La búsqueda de Dios
(basado en hechos reales)

Mi casa se incendió:

ahora

puedo ver la luna.

MIZUTA MASAHIDE

(1657-1723)

1

El viaje y su relato empiezan cerca de la medianoche de un martes lluvioso de junio en una boletería de la Terminal de Ómnibus de Retiro. G. tiene la expectativa de que su embale de escritura resulte, al menos, tan largo como esta primera frase de arranque de la historia. Empiezan también con una mujer, más allá, que se despega de los mostradores cercanos de otra boletería y viene apurada y le pide a G. que le deje hacer una pregunta. G. asiente, y ella le pregunta a la vendedora cuándo sale el próximo micro a San Clemente y también el precio. San Clemente es un destino más vulgar que la Villa marina a donde está por viajar G. Al menos eso presumen sus lugareños. G. se aparta unos centímetros de la boletería mientras la mujer averigua el precio del pasaje y saca billetes de un bolsillo de la campera. G. se pregunta cuántos centímetros se aparta ella del mostrador y cuántos se retrae él, y se dice que debería prestar atención a esta clase de detalles si pretende escribir un relato. La mujer está empapada, debe tener cuarenta. Rasgos aindiados, pelo teñido y desgreñado, la pintura corrida y su perfume barato, empalagoso. No lleva equipaje. Ni una cartera. Mira sus zapatillas desatadas y embarradas. La precisión es una exigencia de su oficio de narrador, se dice. G. prefiere pensar en el oficio de escribir antes que en el de vivir, que le exige plantearse qué hacer con esta angustia que lo sigue desde hace un tiempo: la jubilación le pegó fuerte, la edad y los achaques lo taclearon. La mujer cuenta los billetes, saca monedas. No le alcanza, dice. Le faltan treinta pesos. La empleada le sugiere que se fije en otra empresa, tal vez pueda encontrar una más económica. No me convienen los horarios, dice la mujer. Todos son de mañana. Y yo tengo que viajar hoy, dice. Una sonrisa triste le arruga la cara. La lluvia o el llanto le han corrido la sombra de los párpados. Seguramente viene de algún drama. Está huyendo, piensa G. Huye en la noche mientras arrecia otro chaparrón. La mujer permanece muda ante la ventanilla unos segundos largos. Tarda en reaccionar. Recibió un golpe, se le cierra una puerta, busca ­recuperarse, no atina ningún gesto. Tarda en decir como suplicando: No me alcanza. Está vencida. La puerta que se le termina de cerrar es una más, quizá la última. Su mirada se torna infantil, transmite miedo y también inocencia. Le cuesta entender, admitir. Es que no me alcanza, dice otra vez. No me alcanza. La empleada del otro lado del vidrio la mira impasible. Después lo mira a G. La mujer también lo mira. Esperan algo. Es la mujer la que termina con esta escena, retrocede mirándolos respectivamente a la empleada y a él, da unos pasos siempre hacia atrás y se ríe con una risa loca, se da vuelta, empieza a marcharse. Sabe cuántas, cuántos, le dice la empleada mientras la mujer se pierde en la estación. Nunca les alcanza. A mí tampoco me alcanza para ir a donde me gustaría. A dónde le gustaría, le pregunta G. A cualquier parte, le contesta ella. Y después: A dónde va. G. le dice que a la Villa. Le muestra su credencial de jubilado. Mientras le cobra, la empleada opina: Igual, aunque usted la hubiera ayudado con la diferencia, no habría arreglado nada. Hay gente que no aprende. El Señor les cerró las puertas del cielo. No entramos todos, dice. Cada día somos más y no cabemos.

2

Después de un mes largo volvía a la cabaña en la costa con la esperanza de un retorno a la escritura. Ahora en la seudoficción porque, se daba cuenta, lo que escribía era también diario, y en este retorno volvía a ser G., la inicial de su nombre, lo que se proponía, una transfiguración, era salir del yo, encontrarse en el dolor de los otros como estrategia de huida del propio, pero sin recurrir ni a la autocompasión ni a la piedad como coartadas ya que su búsqueda, se decía, era la de Dios y Dios, por su lado, joder con la pretensión, como un narrador, no tenía blandura alguna cuando se trataba de esparcir generosamente calamidades. Tampoco podía hacerse el distraído: todo este rollo con Dios era típico de la edad; en la vuelta final, asustado por la inminencia del desenlace, uno se acordaba del cielo. Mientras tomaba un café mugriento en el bar de la terminal, miró a su alrededor. La camarera atendía con desgano las mesas de los pobres diablos: a esa hora, cerca de la medianoche, todos eran pobres diablos, aun aquellos que, agarrándose las manos durante una cerveza, se podían mirar enamorados a los ojos. No le costó sacarle conversación a la mujer, preguntarle cómo estaba la cosa, literal, la cosa, aludiendo no solo a la realidad nacional, entre comillas lo de realidad nacional, la malaria, sino también aludiendo a su trabajo, la servidumbre mal paga, atender a los clientes que consumían lo indispensable para hacer tiempo y después, cuando se anunciaba su micro, se levantaban y se iban sin dejar un centavo de propina. Qué van a dejar, le dijo ella. Si nadie tiene un centavo. Y yo tengo que alimentar tres bocas, tres terneros, le contó ella como debía contárselo a todos los que le sacaban el tema, tres bocas sin contarlo a mi marido, tornero, desocupado, que no consigue siquiera una changa y entonces le da a la bebida. Que vaya a cartonear antes que quedarse en casa, le digo. Pero tiene vergüenza. Y entonces se chupa. Cuando se pone violento, el pobre, al menos no se la agarra con los chicos. Pero conmigo sí, le dijo ella, y se remangó un brazo. G. pudo ver las marcas, moretones, rastros de un forcejeo, el atajo de un golpe, imaginó. Y mejor no le muestro otras partes, dijo ella. A G. le pasaba a menudo, le tiraba, como se dice, de la lengua a los otros y después, cuando la lengua se les aflojaba, cuando la historia, trágica o graciosa se iba desarrollando, al escuchar los detritus del prójimo experimentaba una confusa mezcla de asco y lástima. Mejor no le muestro más, le dijo la mujer. Pudo haber un atisbo de seducción en lo que dijo, pero no. El suyo era un relato seco, desapasionado. Debía tener poco más de treinta, era alta, flaca, huesuda y caminaba torcida por una escoliosis pronunciada. G. le pidió la cuenta apenas notó que ella tenía necesidad de contar su historia sin importarle si al otro podía interesarle. No le importaba el otro. Solo la repetición de su historia, sin emociones ni subrayados. G. pensó que se la contaba a ella misma, necesitaba convencerse de que le ocurría lo que le estaba contando. Y usted a qué se dedica, le preguntó la mujer. Soy médico, le dijo G. Y también: Hágase ver esas tumefacciones. Porque tumefacción le parecía un término pertinente no solo para las marcas, sino también a su vida, además de que el término sonaba a jerga médica. Todos tenemos tumefacciones, le dijo, tumefacciones visibles e invisibles. Las que más duelen, las ocultamos, le dijo. La mujer le sonrió cansada: Usted debe ser un buen hombre. Hiciste la denuncia, le preguntó él. Qué denuncia, le preguntó ella, escéptica. A qué voy a ir a la cana, a que me gasten. Y después de una pausa: Si lo meten preso, con quién dejo los chicos para venir a laburar. G. también pudo mentirle que era abogado. Era su técnica para indagar en las historias de los otros. Infalible, bastaba nombrar una de estas profesiones para que los otros le volcaran sus enfermedades o sus problemas legales. Quien más quien menos, todos tenemos un mal, todos un conflicto con la ley. Entonces empleaba una fraseología proveniente de la «vulgata» específica de la medicina o el derecho. Y sos especialista en qué, le preguntó ella. Generalista, le contestó, un poco de todo. Y enseguida: Cuánto te debo. En realidad, más que el café le debía la historia, aunque no era nada original. No obstante, de hecho ahora la está escribiendo. Debía compensar a la mujer, así que le pagó con cien el café que costaba setenta y cinco y le dijo: Está bien. Dios lo acompañe, caballero, le dijo ella. Hacete ver esas tumefacciones, le dijo él. Dejó atrás el bar casi desierto pensando que la desgracia ajena siempre superaba la suya. Que mientras él se proponía buscar a Dios, los demás, los sufrientes, parecían estar seguros de su existencia.

