Un currito más
Los carteles y posters de la campaña de lanzamiento del periódico fundado por Conrado decían:
LA VOZ DE LA VERDAD:
Un periódico para un mundo anclado en el ateomaterialismo.
Un periódico para un mundo que vive como si Cristo no hubiera resucitado.
Dado que Conrado iba a ser un operario más, la tarea de pegar carteles no la contrató con una empresa, sino que quiso realizarla por libre, y de este modo, también daba a ganar un dinero a jóvenes sin trabajo, de los que estaba lleno el país. Los jóvenes ajustados para la tarea eran estudiantes, y algunos de ellos, ya titulados. A Conrado le gustaba departir con ellos.
–Jobar, colega –le dijo uno, licenciado en Filosofía, con el confianzudo e igualitario desparpajo que los jóvenes del día se gastaban con todo bicho viviente–, estoy alucinado contigo. ¿De dónde has salido tú, tío? Y perdona por la confianza.
–¿Qué quieres decir?– se hizo el desentendido Conrado.
–Pues, colega, sencillamente, que teniendo un fortunón, como sé que tienes, es un tanto chocante, por lo menos, que en lugar de darte una vida de puta madre para arriba, como hacen todos los que pueden, te dediques a complicártela fundando periódicos para “desfacer entuertos” y aun descendiendo a este bajo y sucio menester de pegar carteles, como cualquier currito. Es fuerte, tío. A no ser, a no ser...
–¿A no ser qué?– inquirió Conrado.
–A no ser que, harto de la buena vida, porque parece que algunos también se hartan de eso, quieras probar nuevas experiencias y nuevas emociones –respondió el chico con evidente ironía.
–Hombre, Diego, en la vida hay también ideales –replicó Conrado.
–Las épocas de los ideales quedaron muy atrás.
–Pero tú qué es lo que das por perdido, el país o el mundo entero –dijo Conrado.
–Esa pregunta es estupenda, colega. Este país y el resto del mundo no tienen nada que echarse en cara. En todas partes domina la misma morralla, se apellide como se apellide.
–Tú tienes veintepocos años –observó Conrado.
–Veintiséis cumplidos.
–Y una formación cultural y humana.
–Se supone.
–¿Y te cruzas de brazos ante un mundo que ves mal?
–Lo veo yo y todo el que tiene ojos en la cara. Pero no me cruzo de brazos, hago lo que puedo para sobrevivir, que es la opción que me dejan. Para combatir el poder establecido, aquí o donde sea, puede uno enrolarse en un grupo político o en un partido, pero siempre y en todas partes a condición de someterte a sus consignas, y entonces harás lo que quiera el partido o grupo político, y no lo que quieras o creas que debes hacer. La política corrompe por su propia naturaleza.
–Estoy de acuerdo contigo en que con la política no se solucionarán los problemas que pesan sobre el mundo.
–Pues fuera de eso, colega, ni uno, ni doscientos, ni dos mil, podremos nada contra tanto desalmado. Te aplastan como a un gusano.
–Cuando se está dispuesto a luchar contra algo que vale la pena se corren los riesgos que sean.
–Es hacer el gilipollas, con perdón.
–Nunca se hace el gilipollas cuando se tiene el convencimiento de que lo que hacemos es lo que debemos hacer, cuando nuestra decisión arranca de una razón superior que sentimos hondo porque da sentido a la existencia.
–Bueno, eso son palabras altisonantes, pero en realidad, hueras.
–Para mí, no– repuso Conrado con cierta indignación.
–No he querido ofender tus sentimientos. Sólo expongo mi punto de vista, que no puede ser otro, lo siento.
–No hay palabras hueras. Todas tienen su sentido. Las despojamos de él nosotros bastardeándolas al usarlas en vano.
–Yo creo que hay palabras que se han inventado para dar gato por liebre con ellas, por ejemplo, todas ésas que traen y llevan en boca los políticos para engañar a la gente en beneficio de sus intereses bastardos.
–Valerse de la palabra para estafar a los demás en su buena fe es la de lo más vil y canallesco que cabe al hombre. Yo mismo la he utilizado muchas veces para eso. La palabra es un instrumento de la verdad, y valerse de ella para la mentira y el engaño es distorsionarla, es darle un empleo contrario a su naturaleza y función. Dice Cristo en el Evangelio: De toda palabra ociosa que pronuncie dará cuenta el hombre en el Día del Juicio. Porque por las palabras habrá de ser justificado, y por las palabras, condenado.
Calló Conrado y también Diego guardó silencio unos instantes, pero en seguida dijo:
–Yo soy ateo.
