La loca del fondo

1

Hay una condena mayor que una madre judía o una madre italiana. Y es una madre escritora. En la mía confluyeron las dos sangres y, como si fuera poco, además, mi madre estaba poseída por la literatura. Julia Goldemberg repudiaba la familia burguesa de la que provenía y, a los dieciséis, después de una corta militancia en el maoísmo, se hizo hippie, dejó la casa natal y se fue a vivir en comunidad en una quinta de Moreno. Cuando la expulsaron por quedarse con un vuelto de la venta de sahumerios, sus padres, don Saúl y doña Donatella, una pareja de tenderos del Once, la recibieron llorando y con los brazos abiertos, la hija pródiga. Especialmente don Saúl, siempre dispuesto a perdonarla como cuando volvió deportada de Alemania. Aunque para esa época, que conste, Julie Gold, tal su nom de guerre, ya no era una nena.

Me estoy anticipando a los hechos. Debo acordarme de cuando me pasaba a la cama de mis padres. Fue en la época en que vivíamos juntos. Aunque no siempre cuando me pasaba a su cama, ella estaba en la cama con mi padre. A veces, estaba con una amiga. Por entonces mi madre ya era Julie. Así me pedía que la llamara. Lo que me acuerdo: Julie me devolvía a mi colchón en el piso, me arropaba con una manta peruana y entonaba bajito una balada pacifista de Joan Báez. Mucho después supe que era una canción de Joan Báez. Pero vamos por partes.

Julie Gold publicó a comienzos de los setenta La loca del fondo. La novela, que contaba sus revolcadas en la comunidad hippie, fue secuestrada por la censura, lo que para Julie significó un éxito que afirmó la fe en sí misma. Fue su único éxito. Y también su único libro. La chica terrible madre soltera. Aunque convivía en un altillo en Tribunales con Rafael Míguez, un poeta de vanguardia a fines de los sesenta, mi padre. Rafa, como yo debía llamarlo, se presentaba como un poeta de antología. Y en verdad lo era porque solo publicó tres poemas en una antología. En esa época yo era un bebé y un obstácu­lo para el talento de ambos. Julie trabajaba en una revista femenina. Y Rafa en un semanario. Odiaban esos empleos, pero sin sus sueldos no habrían alquilado ese altillo frente a la Plaza Lavalle, un colmenar donde habitaba la bohemia más moderna de la pequeña aldea, aldea que, convengamos, les quedaba chica y, por este motivo, pronto se largarían a recorrer el mundo que era ancho y ajeno. Lo más lejos que llegaron, Machu ­Picchu. Rafa no soportó esa fama de meses que Julie gozó con La loca del fondo. Fue la causa de la separación. No le importaron tanto la cantidad de cuerpos con que se había acostado Julie ni la calidad de su escritura como esa popularidad efervescente, tan súbita que al entrar en El Colombiano hacía que todos la saludaran a ella, que al llegar al Di Tella las miradas se centraran en su compañera. Vos te pensás que por salir en todos lados con esa novelita de mierda sos más que yo, le dijo Rafa. Más mierda vas a ser vos cuando te descubras en la que estoy escribiendo, le contestó ella. Y se fue después de un portazo. Para siempre.

Sin saber qué hacer conmigo, Rafa me dejó en casa de sus padres, el abuelo Jacinto y la abuela Mari. Los dos eran maestros en Las Heras, Provincia de Buenos Aires. De modo que me criaron mis abuelos en una casa en medio del campo, a unos kilómetros del pueblo. Poco después supe que Rafa, amenazado por la dictadura, se había rajado a Venezuela y no volví a verle la cara hasta el 83.

Después de aquella novela, Julie no volvió a publicar. Argumentaba que los editores no la comprendían en el desvío beckettiano que había adoptado su prosa. ­Terminaban los setenta. Una época de bloqueo literario para Julie, que le adjudicaba su parálisis a los militares. La consoló enamorarse de Serguéi, un contrabajista ucraniano que daba clases particulares en un conventillo de San Telmo. Serguéi ganó una beca alemana para jóvenes compositores. La fundación le brindaba una beca de tres meses en Berlín. Todavía me acuerdo de cuando vinieron a despedirse al campo. Mis abuelos los miraron con desprecio. Ojalá les vaya bien, dijo mi abuela. Y no vuelvan más, dijo mi abuelo.

