La salida de Anita no se había producido sin inconvenientes.
Doña Emilia se hallaba ya levantada y la pelea y los arañazos se habían reproducido aunque en una forma más leve, porqué al fin era de día y un escándalo sério á aquellas horas no estaba en la conveniencia de ninguna de las dos.
Doña Emilia no pensó que Anita se iría en aquel día, porqué no tenía donde ir.
Pero ésta le declaró que se iba con Lanza, que la esperaba en una pieza tomada hacía mucho tiempo con aquel objeto.
Y esto fué lo que motivó las nuevas iras de la vieja y produjo los últimos moquetes que se cambiáron.
Al principio se negó á dar dinero alguno á Anita, pero como ésta la amenazara con un escándalo en que tuviera que intervenir la policía, transigió al fin y le arregló su cuenta, á su modo, por supuesto, pero se la arregló al fin.
Quiso desquitarse en la ropa ó algunos objetos cuya propiedad podía alegar, y fué entónces que pudo convencerse que todo había sido hecho de acuerdo con Lanza, quién debía tenerle alojamiento, adonde le había trasportado cuanto faltaba de allí.
No podía convencerse de una manera más palpable.
Al ver que cuanto le había dicho Anita la noche anterior era rigurosamente exacto, y que ella había estado siendo víctima de ambos, no pudo contener su ira y le soltó un par de moquetes que le descompusiéron la gorra y demás prendas de su traje.
—No importa, ¡perra vieja! le gritó Anita, no pudiendo devolverle los puñetazos, porqué doña Emilia ganó su cuarto; no importa, porqué más te duele el hecho de que yo ahora me voy con mi Lanza, que nunca te ha querido para otra cosa que para burlarse de tí como mereces.
Y salió del Casino dirigiéndose adonde sabía que la esperaba su amante.
Este lo tenía todo preparado cuando ella llegó; todo estaba en el mayor órden, los baúles, la ropa y los poco muebles que compró en los días anteriores.
Lanza era feliz, todo lo feliz que podía ser un hombre en su situación un poco falsa.
Tenía dinero, un alojamiento suyo y el amor de una mujer hermosa que había demostrado quererlo con idolatría.
No había que dormirse sobre aquellos laureles, bien lo sabía Lanza; tenía que buscarse una nueva ocupación, pero ¡qué diablo! por el momento nada lo corría y podía hacerlo con el mayor descanso.
Por el momento no tenía que aflijirse; harto tendría en que entretenerse con el amor de Anita que, apénas entró, se precipitó á sus brazos diciendo:
—Gracias á Dios que al fin estoy en mi casa, que puedo decir mi casa, que nadie puede venir á molestarme ni á insultarme ni tratarne como á su sirvienta.
¡Libre, libre y pudiendo llamarme dueña de mi casa, dueña absoluta aunque sea de un rincón miserable! ¡así comprendo yo que pueda estimarse en algo la vida!
¡Me parece un sueño que pueda verme yo libre y dueña de una casa!
—No solo dueña de la casa sinó de un hombre que vivirá por tí y para tí.
Yo he de hacer todo lo que esté al alcance de mi mano para hacerte feliz la existencia, agregó Lanza con acento enamorado.
No tengo nada en el mundo que me preocupe más que tú felicidad.
Por tí y para tí vivo, Anita, y no te daré motivo, yo te lo juro, sinó para bendecir el momento en que me has conocido.
Aquel primer día se pasó entre mil caricias y proyectos de todo género, en burlarse de las tragaderas de doña Emilia que había creído en el amor de Lanza, y en lamentar éste la precipitación con que había procedido Anita.
—¿Y cómo le iba á permitir á esa perra vieja que viniera á abrazarte en mis narices, decía ésta, y hacerse prodigar caricias que, aunque falsas, siempre eran caricias?
Esto era más fuerte que mi buena voluntad y todos los buenos propósitos que me animaban.
—En fin la cosa está hecha y no hay más que conformarse con ella; pero es una lástima que por no haber tenido un poco más de paciencia no le hayamos sacado á la vieja una buena cantidad de dinero.
—Bueno, como no tiene remedio, pensemos en nosotros no más, dijo Anita; pensemos en nosotros que ya tenemos ganado lo principal viéndonos libres y dueños de nosotros mismos.
Lanza curó los arañazos y golpes que tenía Anita en la cara y que la imposibilitaban para salir á la calle, y se recogiéron esperando al día siguiente para hacer lo más urgente, que era buscar casa, porqué en aquel alojamiento de hombres solos no les habían de permitir pasar mucho tiempo.