–Ya lo veo –repuso Conrado–. Yo no puede decirse que lo haya sido nunca, pero he actuado como si lo fuera.
–Colega, qué quieres que te diga, para mí el rollo ese de la religión está más que superado a estas alturas.
–Por qué cosa ha sido superada la Religión, a ver, explícate.
–Pues por todo, colega: por los avances de la ciencia, por la filosofía, que es lo mío, y por el propio curso de la Historia. Cualquier religión no pasa de ser una forma de superstición más o menos disimulada o encubierta. Y Carlos Marx dijo, no sin razón, que la religión es el opio del pueblo.
¿Eres comunista? –le preguntó Conrado.
–Para nada, colega. Pero en eso y en algunas otras cosas no le faltaba razón a Marx.
–Mira, Diego, lo que ni el curso de la Historia, como tú dices, ni la filosofía, ni los avances de la ciencia, podrán nunca es darle sentido a la vida si la vida carece de un sentido transcendente, o sea, de un sentido que va más allá de ella y que es lo único que la esclarece. La ciencia y la filosofía lo ignoran y lo ignorarán todo en cuanto se refiere al misterio del fin del hombre y a su justificación en el mundo. La ciencia y la mera filosofía chocarán siempre con ese misterio y nunca podrán pasar de ahí, por muchos que sean los avances de la ciencia, porque la filosofía parece que ya ha avanzado todo lo que tenía que avanzar. Y chocarán siempre con ese misterio, sencillamente, porque ahí se trata de una dimensión de la vida humana que les está vedada a la ciencia y a la filosofía.
–Y eso quién lo sabe, colega –adujo Diego.
–Lo sabemos todos porque es cosa de todos los días. Nos rodea el misterio por todas partes, y al misterio, es decir, a lo inexplicable sólo puede accederse por la puerta de la fe. Y ya, desde la fe, todo se comprende y es explicable por la razón, del mal o el dolor a la muerte. Sí, lo único que puede proporcionarnos una explicación suficiente de la vida y del mundo es la fe, a la luz del Evangelio. Fuera de eso no la hay.
–Todo son especulaciones e hipótesis.
–No. La fe es un modo de conocimiento y por ella puede llegarse a una certeza sin fisuras.
–Subjetivamente, en todo caso. La verdad objetivamente hablando, es que nadie puede tener certeza sobre la existencia de Dios, del alma ni de otra vida. La verdad objetiva es que nuestra vida consciente y sensitiva se contiene en la caja del cerebro y que venimos de la nada y volvemos a la nada.
–Qué rotundidad, Diego. Eso es hablar por hablar. Tú no puedes estar seguro en absoluto de esas afirmaciones, ni tú ni nadie que no sea un necio o un loco. Lo propio de un hombre sensato o normalmente constituido es, cuando menos, dudarlo.
Diego se quedó pensativo unos momentos.
–Con lo último me convences, colega –dijo finalmente–, porque lo que son dudas tengo yo para dar y tomar. Pero qué se saca por mucho que uno se caliente los cascos dándoles vueltas dentro de ellos a las cosas: pues eso, los pies fríos y la cabeza caliente.
Estaban en una cafetería. Estaba también Marcos, estudiante de quinto curso de Periodismo.
Marcos no había intervenido en la conversación mantenida entre Diego y Conrado. Parecía preferir escuchar.
Habían ya terminado de tomar un café y se disponían a volver la calle para continuar pegando carteles.
La cafetería estaba próxima a la avenida donde tenían aparcado el vehículo. Cerca, en una bocacalle, hacía guiños chillones un luminoso rojo y azul que decía:
Bad girls club
Conrado se quedó mirándolo unos momentos. De estos tugurios o garitos había cientos por toda la ciudad, en unos sectores más que en otros.
–Con esta democracia que nos gastamos no nos privamos de nada –comentó Conrado–. El país está hecho también un prostíbulo.
–Mucho de eso hay –respondió Diego.
En ciertos sectores había por las calles, a la intemperie, mujeres de vida airada, muchas de ellas unas niñas todavía, y travestis. En aquella zona donde ahora se encontraban Conrado y los curritos de su equipo se veían mulatas, negras y mestizas. Cuando desembocaron en la avenida vieron junto a la acera, a pie firme, una pobre mulata alta, esbelta y hermosa, acechando el paso de los coches.