Cuando se terminó la beca, Serguéi cruzó el Muro y mi madre se quedó sola en un ambiente pelado en un monoblock. La última información que tuvo sobre el músico le llegó unos meses después: estaba enseñando ­música en una escuela de Smolensk. En el dorso de una postal Serguéi le pedía que fuera. Julie se iba a enamorar del ­Dniéper, le prometía.

Pero Julie prefería morirse de hambre antes que cruzar el Muro. Una artista debía sobrellevar las penurias económicas, pensaba. Además, era preferible vender el cuerpo antes que el alma. Por entonces conoció a ­Hannah Biermann, una estudiante de Sociología y call girl, que más tarde triunfaría en la novela negra con sus historias de erotismo y violencia, quien la convenció de que podría sobrevivir mejor en el puerto de Hamburgo. Como a Julie no le iba cualquier cliente, la ­exigencia fue la causa de su debacle. El macró la molió a golpes, le rompió dos costillas y la dejó tirada en el puerto. Pero Julie nunca fue de dejarse vencer por las dificultades. No esperó el alta. Según ella, no aguantaba el hospital nazi. La realidad es que no tenía papeles y cuando se restableciera debería enfrentar su situación de ilegal. Huyó del hospital apoyándose en una muleta, con un abrigo robado sobre el camisón blanco. El destino era, después de todo, generoso con ella al ofrecerle experiencias que merecían ser contadas. El dinero que había juntado en Hamburgo le alcanzó para retornar a Berlín y pagar el alquiler de unos meses en un sótano. Se había propuesto escribir una novela autobiográfica. Los vecinos se quejaban del ruido de la máquina de escribir. Como seguía sin papeles, no salía del cuarto por miedo a ser denunciada por ilegal. Comía lo que encontraba en las bolsas de basura. Escribía día y noche, casi sin dormir. Languidecía de hambre, pero todavía no se animaba a robar un supermercado. Una mañana de viento, un diario flameó hasta sus tobillos. Una noticia la atrajo: en París un estudiante japonés se había comido a una compañera. La anotó mentalmente.

Julie no fue nunca de resignarse. La pescaron robando un cartón de leche en un supermercado. Para completar su desgracia, la policía la detuvo y fue devuelta al país. Cuando la policía comprobó que era una ­indocumentada, la deportaron. Y no le quedó otra, al volver, que recurrir a sus padres.

Sus padres ahora eran dos viejos achacosos y ella, una mujer de treinta y pico que parecía mayor porque, como ella decía, estaba recurtida. Y esto, su vuelta de Alemania, fue hace ya más de treinta años. Pero el tiempo no fue jamás una inquietud para Julie. Hay que vivir el presente, decía. El pasado es una sábana que nos enreda los pies impidiéndonos avanzar y el futuro, una noche que se nos viene encima. Solo tenemos la luz del presente, una luz que dura lo que la llama de un fósforo. Esa luz, el presente, nunca iluminaría a alguien: su hijo, yo.

Don Saúl había cerrado la tienda de la calle Larrea. Doña Donatella, contra lo que Julie había previsto, esta vez no quiso cobijarla. Pero don Saúl, un sentimental, logró ablandar a su mujer. Durante un tiempo, mientras buscaba integrarse otra vez al periodismo, Julie durmió en el negocio vacío. Finalmente consiguió trabajo como redactora de la sección «Vida cotidiana» en un diario. Nada odiaba más Julie que la «vida cotidiana». Nunca había comprendido qué podía ser lo cotidiano excepto «la aventura de vivir y contar lo que vivía». No obstante, se afirmó en la sección y consiguió alquilar un departamento de un ambiente en Parque Chacabuco.

Recién cuando pudo alquilar me vino a buscar al campo. Pretendió llevarme a vivir con ella. Pero mis abuelos paternos se opusieron. Los voy a denunciar como ladrones de niños, recuerdo que gritó Julie mientras volvía a la estación de tren. No solo no hizo la denuncia. Tampoco volvió a buscarme.

Debería contar que mi padre vino a visitarme en el 83. Me trajo un avión de juguete. Estuvo apenas unos minutos. Mi abuelo Jacinto le ordenó que se fuera. Era tarde para reparar el abandono, le dijo. La abuela Mari lloraba. Mi padre asintió. No supe más de él.

