Sensini, una continuación

1

Vuelan un día antes del cumpleaños de ella. Bajan del avión a las seis y media y la presentación en la feria es a las siete. Hace calor, viento árido, seco, sofocante. Un remís los espera. Vamos directo al Le Parc, les dice el chofer. Un criollo canoso, flaco. Tiene una camiseta con Mafalda y una inscripción de la Feria del Libro. No hay tiempo para que pasen por el hotel y se refresquen, dice. Ayer, lo que fue. Tienen suerte, porque ahora ya pasó el viento. El zonda, dice ella. No saben, dice el hombre. Sí, sé, dice. No parece de acá, le dice el hombre. Por la zeta, dice ella. Claro, usté dice la zeta. Llegan al Le Parc, el museo. Una arquitectura moderna en el centro de la nada. El hombre los acompaña a un camarín. Los recibe una chica. Se presenta: Soy de Producción. También tiene una camiseta con Mafalda. Pasen, pónganse cómodos. Si gustan, hay café, gaseosas, sanguchitos y medialunas. Fruta, también. Aguarden que voy a ver la sala, cuánta gente hay. El camarín es un salón con espejos y sillones. Se ven en el espejo, solos. Se miran en el espejo y se miran. Él quiere fumar. Yo también quiero, dice ella. Pero acá no se puede. Me muero por fumar, dice. Miran el detector de humo. La chica vuelve: No hay nadie en la sala, les informa. Es por el partido, aclara. Hoy jugamos contra Perú. Pero no se preocupen que reprogramamos la actividad. Y pagar se les va a pagar igual. Mejor, así van al hotel y descansan. Deben estar agotados por el viaje. No les gusta el fútbol, pregunta. No, dice ella.

2

Hotel Grand Bourg. Marrón, pardo, ocre. Hay carteles de prohibido por todas partes, prohibiciones enmarcadas, prohibiciones pegadas con cinta adhesiva. Por acá pasaron todos, dice el conserje, un sesentón flaco, pelado, de anteojos, bigotito, con una cicatriz en la frente que va de una sien a la otra. Imagínese, esta construcción se conserva tal cual. La forma rígida de sus movimientos. Les lleva las valijas. Se mueve como un autómata. Y su voz también es de autómata. En el ascensor, les dice: Tita Merello, Duilio Marzio, Zully Moreno, Sandrini. Sensini, dice él. No, lo corrige el conserje con una sonrisa dientuda: Luis Sandrini. Claro, ustedes son jóvenes. Son de Buenos Aires, pregunta. Ella le dice: No, yo soy de acá. Parece española, dice el conserje. Por el acento, dice ella.

3

Bajan las persianas, corren las cortinas. Oscurecen el cuarto. Se desnudan, se acuestan. La impresión de luna de miel en un hotel de provincia. Él la busca. Ella se retrae: No sé qué me pasa. Estoy y no estoy. Tengo ganas de llorar y de gritar. Después de un rato, ella lo busca. Lo hace con desesperación. Después, encima suyo, agotada, se hunde en un sueño denso. Al despertar le dice: Perdoname. Soy de ninguna parte.

4

En la noche, en un restaurante sobre la avenida del hotel, el Nihuil. Una colonia de pibes de viaje de egresados, grita al televisor. Argentina-Perú. A él le recuerda el Mundial 78. No estaba acá, dice ella. Pero me acuerdo de Malvinas. Parecido, dice. Está en crisis, se le nota. En realidad no le pasa lo que todos quieren que le pase: que sienta este lugar como propio o que lo rechace de modo violento. La violencia no es lo suyo. La rabia sí, una rabia enconada. En realidad, me resulta indiferente, dice. Caminan por una avenida que a él le hace pensar en Once. Tiendas con ofertas, baratijas, kioscos, hamburguesas, comidas baratas. Cumbia. Mesas en las veredas, gente tomando cerveza. Unos skins tatuados. Chicas con calzas apretadas. Doblan a la derecha, una cuadra, y después, frente a una plaza, ella señala: En esa iglesia se casaron mis padres. Una cuadra más allá, frente a la plaza. Buscan un bar. Él quiere un bar donde pueda pedir bourbon y brindar a las doce. En un puesto de flores le quiere regalar un ramo. Ella dice que una. Una sola. Elige una dalia. Entran en un bar. Lo que tenemos es eso, dice el mozo. Cabecea hacia una vitrina donde hay licores para viejas borrachas. Lo que usté busca lo va a encontrar en el Liverpool. El pub está a varias cuadras, en la esquina de la peatonal. Entran, oscuro, semipenumbra. En el monitor, los Cranberries. Él pide Jack Daniel’s. A las doce, brindan. Gracias, dice ella. Le cambió el humor, ahora es otra. Nos besamos, le pregunta. Y se ríe. Vuelven al hotel. Él saca el regalo del bolso: una camisa negra, cuello mao, con unas flores estampadas en el lado izquierdo. Ella se la prueba, feliz. Su felicidad es de nena.

5

En la tarde siguiente se encuentran con M., periodista del diario en el que trabajaba el escritor. Está enterrado en el sector del Panteón de los Periodistas. M. les cuenta las peripecias de ser periodista cultural. Las medidas de sucesivos gobiernos reaccionarios, mezquinos, censores. El oportunismo, la corrupción. Tampoco colaboran las divisiones de los guetos, la imposibilidad de lograr una resistencia cultural entre todos. Todos estamos peleados con todos, dice.