En aquel momento pasaba uno caro con tres individuos dentro, cuyas edades debían de oscilar entre los veintitantos y los treinta y tantos. Al ver a la prostituta bajaron los cristales de las ventanillas del lado que daba a la acera. Y parando el coche e inclinándose hacia la ventanilla delantera de aquel lado cuanto pudo, el que iba al volante se dirigió a la prostituta con este saludo:
–¿Qué hay, puta morena? ¿Qué tal se te está dando la noche?
Y sin dejarle a la pobre peripatética tiempo para contestar, el que iba sentado al lado del conductor le dijo riéndose:
–Ten cuidado, chica, que se te va a enfriar el chumino. ¿O lo llevas bien abrigadito?
Los tres soltaron la carcajada.
–Hola, chicos –dijo, por fin, la prostituta no haciendo caso de la burla–, ¿me lleváis con vosotros?
–¡Qué estás diciendo, escoria! –profirió el del volante refinando la burla– ¡Llevarte con nosotros! ¡Anda y púdrete ahí esperando clientela! ¡Y que te peguen el sida!
La pobre peripatética se quedó sin saber qué decir.
Conrado no pudo contenerse de indignación, y adelantando el paso hacia el coche, cuando ya éste arrancaba, les lanzó a los que iban dentro:
–¡Sois unos indecentes cobardes! ¡Vosotros sí que sois escoria!
El coche se detuvo de nuevo con movimiento brusco y sus tres ocupantes se echaron fuera y se precipitaron, como tigres de Bengala, hacia Conrado, vociferantes y prontos a caer sobre él.
–¡Repite eso que has dicho, hijo de puta! –le escupió en el rostro uno de los tres, agarrándole de la solapa.
Conrado reaccionó con los puños con la rapidez y la contundencia del rayo, pues del primer puñetazo en plena quijada le hizo besar el suelo. Los otros dos la emprendieron entonces a puñetazos y patadas, como las caballerías, contra Conrado.
–¡Hijo de mala madre! –rugían.
Conrado no se arredró, ni mucho menos, sino que empezó, a su vez, a repartir directos a diestro y siniestro, de modo tan eficaz y drástico, que los redujo a los dos en unos instantes. Pero el que estaba en el suelo se había levantado, repuesto, y se lanzó nuevamente contra Conrado como si fuera a triturarle. A la vista de lo cual los otros dos se envalentonaron y, tres contra uno, se liaron a puñadas y patadas contra Conrado. Éste se atrevió con los tres él solo, y esquivando diestramente gran parte de los golpes que le disparaban, pegaba puñetazos como una máquina de pegar, ante el asombro mudo de Diego y de Marcos y de la prostituta, unos puñetazos firmes, certeros y seguros, y finalmente, empleando llaves, presas y movimientos de defensa personal, no tardó en tumbar a los tres como panzurraques.
El asombro de Marcos y de Diego y la mulata los tenía como petrificados.
Los tres derrotados se convencieron por completo de que con aquel individuo con quien acababan de vérselas no había nada que hacer, y además había otros dos con él, que tomarían parte en la liza si era necesario. Así que sin pensárselo dos veces, se levantaron del suelo para meterse en el coche y guillárselas. Cuando huían en él, ya seguros, le lanzaron por las ventanillas a voz en grito a Conrado.
–¡Hijo de puta, si hubiéramos traído la pistola, acabas esta noche! ¡Pero puede que nos veamos las caras otra noche de éstas, si andas por aquí!
Conrado no hizo el menor caso de la cobarde bravata.
La pobre mulata se volvió hacia él y murmuró:
–Muchas grasias...
–No hay de qué –dijo Conrado sacando de su cartera una tarjeta de visita, que puso en la mano de la prostituta–. Si estás dispuesta a dejar esta vida, llámame a ese teléfono. Procuraré buscarte un empleo decente.
–Muchas grasias –repitió la mulata sin acabar de dar crédito a sus ojos, porque ¿había todavía hombres así en el mundo?
Cuando se separaron de la prostituta, que continuó en su puesto a pie firme, aunque un tanto confusa, Conrado le dijo a Diego:
–¿Has visto?
–Sí, colega –respondió el chico indicando a Marcos con un ademán de cabeza:– hemos visto que no necesitabas para nada nuestra, por lo demás, ineficaz ayuda y por eso nos hemos estado quietos.
–No –rechazó Conrado–. Digo si has visto que lo que está haciendo falta en todas partes es intrepidez y valentía para plantarle cara al mal, en todas sus manifestaciones.
–Sí –añadió el chico, sonriendo–, y también kárate y puños de acero. Y aún así, si esos cobardes hubieran tenido una pistola te matan esta noche.