3

El tipo subió al micro minutos antes de su partida, los pasajeros escasos ya en sus asientos. Llevaba un buzo negro de los Eagles, un pantalón de gimnasia y unos mocasines deformes. Buenas noches, saludó. Debía tener unos treinta. Pelado, sombra de barba, voz chillona. Se presentó como un adicto rehabilitado en la Fundación Alma y Vida. Buenas noches a todos. Me llamo Cristian y soy ex adicto a la cocaína. Durante más de quince años fui consumidor de cocaína y otras drogas. Mientras contaba su pasado, el calvario vivido, un auténtico viacrucis, dijo, repartía a los pasajeros una hoja manoseada y grasienta en la que se describían los usos de la cocaína y sus consecuencias, ilustradas estas por fotos de adictos con una tira negra en los ojos. Al mismo tiempo, en la planta alta del micro, un pibe repetía textualmente el mismo discurso: Buenas noches, buenas noches a todos. Me llamo Gastón y soy ex adicto a la cocaína. G. no había reparado en el otro, el pibe en la planta alta, que al repetir el mismo discurso que se escuchaba en la planta baja era un eco del tipo llamado Cristian. Tanto el ex adicto mayor como el ex adicto menor, ambos habían dañado a sus seres queridos. Lastimé a mi esposa y perjudiqué a mis dos hijos, mis dos soles, contaba Cristian en la planta baja. Hice sufrir a mis padres ancianitos, contaba Gastón en la planta alta. Ahora ya no tengo ­familia, decía. Mis padres no quieren verme más, se lamentaba Cristian. Reacomodándose en la butaca, G. extrajo un clonazepam y lo empujó con un trago de agua mineral mientras leía el volante de la Fundación. Miró unos gráficos, las fotos turbias en blanco y negro de los estupefacientes y los adictos. Terminaron de subir y acomodarse dos o tres pasajeros. Disculpen la molestia, damas y caballeros, había dicho uno de los dos y lo había repetido el otro, la fundación nos tendió su mano cuando habíamos caído y abandonado toda esperanza, entonces recobramos la fe, decía uno abajo y la voz del que estaba arriba: recobré la fe cuando esta institución de bien me abrió la puerta y pude rescatarme, decía uno, y pude rescatarme, decía el otro, y pude ver mi senda de amor en esta tierra en la que todos y entonces un vaivén del micro, hacia adelante y hacia atrás, interrumpió la idea de la senda de amor, les costó articular el discurso. El pibe de arriba seguía: Toda ayuda, la más mínima, será bienvenida, así sea una mínima moneda, la más mínima moneda será útil para esta obra de caridad dedicada a la recuperación del alma de cientos de chicos que, como yo, extraviaron sus hogares, y la dignidad, completó el de abajo, porque al perder la fe en Dios, nos perdemos a nosotros mismos. G. consultó el reloj, el micro se desplazaba despacio, salía marcha atrás de la dársena, le pareció, pero no, fue una impresión falsa: el que empezaba a desplazarse marcha atrás era el micro que había estado en la dársena lateral, la derecha, de su lado, del lado de los asientos individuales, y tuvo la impresión de que el viaje había empezado. G. pudo ver bajar al pibe, campera de jean, jeans rotos, zapatillas sucias. Seguramente los donantes se sentirían gran cosa mediante esta forma económica de pagar un adelanto a cuenta de una mínima parcela en el cielo. Al acercarse el tal Cristian a retirarle el volante, G. notó su aliento a alcohol. G. le dio unas monedas. Dios lo bendiga, le agradeció el otro ahora nervioso, porque ahora sí, el micro partía mientras esos dos saltaban al asfalto. G. pudo ver al pibe que se negaba a entregarle su recaudación al tipo. El tipo lo agarró fuerte, empezó a zamarrearlo, levantó una mano con la intención de sopapearlo. Y G. no pudo ver más, el micro ahora bordeaba los contornos de la 31, un trayecto de oscuridad lenta rozando las construcciones improvisadas, algunas ya de varios pisos, las ventanas débilmente iluminadas. No podía deshacerse ni de la culpa ni de la rabia que, lo supo, se hundirían como él en el sueño letárgico inducido por el clona. No se puede sentir auténtica piedad si antes no se sintió rabia, con ensañamiento, contra uno mismo, pensó. Sintió la convicción de que sus monedas no habían contribuido al rescate de ningún ser abandonado de la mano de Dios, si es que acaso Dios existía, duda que últimamente había empezado a transformarse en una incertidumbre que lo desasosegaba en la medida en que se proponía encontrar pistas de su existencia a esta altura de su vida, cuando se supone que la edad proporciona una sabiduría. Se preguntó si escribir sobre los otros acaso no era, a su modo, una mínima caridad, damas y caballeros, todos cuesta abajo en la rodada en este valle de lágrimas purulentas, viajeros en la noche lluviosa.

4

En la noche negra del viaje en la tormenta, junio, polar, de pronto, divisa por la ventanilla empañada, a través de la lluvia, una hilera de luces que indican el camino de acceso a un pueblo, un camino largo y fantasmal, demasiada escenografía como ingreso a un pueblo de campo tan chico, uno tan chico como seguramente reaccionario y pretencioso al estar su acceso presidido por esa estatua de Cristo rutilante de neones en la entrada, como si el camino no condujera a un infierno grande sino al paraíso. Después, otra vez la oscuridad impenetrable hasta pasar por una estación de servicio, una escenografía blanca, desierta, recortada en la oscura inmensidad de la nada, cree conjeturar cómo escribir el relato que quiere escribir. El relato, una nouvelle, debería compartir momentos con tono de ensayo y también de diario, es decir, la conjunción del comentador de libros y el diarista, y así quizás eludiría el voluntarismo derrotado de una novela totalizadora con la que viene fantaseando, una gran novela sobre el sufrimiento de los seres comunes, piensa, que ya va por su tercera versión frustrada, pero no voy a referirme a esa frustración aquí, a ese proyecto derrotado, sería volver a enmarañarme en la misma frustración, además, a quién carajo le importan mis bloqueos de impericia y neurosis, lo que dicho así parece sugerir a un escritor abnegado, pero lo sabemos, hay una trampa en esta abnegación, la misma clase de engaño que representa el Cristo artificioso entre los neones de la entrada del pueblo que el micro dejó atrás hace un rato. Hace unas horas, en el bar de la Terminal de Ómnibus de Retiro, esta noche, intuí un comienzo, el escritor en una estación de micros, a punto de abordar uno: que fuera un lugar común me daba cierta confianza, un comienzo clásico siempre era mejor que nada. En este instante del viaje, se dice, soy el único despierto del micro, la única luz prendida es la que corresponde a esta butaca, heme aquí, el pasajero insomne a pesar de la pasta. A dónde van todos. Acaso hay que ir siempre a algún lugar. Por qué esta necesidad de ir. Que en mi caso se funde con escapar, el maniático horror domiciliario, viajo ahora otra vez a la costa, y cuando no me aguante más en la costa volveré a la ciudad. En los últimos treinta años, cuántos kilómetros ida y vuelta, cantidad tal vez equivalente a una vuelta al mundo, cuántos en treinta años, saco cuentas, cumpliendo un promedio de 400 km por viaje, si no la vuelta al mundo, podría al menos haber alcanzado Anchorage, pero mi mundo no es otro que el de la repetición, la ­repetición obsesiva. En el fondo, el mío es un temperamento conservador: permanecer en movimiento, pero repitiendo el mismo itinerario en el mismo mapa.

5

Sugestión me van a decir, se decía G., antes de entrar en la cabaña y tocar la mezuzá, se lo decía también a quien quisiera escucharlo con la certeza anticipada del consenso, pero más con el caradurismo de quien quiere convencer al otro de algo de lo que no está convencido pero necesita profundamente creer, se daba cuenta, se lo decía a quien quisiera escucharlo y también a quien se resistiera mostrándole una actitud escéptica, una condescendencia perdonavidas, esa clase de expresión con la que se mira a un poseído. Creer o reventar, acá está la palabra sagrada, Deuteronomio, decía, tocando la mezuzá antes de entrar. La había puesto Moni, la poeta de la Villa para algunos, la rusa para los más, y a mucha honra, según ella. Antepasados en San Petersburgo. Por qué se piensan que le puse Pushkin a este motel. De Moni se contaban más historias de las que había vivido, pero ella, en vez de molestarse, las escuchaba con picardía, le causaban gracia y, si se le preguntaba respecto de la veracidad de alguna, doblando la apuesta, aseguraba: Se quedan cortos. Y al exagerarla conseguía una verosimilitud de la que nadie podía dudar. Moni, la propietaria del Pushkin Motel, una ­construcción de ladrillo y madera de dos plantas en el corazón del ­bosque, que databa de fines de los cincuenta, ahora devenido un mausoleo penumbroso y torcido flanqueado por unas cabañas que Moni ventilaba a partir de noviembre disponiéndolas para alquilar. A G. le había alquilado una de dos cuartos. En verdad, más que la cabaña, como decía G., había alquilado las historias de Moni, por ejemplo, su pasado en el Greenwich Village, el flirteo con Ferlinghetti, según ella. También Moni comunista volanteando en fábricas de La Matanza en los sesenta, la clandestinidad y la persecución, su enganche con Tibor, el pintor húngaro: Derretido conmigo estaba, amor a primera vista, creeme, nos casamos en Budapest y después nos vinimos a la Villa donde me prometió un castillo, que vino a ser esta morada espiritual, la morada de la hebrea, el Pushkin. Por entonces éramos pocas almas en la Villa. G. podía pasarse un rato largo escuchándola. Escucharla a Moni era ingresar en la historia de la Villa, su mitología. Y ella: Siempre digo que vos no sos mi inquilino, sino mi huésped. Y, te apuesto, vas a ser también mi biógrafo. Si Tibor no se hubiera volado los sesos, no estaría pasando necesidad. Pero eso fue hace tanto, lo del tiro, y sin embargo pude levantar cabeza, emerger de la necesidad, resistir. Pero resistir no es sencillo si se es idealista y vivo como vivo. A ver si te pensás que a mí me gusta alquilar mi morada a espíritus que vaya una a saber de dónde vienen y qué energía portan. Es que el ­Pushkin tiene una energía especial, querido, le decía Moni. Y también: Estoy terminando mi libro del ciruelo, dejame que te lea el poema que escribí hoy. En su poesía se sucedían profusos los adjetivos y los adverbios de un yo exuberante. Igual Tibor, que Yahvé lo tenga en la gloria, me salvó al dejarme este complejo. Lástima que fui su perdición. Me quería solo para él. Por eso me trajo a la Villa, una forma de confinamiento y clausura, pero le salió mal. Aquí empezaban a venir los hippies y yo corría más peligro que en la ciudad sitiada por las fuerzas de la oscuridad. Un porrón de ginebra al día se bajaba el húngaro, sin contar los vinos del almacén de Herminia donde se empedaba con el criollaje de Madariaga que se trajo don Karl, el fundador, peones que contrataba para regar los médanos. Del pasado habrás oído hablar hasta la sordera: el alemán loco que forestó los médanos y creó la Villa, ningún ecologista como dice la gilada, tampoco era socialista como fabulan sus herederos, un comerciante, un fenicio, un especulador, no le importaba de dónde venían sus compradores de terrenos, si de Berlín o de Villa Crespo, con tal que se pusieran. Cuando me secuestró Tibor, unos pinos, unas acacias y puro arenal. Los hippies me rondaban. Amor libre y nudismo en la playa. Los celos le daban sed, decía Tibor, mi artista maldito. Y le daba al porrón. Que allí donde lo haya llevado Yahvé pueda disfrutar la paz que no tuvo en la tierra. Fue en verano, un febrero, un día de calor, las cotorras caían abombadas de los ­pinos. Mi Pollock, en curda, decidió quemar toda su obra y casi incendia el Push­kin. Los vecinos me socorrieron, hicimos pasamanos con baldes y pudimos dominar las llamas. Después, parado frente a las cenizas humeantes, mi trágico se voló la chapa. Puedo verlo, lo estoy viendo, ahí, mirá, parado donde estás vos. Agarra el revólver, se lo lleva a la sien, me guiña un ojo, me sopla un beso y gatilla. Moni se seca unas lágrimas, recupera la sonrisa, carraspea, arma un porro, lo prende: Entre las cenizas, brillando, esta mezuzá. Si la mezuzá me protegió a mí, te va a proteger a vos, querido.

