Las que esperan

Esta tarde de martes ella estaciona su Fiat rojo de este lado de la estación, del lado del andén de los trenes que van a Tigre. Frena junto a la vereda de la plaza. Juegos de chicos, grupitos de estudiantes, unos jubilados. En invierno, a esta hora, las cinco de la tarde, la luz no dura demasiado. Anochece. Los árboles oscuros, casi sin follaje: solo ramas esqueléticas. Más allá, junto a la escalera que sube a la boletería y el andén, hay un bar con tres hombres en una mesa de afuera: toman cerveza. Pronto no quedará nadie en esta plaza. El viento vuela unas hojas secas sobre el techo a dos aguas de la estación. Desde acá, desde el volante, el motor en marcha, puede ver a una mujer que espera en el andén. Debe tener unos cincuenta años. Veinte más que ella. Tiene el pelo canoso. Un tapado crema raído, medias cortas y sandalias de goma. Tiene también una bolsa. La mujer camina de un extremo a otro del andén. Una y otra vez. Ella apaga el motor del auto. Le vienen ganas de fumar. Pero se aguanta. Un año ya sin fumar. Busca un paquete de galletitas en la guantera. Come una.

En la vereda de enfrente, hay un lavadero. Entra un hombre joven con un bolso deportivo. Después, una chica en jogging. También trae un bolso.

Ella mira el reloj. Según sus cálcu­los, él tendría que llegar en el próximo tren. Está oscureciendo.

La otra en el andén sigue caminando. De un extremo al otro. Va y viene. Cada tanto se inclina sobre las vías atisbando si un tren dobla por el recodo.

Ella tiene las manos congeladas. Come otra galletita.

Los trenes tardan más cuando una los espera. Si una no los espera aparecen siempre en el momento menos pensado. Cuando una dobla por una calle esperando pasar la barrera y no, justo en ese momento, la barrera está baja. Odia esperar. Y odia la ansiedad de la espera, esa ansiedad que tiene la otra, esa en el andén. Pero ella no es esa, se dice. No soy esa. Pensamientos de la espera, piensa ella. Necesita distraerse. Hacer foco en cualquier escena. Por ejemplo, esos colegiales que se besan. No parecen sentir el frío. Se nota que son los primeros besos que se dan. Besos largos, devoradores. La chica es morocha, más bien bajita, está en puntas de pie. El pibe, pelirrojo, le lleva más de una cabeza. La toma de la mano y la lleva hasta un banco de la plaza. Se sienta a caballo del banco. Está más oscuro, los besos son más lentos.

Mira el reloj, saca el celular, se fija si hay algún mensaje. Come otra galletita.

Mira a su alrededor y extrae conclusiones. Una se pasa la vida esperando. Esperando recibirse, esperando casarse, esperando la regla, esperando ser madre, esperando un ascenso, esperando que él vuelva del trabajo, esperando que termine el trámite de divorcio, esperando la menopausia, esperando que los hijos se vayan a vivir solos, esperando que los padres envejezcan, se enfermen, agonicen y se termine de una vez la representación cruenta de la muerte. Tal vez lo mejor sea no esperar. No esperar nada de nadie. Ni siquiera de una.

Del lavadero sale una mujer. Carga una bolsa enorme de ropa. Debe estar todavía tibia y fragante, piensa ella. La mujer camina hacia una furgoneta. Abre la doble puerta trasera. Arroja la bolsa al interior. Deja abierta la puerta. Vuelve al negocio. Y enseguida vuelve a salir con otra bolsa. Así cuatro veces. Después cierra la doble puerta. Sube a la cabina, arranca. El vehícu­lo pasa a su lado. La mujer maneja con decisión, se siente dueña de la calle. Dueña de sí misma.

Ella mira la hora. Le tiembla el párpado izquierdo. Debe tranquilizarse, se dice. El tren, cree escuchar la campana de la estación. En efecto, viene un tren. Baja la barrera.

Se arregla el pelo. Se mira en el espejo retrovisor. No está tan mal.

Viene el tren. Pero en dirección contraria. Vuelve a consultar el teléfono. No quiere, no debe preocuparse. Come otra galletita.

Por qué no va a venir, se pregunta.

El tren tarda en arrancar.

Mira la hora, mira el reloj, mira el celular. Del lavadero salen juntos el muchacho del bolso deportivo y la chica del jogging. La mujer en el andén sigue yendo y viniendo, yendo y viniendo con la bolsa. En el bar, los tres hombres terminan la cerveza y se ríen. Borrachos. Los colegiales del banco se esfumaron en la oscuridad. Un golpe de viento agita las ramas.

Otra galletita. El reloj, el teléfono, la estación desierta con excepción de esa mujer en el andén. Ahora la mujer vuelve a inclinarse sobre las vías como espiando el recodo. Suena la campana. La barrera baja. Una moto a toda velocidad alcanza a cruzar antes de que venga el tren.

Ella duda en caminar hacia la estación. Sería demostrar ansiedad. Ya entregó bastante la primera noche. Baja del auto. El frío de la noche la eriza. Tiene las manos heladas. Decide esperar parada en la vereda.

Los pasajeros que vienen de regreso en el tren. Desde ejecutivos a chicas con pinta de secretarias modernas. Estudiantes solitarios, con mochila. También unos morochos con pinta de peones. Una gorda criolla con un bebe en brazos. Todos con la misma expresión cansada. ­Escucha cerrarse las puertas del tren. Se cierran, se abren y se cierran. El tren arranca.

Siente el frío. Retorna al auto. Sube. Se sienta. Mira el celular.

Las galletitas.

Y esa mujer en el andén. Otra idiota esperando. Somos las que esperan, piensa.

Se apaga el lavadero. Salen dos mujeres jóvenes. Una baja la persiana metálica mientras lo otra le habla. Las observa. Trabajadoras, resistentes. Ríen. Se despiden con un beso. Una va hacia una esquina y la otra hacia la opuesta.

El próximo tren. Mira el reloj. La mujer en el andén sigue allí.

Los tres hombres en el bar se levantan. Pagan, se van. El dueño del bar levanta las mesas de la calle. Las luces del bar se apagan. Última galletita. El dueño cierra el bar, pone una reja, le coloca tres candados. Mira alrededor. Y se pierde en la noche.

Ella prende el motor, arranca. Y detiene el impulso. Apaga. Se baja. Camina hacia la estación, sube, casi corriendo, las escaleras al andén. La mujer que camina con la bolsa. Está de espaldas, caminando hacia la otra punta del andén. Le toca a la mujer el hombro derecho con la punta de los dedos. La otra no se da por aludida.

Le sujeta un brazo. La mujer gira. Ojos celestes, casi grises, transparentes.

Vos, le dice.

La mujer no le contesta.

Ella la agarra de los dos brazos, la zamarrea. La mujer junta las manos sosteniendo la bolsa. Los ojos celestes miran el cielo. Un avión en la noche vuela bajo en el despegue. Los ojos celestes miran el cielo pero no ven el avión.

Ella no mira el avión.

Le pega a la mujer. Un sopapo. Dos. La derriba.

La mujer suelta la bolsa, se le cae. Y ruedan unas manzanas sobre el andén.

En este andén no hay nadie que la haya visto. Pero en el andén de enfrente están una mujer y su nene. La mujer le tapa los ojos al nene.

Ella retrocede. Baja las escaleras.

Se marcha sin esperar el próximo tren.