Julie recién se acordó de mi existencia cuando publiqué mi primer libro de cuentos, El hijo de la loca del fondo, donde, previsible, el cuento último y final, el más largo, apestaba a autobiografía. Había publicado en una editorial chica y no recibí demasiadas críticas, pero las que salieron fueron favorables. Yo trabajaba en una agencia de publicidad. Estaba enamorado de Mariana, una directora de arte. Nos habíamos ido a vivir juntos primero a un departamento en Olivos, frente a las vías. Y más tarde, cuando fui director creativo, compramos esta casa cerca del cementerio. Este es un barrio de clase media acomodada. Hay un club de tenis, una plazoleta y cabinas de seguridad en las esquinas. Un vecindario tranquilo, las construcciones pertenecen a los ­cincuenta, muchas se refaccionaron respetando los techos a dos aguas y los jardines delanteros. En su mayoría tienen un árbol en la vereda. Se ven azahares, magnolias, laureles, ­naranjos, ­palmeras. En primavera el barrio entero ­florece y se ­respira una brisa perfumada. Estábamos otra vez en primavera, con Mariana tuvimos un bebé: Martín. Si no éramos una pareja ­soñada, nos ­parecíamos bastante. Si bien nadie puede olvidar de donde viene, al menos yo sentía que acá estaba a gusto, me parecía al que había querido ser: estaba enamorado y había empezado a escribir los fines de semana mi primera ­novela, una historia de iniciación. Salinger era mi maestro.

Cuando Julie llamó un sábado por la tarde, la cité en una confitería de Belgrano. No la quería cerca. Dudaba en decirle que era abuela.

Pensé que debíamos hablar, me dijo Julie.

Le pregunté si quería café o té. Quiso un dry martini. Yo no, un café.

Estuve a punto de llamarla mamá. No hubiera sido su hijo. Le pregunté:

Hablar de qué, Julie.

Sos muy buen lector, dijo.

A qué te referís.

La loca del fondo soy yo, dijo.

Me pregunté cómo debía reaccionar. Qué decirle después de tanto. No debía haber escrito sobre Julie, darle el gusto. No supe qué decir. Julie me miraba sobradora con sus ojos celestes.

Puedo pedir otro, me preguntó.

Llamé al mozo.

Estuve a punto de contarle que Martín tenía sus mismos ojos. Pero no era el momento. Nunca lo sería. Julie no admitía imitaciones.

Me usaste, dijo. No tenés vergüenza.

Nunca antes vi a nadie tomarse un dry martini de un saque. Tampoco después. Julie se paró. Derecha, con una compostura de bailarina clásica. Me miró desde lo alto. No podía descender siquiera un centímetro.

Leíste el libro, le pregunté.

No me hace falta, dijo. Soy tu madre.

Se marchaba.

Esto no va a quedar así, dijo.

Quedó así.

2

Quedó así hasta una noche de invierno hace cinco años. Un llamado a las tres de la madrugada nos sobresaltó. También despertó a Martín.

Perdoname que llame a esta hora, dijo Julie. Estoy en problemas.

Era sabido que las dificultades no amedrentaban a Julie. Le habían robado al salir del chino. Dos chorros, en Constitución. Le pregunté qué hacía en Constitución a esta hora.

Si yo te importara sabrías que vivo en Constitución, querido, me dijo. Vivo en Constitución. En un sucucho, pero con internet. Lo peor es que en la bolsa del súper llevaba los remedios.

Desde Olivos a Constitución le puse media hora. ­Violé todos los semáforos en rojo. Era una noche de llovizna y bajo cero. La dirección era en la calle O’Brien, una calle estrecha de dos cuadras entre los paredones del ferrocarril y la calle Salta. Frené en la esquina de Lima. No me atreví a avanzar. Había unos barcitos tan sórdidos como ruidosos alternando con puertas boca de lobo. Putas y matones en la vereda. Quilombos, luces rojas. Sonaban cumbias y se tambaleaban zombis. A los costados y en el asfalto, deambulaban chorros, transas, travestis. Di marcha atrás. Tuve que maniobrar para no atropellar una gresca de borrachos. Un golpe se estrelló en el baúl del auto. Unos pibes se me venían encima. Reculé a toda velocidad y retomé por Lima.

Pegué un rodeo, di vueltas hasta encontrar un estacionamiento por Santiago del Estero. Caminé en dirección a O’Brien. Tres travas surgieron de un umbral, me abrazaron, forcejeamos, uno me agarró de los huevos. Pude zafarme.

Si volvés a pasar quiere decir que te gusta, nene, dijo el más corpulento.

Te esperamos, ricura, dijo otro.

Quedé impregnado de un perfume dulzón.

