Carlo Lanza salió del hotel Marítimo dió media vuelta por la calle de Cuyo y enfiló hácia Oeste, camino que conocía bien porque era por donde todas las tardes iba á la Cruz de Malta.
Era preciso irse soltado sólo por la ciudad y fijándose en todas las cosas para no necesitar de la ayuda de Caraccio á quien no le convenía mucho interiorizar en sus pensamientos, porque era imponerlo de la verdad de su persona y de su miserable pobreza.
Caraccio era un hombre franco y noble, que le había cobrado un gran cariño.
Pero ¿sucedería lo mismo si llegaba á saber que él no era más que un impostor que se había fingido lo que no era?
Lo que más mortificaba á Lanza era la chambonada de haber dado su verdadero nombre en Montevideo porque no era dificil que su aventura del hotel viniera á conocerse en Buenos Aires, lo que lo inutilizaría por completo para los vastos planes que desarrollaba en su majin.
Aquella había sido una chambonada imperdonable, que tal vez vendría á pagar demasiado cara.
Aquello no tenía ya remedio, y era mejor no pensar para no mortificarse inútilmente.
Por el momento lo que más le urgía era salvar la situación presente, es decir, desenredar la cuestión del equipaje y hacerse de algún dinero para seguir manteniendo la falsa posición en que se había colocado. No creyó que hubiera nada mejor que decir que el paquete había regresado á Europa reconduciendo su equipaje y el dinero que con él traía.
Esto además de salvar aquella dificultad inmediata, tal vez le diera pretexto para hacerse de algún dinero y aquí el capitan Caraccio podía serle de una utilidad extrema, dadas sus condiciones de generosidad y franqueza.
Caraccio, á juzgar por lo que le veía gastar, debía ser un hombre rico y por consiguiente debía tener dinero consigo.
Después de pensar mucho sobre la historia que había de contar, para no caer en una contradicción y vagar por algunas calles, Carlo Lanza regresó á su hotel, llegando precisamente en el momento en que se sentaban á almorzar sus compañeros de mesa.
El jóven había tenido muy buen cuidado de tomar el aire de contrariedad y tristeza que convenía á la historia que debía narrar.
Tan bien fingida era aquella actitud, que en el acto de verlo la señora Nina le preguntó qué le había sucedido que volvía tan triste.
—Una contrariedad tan séria, respondió Lanza, que ella me atrasa por lo ménos de tres meses en mis negocios.
—Figúrense ustedes que las personas encargadas por mis amigos de Montevideo para recoger mi equipaje, se han olvidado ó descuidado, y cuando han querido cumplir el encargo, se han encontrado con que el paquete ya se había ido llevándoselo otra vez.
Alimentando una vaga esperanza, les supliqué fueran conmigo á la Agencia del paquete, porque estando mi equipaje rotulado para Buenos Aires, no era difícil que lo hubieran dejado allí.
Pero en la Agencia no saben nada y suponen también que lo hayan llevado de regreso.
Una sola esperanza me queda entónces, pero esta es muy vaga.
Como el capitan sabe que yo me quedé en Montevideo, tal vez al pasar haya dejado allí mi equipaje, así es que hoy mismo voy á escribir á mis amigos de allá para que lo recojan y me lo remitan en caso que mi sospecha sea fundada, ó me avisen para irlo á bruscar.
Era tal la tristeza que aparentaba el jóven, que la señora Nina y el capitan Caraccio tratáron de consolarlo.
—No hay que afligirse tanto, le decía Caraccio, al fin y al cabo todo se reduce á una pérdida de tres meses, y esto que en un hombre de mi edad sería mucho, en un jóven como usted es una pequeñez.
El equipaje le perjudicará en la ropa, pero esto nada significa, porque ropa no ha de faltarle; por lo pronto la mia está á su disposición.
Esta oferta se la hicieron también los otros capitanes, añadiendo: no será tan buena y fina como la suya, amigo mio, pero siempre será ropa que se pueda poner.