6

En la cabaña, antes del amanecer, buscó a Kierkegaard. Años atrás, durante todo un año, había sido su lectura en ayunas. Las obras del amor se habían convertido en oración matinal. No se trataba del Bien y el Mal, esa lucha que se libra menos en el corazón que en la conciencia, pensaba, ni se trataba tampoco de la cuestión del pecado tanto como de la fe mientras aquel año, todos los días, todavía en lo oscuro, perseguía en ese libro lo que no encontraba en su interior. Así esta madrugada, al volver a la cabaña, al buscar en los estantes dónde había dejado el libro, sentía en los dedos la caricia untuosa de las telarañas. Necesitaba plumerear más seguido los estantes, se dijo. Hurgaba, extraía, sacaba unos, miraba los títulos, y nada. Cada vez más, lo sentía, las telarañas iban siendo más densas, una gasa gris, pegajosa. Se detuvo en libros que, se prometió, iba a releer. Disponiendo de tantos libros, se preguntó, cuántos libros de vida le quedarían. Ya no tanto por escribir, pensó, sino por leer. Debería concentrar sus lecturas en un solo libro, pensó mientras se frotaba los dedos con un trapo húmedo desprendiéndose las telarañas. Al pensar en un solo libro, reparaba en su modo de leer, el modo en que había leído Las obras del amor. No se le escapaba que en este modo había, además de la meditación, el esmero por sacarse una buena nota moral en un boletín imaginario. No podía parar de frotarse los dedos con el trapo. Las telarañas no se apelmazaban solo en los rincones más profundos de cada estante. Apenas se subía a una silla, al alzar un brazo y curiosear en los estantes superiores, los dedos entraban en contacto con esa tela suave y repugnante que, al desgarrarse, quedaba pegada. Cuánto hacía que no ordenaba la biblioteca. Si la escritura no es otra cosa que complacencia del yo, era lógico que el destino final de tanta escritura fueran estas telarañas que reproducían el modo en que su yo se enredaba y quedaba apresado. Se escribe por complacencia del yo, pero también por angustia y exorcismo. Por qué no, por venganza. Pero no podía hacerse el cándido con lo que había de vanidad en el asunto. Esos impulsos, la angustia y la venganza, sumados a una necesidad de redención, impulsos casi siempre variables eran los que lo habían enviciado en la escritura, una ansiedad cada vez más dolorosa con los años porque todo lo que empezaba terminaba abandonándolo con la sensación de que se estaba repitiendo como repetía el mismo itinerario en micro. Escribir los otros, se fijaba, escribir sin quedar fijado en las telarañas del yo. Pero, se preguntaba, acaso no lo había intentado antes. Tal vez necesitara intentarlo de nuevo. Y en la variación encontraría… Odiaba los puntos suspensivos. Especialmente ahora que su vida se aproximaba al punto final. Y este podía ser su último libro.

7

Esta mañana se dice que un buen churrasco tal vez le levante el ánimo. Se manda a la carnicería de Oscar. El pibe está sentado en un rincón del local, lee una revista de historietas y a veces, levanta unos ojos claros, observa con atención. G. le devuelve una sonrisa. Puede tener diez pero también doce. Y tiene una expresión angélica. Y Celia, la madre, detrás de la caja, mirándolo con amor, le cuenta a G.: Beto quería a toda costa ponerle Roberto, pero a mí me gusta llamarlo Bobby, en inglés. Me consta que, a nuestra espalda, lo llaman el idiota, pero nuestro Bobby no es ningún idiota, aunque un poco lento a veces sí. Y mudito, obvio, pero la mudez no tiene arreglo. Bobby asiente a lo que dice su madre, baja la vista, vuelve a la lectura. Y mirá que probamos. Es que Bobby entiende pero no reacciona, y si le pegan se queda quieto antes de soltar ese grito como de pájaro. Después sale picando. Eso por lo sensible que es. Celia sigue contándome. Su marido sierra unos bifes de costilla y el sonido del motor y el corte obliga a Celia a levantar la voz. Ahora Beto le grita a Celia por encima de la sierra: No vas a contar otra vez lo de la electricidad, le dice pasándole los bifes, ella los pesa, los mete en una bolsa de plástico y dice el precio. Qué tiene, si lo llevamos a Bobby a que le aplicaran los electro­shocks fue porque probamos de todo con tal de sanarlo. Pero la electricidad no lo cambió ni tampoco le quitó la manía esa de andar oliendo la ropa tendida de los vecinos. Bobby ahora se ríe. Beto festeja: Al menos el Bobby no nos salió puto. El problema, dice Celia, es que cuando lo pescan me lo cagan a palos y nos vuelve lastimado. De todo probamos además del tratamiento eléctrico. Lo llevamos a la iglesia, les pusimos velas a todos los santos. Hasta fuimos a verla a la Nenita Milagrosa, la curandera. Mirá que arregló gente, la Nenita. Así que lo llevamos al ­Bobby. No tuvimos suerte, sigue Beto. Apenas estuvimos frente a la Nenita empezó a corcovear. No lo conseguíamos calmar. Hasta que la Nenita le puso una mano en la cabeza y se calmó. Milagrosa de verdad, la Nenita. Desde entonces está más apaciguado. Paga la compra, sale a la calle. El día se hizo noche. Truena. Va a llover.

8

Pero, a quiénes acompañaba Dios, se preguntó G., se pregunta. De lo que se trataba era de la desgracia de todos: los que se le cruzaban y también los que tenía cerca, los seres queridos, como se les suele decir, aunque no lo sean del todo. Qué hacer con el dolor. De esto hablaba con Dante, el periodista veterano, director y redactor único del semanario local. Querés una historia, lo tanteó Dante. Y le contó: El Colorado había aparecido de la nada, le dijo. Y corrigiéndose: De la nada no. De la noche. Porque verlo fue acordarse de esa noche, en la terminal de Retiro, en la época del proceso, como le decíamos a la dictadura los que nos quedamos. Dante esa noche viajaba hacia acá, ya trabajaba en El Vocero, el pasquín de cuatro páginas y, se acuerda, esto era un caserío, cinco mil como demasiado, ponele, no como ahora, unos sesenta mil, y los asentamientos que se extienden rodeándonos hasta que un día la indiada tome conciencia y venga en malón y se apropie de los edificios y las casas vacías del turismo. Una noche, en esa época de cacería, una piba en la terminal, barrida por el viento. Era, debía ser, como ahora, junio. Me gusta, al contarlo, que sea junio, cuenta Dante. No se conocían pero se reconocieron. En esa época, si habías militado, identificabas a los iguales. Cambiamos unas palabras, contadas. A la pelirroja la encaré en el micro, éramos los únicos: Me puedo sentar con vos, le dije. ­Haceme el ­favor, G., no escribas «me puedo sentar a tu lado» que da bolero, me pide Dante. Me lo agradeció la piba: no dormía en los viajes. Le gustaba tener con quien hablar. No hizo falta que ella le aclarase a Dante que estaba rajando. Tenía un fierro bajo el gamulán. Torpe, se le resbaló, el ruido de una herramienta al chocar contra el piso. Nadie se avivó porque no viajaba nadie. Nosotros solos en ese micro, esa madrugada. Si había tomado un micro esa madrugada, me dijo, fue por desesperación, porque no tenía dónde parar. Así que también por deses­peración lo hizo. Demasiada jactancia, digo, si dijera lo hicimos. Quisiera acordarme de más. Y solo me acuerdo de su pelo, rojo. También, de sus ojos. Grises. Me dijo un nombre que no debía ser el suyo, el de guerra. Cuando el micro llegó a la Villa, dejó que la invitara un café con leche. Le ofrecí techo. Me tengo que volver, me dijo. Debimos darnos un beso. Había amanecido y el micro se volvía. Y ahora, otra mañana, cuarenta y dos años después, el pibe, el Colorado, se me aparece: Vine a conocerte, soy tu hijo. El hijo de esa noche. Antes de morir, en Oslo, la madre le había contado esa noche, de un tipo que viajaba a esta Villa esa noche tierra de nadie: alguien de quien agarrarse. Nunca antes le había contado. Nunca. Fue antes de morir. El tipo había viajado de Houston a Oslo para despedirla. Trabajaba en ingeniería nuclear, me dijo. Nunca había querido a su madre ni tampoco le había importado averiguar quién podía ser su padre. ­Tenía una familia, una buena chica, Lizzie, dos hijos, Matt y Randy. Todos mormones. Dos nietos, dije. No son tus nietos, dijo con ese acento latino de CNN. Cómo te llamás, le pregunté. Eso no te importa. A qué viniste, solo a verme la jeta, le pregunté. Y él: Simplemente a ver el agujero negro, curiosidad científica. El Colorado tenía, tendrá ahora, unos cuarenta y pocos. Dante permanece callado un instante. A veces me pregunto cosas, cómo será ser él, cómo será ser sus hijos. Pero después me calmo, me digo que antes tengo que preguntarme qué me pasa con esa historia, con ese pibe, si no es simplemente una excusa para no sentir que estoy solo en esta tierra.

9

Pero vi la luz y me salvé, cuenta Carlitos del Prado manejando un remís que sube y baja la mañana por las alamedas. Y ahora voy a ser papá. Y esta es otra historia, se dice G. La última vez que lo vio a Carlitos fue hace unos años, bajo una llovizna tupida de invierno en la rambla de Mar del Plata, frente al casino, junto al padre, el viejo Del Prado en silla de ruedas, las piernas amputadas. Los ratis me habían cazado durmiendo en un departamento vacío en el sur de la Villa. Bueno, vacío no estaba. Estaba yo y estaban los electrodomésticos, compu­tadoras, un par de motos. Y algo de falopa, pero no tanta como para el bardo que armaron, ­alardearon ­diciendo que ­había sido un operativo narco exitoso. Cuando escuché que los ratis subían, salté por la ventana del segundo, medio torcido quedé, pero rajé igual hacia los médanos. Nadie que no hizo nada ni tiene nada que esconder corre en patas por los médanos, le dijo el comisario, y menos a las cuatro de la mañana. Cantá a uno de los que te vendieron y consigo que la saqués barata. No la sacó. Me comí un año en Batán. Al viejo le cortaron una gamba cuando yo estaba adentro. Y la otra, la derecha, poco después de que yo saliera en libertad. Pobre viejo, borracho, cuenta Carlitos. G. se acuerda. El viejo y Carlitos en la rambla, anoto, anota G., vendían relojes chinos en la tormenta, una valija abierta a quien estuviera interesado en el tiempo. Relojes chinos, se acuerda Carlitos. Después de vender relojes con el viejo, regresé a la Villa y estuve por recaer en el delito. Pero la conocí a la Cynthia, la de la YPF, y me arrastró al templo. Ahora, cuando la veo esperar, cuando se agarra el bombo, pienso en mi viejo que la pateaba a mi vieja preñada de mí. Y no lo digo porque me lo dijeron, no. Yo lo escuchaba. Los fetos escuchan, sí, señor. Pero Dios lo castigó y por eso le quitó las dos piernas. Acordate, G., vos lo viste aquella vuelta en la rambla. Terminó como terminó, sin piernas, en la silla. Murió viendo culebras. Pero eso ya pasó. Yo me regeneré. Cuando le miro el bombo a Cynthia es como si yo mismo estuviera buceando adentro. No le guardo ­rencor al viejo de mierda, que ­terminó entre los alacranes del delirio tremendo, porque el señor me dio una oportunidad y yo pude ver la luz.