Ocho días felices pasáron así, entregados á sus frenéticos amores, sin pensar en otra cosa.
Ya curados los moretones y arañazos, Anita podía salir á la calle sin temor de excitar la curiosidad y la risa de los que la veían, y juntos salían á comer y á almorzar á los cafés de la ciudad ó á los hoteles de los más inmediatos pueblos de campaña.
Pero aquello no podía durar así, y era preciso pensar un momento en el porvenir y preocuparse en buscar nuevas entradas; pronto darían fin con sus recursos y volverían á encontrarse en el desamparo.
Por él poco le importaba, puesto que ya estaba habituado á los grandes apretones.
Pero ahora tenía que pensar en que no estaba solo, que tenía una mujer á quien atender y proporcionarle todo cuanto le hiciera falta.
Era urgente pensar en lo que había de hacer para poder conservar aquel modo de vivir, y á esto tendiéron sus cuidados.
Lanza dió un balance á lo que tenía, y se encontró con una docena de miles de pesos, que si no le servían para emprender negocio alguno, eran suficientes para ayudarse con ellos y asegurarse en cualquier mal tropiezo que pudiera sucederle.
Aquellos doce mil pesos eran lo único que le quedaba á él, después de lo mucho que habían gastado aquella primera semana, sin contar con lo que pudiera tener Anita, que era dinero sagrado para él y en el que ni siquiera debía pensar.
Era preciso entónces renunciar á toda idea de establecerse, porqué aquel dinero no alcanzaba para tales gastos.
—Es preciso que yo piense en buscar trabajo, dijo á Anita, para que nuestra felicidad sea duradera; el dinero que actualmente tengo no nos alcanza para abrir una casa como pensábamos, pero con lo que yo pueda ganar en adelante ya es distinto, y mucho de bueno podremos hacer.
—Pero es que yo también tengo dinero, respondió ella, y juntando lo tuyo con lo mio, tal vez haya suficiente.
Se juntó lo que Anita tenía, que eran unos seis mil pesos, pero el resultado fué negativo; aquello no les servía sinó para base de un capital mayor.
Si Anita hubiese sido una mujer de trabajo y de arreglo, aquello era un buen principio de fortuna.
Pero desgraciadamente para Lanza la jóven no era así.
Acostumbrada á llenar todos sus deseos con desahogo y á una vida desarreglada y haragana, hablarle de arreglos y de economías, de trabajo y de órden, era hablarle en un idióma completamente desconocido para ella.
El pobre Lanza se había hecho ilusiones desgraciadas á este respecto, y su desengaño iba á ser doloroso.
Anita también había creído que venía á continuar su vida habitual, que nada le faltaría y que podría pasear y divertirse á su gusto, puesto que era completamente libre.
Así es que la primer palabra de trabajo que pronunció Lanza fué para ella el primer desencanto.
Y eso que no se había tratado sino de que Lanza trabajaría para aumentar aquel capital y poder entónces establecer el negocio.
Cuando la jóven supo que aquel dinero que ella creía destinado á paseos y diversiones debía guardarse como capital futuro, no pudo disimular una expresión de descontento que no pasó desapercibida para Lanza, pero que éste no pudo atribuir á la verdadera causa.
Pensó que Anita sentía verlo dedicado al trabajo.
Así es que le dijo cariñosamente; no temas, que esto es pasajero.
Con ese dinero y el crédito que yo puedo tener, verás como salimos de apuros y nos establecemos como tú quieres.
Estas palabras consoláron á Anita y le devolviéron toda su alegría perdida un momento.
—Toma ese dinero que de todos modos es tuyo, porqué para tí lo he atesorado yo, y ya verás que felices hemos de ser.
Lanza empezó á salir á la calle durante el día para buscar trabajo en cualquier cosa.
El jóven solo estaba preocupado del porvenir de Anita y solo pensaba en la manera de tener dinero para halagarle sus gustos y sus inclinaciones.
Lo demás poco podía importarle y su persona era lo último en que pensaba.
Pero por más que daba vuelta la ciudad y su pensamiento, por más que se iba á la Cruz de Malta á hablar con sus antiguas relaciones, no hallaba trabajo alguno.
Y los días pasaban y el capital fundamental para el porvenir disminuía, porqué á él tenían que acudir para llenar sus gastos más imperiosos.
Acostumbrada á gastar sin mirar para atrás ni consultar para nada su haber, Anita no se privaba de nada.
Ella quería comer en el hotel, quería pasear y quería ir al teatro.