Lanza agradeció aquella oferta sonriendo tristemente.
—No es la ropa lo que me aflije, dijo, mal ó bien siempre tengo conmigo dos trajes que me servirán durante tres meses.
Esto no es lo que me aflije.
Lo que me mortifica de un modo incalculable es el disparate que he cometido al dejar en mi equipaje el dinero que tenía, trescientas libras esterlinas, que era lo que pensaba gastar miéntras me llegaban las letras de cambio que han de constituir mi capital.
¿Qué quieren ustedes que haga en un país desconocido, sin dinero ni esperanza de tenerlo antes de tres meses?
Es preciso convenir en que la situación es apurada y que pago bien cara la imprevisión de haber dejado el dinero en mis balijas.
Lanza hablaba sin almorzar, fingiendo un desgano que estaba muy leios de tener.
Y todos se afligían al ver su mortificación y su tristeza.
—Bueno, por ahora coma, amigo, que es lo principal, le decía Caraccio, porque el estómago lleno es un buen consejero.
Ya se pensará como se sale del paso.
—No se aflija tanto, le decía la señora Nina, que experimentaba una profunda pena al ver el estado del jóven.
Tiene usted asegurada la pensión en mi hotel por todo el tiempo que tarde en recibir dinero y esto es lo principal.
—Nunca olvidaré su generosidad maternal, señora, exclamó fingiendo que se secaba una lágrima.
He encontrado á una madre en América, cosa que seguramente no me esperaba; así es que nunca dejaré de bendecir al peón que me guió á este hotel.
Concluído el almuerzo en que Lanza apénas probó unos bocados, se subió á su cuarto, donde se sentó tristemente.
Media hora después, el capitan Caraccio iba á buscarlo para que salieran á pasear como acostumbraban á hacerlo diariamente.
Pero Lanza se negó á salir aquel día.
—No hay que dejarse dominar por la tristeza cuando las cosas no tienen remedio, decía Caraccio alegremente, que todo se remedia en esta vida.
El que se deja ganar por la tristeza es hombre perdido, porque se mortifica sin conseguir remediar nada.
Esto es cuestión de tiempo, resuélvase á tener paciencia y á esperar tranquilo á que se pasen los tres meses necesarios.
—Resuelto estoy, puesto que no tengo más remedio, pero no puedo ménos que mortificarme, porque francamente esta es una situación muy mortificante.
—Bueno, vamos á pasear entónces, que es la mejor manera de distraerse; los amigos maldicentes se encargarán de no dejarlo pensar en cosas tristes.
—Es esto precisamente lo que no puedo, respondió Lanza con profunda melancolía, porque no puedo hacer frente á esas relaciones
Yo saldré á pasear con usted siempre, porque á su lado me encuentro bien, pero no vuelvo más á la Croce di Malta.
—Pero ¿qué motivo hay para esto? ¿lo ha ofendido alguno? ¿hay allí alguna persona que no le convenga?
—¡Líbreme Dios de semejante pensamiento! respondió apresuradamente el jóven, pero tengo para ello una razón suficientemente poderosa.
Yo ahora no tengo dinero y ni de donde sacarlo, por consiguiente no puedo ir á un parage donde todos me obsequian y pagan, no pudiendo yo hacer lo mismo.
Usted comprende que esto mortifica mi amor proprio y me deja humillado de cierto modo.
—Ta, ta, ta, ta, respondió alegremente Caraccio; ¿usted crée que aquellos amigos piensan en semejantes miserias?
No diga esas cosas, amigo, que me ofende indirectamente, pues yo soy quien lo lleva y que no me quedo corto en pagar.
—No se ofenda, amigo mio, ni tome á mal lo que digo, porque tengo razón y esta es una resolución firme que he adoptado.
Yo quedo inhibido para frecuentar aquel buen circulo donde á cada momento me sentiría humillado y no vuelvo allí hasta que no tenga dinero.
