, livianos y sin marco. Victoria y el hombre se abrazaron, se dieron un beso corto en los labios. Mariano, pensó Manfredi. Victoria se apartó del marido, repartió sonrisas y agradecimientos. Solitario, Manfredi tomó una copa y se mantuvo retraído, observando. Ella lo buscó: Qué hacés acá. Te extrañé, piba, le dijo. Acá no, lo cortó ella. Necesito, empezó a decir él. Ella volvió a cortarlo: Acá no, yo te llamo. Rápida, Victoria se dirigió a alguien detrás de Manfredi: Vení, amor. Quiero presentarte al arquitecto Manfredi. Mariano le dio la mano, un apretón fuerte, seco y viril. Manfredi estuvo en Cuba, trabajó en proyectos habitacionales, rara avis en su profesión. Y hacia Manfredi: Mariano, mi pareja. Psicólogo social, trabaja con chicos de la calle. Ustedes dos tienen mucho en común.

Victoria los dejó solos. Manfredi intentó prestarle atención a las preguntas que Mariano le hacía sobre Cuba. Y más atención debió prestar después para escuchar los pormenores del trabajo profesional de Mariano: los chicos de la calle no le producían tanta rabia como vergüenza, contó. Cuando creía haber rescatado a uno de la falopa y el afano, volvía a caer. Manfredi lo aduló: se precisaba temple para abordar una tarea semejante. No bastaba con una posición política de izquierda, le dijo. También importaba la voluntad. Y él, Manfredi, estaba del lado de quienes se comprometían con estas causas. Con Victoria hacen una pareja estupenda, dijo. Tal para cual, dijo. Mariano le agradeció el elogio. Manfredi se despidió de Mariano: Fue un gusto, dijo. Ustedes se merecen. Lamento tener que irme, pero tengo familia. Saludá a tu compañera de mi parte.

Afuera, en la noche, buscó el auto y sin perder tiempo se apostó a media cuadra de la fundación. Tuvo ganas de fumar. Había largado el cigarrillo unos años atrás, exactamente dos años, y en ese momento las ganas le volvían incontenibles. Había un kiosco a mitad de cuadra. Se apuró hasta el kiosco y, justo cuando pagaba los cigarrillos, los vio. La pareja se iba. Volvió al auto. Los divisó subiendo a un taxi. Abrió el paquete sin soltar el volante. La persecución duró tres cigarrillos, uno tras otro. El taxi entraba en Las Cañitas, se detenía en la calle Arce al doscientos. Manfredi disminuyó la velocidad, pasó despacio por el edificio. Pudo divisar a la pareja en el hall de entrada, esperando el ascensor. Aceleró. Una sonrisa de triunfo.

Desde esa noche volvió a merodear por el edificio. Merodeó por las mañanas temprano, caminando. La sorprendería cuando saliera para hacer su rutina, pensó. Apenas podía zafar de algún compromiso del estudio, volvía a merodear en la tarde y otra vez en la noche. Y cuando regresaba por la noche a Talar, Natalia le preguntaba: Estás bien, Manfredi. Preocupado por ese complejo en Mar de las Pampas, le decía. Y yo tengo que estar en todo. Por qué no delegás, querido, le dijo ella. Ya tenemos todo. Qué más querés de la vida, le preguntó. Manfredi se había hundido en un sillón frente a la tele, un combate de boxeo. Un negro gigante castigaba duro a un latino. Cada golpe, un mazazo. El latino, contra las cuerdas. Manfredi era ese latino. Vení, amor. Precisás un pete. Te va a devolver el humor. Manfredi la dejó hacer.

Una mañana, caminando por la vereda de enfrente, vio salir a Mariano. Manfredi le dio la espalda, espió de reojo. Mariano se puso a mirar la vidriera de una veterinaria. Manfredi aprovechó que el otro entraba al negocio para huir de la zona. Una tarde los vio salir juntos. Paseaban un perro, un fox terrier. Allí estaba su dama con el perrito. Y también con el cornudo. Caminaban de la mano, conversando animados. Otra tarde los vio salir apurados, discutiendo. Los siguió hasta Luis María Campos. Subieron a un colectivo. Los perdió.