10

Le importarían esos seres que pasaban por su vida, les llevaría el apunte, se preguntaba G., de no entreverles una historia que pudiera ser atractiva. La exposición de sus llagas, lo que componía la partitura de El sufrimiento de los seres comunes, aspiraba a lograr una cierta emoción en los lectores, una piedad módica, tan módica como la propina a la camarera o las monedas a esos dos mangueros del micro, la limosna hipócrita de un escritor sensible. En más de un aspecto, si pienso en usos de la ficción, me resulta más cómodo escribir G., derivarle mi pathos, traumas y neurosis a ese de la inicial, ese otro de papel, ese que lee a Kierkegaard como si en sus meditaciones pudiera encontrar la luz que encontró Carlitos. Tan cómodo refocilarse en la literatura del yo en vez de contarlo a Carlitos. Pero contarlo a Carlitos era también, además de demagogia, literatura del yo, no hay literatura que no lo sea. No podía engañarse: quién sino él, G., era el que elegía a Carlitos, elegía darle una voz, sino la suya, una parecida. Podía dejar de ser él, se preguntaba. Si alguna vez había intentado suicidarse había sido por una sobredosis de yo. Había fracasado en el intento, pero la idea del suicidio, desde entonces, era un as en la manga. Se daba cuenta, la idea del suicidio era una estratagema de sobreviviente avergonzado. Encontraría la luz, se preguntaba, al enfrentarse a estos dilemas que le planteaba la escritura, y se lo preguntaba esta tarde al caminar por la playa desierta y después perderse en el bosque, el cielo virando de un celeste apagado a un gris tormentoso. Oscurecía. Caminar entre pinos, fresnos, acacias, olmos, eucaliptos. Caminar las calles de arena. Caminar alrededor de las viviendas mudas, como si se hubieran tragado las voces y las músicas del verano pasado y de todos los veranos anteriores al verano pasado, las persianas bajas. Apenas se escucha algún pájaro, un trino, un gorjeo casi inaudible en su fugacidad y después, los pasos en la arena. Alguien puede estar espiándote. En esa ventana te pareció que se corría sigilosa la cortina, una silueta detrás: el paranoico siempre tiene algo de razón. Podés caminar cuadras y cuadras sin cruzarte con nadie en este laberinto de cortadas y desvíos trazado por un paranoico, tal como había sido don Karl, el mítico fundador de esta Villa. El trazado laberíntico de tiempos de la guerra respondía al plan paranoico de tornar inexpugnable la Villa para los extraños a la comunidad alemana donde, se decía, se habían refugiado los nazis, funcionaba un radiotransmisor y por las noches, las luces en la playa provenían de submarinos que descargaban nazis fugitivos y cargaban pasaportes. No me contradigan: un paranoico sabe ­detectar el pensamiento de otro paranoico, se decía G. Ahora hablaba solo. Y si no, fijate en la 206 que avanza, pega una curva, dobla, sigue hacia el mar pero se interrumpe en la 300 y pico, tuerce y tenés que doblar, seguí derecho, derecho hasta encontrar el hotel abandonado, la cortada, aunque no sé para qué me preocupo en darte instrucciones si por más que te oriente igual te vas a perder, apurate, si no te apurás te va a agarrar la noche, la garra negra que atrapa tanto al habitante del bosque como al caminante que se dejó envolver por el hechizo de la arboleda, las casas sumidas en la quietud que, de pronto, como el golpe de un postigo librado al viento, te impone tomar conciencia de la quietud que te rodea impregnándote un temor de chico que se da cuenta de que se ha perdido. Mientras apura el paso en la noche se dice que, una vez más, corre el riesgo de repetirse. Alguien lo sigue. Bobby. Cuando G. se da vuelta, al acercarse, el pibe retrocede. En qué andás, ­Bobby, le pregunta y al toque se acuerda de que el pibe es mudo. El pibe retrocede, se echa a correr y se funde en la oscuridad.

11

El cáncer venía larvándose en Leticia hacía tres años interminables, la corroía a ella y, por carácter transitivo, también lo corroía a Teddy, su marido. Y al escribir «tres años interminables» pienso en lo que pensaban ella y Teddy, los Benedetto, cuándo se termina esto, esto era eso que no se nombraba, porque el cáncer no se nombra, se dice tumor, se dice melanoma, pero nadie, ni quien lo padece ni quienes padecen el padecer del que padece, lo nombra, como si nombrarlo lo agravara, y piensan todo el tiempo cuándo se termina, tres años interminables en los que Teddy junto a ella, todo el tiempo acompañándola a los tratamientos, el trayecto entre la Villa y Mar del Plata, 90 km de ida, 90 km de vuelta, ida y vuelta de las clínicas y laboratorios. G. solía almorzar con ellos los domingos. Leti era maestra, una de las más queridas, y Teddy, abogado, resolvía tanto una disputa vecinal por una medianera como trámites de divorcio y, con dedicación y paciencia, rescataba a pibes chorros de la comisaría local. Matrimonio sin hijos, a su manera, cada uno volcaba en los chicos ajenos el amor que hubiera dado a los propios. G. se preguntaba cómo definir a los Benedetto, si como gordos o como obesos, o más bien, monumentales, porque lo eran, como si sus dimensiones estuvieran en relación directamente proporcional con la bondad. Según Leti: El amor que les tenemos a los chicos tal vez se explica porque no fuimos padres. Porque no pudimos, decía Teddy y Leti lo corregía: Porque el Señor no quiso, decía ella y no le resultaba un conflicto, más bien un orgullo cristiano, conversar del tema en esos domingos de asado, un orgullo parecido al de Teddy, el asado, los chinchulines trenzados, las mollejas, los riñones, la morcilla ­vasca, el vacío, la tira, una cantidad de carne que, precedida por una picada formidable con queso, aceitunas, salame, sumada a las papas fritas, y luego, como acompañante del asado las ensaladas, que habrían sido lo de menos, y tras la carne, el postre, los flanes caseros con dulce de leche y, tras los postres, el café: No vas a tomar una copita, le preguntaba Teddy. Un brindis digestivo. La gordura tenía sin cuidado a los Benedetto. Después de esos almuerzos, Teddy sonreía: Es lo único que nos llevamos. Y mientras lo decía, juntaba en una fuente de aluminio los restos que más tarde iban a la heladera para ser comidos en la semana. No sabés cómo prepara Leti la carne fría, le decía. Para chuparse los dedos, la vinagreta. Volviendo al asado del domingo, G. cree conveniente anotar: A un costado de las brasas, el espinazo, la falda y el osobuco para las señoritas, como les decían a sus dos dóberman, Cati y Pati, madre e hija, que por un hueso que uno les tiraba se agarraban a los tarascones. Es que la mami está viejita, casi cieguita, la pobre, decía Leti, y la chiquita no le tiene paciencia a la mami, decía en esos días del cáncer, y lo decía con ese tono maternal de maestra, una ternura paciente con la que podía referirse también a su enfermedad, una forma apacible y comprensiva de la enfermedad que escandalizaba a los que, perteneciendo al mundo de los sanos, en nuestra cobardía, anota G., nos imponía preguntarnos cómo se podía mantener esa calma sabiendo que, aunque se ignore la fecha, se tienen los días contados, digo. Hablo de los supuestamente sanos, los supuestamente a salvo. Me acuerdo de esos mediodías de domingo, se acordaría G., conversaciones sobre el pueblo, nacimientos, casamientos, separaciones, muertes y también el contubernio político y la corrupción municipal, afanos, un adulterio que terminó en sainete, la clasificación del valor local de boxeo en un torneo provincial. Por lo general, Teddy y G. se reían de tal o cual personaje conocido, y Leti los reprendía con una sonrisa: No está bien reírse de la gente. Y lo decía mientras calmaba a las señoritas en combate, se aguantaba una mordida, se limpiaba la sangre con un repasador y, separándolas, rezongaba: Si no se portan bien, las voy a encerrar, qué va a decir la visita. G. no es una visita, enmendaba Teddy, es familia. Y a G. lo emocionaba esto de ser familia, aunque el horror domiciliario lo indujera a sentirse extranjero en todos lados, que acá lo considerasen familia, era algo. No se rían del prójimo, decía Leti, aquel que esté libre de culpas, que arroje la primera piedra, lo decía creyente, católica, y como cada vez que se hablaba de su fe, Leti repetía que si no habían intentado tener familia se había debido a que no había que forzar la voluntad del cielo si el cielo no quería, con esa ternura tan suya lo decía. Pero tenían a las señoritas que habían vuelto a agarrarse y ahora la riña era desenfrenada y más difícil separarlas a menos que uno se arriesgara a que las manos se le ensangrentaran. Pero llegó el día en que el cáncer le impidió a Leti agacharse para separar a las señoritas y tuvieron que guardarlas, a Cati, en el galponcito, y a Pati, en el dormitorio. Este fue el invierno más largo, cuando a Leti le extirparon el útero, aumentaron las sesiones de quimio y las dosis de morfina. Enflaquecía, sus ojos se volvían saltones y tristes, se mordía los labios aguantando los dolores. Entonces, la morfina. A veces día por medio, a veces todos los días, los Benedetto viajaban a Mar del Plata, donde se atendía Leti. Salían en la mañana temprano, atravesaban la niebla de la ruta. Como entrar en un sueño, decía Teddy. A Leti le gustaba ver algún caballo blanco. Y si divisaban uno, Teddy disminuía la velocidad, frenaba, ella se bajaba y por más que le dolía, bajaba a la banquina, saltaba la zanja, se las ingeniaba para pasar el alambrado y caminaba hasta el caballo, le acariciaba el cuello, le conversaba bajito, como si rezara y, al volver al auto, su sonrisa era radiante. Para mi gordita, contaría después Teddy, un caballo blanco era una buena señal en esos últimos días en que usaba una gorra de lana que le habían tejido sus compañeras de la escuela. Cuando el Señor me llame voy a ir con mi gorrita, prometía.

