Nobleza obliga
–Natalia –dijo Conrado a su mujer–, he de confesarte una cosa, y pedirte me perdones. Ahora ya soy caballero de la Orden del Santo Sepulcro, y nobleza obliga. Qué hermoso lema éste, que era como la divisa de los caballeros de la Edad Media.
–Pues tú dirás, soy toda oídos –respondió Natalia con un mohín resignado y a la vez lleno de malicia, que revelaba estaba al cabo de la calle.
–¿No te figuras lo que es? –le interrogó Conrado aún.
–¿Es que jugamos a los acertijos? –le preguntó, a su vez, Natalia en el mismo tono amable y bienhumorado.
–No, querida. Estoy lejos de eso, pues no se trata de un juego, sino de algo serio. Y lo digo: sí, Natalia, he sido amante de Elisa, y es cierto que el pobre Amancio lo sabía, como lo es que el motivo de su suicidio no fue otro que éste, y esto es lo que menos me perdonaré a mí mismo –su voz se denotaba transida de sentimiento y tenía puesta la mirada, abiertamente, en los ojos de su mujer, que no pestañeaban.
–Lo sabía –murmuró Natalia. Pero en seguida prorrumpió: –¡Esa furcia!...
Conrado escudriñó su semblante queriendo penetrar qué sentía con respeto a él en aquellos críticos momentos.
–Tu perspicacia no podía engañarte –comentó, como dando tiempo al tiempo.
–Sí, claro –repuso Natalia con un punto de ironía-. Las mujeres no solemos equivocarnos en estas cosas.
–Y ahora sólo cabe pedirte que me perdones –dijo Conrado.
–Una curiosidad: ¿por qué me lo negabas? –indagó Natalia.
–Tú sabes por qué: porque además de infiel, era falaz y mentiroso. ¿Merezco tu perdón?
–Te contesto con otra pregunta, por mi parte: si yo te hubiera traicionado con otro hombre, ¿me perdonarías tú a mí?
Conrado se quedó cortado.
–¿Pero lo has hecho? –exclamó.
–Si lo he hecho o no lo he hecho te lo diré cuando me hayas respondido.
–Pues bien: hoy, perdonarte te perdonaría en cualquier caso, pero sólo te lo pasaría si me hubieses traicionado sólo en cuanto se refiere al cuerpo.
–Pero piensa que ahí hay una petición de principio, como dicen los filósofos, porque es el caso que cuando una mujer entrega su cuerpo a un hombre es porque ya le ha entregado el corazón.
–Pero, querida, ese argumento que acabas de esgrimir –repuso Conrado‒es el reconocimiento explícito de que los hombres podemos entregar el cuerpo a una mujer sin entregarle nada más.
–¿Y con eso qué quieres decir, que el hombre goza patente de corso para la infidelidad? –replicó Natalia.
–De ningún modo, querida. Categóricamente, no. Sólo me he permitido señalar, en relación con el argumento expuesto por ti, un hecho diferencial entre la psicología de la mujer y la del hombre. Perdóname si lo he expresado mal.
–Bien, dejémonos de tiquismiquis y teorías. Yo voy a hablar de mí, porque, sin duda, dentro del género femenino pasa como dentro del masculino, o sea, que se da de todo, o dicho con otras palabras, que cada persona es un mundo, aunque la psicología y la sensibilidad de la mujer, en bloque, tengan unas características comunes que las distinguen de las del hombre. Yo voy a decirte lo que ya te he dicho en alguna otra ocasión, y es que, cuando no me he buscado una aventura con otro hombre, es porque te quiero; si lo hubiera hecho, hubiese sido una prueba evidente de que no te quería. Ésta es mi razón de mujer.
–Y mi razón de hombre y de marido que ha ofendido doblemente a su mujer, engañándola con otra y negándole el engaño, es que nunca he dejado de quererte –dijo Conrado acercándose a su mujer para tomarla entre sus brazos -, y que no me considero digno de ti.
–¿Sabes una cosa? –murmuró Natalia abrazándolo a su vez– Pues que he pensado que un matrimonio sin hijos es como un día sin sol, pongo por caso –se sonrió.
–Sin embargo, querida, has sido tú la que has querido un día así –dijo Conrado con semblante serio.
La sonrisa de Natalia se eclipsó por completo.
–Sí. En parte por comodidad, pero, sobre todo, porque no estaba segura de quererte ni segura de ti. En tal situación era mejor no tener hijos.
–¿Y ahora ya estás segura de las dos cosas?
–En estos momentos lo estoy, y espero seguir estándolo y no volver a tener motivos para no estarlo.
Conrado le acariciaba el rostro, el cabello, le tenía ceñido el cuerpo con el brazo, y pensaba: “¿Cómo he estado tan ciego que he visto en otras mujeres, algunas de las cuales se debían a otros hombres, belleza y atractivos como para apartarme de la mía, a la que me otorgué y ella se me otorgó ante Dios al pie de un altar en presencia de un ministro suyo? Como vulgarmente se dice: ¿cómo he podido buscar fuera lo que tenía con creces en casa? Si mi mujer es la más bella, la más atractiva, la más amorosa, la más mimosa, la más comprensiva..., la más todo, y soy envidiado, por ella”. No obstante, Conrado no olvidaba que en Natalia faltaban valores morales y religiosos. Pero qué mucho, si no los había recibido de niña en su educación. Conrado confiaba en que la gracia santificante del matrimonio se los imbuiría poniendo él a contribución cuanto estuviera de su parte. De hecho ya había cierta disposición en Natalia.
Por lo que a Natalia se refiere, quién iba a decirle a ella que se alegraría de un viraje de esta clase en la vida de Conrado. “Es que una no se conoce a sí misma”, pensó, pues pese a todo, así era, en efecto: prefería que a Conrado le diera por aquello que expresaba con motivo de haberse hecho caballero del Santo Sepulcro, si con esto dejaba de tener amantes y le demostraba que era ella la única mujer que le importaba.
Cuando Natalia se enamoró de Conrado, que al parecer fue en seguida de haberle conocido, contó también, mucho o poco, lo que fuera, el cartel de castigador que él tenía en el círculo social común a ambos. A una mujer, por bonita que sea, tiene que halagarle y llegarle dentro el que la escoja para novia un hombre de la apostura de Conrado, que puede permitirse el lujo de ir libando de una en otra, como la abeja de flor en flor.
Pero además Natalia no dejaba de estar impresionada por el cambio interior de Conrado. Y se preguntaba insistentemente qué factores o qué fuerza podían haber obrado dentro de él. ¿Podía ser bastante el sentimiento de culpa que le había producido el suicidio de Amancio? Suceden cosas así en la vida. Ella ignoraba lo de haber Conrado oído o creído oír la voz de Amancio en el momento de ser investido caballero, pues Conrado no se lo había contado, pero Natalia pensaba que el sentimiento de culpa por el suicidio del amigo traicionado, había venido sin duda trabajándole interiormente y el ser nombrado caballero del Santo Sepulcro había constituido como el golpe de gracia al proceso interno. Ahora bien, Conrado no era ningún tontaina, ningún impresionable a las primeras de cambio. Ella creía conocerle. Era inteligente y de un gran carácter. Si no hubiera sido así, su madre habría hecho de él un beatón o un meapilas, pero aunque buen hijo, nunca había ido por donde ella quería llevarle. Y mira por dónde, al final, parecía que las cosas se habían rodeado para que la buena señora se saliera con la suya.
Pero París bien vale una misa, o sea, la vuelta a ella del amado pérfido bien valía que ella diera por bueno aquel cambio. Porque ella le quería por encima de todo.