La calle O’Brien hedía a grasa frita y meada. Pude sortear a unos drogones. En esa calle podía comprarse lo que uno quisiera. Desde merca hasta paco. Una dominicana. O varias. Para caminarla necesitabas tener ­pinta de ­buscar lo que se ofrecía. Yo no tenía ese aspecto. En un bolichito dos canas tomaban cerveza con unas putas. Me miraron, los miré, seguí de largo. Una puta vieja me ofreció sus servicios. Seguí de largo. Una botella se rompió contra la pared a mi espalda. Oí carcajadas. Seguí de largo.

El edificio donde estaba la pocilga era tenebroso. Una lamparita amarilla alumbraba apenas la entrada. Se oía la cumbia fuerte. También gritos, puteadas, el llanto de un chico. Me paró un paraguayo flaco, desdentado, canoso. Tenía una pistola:

Dónde vas, chamigo.

El tipo me escrutaba con una sonrisa sin dientes.

Querés una chichí.

Le dije que no.

Mandanga, me tanteó.

Le expliqué, buscaba a mi madre, una señora tal y cual.

La del fondo, dijo. La loca del fondo.

La realidad imita el arte, me dije.

Debía admitir que Julie mantenía la coherencia a través de los años. Entré. Al final de un corredor oscuro encontré la puerta. Julie había pegado dos carteles fileteados. El primero anunciaba: «Julie Gold, taller de expresión literaria». El segundo prevenía: «Acá no hay ­plata. Solo libros». Sobre el mismo cartel le habían escrito: «Vieja loca», «Rescatate, abuela», «Chupame la pija», «Con tus libros me limpio el orto». No había timbre. Di tres golpes en la puerta.

Voy, dijo Julie. Era su voz. Más carrasposa de lo que recordaba, pero su voz.

Ninguno de los dos amagó un beso.

Cómo estás, le pregunté.

Julie era una mujer de setenta. Quizá más. Nunca supe su edad. Tenía el pelo blanco corto como Jean Seberg en Sin aliento. La diferencia entre Jean Seberg y Julie era que Julie no se había suicidado. Me pregunté cómo habría sido Jean Seberg vieja. Vestía una camisa a cuadros sobre una polera negra. También unos jeans rotos. Llevaba medias de lana y zuecos.

Estoy como puedo, sonrió. Al menos no me tiraron al piso ni me patearon. Lo que más lamento son los remedios.

En efecto, Julie vivía en una pocilga. El ambiente olía a sahumerio, porro y tabaco rancio. Pero se las había ingeniado para disimular la humedad de las paredes con afiches de películas de la nouvelle vague. También había decorado su ratonera con tapices. Su biblioteca: bloques de hormigón y madera sin pintar. Había pilas de libros en el suelo, sobre la mesa, alrededor de una computadora vieja: letras blancas sobre fondo negro. Me acerqué a leer la pantalla. Había un nombre japonés. Pude leer que escribía sobre antropofagia y belleza. Prendió una tuca. Y me contó. En París, Issei Sagawa, un ­japonés ­estudiante de ­literatura, había asesinado y devorado a Renée Harte­velt, una compañera de la universidad. Con la excusa de ­conversar con ella de sus progresos en el análisis de las vanguardias europeas, el joven Sagawa invitó a Renée a su departamento. Le pegó un tiro, la descuartizó y se la comió. Cruda. Le gustaron los muslos. Hizo particular referencia al clítoris, una exquisitez. Era cabezón, diminuto, flaco, un cuerpo de minusválido. La foto en el diario mostraba al japonés desnutrido. Sagawa dijo también que al comer a la joven deseaba absorber su energía. Cómo no iba a comprenderlo la escritora desfalleciente y flaca como un Egon Schiele. Comprenderlo y escribirle una carta fue la reac­ción instantánea de Julie. Estaba dispuesta a convertir su historia en una novela.

Tus remedios, le dije. Busquemos una farmacia de turno, Julie.

Otra vez estuve por llamarla mamá, pero no hubiera sido yo. Tampoco ella.

Primero tomate un pisco, dijo.

Te agradezco.

Me sirvió igual. No toqué el vaso.

No te interesa lo que estoy escribiendo, me preguntó.

A ver si después me acusás de plagio.

No podrías, dijo. Tendrías que nadar en aguas profundas.