12

G. también se preguntaba si acaso era posible escribir sobre otros que no fueran él, suponiendo que se pudiera conocer a otro recurriendo a la observación literaria cuando es sabido que ya es difícil que uno se conozca a sí mismo. Si ya es bastante ardua la introspección, cómo pretender el acceso al otro. Cuánto conocía, se preguntaba, a esos que se venía encontrando, esos a los que les atribuía un interés narrativo, términos estos dos, interés y narrativo, que juntos le resultaban presumidos. Lo que era accesible de los otros, la certidumbre de un secreto. Sin alejarse demasiado de este cuaderno, de los seres, ya que prefería denominarlos seres antes que personajes, y pensando en aproximarse a ellos, se daba cuenta de que su descripción podía revelar algo de sus maneras de ser, nunca una sola manera, pero nunca el secreto de su ser, todo un misterio ante el cual, se decía, no estaba dispuesto a fracasar tanto como fracasaba ante sí mismo. No era lo mismo lo secreto que el misterio. Uno podía esconder un acto, pero su revelación no terminaba de explicar el porqué de ese acto, su naturaleza, y tampoco aclaraba demasiado sobre la naturaleza de quien había cometido tanto el acto como su ocultamiento. No todos los actos que uno realiza tienen explicación tratándose de seres humanos, y de haber una, podría ser tranquilizadora pero no el desciframiento de eso, más allá del lenguaje, que se nos retacea así como la niebla de estas mañanas de junio ciega la visión de la playa: sabemos que detrás de este humo blanco está el mar, podemos escucharlo, pero nunca lo veremos, nunca, hasta que se disperse la niebla, que en los humanos nunca se disuelve y por más que uno resuelva el secreto nunca dilucidará el misterio. No obstante, estaba dispuesto a insistir ya que no era improbable que en el ser de esos seres le fuera factible encontrarse, planteo que una vez más lo remitía a su extrañeza en el mundo. Somos extraños para los otros y también para nosotros.

13

Pero quién me creo para andar ventilando el dolor de los otros, se pregunta. Y también, cómo contar ese dolor sin dañar. A quién le gusta mostrar su sufrir, aun cuando en la exposición del sufrir pueda haber un gusto morboso, trátese de chantaje o acusación. Sin embargo, el dolor singulariza. Y si se quiere heroico, debe narrarse mediante una narración exhaustiva de los detalles del horror. Porque con el sufrimiento, y este era, sin más, el caso de Leti, el heroísmo asciende y se recorta ejemplar y, debe ser esta superioridad, qué duda cabe, lo que perturba a quienes están próximos al sufriente, disimulando su asco y su piedad, esperando alejarse de esos abismos del cuerpo faenado por la cirugía, los pormenores clínicos, la enunciación de las medicaciones y su cotejo con productos de otros laboratorios, otras marcas, lo que depara también un presunto saber científico a los allegados. Pero el alejamiento, si se ejecuta, remuerde la conciencia. Y la culpa erosiona a los sanos. Al indagar sobre el dolor de los otros, a G. lo atacaban los escrúpulos: si un riesgo corría su escritura era el de funcionar como el vademécum de un remedio, pensó. Y eran más sus contraindicaciones que sus beneficios.

14

El tiempo pasa y nos pasa, más nos pasa y por encima cuando intentamos negarlo, reflexión que le surge mientras camina por las alamedas observando las casas cerradas, muertas, que resucitan cuando viene el verano, chalets de puertas y ventanas enrejadas, los jardines sepultados por la maleza, el yuyaje que se espesa, avanza y cobra altura a partir del otoño cuando la Villa queda desierta y el barrio norte se vacía con la excepción de unos pocos moradores, los antiguos, los que andan por los ochenta y te pueden contar una y otra vez las mismas historias de pioneros, historias que son siempre las mismas pero ahora, a medida que pasaron los años, pasó el tiempo, les pasó el tiempo, fueron perfeccionándolas a la medida de sus sueños, y no te gastes en extraerlos del orden tranquilizador que le dieron a cada capítulo referido al pasado turbio, el radiotransmisor, las luces de los submarinos en la noche, los botes que suben y bajan la rompiente, y ni te gastes en preguntar porque los pocos viejos que te podrían contar, por ejemplo, esa ancianita que está regando unos rosales en la luz mortecina de la tarde se hará la que no sabe de qué le hablás, imaginación de los turistas, acá nos conocemos todos, te sonreirá con una dulzura de strudel, el tiempo pasa, nos pasa, y a quién puede interesarle, pasó el tiempo, crecieron los yuyos alrededor de esa vivienda alpina, un caserón de los cuarenta, las paredes corroídas por el salitre, empieza a atardecer y el paisaje pasa de un estado a otro, pasa como el tiempo pasa, una melancolía que filtra el esplendor del pasado, y de esa majestuosa construcción austríaca abandonada proviene el eco de un vals, unos acordes leves, la cadencia de un vestido de seda, y de pronto la bruma, las sombras envuelven al caminante, sus pasos, chasquidos en la arena, un chisporroteo al aplastar hojas muertas, el silencio que le da un vuelco al corazón, creíste oír el grito de un chico aunque pudo ser una nena, un grito que atravesó el aire helado y quieto, un grito aguja, te decís, y no fue impresión tuya, ninguna sugestión del lugar que, a medida que oscurece, no hablo de la noche profunda, hablo de este preciso instante, cuando oscurece y no es todavía lo negro sino su preludio, tal vez por eso angustia más, la certeza de una inminencia, tomándote por sorpresa, la conciencia del tiempo que pasó, que pasa y seguirá pasando y, aun cuando ya no estés ni puedas acudir en su ayuda, el grito infantil seguirá oyéndose, flecha invisible en el anochecer de junio, porque ya es junio, y al grito se lo tragó el bosque, será mejor que te apures porque esta es la hora en que los vecinos sueltan los rottweilers, no sea cosa que un intruso curiosee en sus propiedades, sus vidas, sus secretos. Detrás tuyo viene Bobby.

15

Mientras José Gaitán se levanta a las cinco para fichar en el corralón municipal, María le ceba unos mates antes de salir en un rato a hacer las casas. Hago casas, dice. Lo que hace, limpieza, lavado de la ropa y, a veces, si se lo piden, cocina. Sus patrones se refieren a ella como la muchacha y, aun cuando ya pasó los cuarenta, le encanta ser considerada una muchacha. A José lo llaman el gaucho y, por más que sea nacido en el campo, aunque se sienta criollo, sin ser un gaucho se las ingenia para andar siempre entre aperos y cada tanto con algún pingo. De gaucho lo que más tiene es el acento, impostado, como de animador de canal rural. También está el gauchito, Juan Cruz, de nombre. Desde su llegada a la Villa, G. los tomó por su familia adoptiva aunque el adoptado era él mientras compartían los guisos del invierno que acá, en la costa, es largo, como quien dice, como esperanza de pobre, cuando vienen las sudestadas y el mar se pone furioso. Pero al gauchito, al crecer, según José, se lo envenenó internet. Esa compu que le regaló la abuela. A los cuatro ya la manejaba experto. Al pedo quiero arrastrarlo a la doma, decía José. Y María: Dejalo tranquilo, José, no ves que no siente el campo tu hijo. Juan Cruz está para lo moderno. Amargado, José contaba a quien quisiera escucharlo que la yegua, por su madre, le había calentado la cabeza al potrillo. A los catorce, Juan Cruz tuvo su primera entrada en la comisaría y suerte de que no lo registraran. Mala junta, me contó Teddy, que lo sacó. Anda con los Otero, siguió Teddy, un peligro esos hermanos. A los Otero se les atribuían robos, asaltos, trata y dileo. Su última fechoría fue una serie de robos a farmacias en el sur. Y Teddy me aclara: No es lo mismo robo que asalto, lo que hace una diferencia. Además se cargaron a uno de los Crespo. Y balearon a uno de los Millán. Los Otero, los Millán y los Crespo, las tres pandillas pasando la Virgencita, más allá de Circunvalación, entre Circunvalación y la ruta, en los asientos antes de la quema. G. anotaba estos datos pensando que pronto escribiría sobre todos ellos, pronto, un tiempo que iba postergando. Los Gaitán, gente de laburo y bordes, los malandras, los chorros y los drogones que asolaban la Villa hasta que sucedía un cambio de autoridades policíales. Entonces el nuevo capo rati disciplinaba un tiempito, un tiempito nomás, a las bandas y la pax duraba hasta que los Otero, los Millán y los Crespo arreglaban con el nuevo comisario. O, mejor dicho, hasta que el nuevo comisario arreglaba con ellos. Y esta mañana que G. está por sentarse a escribir, a ver si de una vez por todas, prepotencia de trabajo, consigue escribir la ­escena esa de la ­terminal, la camarera ­desgraciada, porque piensa seguir un orden cronológico de estos días, María viene a saludarlo, cuánto hace que no se juntan a comer un guiso, le dice, que las cosas ya no están tan mal entre ella y José, que el gaucho ya no bebe tanto, dejó de gritarle, pero con Juan Cruz, padre e hijo, como perro y gato. Juan Cruz ya no es un chico. Y lo enfrentó al padre. Le rompió dos costillas. Y José le sacó un diente. Todo porque el chico trajo un cuatri a la casa y no quiso decir de dónde lo había conseguido. Tampoco nadie vino a reclamar. Y claro, ve esas cosas en internet y quiere tenerlas. Se le había metido en la cabeza el cuatri. Hasta que se salió con la suya. Que de dónde sacó la plata, un misterio. Iba a tener el cuatri guardado, dijo. Todavía no iba a andarlo. Nos palpitamos, evidente, que era robado. Ahí fue que se agarraron. Con las costillas rotas José fue a la comisaría y lo denunció. Y ahora lo habían metido preso a Juan Cruz. G. se preguntó si María no había venido a verlo para pedirle plata para sacar al chico. Está con el menor de los Otero, le dijo María. Se puso a llorar. Qué necesitás, le preguntó G. dispuesto a darle unos pesos, que, lo sabía, nunca le serían devueltos. Más que dispuesto a socorrer a la madre llorona, darle unos pesos, lo que quería era sacársela de encima de una vez y sentarse a escribir el sufrimiento de los seres comunes. Cuánto necesitás, la tanteó. María arrancó una servilleta del rollo de cocina, se sonó los mocos, se secó las lágrimas y después, con una sonrisa inesperada, tímida, lo sondeó: Dos mil. A dos mil no llego, le dijo él. Unos mil te van, le preguntó. Todo es plata, dijo ella. Y con una sonrisa más feliz: Es que vi unas Nike en Todosport. A dos mil están. Pero con tu ayuda arrimo. Dios te lo pague.