En vano quiso insistir Caraccio, se convenció al fin que el jóven no cedería y guardando silencio como si pensase en el medio de allanar aquella dificultad, desapareció de pronto.
La cara de Lanza se iluminó entónces por algo como un relámpago que partía de su mirada inteligente.
Acababa de triunfar en el hábil plan que había desarrollado tan rápidamente.
Pocos momentos después regresaba Caraccio al cuarto de Lanza, trayendo dinero en la mano.
No me dirá ahora que no viene más á la Croce di Malta y á donde yo quiera llevarlo.
Aquí tiene dos mil francos que me devolverá cuando reciba dinero y que yo le facilito con todo gusto.
Lanza se levantó de la silla donde estaba sentado, y abrazó efusivamente á Caraccio.
Sabía que era usted un noble marino, porqué he vivido ya una semana con usted y esto basta para conocer á fondo un hombre.
Pero usted comprende que yo no puedo aceptar este préstamo, porqué yo no tengo de donde sacar dinero para devolverlo sinó de Europa, y usted puede necesitar irse antes que yo lo reciba.
—Esto poco se me importa, respondió Caraccio tratando de meter en el bolsillo de Lanza los billetes de Banco que tenía en la mano.
El dinero que yo tengo, lo tengo para gastarlo, así es que no me hace falta; me hago de cuenta que lo dejo en un banco para mi vuelta y hemos concluído.
Déjese de embromar que á usted le hace falta y conmigo no use cumplimientos, pues por lo ménos tiene que tratarme como á su hermano mayor, y respetar mis órdenes, por lo tanto.
Lanza que vió á Caraccio dispuesto á hacerle tomar el dinero á toda costa, se resistió todavía.
—Yo lo quiero y lo respeto como á un hermano, capitan Caraccio, pero no puedo recibir un dinero que no sé cuando voy á poder devolver.
—Pues no lo devuelve nunca y en paz, terminó el noble marino.
Le prevengo que si usted no toma este dinero, creeré que usted no me estima, y como yo no puedo ser amigo de un hombre que no me estima, dejaremos de vernos y de tratarnos desde hoy.
Poco vale mi amistad para un jóven como usted, pero en fin, una afección leal no está de más, y usted habrá perdido la mia.
Lanza estaba radiante de alegría, alegría que no trataba de disimular.
—Si usted lo toma por ese lado, le dijo, acepto, no me queda más remedio, pues creo estimar su amistad en todo lo que vale.
Tomaré pues esos dos mil francos y los apuntaré en mi cartera, no como crédito de dinero sinó como crédito de nobleza de espíritu impagable, porqué esto no se paga.
Bendigo las ideas que me han sacado de mi hogar y de mi patria, capitan Caraccio, pues he tenido la ocasión de conocer hombres como usted.
Y se dejó introducir en el bolsillo aquella suma de dinero que importaba su salvación, puesto que importaba la salvación del rango que pretendía ocupar entre sus flamantes relaciones.
—Ahora, dijo Caraccio, supongo que usted no se negará á venir conmigo á la Cruz de Malta y á donde yo lo quiera llevar.
—Usted dispone de mi como de cosa propia, respondió Lanza, mande no más, que en usted no miro á un hermano sinó á un padre.
Caraccio y Lanza salieron juntos, se fueron á comer á la Cruz de Malta y de allí enderezaron al Alcázar.
Nunca se había visto á Lanza tan jovial y tan ocurrente como aquella noche.
Se conocía que su espíritu se había libertado de un gran peso y el capitan Caraccio que lo observaba se felicitó intimamente de la idea de haberle facilitado aquel dinero.
—¡Pobre jóven! pensaba; ¡ha estado mortificado por un pucho de dinero, y su delicadeza le ha impedido hablar; he sido un bellaco en no haberle ofrecido ántes esos dos mil francos!
Lanza pedía con libertad, puesto que pensaba pagar, así es que se bebía sin reserva de ningún género.