Y Lanza le hacía el gusto en todo, mirando con terror como disminuía el dinero, á medida que crecían las aspiraciones de Anita.
¿Qué haría cuando se les acabara aquel dinero y tuviese que negar por primera vez á Anita cualquiera de sus caprichos?
¿Cómo podía decirle que no tenía más dinero ni de dónde sacarlo?
La situación era un poco apurada y era preciso evitar de tener que llegar á un extremo enojoso.
Era preciso para conjurar todo entorpecimiento á la felicidad que gozaban, buscar dinero, dinero que proporcionara á Anita todos sus caprichos.
Muchas veces se le ocurrió á Lanza meterse en una casa de juego y probar fortuna.
Pero para esto tendría que faltar una noche de su casa y Anita podía desconfiar, tener celos y armarle alguna escena violenta á la que viniera aparejado un rompimiento.
Esta consideración por una parte, y por otra el miedo de perder lo que tenía, le hizo abandonar bien pronto esta idea, creciendo su desesperación.
Como Anita poco se preocupaba de las finanzas, como ella confiaba en que Lanza las repondría una vez agotadas, seguía no privándose de sus caprichos, y entregaba á Lanza lo que este le pedía para cubrir sus gastos, sin preocuparse absolutamente de la cantidad que le quedaba.
Durante el día y miéntras el jóven andaba en sus diligencias para encontrar que hacer, ella paseaba por todas partes, eligiendo, como es natural, las calles más concurridas.
Jóven muy hermosa y bien puesta, Anita llamaba la atención de cuanto calavera hallaba al paso, así que la seguían muchos de ellos hasta su casa, ávidos de saber donde vivía la bella Anita, que al fin y al cabo miraba con íntimo placer aquellos galanteos callejeros que estaban en su modo de ser; no creyendo con esto ofender el amor propio de Lanza, y más de una vez se detuvo en la puerta á entablar con su seguidor animado diálogo.
Aunque por el momento nada le faltaba, ella veía que Lanza no tenía dinero, que cada día se volvía más triste y hasta llegó á sospechar que anduviera entretenido en algunos otros amores.
¿Qué tendría esto de particular en un hombre jóven y buen mozo como su amante?
Ella no había tenido por el jóven una pasión verdadera, de aquellas que hacen arrostrar á una mujer toda clase de sinsabores por el amor del hombre que quiéren.
Su cariño para el jóven había tenido mucho de especulativo, pues á su lado pensó mejorar de posición y pasar una vida más cómoda y regalada.
Así es qué cuando se convenció que el jóven no tenía más dinero que aquel que estaba en su poder, que disminuía siempre sin reserva, empezó á sentir que su amor se enfriaba rápidamente.
Y así en el día, cuando Lanza se ausentaba á lo que él llamaba sus negocios, léjos de desear verlo volver, deseaba que tardase lo más posible, para tener tiempo de entregarse á sus galanterías y sus paseos.
Ya tenía un buen número de pretendientes que no solo la asediaban en todas partes, sinó que le regalaban con insistencia.
Eran conocedores del género y sabían que con dádivas conseguirían más que con amores.
Lanza, que no podía sospecharse lo que pasaba en el espíritu de Anita, y que positivamente estaba enamorado de ella, andaba cada vez más aflijido.
El estado de su capital, disminuido hasta la miserable suma de mil pesos, lo había sumido en la mayor desesperación y desconsuelo.
Era imposible seguir viviendo de aquella manera y era forzoso hacer algo para conseguir dinero.
Desesperado y viendo que el momento fatal se le venía encima, Lanza acudió á los avisos de los diarios.
Y los recorrió todos con inmensa avidéz, pero no encontró nada que pudiera convenirle.
Solo había un aviso pidiendo un cochero en una casa de familia, donde se ofrecía un buen sueldo, pero donde también se exigían recomendaciones.
—Peor es nada, pensó Lanza con infinito dolor, siquiera con esto aseguro la materialidad de la vida de Anita, y después Dios dirá.
Y se soltó á la casa indicada en el aviso, que era la de la opulenta familia de Lima.
Lanza miró con agrado el aspecto de la casa, porqué una familia que vivía así, debía pagar muy bien á sus servidores.
Como el aspecto de Lanza no podía ser mejor, ni más decente, en el acto tratáron de tomarlo, y más cuando él declaraba que era un cochero de primer órden y prometía las mejores recomendaciones.
El sueldo que se le ofrecía era el de mil doscientos pesos, suma soberbia para su situación, librea y comida.