16

En un paso puede transcurrir un instante y también todo el tiempo del mundo, la memoria de las estaciones felices y, súbito, el miedo, un vértigo, el temor del cielo. Un temor infantil. Ese grito que escuché la otra tarde cuando caminaba por el pinar.

17

No quería ser injusto con quienes componían su elenco de seres queridos. Pero quién se creía para nombrarlos elenco, se preguntaba, se pregunta, acaso autor y director de qué teatro, tanta era su omnipotencia, se recriminaba. Además, qué significaba queridos. Apenas anotada esa frase, la del elenco, se da cuenta de que las trampas del lenguaje son las de su lenguaje, sus limitaciones, las de su percepción del mundo, no otras limitaciones que las de su mala fe: denominar elenco al grupo de seres cercanos, no necesariamente por cercanos apreciados, pero sí necesarios no solo en función de su literatura, sino ­también de su vida en la Villa porque acá en la costa, en invierno, y estamos en junio, los inviernos, como se dijo, son largos y la soledad carcome como el salitre, entonces la consideración de elenco implica otorgarle un rol que lo supera en sus habilidades ficcionales, y esto sin recordar que no es lo mismo vida que literatura. Una vez más estaba haciendo literatura. Pero, qué quería decir con eso de ser justo, de qué justicia hablaba. Por cierto, no de la justicia divina de cuya existencia parecían convencidísimos todos sus próximos, y denominarlos próximos le parecía más pertinente que queridos, entonces, al narrarlos, había instantes en que se creía Dios, recapacitó. Pero esa justicia divina en la que todos creían no estaba de su lado. Se trataba de creer, se decía. Pero esas ganas debían ser espontáneas y no una cruza de inocencia y voluntarismo. Volviendo: no solo no quería ser injusto con aquellos sobre los que escribía: quería expresarles, al escribirlos, su gratitud. No encontraba otra forma de definir este sentimiento misericordioso hacia ellos, gratitud. Si pudieran advertir que él, G., entreveía en sus mezquindades una zona de pureza que los redimía, ya que nadie era ni absolutamente bueno ni absolutamente malo. El Bien y el Mal eran relativos y su valoración dependía del observador. G. prefería posponer esta cuestión de la justicia, un asunto personal. Cómo no hacer daño con lo que escribiera. Acaso cuando le dijo a Teddy que pensaba escribir su historia, que era también la del cáncer de Leti, Teddy no le había preguntado si podía leerla antes de que la publicara. En la pregunta de Teddy, que trasuntaba inquietud y, por qué no, desconfianza, había pudor, es decir, vergüenza. El recelo era instintivo. Teddy lo miraba a los ojos, como si pudiera leer en ellos lo que él veía al escribir. G. vuelve a preguntarse qué derecho tiene de andar espiando la intimidad de los otros.

18

Esta madrugada la oficial Pamela San Román maneja por las alamedas. Con este nombre, pensó siempre, merecía otro destino: ser cantante o actriz. Pero no se le podía dar: demasiado fiera, demasiado gordita, demasiado todo. Aunque los demasiado no fueron la causa de que ingresara en la Bonaerense. Le gusta patrullar sola en la madrugada, puteando porque la calefa de esta unidad no anda, las ventanillas cerradas, así que no escuchará el grito de una nena, ese grito que si lo escuchara le haría acordar al suyo cuando era chica, le haría acordar al macho de su madre, la perra, que hacía la vista gorda, y esta es la verdadera razón por la que se enganchó en la Bonaerense, no solo por el sueldo. Si pudiera escuchar el grito se acordaría también de esa otra noche, recién estrenados el uniforme y la reglamentaria, también invierno, en una esquina, alerta para nada, Berazategui tres de la mañana , los gritos de esa nena saliendo de una ­prefabricada ­cerca de la ruta, la cola sangrando. Le entró a la casilla con la 9, sola se mandó, el hombre y la mujer riendo, él agarrándose la pija con una mano y la botella de birra en la otra. No terminó el gesto. La mujer después. Los dos boleta. Salió a la noche buscando a la nena que corría hacia la ruta, una Shell, venía un camión. Le hubiera gustado adoptarla. Se la llevó puesta el camión. La institución le cubrió los papeles, defensa propia. La trasladaron a la Villa y aquí está, sola, manejando el patrullero, despacio, a ver si algún gorrita, un transa, una alarma, pero esta noche viene tranqui, ningún gorrita sospechoso a la vista, mientras en ese chalet, la puerta del cuarto de la nena se abre despacio, un rectángulo de luz. La silueta del hombre se proyecta sobre el rectángulo, el hombre que susurra: Soy yo, papi. Haceme un lugarcito. La nena reza. Y después va a gritar sin ser oída. Quien quiere oír que oiga. Acá nadie. El patrullero se aleja. La cadenita con la Virgen de Luján que Pamela colgó sobre el tablero se balancea como un péndulo.

19

La pregunta de las preguntas: qué se hace cuando se toca fondo. Cada uno sabe cuándo llega ese momento, pero es engañoso porque siempre, y debió escribir todavía, siempre quedaba todavía un resto de uno que conservaba un reflejo de esperanza que creía perdido y, de ahí, desde ese resto, se extraían las fuerzas para resistir y continuar siendo quien se era por encima de las promesas de ser mejor tipo si se lograba zafar de este descenso que llamaba fondo por no saber, en el fondo, qué era el fondo, pensaba G. esa noche en que caminaba el boulevard, esa avenida larga que va desde la entrada del pueblo, la YPF, hasta el fondo, que podía ser el fin del asfalto, pero había más allá porque las construcciones se habían expandido en las últimas décadas con el desprendimiento de familias destetadas del Estado a partir de las privatizaciones de los noventa. Muchos de los que se encontraron con la guita de las privatizaciones de las empresas del Estado habían elegido venirse a la costa, cumplir un sueñito entre hippie y cuentapropista, familias que sumadas al pobrerío reclutado por los políticos locales en cada elección, unas chapas a la intemperie a cambio de los votos, y así se habían ido propagando los asentamientos, rancheríos descendientes de las tolderías. Y esa noche, caminando por el boulevard oscuro la distancia desde la YPF hacia la terminal, unas treinta cuadras, G. se propuso contar los templos evangélicos que se venían reproduciendo en los últimos años, ganando cada domingo más feligreses. Cantamos, le había dicho Carlitos Del Prado. Y nos hace de bien. G. había conversado con Alba, la empleada del juzgado, estudiante de Derecho. Si vieras los expedientes de abuso que se acumulan en nuestro archivo, le había contado. Tenemos una gran variedad, un ­repertorio de lo más ­colorido. ­Pastores, unos cuantos. Abusadores, drogones, estafadores. Y fajadores, los que quieras. Lo peor es que las mismas víctimas acuden después arrepentidas a retirar las demandas, alegan que el golpeador prometió cambiar. Por caso, te cuento de una kiosquera que vino el martes, enyesada, y le contó a la jueza que él, el fajador, estaba decidido a cambiar, le juró y le perjuró, que había conversado con un pastor y que el domingo iban a ir todos, ellos y los hijos, al templo a ver la luz.

20

No se reconocía en los apuntes, venía notándolo. Hacía bastante que no se reconocía siquiera en su letra. Antes, años atrás, había escrito sobre este lugar, esta gente. Pero ahora, al escucharlos, en este nuevo intento de escribirlos, dudaba de su capacidad de reproducción. Había perdido la fe en la escritura. Y la confianza en sí mismo. Dudaba de su honestidad. Qué era ser honesto en la escritura. Las historias, sus voces, se distorsionaban. Y ante la dificultad, se frenaba: las voces de los otros se le escurrían y la propia se perdía en sordina, con interferencias, esas descargas que sufrían las radios de su infancia. Quería ser los otros. Pero esa verdad pretendida en escribir los otros era sospechosa. Esa verdad debía tener partes de mentira para ser verosímil. Es decir, debía mentir. El engaño como vía regia de la verdad. Ser hablado por ellos, se dijo. Entonces, el lenguaje y su incertidumbre. Sus palabras no eran suyas. Y contra lo oscuro no se podía pelear. A lo sumo, reconocerlo y, aunque joda, aceptarlo. No era solo un terror irracional lo que sentía. Del otro lado de los apuntes, blocs, la notebook y su Kierkegaard, había una ventana que daba al bosque, pero al abrirla, no veía el bosque sino el desierto. Dios no tiene necesidad de ningún ser humano, decía Kierkegaard. Podía seguir escribiendo solo si era capaz de fingir. Pero su interior se iba secando, así lo había registrado en el diario. Quiso gritar, pero no tenía voz. Decidió no hablar con nadie durante unos días. Permanecer mudo. Pensó en Bobby, siguiéndolo. Parecía que quisiera decirle algo, pero cuando se le acercaba, el pibe retrocedía. Después, otra vez, a cierta distancia, lo tenía detrás. De qué hablaba su silencio, se preguntó.