Pero pensar en pagar nada ménos que en el asiento de la Maledicenza, era un descalabro.
Cuand Lanza pidió la cuenta le contestaron que estaba pago.
Inútil fué su enojo con el mozo y la pretensión de que le dijera quien había pagado.
El pagano había sido Caraccio y buen cuidado había tenido de encargar que no dijera el mozo quien había sido.
De la Cruz de Malta se dirigieron al Alcázar, pero prévia una condición que impuso Lanza.
—Amigos mios, les dijo, hace una semana que yo soy el obsequiado, y es preciso que alguna vez se me permita ser el obsequiante.
Yo voy al Alcázar esta noche, pero con la condición de que nadie más que yo ha de pagar.
De otro modo me declaro enfermo y pido permiso para retirarme á la honorable asamblea.
Esto fué dicho con tanta gracia, que todos prorrumpieron en un coro de aplausos, aceptando por unanimidad la proposición de Lanza.
En el Alcázar pasaron una noche como pocas, porqué parecía que todos se habían hablado para estar de un humor impagable.
Es que Lanza había comunicado su buen humor á todos y al extremo que el mismo Caraccio se sentía rejuvenecido de veinte años.
Veía que Lanza había estado coartado los días anteriores por la falta de dinero y no cesaba de felicitarse por la idea de facilitárselo.
Concluído el Alcázar, nada tenían que hacer allí.
Era para ellos un sitio demasiado público para armar una farra á toda orquesta y se fueron á buscar otro más conveniente.
El ingeniero Caporale que conocía todos los recovecos de la ciudad, se declaró tambor mayor y rompió la marcha, siendo aquello para Lanza una nueva revelación, pues se trataba nada ménos que de una cena en compañía de damas alegres y pernoctantes.
—Se entiende que yo pago, ratificó Lanza antes de entrar al hotel donde Caporale los llevaba.
—No hay que hacer, dijo este, lo convenido es convenido.
Ya que el amigo se empeña en pagar, no hemos de reñir por eso, ya pagaremos nosotros otra noche.
Aquella noche fué famosa en los recuerdos de Carlo Lanza.
Caporale los había llevado á casa de una familia alegre, donde se solían armar bailes que duraban hasta la madrugada.
Se hacía traer que cenar y que beber de un fondin vecino y se pasaban así las noches más caladas de la tierra.
Lanza tenía que hacer impresión entre las amigas de Caporale por sus tres condiciones de jóven, buen mozo y rico, de modo que fué el héroe de la noche.
Concluído el baile y la jarana se fué él mismo al hotel del lado, donde pidió una cena abundante y más abundante vino todavía, lo que mereció verdaderas aclamaciones por parte de los maldicentes.
El capitan Caraccio se sentía rejuvenecido de veinte años y orgulloso de su protegido.
No cesaba de felicitarse del préstamo que había hecho á Lanza, en vista del talento con que este lo empleaba.
Y tan entretenidos pasaron aquella inolvidable noche, que el día los sorprendió con su luz indiscreta, destripando las últimas botellas de barbera.
Lanza hubiera querido continuar la farra, porque se encontraba allí perfectamente, pero era preciso retirarse y dejar descansar á los amigos por si acaso al otro día se les ocurría repetir la jarana.
Y unos en cuatro, otros en tres y uno ó dos en dos piés, se retiraron de aquel palacio encantado para Lanza, tomando cada cual el camino de su casa.
Caraccio dando formidables bordadas en plena calle y Lanza tan fresco como si nada hubiera bebido, se encamináron al Hotel Marítimo.
Ahora era Lanza quien guiaba á Caraccio y lo sostenía del brazo.
Felizmente conocía el camino y no había miedo de perderse.
Lanza se apuraba para llegar cuanto ántes al Marítimo, porque en la calle empezaba ya á circular mucha gente y no quería que vieran á su compañero en aquel estado poco diplomático.