Habían pasado todo el último año escribiéndose con el antropófago. En la cárcel Sagawa estuvo a ­punto de morir por una enfermedad del cerebro. Los franceses se lo quitaron de encima levantando la causa y ­extraditándolo. En Tokio lo esperaba su padre, un empresario. Lo internó en una clínica psiquiátrica. Milagrosamente, Sagawa se recuperó y, al no tener causas en su país, ­recobró la ­libertad. En la actualidad era comentarista de espectácu­los en un programa televisivo y connoisseur gastronómico. Julie había establecido contacto con él. Si bien había una novela sobre su historia, La carta de Sagawa, de Juro Kara, a Julie le parecía, además de insuficiente, mediocre. Estaba dispuesta a escribir una gran historia. Se maileaba con Sagawa todas las semanas.

No creo que vos puedas ahondar en una historia semejante, querido, dijo. Se precisa haber vivido a fondo para escribirla.

Vamos a una farmacia, dije.

No hace falta, dijo. Tengo los remedios. Le lloré la carta a los chorros y me los dejaron. Una de dos: o mostraron una ética o se asustaron pensando a ver si la vieja se nos muere.

Por qué me llamaste, le pregunté.

Porque sabía que ibas a venir, sonrió.

Julie me estaba midiendo.

En realidad, quería contarte mi proyecto, dijo. Te necesito como lector.

Estás loca, Julie.

Otro pisco, me preguntó.

No tomé el primero.

Me fui.

En la calle me sacudieron el viento y la lluvia. No supe qué sentir además del frío y la desolación del barrio. Tal vez era lo único que podía sentir. Pero algo tenía en claro: no quería verla más. En la esquina seguían los travas. Crucé.

Al volver a casa necesité una ducha caliente, cambiarme la ropa.

Después me deslicé al dormitorio de Martín. Dormía como un angelito. Era un angelito.

No quería llorar. Pero lloré.

Contame, me pidió Mariana.

Qué.

Julie, dijo. Contame.

Le conté. No sentamos en el living y le conté.

Es su vida, dijo Mariana. No la tuya, no la mía.

Es mi madre.

Es una mujer independiente, opinó Mariana. No se puede negar que hizo con su vida lo que quiso. Tuvo agallas. No como nosotros. Es la parte que admiro de su generación. Esa libertad que tuvo. No esperó a que le dieran la libertad, se la tomó. Y se jugó siempre por lo que creía. Miralo así.

Qué querés decir, Mariana.

La admiro en un sentido.

En cuál.

Siempre me pregunto cómo habría seguido mi vida si en vez de meterme a diseñadora hubiera seguido pintando.

Y por qué no seguiste.

Vos tampoco fuiste muy lejos con tu novela pendiente.

Si no te hubieras metido en diseño y yo hubiera ­seguido insistiendo con la literatura no estaríamos pensando en mudarnos a un country.

Pero tal vez seríamos más felices.

Qué es la felicidad, le pregunté.

No me quedé a esperar su respuesta. Al día siguiente tenía que estar temprano en la agencia, la presentación de la campaña de un nuevo modelo de auto. Uno pequeño, descapotable, pistero. Me fui a dormir. Soñé que era un bebé con la cabeza del tamaño actual. Nadaba en una pecera. En la pecera estábamos Julie y yo. Julie era una barracuda. Me perseguía a dentelladas. Me comía un pie, después el otro. El agua se teñía de sangre. Desperté. Y ya no pude pegar ojo. Me subí a la bicicleta fija.

No hablamos más del asunto. Mariana seguía empacada. Fue una semana de silencios. Apenas cambiábamos frases referidas a Martín. Quizá Martín era lo único que teníamos en común. Y nos unía. Pero si lo pensaba un rato, ni siquiera Martín nos mantenía juntos. Porque su Martín no era mi Martín. Nuestro hijo se había convertido en un entretenimiento como la tele. Y cada uno lo veía en un canal diferente.

Una noche, al volver de la agencia se lo propuse:

Necesitamos un viaje.

Y Martín, preguntó. Es muy chico.

Lo dejamos con tus padres, una semana, diez días.

Los padres de Mariana eran jóvenes. Cincuenta y pico. Buena posición. Eduardo es escribano. Y Fina la ­ocupación más importante que tiene es jugar al bridge. La clase de abuelos ideales que se ven en un comercial. Además siempre están preguntando cuándo se lo vamos a dejar. No me parecía mala idea dejarles a Martín unos días.

Y adónde viajaríamos.

Europa, dije.

Europa, repitió ella.

Barcelona, París, Roma.

Por qué no Berlín, dijo.

Por qué Berlín, pregunté.

Hay mucho arte en Berlín.

Berlín no.

Dame una razón.

No le contesté.

