Huérfanos
Están los dos frente a la puerta del décimo D. Tardan en abrir. Dale vos, dice Vero. La mía se traba. Gustavo revuelve en sus bolsillos: No la encuentro. Y cuando la encuentra, su llave también se traba. Tiene que probar y probar varias veces. Será que no quiero volver al pasado, dice Gustavo. Por fin lo logra. Vero se adelanta, entra en la penumbra, tiene la impresión de entrar en un panteón. Abramos todo, propone, las ventanas, el balcón, todo. Le cuesta reconocer el lugar. Y cuando Gustavo levanta la persiana del balcón, la mañana entra hiriente. La luz vuelve más abandonado y polvoriento el desorden del ambiente: la biblioteca repleta, las pilas de revistas, libros, discos, las telas amontonadas contra las paredes, los dibujos desparramados, los bocetos, los materiales. Todo polvoriento. Además, las botellas tiradas. El ambiente es enorme, huele a aguarrás, pero también a encierro. Y a porro. Debimos venir antes, dice Vero. No pude, dice Gustavo. Tampoco viniste al entierro, dice Vero. Yo lo enterré hace siglos, dice. Y se queda mirando el colchón en el piso. Setenta años y durmiendo en el piso como un adolescente, dice Gustavo. Era su modo de vivir, lo defiende Vero. Gustavo prende un cigarrillo. Vero camina hacia el balcón. Unas palomas se echan a volar. Se detiene, mira el cielo y después baja la cabeza. Vence el vértigo. Gustavo la sigue, le pone una mano en el hombro: Vos también te vas a tirar, le pregunta. Vero se da vuelta: Lo odiabas. Me era indiferente, dice Gustavo. Como yo a él. A su manera te quiso, le dice Vero. Y vos lo evitabas. Gustavo le contesta: Para él yo era más que un abogado, su fiscal. Basta, le dice Vero. Hagamos lo que tenemos que hacer, a ver quién se queda con qué. Gustavo mira alrededor: No me pienso llevar nada. Y menos esas pinturas. Nunca vi tal cantidad de pijas y conchas. Y él con las minas. Viejo verde. Nos podría haber ahorrado este espectáculo. Es arte, le dice Vero, te guste o no. Gustavo se aparta, retrocede. Quedate vos con todo lo que quieras, ya que eras su preferida. Hasta cuándo vas a seguir resentido, replica Vero. Decime, le pregunta Gustavo, vos pondrías alguna de esta obras en el living de tu casa. Vero le responde dándole la espalda: No tengo casa. Alquilo. Cierto, dice Gustavo. Vos sos la artesana, la progre, la hippie. Por eso te prefería. Gustavo entra a la cocina, abre un placard, brotan cucarachas, se expanden.
Tulio se encerró a crear hasta que no dio más, explica Vero. Apenas lo supo nos citó a los dos, Gustavo. No le respondiste el mensaje que te dejó. Me lo dijo en su estilo, abriendo una botella de champagne. Me acuerdo, cuenta Vero. No vino tu hermano, me dijo. Ya va a venir, Tulio. A Tulio no le gustaba que le dijeran papá y menos viejo. Había que llamarlo por el nombre. No, no va a venir, aceptó Tulio, sabiendo. Una lástima, porque no quiero que seas vos quien le informe. Ni una palabra a Gustavo, entonces. Voy a pintar hasta el final. Cáncer, dijo después sin borrar la sonrisa. Brindemos, por favor. Vero no pudo rehusar el brindis. Cuánto tiempo te queda, le preguntó. Eso no importa. Los dolores no son graves todavía. El único favor que te pido es ni una palabra a nadie. Ni a tu madre. Y menos a la de Gustavo.
A Vero no le pareció justo que fuera ella la que debía cargar con la noticia, que en unos días se le concentró en un latido de angustia. Pero se calló. Después de todo siempre fuiste su aliada, dice Gustavo. Vos no lo llamabas nunca, le dice Vero. La última vez que lo llamé le dije que con Agustina nos mudábamos a un campo. Sabías que nunca vino a visitarnos, pregunta. Ni siquiera cuando fui padre. Le jodía ser abuelo. Vero lo corta: Basta, Gustavo, tratá de comprender.
Vero se pregunta si no debería haber traicionado a Tulio y haberle avisado a Gustavo apenas lo supo en vez de callarse. Pero se había aguantado. A cierta edad, los padres se vuelven como hijos, piensa. Y ella se comportó como si su padre lo fuera, acompañándolo, siguiendo de cerca su obra, visitándolo cada vez más seguido, viendo cómo enflaquecía y palidecía semana a semana. Hasta la madrugada en que la llamaron de la portería. Recién entonces le informó a su hermano.
Nos va a llevar un tiempo vaciar este departamento. Un asco, dice Gustavo. Una inmundicia. No sé para qué vine. Vero abre una caja de zapatos: Mirá, fotos. Acá estamos los dos, Cami. En el ranchito del Tigre. Te abraza. Te acordás, pregunta. También me acuerdo de que se cogía a mis amigas, dice Gustavo. No sé para qué vine, dice. Tira su llave: No quiero saber nada. Estás llorando, observa Vero. Esta no es mi historia, dice Vero. Gustavo sale. Se va dejando la puerta abierta. Vero escucha la puerta del ascensor, lo escucha bajar.
No le gusta quedarse sola. Espera un rato, mira a su alrededor. No sabe por dónde empezar. Finalmente se decide. Imita a su hermano. Se va. Cierra la puerta. Le cuesta ponerle llave, se traba la llave. Forcejea. Tampoco puede abrir. Se empecina en girar la llave. Hasta que la llave se rompe. De pronto tiene la sensación de haber quedado encerrada afuera.