Caraccio no tenía una de aquellas trancas de no poderse llevar, ni de perder por completo la cabeza.
Era uno de aquellos peluditos que hacen dar de cuando en cuando un traspiés formidable, y turban la cabeza lo suficiente para decir un descalabro de cuando en cuando también.
Lanza tenía una cabeza de cura, había bebido aquella noche de una manera famosa, pero el vino no había logrado hacerle perder la firmeza de las piernas ni la ilación del juicio.
Le hacía una gracia profunda ver al capitan Caraccio en aquel estado, que le hacía parecer andando sobre la cubierta de un buque navegando en marejada y no en tierra firme.
Lo que es á él, más efecto le habían hecho las invitadas que el vino.
Riendo él y bordejeando su compañero, llegaron por fin al Hotel Marítimo.
Todos los empleados del hotel estaban ya de pié, y en aquel momento precisamente, la señora Nina salía al mercado á hacer sus compras.
Así es que Caraccio no pudo ocultar el estado navegador en que volvía.
En vano quiso disimular y ponerse sério, este mismo esfuerzo o hizo con tal gracia báquica, que arrancó una carcajada á cuanos lo veían.
La señora Nina era una mujer de buen juicio, que comprendía y disculpaba todos los accidentes de la vida, y era incabaz de enojarse porque un pensionista volviera en semejante estado.
Aquello no era más que una señal de que habían pasado alegremente la noche, y como al fin y al cabo uno no tenía la cabeza de palo, era natural que el vino bebido con exceso jugase al consumidor una mala pasada.
El estado intacto en que volvía Lanza, lo había hecho crecer poderosamente ante la consideración de la señora Nina.
Volver fresco y en el pleno dominio de sus facultades cuando el mismo capitan Caraccio venía perdido, era una prueba de juicio en aquel jóven, pues para Nina aquella no era prueba de fortaleza de cabeza, sinó de que el jóven sabía dominarse y que no había bebido más de lo que buenamente podía resistir.
Fué preciso ayudar á Caraccio á subir hasta su dormitorio, ayudarlo en regla, porque á medida que pasaba el tiempo se había puesto cada vez más pesado.
La señora Nina no pudo contener la risa y siguió su viaje al mercado, miéntras Lanza se encargaba de ayudar á su protector y sacarlo de brazos de Baco para entregarlo en los de Morfeo.
El peludo con que había vuelto Caraccio, fué aquel día el ema de las bromas de todos sus compañeros y de la señora Nina quien le decía quee se habían trocado los papeles y que era Lanza quien lo había tenido que guiar hasta el hotel.
—¿Y qué le vamos á hacer? respondía alegremente Caraccio, este diablo tiene una cabeza de fierro, porque yo lo he visto beber más que yo mismo.
Todos hemos salido con las piernas más ó ménos flojas, ménos él, que venía más derecho que un palo mayor.
Eso vá tal vez en costumbres, porque cada uno es capitan en su elemento.
En el agua, por ejemplo, mientras que todos echan las entrañas de puro borrachos, yo estare más fresco que una lechuga.
En el vino ya es otra cosa; confieso que este es más capitan que yo y que muchos otros á quienes yo tenía por comandantes.
Es lo mismo, el hecho es que nos hemos divertido como unos condenados.
Caraccio estaba más jovial que nunca, las bromas de sus amigos y de la señora Nina no lograban hacerlo enojar ni disminuir su buen humor, aunque le dijeran que era una vergüenza que un hombre viejo anduviera en aquellas aventuras, sólo perdonables en la juventud.
—Eso sí que no, respondía Caraccio riendo siempre; yo podré tener medio siglo, un siglo, siglo y medio si se quiere, pero yo no soy viejo.
No soy viejo, sacramento, aunque tenga el pelo más blanco que las velas de mi barco y la cara más arrugada que una pasa de higo.
No es en los años sinó en el buen humor que se envejece y el mio todavia está en los veinte y cinco.