3

Volví a saber de Julie la semana pasada. Dos veces. La primera, cuando estaba por entrar en la agencia. Vi un ­afiche casero pegado a una columna de alumbrado. ­Justo ­frente a la puerta de la agencia. Era su foto. En blanco y negro. «Buscamos a Julie Gold», decía. «Fue vista por última vez en Constitución. Viste campera y pantalón de jean. Una polera negra. Tiene zuecos. Ella habla y ríe sola». ­Después, un número telefónico. Arranqué el afiche, lo doblé, me lo guardé en un bolsillo.

Llamé a ese número. Atendió el paraguayo. Le dije que buscaba a Julie.

La del fondo, me dijo. A ver, esperá, chamigo.

No esperé. Esa tarde, al salir de la agencia fui a Constitución. El invierno seguía más invierno. Anochecía cuando estacioné. La sensación de estar cayendo en una trampa, atrapado en una telaraña.

A diferencia de la madrugada en que entré en ese edificio roñoso y maloliente, ahora había movimiento. Una banda de pibes tomaba cerveza y fumaba en la puerta. No se apartaron para dejarme pasar:

Unos pesitos, don, me cruzó uno.

Para ver a Julie tenía que pagar entrada. Les di unas monedas. Ni se movieron. Les dí un billete. Se corrieron. Pude oír sus risas a mi espalda mientras avanzaba por el pasillo. Algunas puertas estaban abiertas. La cumbia aturdía. También los gritos. Caminé hasta el fondo.

Golpeé tres veces.

Adelante, dijo Julie del otro lado. Está abierto.

Sabía que ibas a venir, dijo. Tarde o temprano ibas a venir.

Me podés explicar, le dije.

Y le mostré el afiche.

Querés un pisco, me preguntó.

No, gracias.

Explicame.

Un porrito, me preguntó.

Tampoco.

Ella armó uno, lo prendió, aspiró una bocanada larga:

Por eso estamos así. No conectamos.

Por qué lo hiciste, dije. Lo del afiche.

Fue un momento de bajón, dijo. Pensé que ya no existía, que nadie se acordaba de mí. Lo hice para ver si alguien me recordaba. No picó nadie, podés creer. Se me ocurrió que tal vez vos lo ibas a ver y te ibas a acordar de mí. Pero dudé y después descarté la fantasía. Averigüé sobre vos. Fue sencillo ubicarte. Ustedes los publicitarios cambian de agencia pero no de vida. Les gusta la plata. Llamé a la agencia donde trabajabas antes. Me dijeron que te habías cambiado. Te fui rastreando. Ahora que viniste se me pasó el bajón. También se me pasó porque terminé la novela. Increíble cómo me cambió el humor. La voy a mandar a concursos. No voy a arrastrarme en las editoriales para que me publiquen. Seguro que voy a ganar algún concurso. Aunque si lo pienso, los jurados son tan vulgares. Hoy todo es marketing. Pero, quién sabe, en una de esas, alguno pica.

Terminaste la novela, dije.

Se la mandé a Sagawa, me contó. Le expliqué que no podía pagar una traducción. Y mirá qué amor, esa cortesía que tienen ellos, los orientales. Me dijo que él se ocuparía de encontrar a un traductor del español al japonés y que la leería. En una de esas sale antes en Japón. Nadie es profeta en su tierra.

Entonces estás bien, dije.

Julie me dio un sobre marrón. Contenía una carpeta:

Es una copia para vos. Por si me pasa algo. Quiero que seas mi albacea.

Agarré el sobre.

Pero te quiero advertir una cosa, dijo.

Qué.

No se te ocurra plagiarla. La registré en Propiedad Intelectual.

Gracias, Julie, le dije.

No vas a tomarte el pisco.

No, Julie. Tengo que manejar. Y tengo una familia.

Vos siempre igual, dijo. Papi no corras.

Al salir les di otro billete a los pibes.

Grande, capo, dijo uno.

En la cuadra del estacionamiento había un volquete. Levanté la tapa y tiré el sobre con la novela. Me hubiera gustado sentir alivio, pero no. Pensé en Martín. Solo quería llegar de una vez por todas a casa. Subí al auto. Dejé atrás Constitución, subí a la autopista, aceleré.

Pero al acercarme a la bajada de Ugarte me di cuenta de que estaba tarareando una canción, una de Joan Báez. La culpa me había ganado. Retomé hacia la capital. A toda velocidad regresé a Constitución. Frené junto al volquete, levanté otra vez la tapa.

Estaba vacío.