21

San Cayetano’s, en letra cursiva celeste. Y abajo, kiosco-locutorio, en letras rojas, más chicas. Confiada en el poder del santo Itatí, montó el localcito en el terreno lateral a su casa en la 115 y Circunvalación. Itatí y Laureano Avendaño, su marido, que changueaba de albañil. Venían de Formosa, tenían cinco hijos y tres nietos. A G. le costaba distinguir los nombres de todos. Debía apuntarlos, se dijo. A veces Itatí venía a limpiarle la cabaña. Y le daba charla. A G. le interesaban más las historias que le traía Itatí que la limpieza. Usted anda muy solo, le dijo la mujer un día. Y no es bueno. Por más que escape de un remordimiento, el remordimiento siempre lo termina alcanzando. G. se preguntó de dónde había sacado Itatí eso del remordimiento. Vengase el domingo a un asadito, don. Festejamos el cumpleaños del Diego. El mayor de mis nietos, le aclaró Itatí. Así fue como G. conoció a familiares, parientes y vecinos. De los hijos, tres estaban casados y en la construcción, una en el hospital y la más chica en un bazar. Somos gente de trabajo, se jactaba Laureano. San Cayetano nos dio lo que somos, decía Itatí. A veces, en casa de los Avendaño, a G. le parecía encontrarse en un retablo, situado en un cuadro bucólico y pastoril. Lo cierto es que entre estos seres se sentía dominado por una unción cristiana que no experimentaba desde la infancia, la época de la comunión en Mataderos, calles de tierra, aquel hedor del frigorífico y las curtiembres que no lograba espantar el incienso de las misas. En efecto, con los Avendaño y los Gaitán hacía literatura. Pero, se preguntaba, cómo podía contar sobre esas familias donde creía encontrar la pureza. A quién quería engrupir. Acaso esa presunta pureza que les atribuía no encubría vicios y virtudes. Desde cuándo la humildad forzada, impuesta por condicionamientos sociales, determinismo económico, etcétera, ­garantizaba la pureza. La tentación del ­populismo ­dostoievskiano lo invadía. Creyó entrever cómo uno de los hijos de los Avendaño, Fabián, la miraba a Linda, su cuñada, el culo apretado por la calza. También era cierto, Marcelito, el Avendaño del medio, había pasado un tiempo en el instituto, mejor no averiguar la causa. G. también creyó advertir una provocación en el meneo de caderas de Lorena, la Avendaño chica. Habían empezado a correr el fernet, la birra y el vino, sonaba la cumbia. Cada tanto los pobres nos merecemos una alegría, opinaba Itatí contoneándose al compás: A usté se lo ve caído, don G. Qué le anda pasando. Tendría que ir a ver a la Nenita Milagrosa, le dijo ofreciéndole cerveza mientras, en el baño, el Juan Domingo se hacía una raya. A esta altura, Laureano, entonado, arrastraba las consonantes. Me tira la sangre de Cristo, hermano, levantó patriarcal el vaso de blanco.

22

Llamó la atención que tardara tanto en saltar la existencia del prostíbulo infantil, que tomara estado público y que, según El Vocero, su existencia hubiera permanecido invisibilizada en el vecindario hasta que un matrimonio de jubilados de una propiedad lindante se quejó al municipio por ruidos molestos. Lo que se supo, quiénes regenteaban Cariñitos: una pareja, dos ex agentes de la ­Bonaerense, explotaban a cuatro menores adoptados, dos nenas, de trece y doce y dos varones. De doce y diez. En esa zona de la Villa, talleres, corralones, ferreterías, carpinterías y supermercados, alguien, el hombre, la mujer, quién había sido el de la idea del galpón convertido en boliche, se preguntaba G. Llamaba también la atención que el negocio hubiera durado unos meses, que nadie levantara la perdiz hasta que los abuelos se quejaron e intervino la policía. A Cariñitos se accedía llamando a la puerta de la persiana metálica del galpón. Más de un merquero que iba a comprar frula, de paso, además de comprar la frula, se garchaba a uno de los chiques, como los llamó Dante en su noticia, porque ahora Dante usaba el inclusivo. Los chicos estaban vestidos y maquillados, le contó Teddy más tarde a G. Ese lunes que la noticia del allanamiento estuvo en los noticieros se alzó la indignación de los políticos, las instituciones morales, la Sociedad Española, Unione e Benevolenza, el Rotary, la ­Sociedad de Amigos de la Cerveza, la Asociación Mascotas, el Círcu­lo Médico y seguían las firmas en la solicitada de repudio que publicó días después El Vocero. Aquí tengo un recorte del pasquín, le mostró a G. uno de los parroquianos de Moby, el bar de la playa. Lo interesante, dijo otro, es que para que el puticlub durase lo que duró es porque tenía sus clientes, integrantes de nuestras prestigiosas fuerzas vivas, fenicios ejemplares, aportantes de importantes donaciones a la parroquia. Lo que más preocupaba a todos es que la noticia ­escandalosa, difundida ahora en los medios de todo el ispa, piantara el turismo. O me van a decir, dijo otro, que el padre Justino no estuvo al tanto igual que la cana estuvo arreglada hasta que se turbó el sueño de los abuelos. A veces, casi siempre, Dios mira hacia otro lado, dijo uno que hasta entonces había permanecido callado en un ángulo de la barra, sumido en su ginebra, o nos olvidamos que hace unos años, no tantos, saltó el escándalo de los abusaditos en el chetísimo cole Nuestra Señora del Mar. Volviendo al quilombo, lo que menos importa, opinó otro más, es lo que será de esos pibes. A quién le importan los únicos privilegiados, eh.

23

El día no ayuda mucho. Sigue la llovizna. Dos parejas de musulmanes, con sus críos, en la ruta, hacen dedo hacia acá. Este pueblo es un destino.

24

Cuánto medía, se preguntó sin darse cuenta de que su altura, como el largo y el peso podían ser inmensurables tal como la ballena pudo haber sido en un sueño. Pero ahora real. Una vez más, se dijo. También antes había escrito esta escena, la que ahora escribe, se dijo. La repetición lo perseguía. Pero, se preguntó, era acaso una repetición el cetáceo gigantesco que había aparecido varado una mañana en la playa. Se había despertado, nos despertamos escribiría, y la ballena estaba allí, blanca según algunos, un blanco más imaginario que real que le adjudicaban los que habían visto la película, mayoría con respecto a quienes pudieron haber leído la novela, y según otros, ese blanco era gris, tan gris como eran sus sueños de grandeza, que por lo general tenían las dimensiones de la ampliación de un negocio, del terreno donde construirían una casa más grande, del ensanche de la avenida principal que había decretado el intendente o, más personal, del tamaño de las tetas siliconadas o la pija endurecida por una gragea. Cada uno le asignaba a la ballena la magnitud de su deseo y, después, cuando estaban ante ella, se les venía el alma al piso, a la arena, mejor dicho: no era para tanto, un cetáceo común y corriente, decían unos y otros como si estuvieran acostumbrados a navegar el Atlántico sur, además quién garantiza que es ballena y no cachalote. Acudíamos a ver el monstruo, soberbio, como se dijo, escribe G., como la inmensidad de nuestros sueños, auténtica aparición, por qué no una señal del cielo, y entonces, si era un enviado, si no provenía del océano sino del más allá de las nubes, si era un mensaje, quién podía descifrarlo, nos preguntábamos mientras los guardavidas, los surfistas y los bomberos se esforzaban en desencallar el animal sin lograrlo. No se movía. Hay que ver si no tiene alguna ­afección, aventuró uno. Hay que ser cautelosos al desplazarla. Por qué desplazarla y no desplazarlo. Quién podía definir su sexo, su edad, haciéndose todas y todos los expertos como si vivir en la orilla fuera lo mismo que vivir en el mar y dispusieran de un saber que les permitiera aseverar qué clase de ser era ese que nos miraba con esos ojos raros, por momentos cerrados, que al abrirse parecían escudriñarnos, radiografiar lo sórdido y tenebroso de cada uno, lo que causaba una impresión horrible y despertaba el deseo de retornar ese ser a esa vida en lo más profundo del abismo al que pertenecía. A la vez, más que respeto, infundía miedo. Y daban entonces ganas de destruir ese ser así como destruíamos, día a día, noche tras noche, lo que podía haber de pureza en nuestras existencias corrompidas por la ambición, la traición de nuestros ideales de nobleza y bondad, la simulación de una moral de la que carecíamos, la envidia de la camioneta del vecino, la mujer del amigo, destruir, sentíamos, destruir ese ser que nos espejaba con su monstruosidad. Y aquí estábamos murmurando, por esta mierda tanto escombro hasta que un pibe agarró una piedra y se la zampó en el lomo. A quién carajo le importaba, a esta altura, cómo había venido a dar a la playa. Los rescatistas se habían agotado y retirado. Además estaba la tormenta, se venía el aguacero y tal vez granizo como se había pronosticado. Las piedras golpeaban el lomo del ser. Heridas, escoriaciones, la piel abierta, la carne roja, púrpura, oscura. Se estaba ­muriendo ­despacio. Cada tanto movía la cabeza. Los perros de la playa se le arrimaban, pero si insinuaba moverse, los espantaba tanto como a nosotros, los humanos que nos reíamos de nuestro susto inesperado. El piberío no paraba con el apedreo. A diferencia de la perrada, no ladrábamos. Hasta que uno tuvo la iniciativa de un gruñido y después ladró, ladró y ladró. También nosotros, todos, ladramos. Primero graciosos, divertidos. Después con rabia, despidiendo espuma por la boca. Finalmente se desató una sudestada furiosa y nos arrió hacia arriba, hacia las casas. Debe haber sido la misma tormenta la que se llevó mar adentro a ese ser que nunca debió venir a decirnos lo que ni en ese momento ni nunca estaríamos en condiciones de captar.