Si yo fuera viejo, no habría podido levantarme de la cama, ni podría salir esta noche; ya ven pues que esta broma viene muy mal hoy.
El volver á salir aquella noche fué un nuevo motivo para que volvieran á dar bromas á Caraccio.
Pero estas no hicieron en el capitan más efecto que las anteriores.
—Es que si sigue usted así, decía Nina, me vá á echar á perder á este jóven, cuyo juicio debía servirle de ejemplo.
Me parece que voy á tener que quitárselo de su protección y más bien recomendar á él que me lo cuide á usted y no me lo deje hacer locuras como la de anoche.
—No hay cuidado, que ése es más maestro que yo, respondía Caraccio; es mucho más maestro que yo; lo que hay es que tiene una cabeza asombrosamente fuerte; es un bebedor que no hay pero que ponerle.
A pesar de las bromas de todos y de las prevenciones de la señora Nina, los dos compañeros de parranda volvieron á salir aquella tarde.
—Con una advertencia, dijo entónces la señora Nina, viendo que no le hacían caso, y es que si vuelven como hoy á la madrugada no los dejo juntarse más.
—No tenga cuidado, señora, le dijo Lanza, lo de anoche ha sido casual; yo me encargo de que volvamos temprano.
El sueño es muy buen consejero, y hoy hemos dormido bastante mal para que andemos mucho de pié esta noche.
—Confio en el juicio de usted solamente, dijo Nina, porque lo que es á este gran calavera no le tengo ya ni un átomo de fé; ha perdido el juicio, y está como un muchacho principiante.
Caraccio y Lanza salieron del Marítimo riendo alegremente.
—Pero ¿no se ha figurado la patrona que puede manejarnos como á hijos ó cosa suya? dijo el capitan á Lanza; sería curioso vernos á esta edad con una gobernadora.
—Es preciso disculpar y disimular estas cosas, por el móvil que las dicta, decía Lanza, temiendo que Caraccio fuese á tomar adversión á Nina.
Ella dice todo eso porque se conoce que tiene por usted mucha estimación y cariño.
Yo estoy muy agradecido á sus bondades y creo que dificilmente se encontrará una mujer más buena que esta.
Y hablando risueñamente llegaron á la Cruz de Malta, estando los amigos ya en los postres de la comida.
La conducta de Lanza en la noche anterior había hecho crecer la estimación que todos le tenían.
Un jóven que bebía de aquella manera formidable sin emborracharse y que cuando le tocaba pagar lo hacía de una manera tan generosa y larga, no podía merecerles sinó la mayor consideración posible.
Era un compañero digno de aquellos grandes calaveras, jubilados ya en la vida alegre.
Caraccio y Lanza se pusieron á comer con gran apetito, porque aquel día no habían almorzado y los comentarios de la noche anterior empezaron á hacerse en un tono de envidiable alegría.
Lanza estaba ya tan aclimatado entre sus nuevos amigos, que parecía el más viejo en compañerismo de todos ellos.
Aquella noche estuvièron también de Alcázar, pero no se repitió la parranda de la noche anterior, y Lanza calculadamente no quiso decir la menor palabra para que no fueran á pensar que aquellas cosas lo tomaban de nuevo.
Tenía muchas ganas de haber vuelto á la casa de las amigas de Caporal, pero aquello no hubiera sido diplomático: lo hubieran tomado por un novatón en aquella vida y esto no le convenía
Así es que terminado el Alcázar tomaron la última copa de la noche, retirándose cada cual á su casa á horas irreprochables, puesto que apénas era la media noche.
Todos estaban ya recogidos en el hotel, cuando Lanza y Caraccio llegaron; pero Nina, que supo por el portero á qué hora habían vuelto, quedó encantada de la buena comportación de Lanza.
—Estoy segura que ha sido él quien ha querido venir, dijo al otro día á Caraccio, porque usted, mientras más se vá entrando en años, vá perdiendo más el juicio; lo que hizo reir como siempre al capitan Caraccio.