Una noche la vio salir del edificio con el perro. Victoria dobló en Dorrego. La alcanzó. No tenía idea de cómo encararla, qué decirle. Lo mejor sería dejarse llevar por el impulso. Disculpame, le dijo. No te asustes, no pienses mal. Si me decís que me borre, me borro. Estás loco, le dijo ella. El perro levantó la pata contra un árbol. Como dice el tango, dijo, quiero verte una vez más. Ella miraba a los costados. Lo nuestro fue, Manfredi, dijo. Pronunciaba su apellido igual que Natalia. Sos un zarpado, le dijo. Soy un enamorado, le retrucó. No estás acostumbrado a que te digan no, verdad, le preguntó ella. Y vos no estás acostumbrada a la pasión, le contestó. El fox ­terrier le husmeaba los zapatos, los pantalones. Manfredi se agachó para acariciarlo. Toda su vida había despreciado a los perros, su sumisión. Y también a quienes recurrían a una mascota para sentirse queridos. Si Victoria y Mariano tenían ese fox terrier era porque cubría la vacante del hijo. Y si hasta ahora Victoria no había sido madre, no tardaría en sentir la necesidad de serlo. Si la historia de ellos seguía, pensó, Victoria iba a pedirle un hijo. Su mente asociaba una fantasía tras otra. Por qué pensaba en esto, se preguntó. Sus pensamientos se encadenaban. Le tembló la voz: Por favor. Te llamo, le dijo ella. Estaban juntos, tan cerca. Manfredi podía oler su aliento. Jurameló, por favor, le suplicó. Te lo juro por Pucky, le dijo ella. Y miró al fox terrier.

6

El tiempo, los cuatro años que pasaron juntos, transcurrieron en un soplo. La intimidad y confianza se fueron transformando en una costumbre, el hábito de un simulacro de intensidad. Podían hablarlo todo, la frustración que a Manfredi le causaban sus hijos, Camilo el drogón y Malena la anoréxica. Después de su segundo intento de suicidio y el lavaje de estómago, Camilo desapareció y no volvió a la casa. Desapareció por una semana. La policía lo levantó en una villa del Bajo Flores. El tratamiento para sacarlo de la droga no iba a ser fácil, dijeron los ­médicos y los psicólogos. Acompañó a Natalia y Malena a las sesiones con Camilo. Victoria lo alentó para que participara y les dijera a los suyos lo que sentía. Manfredi, más por no decepcionar a Victoria que por Natalia y sus hijos, fue a las sesiones y dijo todo lo que tenía que decir. Previsible, sobreactuó: toda su seducción al servicio de la sensibilidad requerida. La terapia de Camilo le deparó una sorpresa: que Malena pudiera hablar de su homosexualidad. Después, cuando le contaba a Victoria las sesiones tuvo una intuición: no le hablaba a Victoria. Le hablaba a Natalia.

Manfredi se dio cuenta tarde: en la medida en que había terminado conversando con ella de cada rollo con una naturalidad que se volvió costumbre, Victoria había devenido una familiar. A su vez, Victoria había instalado a Mariano entre ellos. Eran épicas las batallas que Mariano libraba en el conurbano. Había ayudado a levantar un centro comunitario en una villa. Aunque cada objetivo cumplido en la villa fuera más personal que colectivo, Mariano siempre lo pensaba un hecho comunitario. Se las tenía que ver, mañana, tarde y noche, con los pibes adictos y chorros que terminaban baleados por los narcos o la policía. Cuando Mariano retornaba a ella después de esos dramas, se prendía un porro y subía a la terraza del edificio a mirar las estrellas: Cómo será la vida allá, le preguntaba Mariano. Había noches en que a Mariano las estrellas le llenaban los ojos de lágrimas. En estas ­introspecciones nocturnas de Mariano, Victoria se decía también que él veía algo que a ella le estaba vedado. Nunca pensaron en tener hijos, le preguntó Manfredi. Victoria hizo un silencio, suspiró: Todo un tema, le dijo después. No estamos maduros. Al menos yo, aclaró. Si fuera por Mariano, dijo, ya tendríamos el casalito. Con ironía dijo casalito. No me animo a dejar la píldora. No obstante, Mariano tenía fuerza como para contenerla, contaba Victoria. Mariano no era solo su pareja y su contención. Era su héroe. Manfredi le preguntó cómo reaccionaría si Mariano tuviera otra. La aterraba que se lo pudiera robar alguna de las chicas que trabajaban con él en la villa. Porque a las militantes se les mojaba la bombachita con Mariano. No hay otra, le preguntó Manfredi. Mariano no es como vos, le contestó ella. Mariano siempre me lo dice: Si te pierdo, me muero. Querés que te diga la verdad, papi, le preguntó. En verdad no me importa si Mariano tiene otra. Lo único que sé es que no quiero perderlo.