25

Los que allí estábamos el atardecer de aquel sábado, se acuerda G., en esa prefabricada del barrio La Virgencita, en la salita de espera, pendientes de una puerta bloqueada por una cortina roja, el consultorio de la Nenita Milagrosa. Un albañil operado con un brazo enyesado, una vieja india desdentada con un ojo vendado, dos chicas, la mayor, según contó la menor, abandonada por su novio el mismo día del civil, y también un gaucho con unas muletas, accidentado en una doma, una mujer de edad incierta, cada tanto sacudida por un temblor. Entre nosotros, se acuerda G., figuraban también dos cincuentones ­rubios, dos mecánicos. Uno tenía una quemadura horrible en la cara. Y todos los que allí estábamos, incluyéndome, escribiría G., que no había llegado a esa casa en el corazón del barrio más pobre de la Villa solo por interés literario, sino también arrastrado por ese estado de inestabilidad que ignoraba cuánto más podría aguantar, la alternancia entre hundimiento y exaltación, estábamos allí, alrededor de una estufa a kerosene, callados o murmurando nuestros sufrimientos, allí estábamos, pensó G., habíamos venido no tanto por una fe sino por una necesidad de creer. La situación le recordó cuando su madre, en una de sus rachas de depresión, la enagua negra, acostada el día entero, por recomendación de una vecina, decidió abandonar la cama en semipenumbra y fue a ver a la Doña, una curandera que atendía en un caserón descascarado en Flores, la entrada lúgubre en una ochava. A una cuadra estaba el ferrocarril. El pequeño G. tendría unos ocho. Se acuerda del silencio y la penumbra, el susurro entrecortado de hombres y mujeres y chicos que esperaban contándose las desgracias. A recibirlos había salido la hija de la Doña, una muchacha poseída, desgreñada, desnuda bajo un camisón de gasa azul transparente, que corría cantando arias de ópera de una punta a la otra del caserón. G. se acordaba del vello pubiano de esa mujer. El caserón le pareció compuesto por una sucesión interminable de cuartos y salas y la voz de la muchacha iba y venía, se acercaba y se alejaba. Su madre le contó después que la muchacha padecía un desorden, un extravío. Qué quería decir desorden, qué extravío. El pequeño G., calculaba, debió quedarse elucubrando qué tan valioso había perdido la muchacha para que se le desacomodaran el equilibrio y la compostura y corriera de una punta a otra del caserón, de un cuarto a una sala y de una sala a un corredor emitiendo unos grititos mientras su madre, la Doña, atendía a quienes habían acudido por un daño, un empacho, una culebrilla. De esa vez que su madre lo llevó a ver a la Doña se acordaba este anochecer helado esperando su turno para consultar a la Nenita Milagrosa. Mañana va a caer una helada, dijo uno de los holandeses, el de la cicatriz. Posta, convino el otro. De aquella vez se acordaba ahora G. Pasaron las horas, lentas pero no aburridas. Había un suspenso en la atmósfera que lo mantenía en alerta. Y cuando fue su turno, la madre lo llevó de la mano. La tenía helada, húmeda. La Doña era una mujer imponente, oscura y perfumada. Qué te anda pasando, hijita. La madre no supo qué contestar, se echó a llorar y volvió sus ojos celestes, empapados, hacia él: Es por el nene, dijo. Tengo miedo de que le pase algo. La Doña, se acordaba ahora G., había calmado a su madre haciéndole beber unos sorbos de un té de yuyos. Después se inclinó sobre el pibe, lo persignó, le agarró la cabeza con unas manos cremosas, perfumadas y calientes y murmuró una oración en un idioma misterioso. Le dio un beso en la frente y le dijo, como un ­mandato: Ya estás limpito, andá. Tanto había andado G. desde entonces que, se daba cuenta, un cansancio repentino similar a la tristeza lo podía ahora. Y acá estaba, en el rancho de la Nenita Milagrosa. Tuvo la sensación de que el lapso entre aquel caserón de Flores y esta casa en La Virgencita había sido un instante. Los pacientes se contaban sus dramas en voz muy baja. Definitivamente, se trataba de pacientes en la medida en que confiaban en una cura aunque su éxito, pensó, se debía a la confianza en el poder de la criatura. El ambiente olía a cuerpos, a perros y a una emanación dulzona que provenía de los sahumerios prendidos en el consultorio tras la cortina roja. Esta atmósfera le subió el asco. Su progresismo no daba para tanto. El olor a pata del pobrerío era mucho. Salió a fumar. El domador de las muletas lo siguió. La Nenita se toma su tiempo, le dijo. G. asintió. Nunca vino, le preguntó el otro. No, le contestó G. Y cuando por fin fue su turno, al encontrarse ante la Nenita vio que era todavía más chica de lo que había imaginado, una criatura albina que podía ser tanto una niña como una joven de edad imprecisa, esa faz idílica que tienen ciertos íconos religiosos, como el Niño Jesús de Praga, cuya réplica G. había visto en la iglesia Santa Catalina de Siena, en Retiro. Se acordó de un atardecer, después de una meningoencefalitis, todavía en recuperación, tembloroso, vacilante, cuando entró tímido en la iglesia. La pila apenas tenía agua bendita, casi seca en el instante en que introdujo apenas los dedos, apenas, sin hundirlos, rozando la superficie líquida mientras se preguntaba cuántos dedos antes que los suyos, índices, anulares, de la mano izquierda, de la mano derecha, a veces un dedo solo, cuál, cuántos dedos se habían mojado ahí, en esa agua quieta, se preguntó cuántos pobres, enfermos, dedos curtidos, dedos trabajadores, dedos mochos, dedos sucios, dedos roñosos, dedos negros con uñas mochas, uñas comidas, uñas pintadas, cutículas despellejadas y también dedos quemados, dedos ampollados, que, al mojarse las yemas en esa agua bendita y persignarse expresaban la unción característica de los que creían porque ya no tenían nada que perder excepto una apuesta de fe última basada en la suerte como una quiniela, los pesos y monedas contadas, el resto que les queda a los desesperados, la esperanza en un cielo inal­canzable. La pila de mármol del agua bendita tenía el tamaño de una palangana. Ahí debían pulular gérmenes, bacterias, y era casi posta que al persignarse los desgraciados le contagiaran alguna porquería, pensó. No podía sentir este asco hacia los pobres y enfermos, no era de buen cristiano, tenía que vencer la repulsión, tenía que superar los miedos aunque pudieran ser razonables, eso pensó al apartarse de la pila, se persignó, se inclinó, agachó la cabeza y con los labios apretados sugiriendo contrición avanzó por la nave desierta. Se concentró en qué pedir. No sabía muy bien cómo formular su deseo. Acá se viene a rogar, a rogar y no a pedir. También se ­viene a rogar el perdón por nuestras faltas. Se corrigió: faltas, no. Pecados, a rogar el perdón por nuestros pecados, se dijo. Pero el nuestros no lo incluía, sus pecados no eran como los del prójimo. La cautela con que humedeció los dedos en la pila confirmaba que sus pecados eran todos uno, su vanidad, quién carajo se creía por encima de los otros con el berretín de la escritura, que para él era sagrada, pensó arrodillado contemplando el Cristo en el altar. Pensó en el calvario, pensó que no debía haber otro sufrimiento tan extraordinario, pensó en el sufrimiento de quien vino a este mundo a sufrir por los seres comunes, y pensó también padre por qué me has abandonado, pensó arrebatado por una emoción que ahora sentía auténtica, una congoja en la garganta, se friccionó los lagrimales, y en ese preciso segundo pensó otra vez en los dedos de tantos seres innominados, dedos apestados cuyo mal entró en contacto con sus pupilas. Cuánto tardaría en manifestarse en sus ojos alguna infección, cuánto en perder la visión, quedar ciego. En esto pensaba al apurarse a salir de la iglesia y entrar en la noche huyendo hacia ninguna parte. Contame qué te hace sufrir, le preguntaba ahora la ­Nenita. G. no supo qué contestar. Contame qué hacés. Así como a veces se hacía pasar por médico o abogado, ahora debía inventarse una profesión y también un mal que lo aquejaba. Le daba vergüenza su oficio. Debía inventarse uno. Relojero, pensó. Un relojero que venía perdiendo la visión y, al notar que la perdía, perdía también la ­noción del tiempo. Sin embargo, no pudo mentir: Me llamo G., soy escritor, estoy acabado, ni una línea, hablaba atropella­do, y era y no era él quien decía: Perdí la voz. La criatura lo escrutaba silenciosa. Empezaron a bajarle unas ­lágrimas como de cera. G. se calló, avergonzado. No perdiste la voz, le dijo la Nenita. Al que perdiste fue a Dios. Cuánto hace que no vas a la iglesia. Tengo que confesarme, le preguntó G. Dónde habían quedado sus años de análisis. Ahora su confusión era total: Me olvidé cómo se rezaba, dijo, aunque suponiendo que debiera rezar, estaba internet. Vos andá y pensá, le dijo ella. Y en qué voy a pensar. En Dios pensá. Y si no puedo, preguntó. Si vos no pensás en él, él va a pensar en vos, no te aflijas. La consulta, lo supo, había terminado. No supo cómo encarar el pago. Cuánto te debo, la tanteó. No con plata, dijo ella. La Nenita se limpió las lágrimas: Tenés que escribir lo que te pasó, pero bien, escribirlo bien. G. no se animaba a mirarla a los ojos, tal el poder que le transmitía la otra. Levantó la vista con timidez: Lo que escriba, le preguntó, te lo tengo que traer. Y la Nenita: No hace falta. Te va a estar mirando.

26

Más tarde encontró los apuntes de aquel sábado. Después de la consulta a la Nenita Milagrosa, Bobby lo esperaba esa noche en la puerta. Caminaron como siempre, G. delante, Bobby siempre detrás, a unos pasos. Había estado siguiéndolo esos días. G. siempre delante, Bobby siempre detrás, a unos pasos. El piberío surgió despacio entre las sombras de la noche. Lo rodeaban despacio a Bobby, chuceándolo. G. se frenó, quiso pararlos. ­Bobby les sonreía manso. Hasta que le estuvieron encima. G. intervino. Pero varios lo agarraron. Los pigmeos eran muchos. Se deshacía de uno y lo reemplazaban otros, demasiados. Golpeaban, mordían. Sintió un impacto en la nuca, se desplomó aturdido. Hubo otro golpe, ahora en la frente, y otro más, el gusto de la sangre. Una pistola en la cara lo paralizó: Soltá el billete, soltá. A Bobby lo tenían tumbado, el culo al aire. Uno amagaba meterle un palo en el ojete. Y los demás se reían. Las risas se confundían con los chillidos de Bobby. Cuánto había durado todo, se preguntaba. Menos de lo que tardaba ahora en recomponer la escena. Quería ser preciso. Quería describir. Pero el rigor descriptivo exigía una poetización, es decir, otra vez mala fe. Bobby había quedado tirado entre unos matorrales. G. se incorporó, volvió a caer, se arrastró, gateó hacia él. Pero el pibe, levantándose, subiéndose el jean, moqueando, lo espantó con un gesto. Trastabilló. No podía caminar. G. lo levantó en sus brazos. Bobby pesaba más de lo que había pensado. Tropezó. Bobby y él, tirados en la arena. Bobby gemía, lloraba. G. levantó los ojos al cielo, las estrellas mudas. Cómo escribir después.