6

Esa noche, en el restaurante, ella le habla del escritor y su padre, también periodista. En el exilio español redactaban una revista de medicina. La cárcel y la tortura habían arruinado al escritor. Nos visitaba mucho en casa, cuenta ella. Estaba paranoico. Decía que los servicios lo vigilaban. Una vez, esperando el metro, en el andén, entre la multitud, lo empujaron cuando venía el tren. Pudo agarrarse de alguien. Se abrió paso entre los cuerpos, subió a la superficie, salió a la noche, corrió hasta quedar sin aliento.

7

Salen a dar una vuelta. La mañana soleada, los plátanos. Un paseo por su infancia. Habla de los padres, de sus hermanas. Dice acá, dice allá. Ahora la caminata es dulce y melancólica. Está radiante, más hermosa que nunca. La imagina entonces. Ella le cuenta. Ella ya le contó varias veces esto que ahora le cuenta. Pero él siente que lo escucha por primera vez. Su padre daba clases en el Colegio de Periodismo. Lo encerraron en una oficina. Le pusieron delante una lista. Que marcara, le dijeron. Su padre se negó. Que lo pensara, le dijeron. Lo dejaron solo. Cuando volvieron, su padre se negó otra vez. Pudo irse. Volvió a casa. Que hiciéramos las valijas, nos ordenó. Dejen las toallas en los toalleros, dijo. Pensaba que íbamos a volver pronto.

8

Después de la siesta, en la confitería del hotel, él anota impresiones en su diario. Piensa en una continuación del cuento «Sensini». El escritor joven, ahora maduro, decide conocer la ciudad donde había nacido el escritor mayor que admiró cuando ambos compartían el exilio. Pasaron sesenta años de la publicación de su mejor novela. Y treinta de su muerte. Encuentra a dos grupos de poetas jóvenes enfrentados que no consiguen ponerse de acuerdo. Unos quieren sepultarlo. Los otros, incinerarlo y arrojar sus cenizas al viento. Los terrenos y los etéreos tienen posiciones irreconciliables. Los primeros sostienen que Sensini era un realista aun en su fantasía. Por eso le corresponde la tierra. Los etéreos, que era un ser espiritual. Sensini es un escritor de aire, afirman. Mientras él escribe, en la tele, por el canal Volver, pasan una peli gauchesca con Landriscina, una comedia de la época de los milicos. Todos los tics y lugares comunes de la gauchesca insufrible. Mientras él escribe hay chicos que pasan mojados, envueltos en toallas, desde la piscina hacia el hall. Gritan: Vamos, los Pumas. Esta tarde juegan los Pumas contra Australia.

9

Después, mientras el remís los lleva a la feria, miran la ciudad empapelada por las próximas elecciones. Fuerza Nueva, un hombre y dos mujeres. Julia, Mariano, Florencia. Formales, de traje los tres. Para seguir siendo más nosotros. La izquierda: una piba tetona. Noelia al frente. Llegan a la feria, apenas tres personas los esperan en la sala. Esperemos, dice él. No, dice ella. No los hagamos esperar. Darán la charla igual. Un pibe músico, una profesora de Historia del Arte, un hombre con gorrito de béisbol. Somos lo que hay, sonríe el hombre.

10

En la mañana siguiente caminan calles de sol, veredas de sombra, con perfumes de lavanda y glicinas. Caminan largo hacia la casa loca. Desembocan en un gran parque. Pero no entran en el bosque. Bordean los clubes sobre la avenida. Ella procura superar la melancolía. Tardan en llegar a la casa loca, a media cuadra del parque. Está en una esquina. La arquitectura combina una intención ­modernista, un vitraux enorme que tiene reminiscencia de Gaudí contrasta con un torreón. En la planta alta hay dos ventanas a la calle. No estaban cuando nos fuimos, dice ella. Entonces todas las habitaciones daban a un jardín interior, le cuenta. Vivimos un año y medio apenas. Antes del exilio, dice. Se acuerda: carriers y autos policiales merodeaban el barrio. Cerca se levanta un monoblock. Ese era el edificio de los periodistas, dice. Por las noches, en el parque, había maniobras. Se oían disparos. Frente a la casa, una acequia ancha y profunda. El agua fluye transparente. Las piedras en el fondo. Cumplí diez años en el avión en que viajaba el seleccionado de básquet. Los jugadores me cantaron el cumpleaños feliz. Los dos miran la casa bajo el sol del mediodía. Él le pide que se siente en las escaleras de la casa loca. Quiere fotografiarla. Ella se sienta. Observa la posición de sus pies, las zapatillas. La posición tiene algo infantil. Después de la foto, ella se levanta. Llora detrás de los anteojos de sol.

11

Vuelven. Bordean otra vez el parque. Ella le señala una parada de colectivo y a un hombre esperando. Ese hombre, dice. Estaba ahí cuando pasamos antes. No había reparado en él, dice. Hace más de una hora, dice ella. Y sigue ahí. Quizás el colectivo no pase nunca. Eso es Di Benedetto. Ahí tenés tu cuento.