Nena con leucemia

No es un nene, es una nena. Pero parece un nene. Debe tener unos diez años. Si al principio dudamos en saber si era nene o nena, la confusión se debe a que usa jeans y está totalmente pelada. Además, lleva un barbijo que le oculta el rostro desde los ojos hacia abajo impidiendo ver su boquita. Que es una nena lo sabemos después, cuando ya vienen al restaurante algunas veces y entonces cambiamos unas palabras. Callada, mira desde abajo. El padre también es un tipo callado. No conversamos mucho. Es que uno no sabe de qué hablar, qué decir. Al principio, la primera noche, nos parecen hermanos. El padre viste una campera igual a la de la nena, también jeans y calzado deportivo. No es el único parecido que tienen. El padre también es pelado. Pero su pelada es distinta: no brilla como la pelada de la nena. La principal diferencia entre los dos no es la edad. Es la leucemia.

La nena y el padre se sientan en la barra. El padre pide una buena sopa para la nena y para él un bife con ­ensalada. Agua para la nena. Cerveza para él. Le quita el barbijo a la nena. La nena nos mira. Y nosotros, que no le despegamos los ojos, le sonreímos. Nuestras sonrisas dan pena. El padre nos mira y, con una mueca que no llega a sonrisa, cabecea agradecido. La nena asiente. Después hablan entre ellos en voz baja.

Más tarde sabemos que vienen de una provincia del sur. El padre está en buena posición. Y es el que siempre trae a la nena para su tratamiento en la capital. A la madre la vemos dos o tres veces, no más. Una mujer joven, bien puesta. Pero indiferente. No es como el padre que ayuda a la nena a tomar la sopa: las cucharadas suben despacio hacia su boca. La nena se niega a tomarla. Pero el padre, acariciándole la pelada, la convence. La pelada la hace parecer más cabezona, mayor también. A la madre, esas veces que vino, no la vimos dedicada. Todo el tiempo con su telefonito. Aunque vaya uno a saber si la nena es su hija. Podría ser.

La pregunta que nos hacemos es si la nena vivirá. Mientras la nena y el padre, una vez al mes, vengan, pensamos, habrá esperanza. También puede pasar que no vuelvan porque la nena se ha curado. Pero no lo sabremos, porque en ese caso tampoco volverán. En cualquiera de estas dos posibilidades no sabremos el final, si es que hay un final. Lo único que sabemos es que esta noche, como cada noche que vienen y se ubican en la barra, se nos va el hambre. Cada uno de nosotros tiene su propio drama. Y bastante bien lo sobrellevamos. Pero la nena y el padre, pensamos, superan cualquiera de nuestras tragedias personales. Nos sentimos egoístas, pero es ine­vitable pensarlo: nos alegra no tener una nena así. A veces, cuando nos asomamos al restaurante, al verlos, retrocedemos y esperamos que se hayan ido para volver. Si cuando vienen ya estamos en la barra, apuramos la comida, pedimos el café y la cuenta. Eso sí, antes de retirarnos, los despedimos con un gesto amistoso.