Cómo llegamos hasta acá, se preguntó Manfredi. No ­quiso respondérselo. Sintió pena por Victoria, pena, ternura también.

7

El invierno se había apoderado de la ciudad. Los informativos meteorológicos anunciaban, como todos los años, el mayor descenso de temperatura de la década. En las calles la gente resucitaba abrigos que olían a naftalina. Tapados, sobretodos, gamulanes, camperas. Las bufandas en el viento. Lloviznaba aguanieve. Victoria se había pescado un resfrío, no quería verlo hasta que se curara. Los cielos grises, las nubes negras y la distancia de Victoria lo volvieron reflexivo. Calculó que el resfrío no era el único motivo por el que ella lo evitaba. Hace tres días que estoy con treinta y ocho de fiebre, le dijo ella. Voy a quedarme en cama. Mariano, el bueno de Mariano, pensó, le llevaría el tecito con limón y las aspirinas a la cama.

Ella lo llamó el lunes. No le gustó su tono: Tenemos que hablar, le dijo. Quedaron en encontrarse esa tarde en un bar de Libertador. Fue la primera en llegar. Su expresión era seria. Tengo un atraso, le dijo. De cuánto, le preguntó él. Pensaba a toda velocidad. Se vio acompañando a Victoria a hacerse un aborto. Y si Victoria se negaba, qué. Se vio separado, conviviendo con Victoria embarazada. Se vio forzado a una nueva paternidad. Se vio padre a la edad de ser abuelo. Y si el padre era Mariano, se preguntó. Tenía que saber de quién era, se dijo. Pero no supo cómo preguntarlo. Solo atinó a murmurar: Estás segura. Estoy, le dijo Victoria. Te hiciste el análisis, le preguntó él. No todavía, pero seguro que estoy, le contestó ella. Manfredi hizo una pausa larga antes de decirle: Tenemos que hacer el análisis. Tenemos, repitió ella con sorna. Para ustedes es fácil: conjugan el plural pero es una la que pone el cuerpo. Ni siquiera te preocupa si mi ­embarazo es tuyo, le dijo. Es mío, le preguntó Manfredi. Y ella: Es lo que más te preocupa. No, mintió Manfredi, me preocupás vos. Se exigía ser práctico, pensó Manfredi. Vamos a una farmacia, le dijo. Vamos, no, se negó ella. Voy sola. Es mi cuerpo. Y si estás, preguntó él. No voy a abortar, le contestó ella. Sea de quien sea, antes que de un hombre, es mío. Por qué, se preguntó, las mujeres, al referirse al embarazo, decían es mío, en masculino, antes de saber el sexo.

Anochecía. Una ráfaga de viento los azotó. Cuando ella salió de la farmacia, eludió el auto y paró un taxi. Manfredi se bajó, quiso detenerla. Pero ella no quería saber nada. Quiero estar sola, le dijo, entendelo. Ya te vas a enterar de lo que te tengas que enterar cuando corresponda. Llamame, por favor. Victoria no le contestó.

Esa noche, le avisó a Natalia, se quedaría en el estudio. No necesitó explicarle por qué. Y fue un alivio. Si esa noche, como tantas, no volvía a casa, a Natalia no la inquietaba. Si tenía que optar entre un marido que le faltara cada tanto o una separación, optaba por lo primero. Manfredi compró cigarrillos. Esa noche intentó dormir en un sillón del estudio. No pudo. El viento en el ventanal.

Probó calmarse. En su misma situación debían encontrarse tantos tipos, pensó. Una infinidad de machos torturándose con el aterrizaje de una criatura no deseada. Pero la estadística no era un consuelo.

Victoria lo llamó en la tarde. El estudio hervía. Los asistentes estaban a full. Mientras discutían planos y presupuestos, la contadora se esforzaba en explicarle un déficit en el proyecto de Mar de las Pampas. Cada vez que sonaba un teléfono, Manfredi se sobresaltaba. Los demás no pasaban por alto su nerviosismo. Falsa alarma, le dijo Victoria. Soy una tremendista, papi. Perdoname, le pidió. Me perdonás, dale. Todo el estudio, pendiente de su teléfono, lo miraba. Me alegra que estés mejor del resfrío, hija, dijo Manfredi. Te llamo más tarde. Al cortar, Manfredi sonrió forzado hacia el personal que lo observaba.

8

Aunque la amenaza del embarazo había quedado atrás, Manfredi permaneció en alerta. Volvieron a encontrarse en el bar del Plaza. Y esta vez fue Manfredi quien sacó la conversación. Al principio de sus encuentros, le confesó, él había fantaseado con Cuba y la separación de Natalia, pero Victoria lo había hecho entrar en razón. Además estaba Mariano. Victoria no quería lastimar a Mariano: Pase lo que pase, él siempre está, decía ella. Igual que tu Natalia. Manfredi la dejó hablar. Qué garantía le daba Manfredi con respecto a la continuidad de una pareja formalizada. Cómo podía estar tan convencido de que una vez separados y ya juntos, conviviendo, él no volvería a su lado clandestino. Es más fuerte que vos, papi, le dijo. Si no soy yo, será otra. A veces pienso que si no me hubiera resistido a seguir viéndote, te habrías hartado de mí al toque. Lo que te pegó fue que no te la hice fácil. Y ahora que me tenés, qué. La costumbre.

Y a vos qué te pasó, le preguntó Manfredi. Me enganchó que nunca antes había engañado, te lo dije. Me enganchó tu experiencia, que me hacías sentir una nena. Y que me recordabas a mi padre. Me enganchó lo que tenía de nuevo y me destapaba una que tenía escondida. Y ahora, mirá, le dijo, me volví mansa como Pucky. Te aburriste, le dijo Manfredi. Y yo que te iba a proponer una escapada. Basta de escapadas, le dijo ella. Como si se pudiera escapar de uno mismo. Ellos están, le decía Victoria. Siempre están. Son el puerto al que precisamos volver. Tenemos que reconocerlo: no aguantamos mucho solos en alta mar. Manfredi le hizo un mimo: Cómo me gusta cuando te ponés poética. Por qué no la cortamos, papi.

Finalmente era ella la que proponía lo que él quería. En estos cuatro años la historia había dado todo lo que podía dar. No podía quejarse. Cortarla sería un alivio. Cada uno volvería a su vida anterior. Y este regreso sería como un posoperatorio.

Además, a él todavía le sobraban oportunidades. Pensó en las alumnitas de la facultad que acudían al estudio aspirando a una pasantía.

9

Una semana después Manfredi invitaba a Natalia a una segunda luna de miel en Cuba. Lo deslumbraba esta Natalia reciclada por la euforia: miraba el pasado desde una perspectiva conciliatoria. No había sido tan malo el tiempo juntos, le dijo una mañana mientras paseaban por La Habana Vieja. Una noche caminaron por el Malecón arrastrando el mareo de unos cuantos mojitos. Natalia le preguntó: Sé sincero, Manfredi, te cojiste a una negra alguna vez. Manfredi desvió la mirada. La verdad, Manfredi. Bueno, una. Cuando viajaste solo por aquel proyecto en Baradero, le preguntó Natalia. Manfredi asintió. Una sola, siguió interrogándolo Natalia. Manfredi tardó en responder. Cuántas más hubo, cargó Natalia. Ninguna otra, repitió él. No habrá ninguna, no habrá ninguna igual. Y ella: Cómo te gusta el tango. Y vos, le preguntó él. Ninguno, le contestó ella. Siempre te fui fiel. Una mujer como vos, no puede ser, dijo Manfredi. Concedeme el beneficio de la duda. Natalia lo abrazó, lo besó, su lengua. La brisa marina, el oleaje.

A la vuelta de Cuba, Manfredi notó que los cuatro estaban más integrados y eran, después de todo, una familia. Camilo se había recuperado. Natalia lo convenció a Manfredi de ayudarlo a poner un local de tatuajes en la Bond Street. Por su lado, Manfredi la convenció de que no estaba tan mal que Malena se fuera a vivir con su ­novia, la motoquera, y se empleara como operadora de un call center. A esta altura de sus vidas, le dijo Manfredi, no iban a cambiar el mundo. En todo caso, el mundo los había cambiado a ellos. No era resignación lo suyo. Pragmatismo, más bien.

10

Ahora, esta mañana de septiembre de sus cincuenta y ocho años en que se despertó más temprano que de costumbre, sale al parque, contempla la casa, piensa en sus posesiones y también en las vueltas del destino. Al respirar el aire fresco de la mañana siente que estrena los sentidos. Desde la casa, la voz de Natalia, llamándolo. También está levantada. Y ha preparado el desayuno. Le dura el bronceado caribeño. La noche anterior cojieron. Manfredi, pensativo, toma el jugo de naranja. Natalia le unta una tostada con queso crema. En qué pensás, le pregunta ella. En Cuba, le contesta él. Lo bien que nos hizo. Es cierto, asiente ella. Le pasa mermelada a la tostada, se la ofrece: A mí también me ayudó a pensar, dice ella. Estamos en lo mejor de nuestra vida. Pensamos lo mismo, dice él. Pero no quiere decir que tengamos que hacer lo mismo, dice ella. A qué te referís, pregunta él. Quiero el divorcio, dice ella.

Manfredi solo atina a preguntar: Por qué ahora. Escalamos juntos el Himalaya, le dice. Tu Himalaya, lo ­corrige ella. Natalia quiere dejárselo en claro. No es un capricho ni un raye circunstancial. Quizás en el pasado pudo tener razones para separarse. Pero no ahora. Lo trató en terapia y elaboró con madurez la decisión. Manfredi no sabe que Natalia había vuelto a terapia. Tantas cosas no sabés de mí, le dice ella. Manfredi ya escuchó antes este rezongo y prefiere no acordarse demasiado de cuándo fue la última vez. Tu terapeuta te aconsejó, repite él. No me aconsejó, le dice ella. Me ayudó a elaborar la decisión. Si acepté ir a Cuba, fue porque me pareció de adultos hacer una buena separación. Por qué no separarnos ahora que estamos en un buen momento, que podemos quedar amigos y con un buen recuerdo. Además, los chicos ya están grandes. Están de acuerdo. Reconocemos todo lo que hiciste y hacés por nosotros. Así que no tenés que sentir ninguna culpa. Cada uno sacó lo mejor del matrimonio. No es para deprimirse. Es para festejar, Manfredi. También lo hablé con mi analista. Tenemos que hacer una fiesta por la disolución sana del víncu­lo. Una gran fiesta. Se me ocurrió el leitmotiv: volver a empezar. Va a venir todo el mundo. Y nuestra separación será una pedagogía, vas a ver. Volver a empezar. Calculando tus invitados, unos doscientos.

Manfredi la escucha. Se sirve otra taza de café. No sabe qué pensar. Y si piensa, piensa que le conviene permanecer sereno. El tono de Natalia es cálido, comprensivo. No tengo que alterarme, piensa Manfredi. Debe ­meditar toda frase. Lo primero que se le ocurre es decirle que ella, Natalia, ha sido, es y será siempre la mujer de su vida. Pero no cree que este sea un argumento que Natalia pueda atender. Es una decisión tomada, le dice ella. Una decisión tomada, repite él. Y estás segura, le pregunta. Segurísima, le dice ella. Una separación en armonía. Entonces no tenemos más que hablar, vuelve a preguntar él. No nos vamos a pelear por dinero, dice ella. No vamos a discutir ni por la cuenta suiza ni por la uruguaya. No nos conviene un divorcio complicado, sigue ella. Los detalles los pueden hablar tu abogado y vos con mi abogada. Me la recomendó mi terapeuta. Es una chica joven, especialista en cuestiones de familia. Un amor. Está embarazada. Voy a invitarla a ella y a su marido a la fiesta. Acá tengo su tarjeta.

Natalia busca su cartera, revuelve hasta dar con la tarjeta. Antes de que la encuentre, Manfredi sabe que se cumplirá su pálpito.