La dificultad por el momento era la recomendación comprometida.
¿De dónde diablo podía sacarla?
Lanza acudió á su ingenio y bien pronto salió del paso.
Aquella misma tarde se fué á la Cruz de Malta en busca de sus amigos más conocidos y les sopló la siguiente pildora:
—Me ha venido un hombre sumamente recomendado, que ha sido cochero de mi padre y á quién conozco á fondo.
El pobre ha encontrado una colocación de cochero en casa de una familia del país, pero le piden recomendaciones y esta es la gran dificultad.
Yo no puedo darle una eficaz, porqué nadie me conoce y le sería inútil.
Si alguno de ustédes quiere dármela, le quedaré grato; yo me hago en un todo responsable de su conducta.
¿Qué dificultad podían tener en una cosa tan sencilla?
En el acto, los más conocidos, Caporale y aquel inteligente ingeniero Miguel Bianchi, diéron la recomendación pedida, certificando que el portador César Parodi era un hombre de entera confianza y un cochero de primer órden, pues lo habían visto servir en las mejores casas de Turin.
Lanza salió feliz de la Cruz de Malta; hacía mucho tiempo que no se sentía de tan buen humor.
Aquella recomendación le aseguraba la posesión de Anita, puesto que le aseguraba la materialidad de la vida.
Con mil doscientos pesos se podía vivir con cierta holgura, aunque no se atrevió á decirle la clase de empleo que era.
La suerte empieza á sonreirme y pronto veremos colmadas nuestras aspiraciones.
El me retendrá mucho tiempo léjos de tu lado, pero esto no importa, puesto que nos asegura la felicidad.
Anita recibió aquella noticia con la mayor frialdad.
¿Qué podía hacer Lanza con un empleo, por bueno que este fuera?
Lo que más le agradó de la noticia, ó mejor dicho lo único que le agradó, fué la noticia de que permanecería mucho tiempo ausente de su lado.
Es que Anita comprendía que Lanza la amaba con pasión y le tenía miedo, un miedo tremendo porqué creía que sería capaz de matarla.
Y como durante las ausencias de éste, había hecho muchas relaciones que le convenía conservar, la presencia de Lanza en su casa le habría sido de un estorbo aterrador.
¿Qué sería de ella si Lanza llegaba á imponerse de su conducta?
Desde que Lanza se convirtió para ella en una dificultad peligrosa, Anita empezó á cobrarle fastidio, pero no se atrevió á dejárselo entender.
Así le significó que aquella noticia de su nueva ocupación la hacía feliz y que lo único que sentía era que fuese á demorarlo mucho tiempo ausente de su lado.
Al día siguiente y lleno de las mayores ilusiones, Lanza se fué á casa de la familia de Lima, donde exhibió sus cartas de recomendación, que siendo del agrado de la familia, fuéron aceptadas en el acto y tomado sin más trámite el cochero César Parodi cuyo aspecto señoril y agradable la había contentado mucho.
Aquel mismo día se le entregó la volanta con todos sus accesorios y se le pidió para la tarde.
Lanza ató, vistió una elegante librea que le daba un magnífico aspecto, y á la tarde estaba con la volanta parada á la puerta de sus nuevos patrones.
La familia paseó aquella tarde por la calle Florida y por Palermo, quedando sumamente satisfecha del nuevo cochero.
Nunca había tenido uno tan práctico y de educación tan esmerada.
Felizmente para Lanza, la familia no le pidió la volanta para la noche, sabiendo con verdadera alegría que sus patrones no salían de noche con frecuencia.
Solo lo hacían para ir al teatro y esto mismo no siempre.
Después que acomodó caballos y arreos con la mayor prolijidad, se vistió el elegante traje con que se había presentado en la casa, y después de pedir órdenes para el día siguiente, se fué al lado de Anita á la que no había visto todo el día.
Esta había pasado todo el día ocupada en sus paseos y aventuras galantes, pero Lanza no podía sospechar nada de esto, pues lo que más léjos estaba de su espíritu, era que Anita pudiera serle infiel.
La acarició con toda su alma y se entretuvo en contarle las exigencias del escritorio donde había entrado.
Ella lo escuchaba atentamente para no darle que sospechar y aplaudiendo cuanto le decía.
—Tendremos que vivir con ménos holgura un poco de tiempo, pero como esto es en beneficio del porvenir, nada debe importarme.
Yo te prometo que en dos meses de mi nuevo trabajo habremos logrado establecernos.
Lanza quería engañar así el espíritu de su bella, contando con que en dos meses su buena estrella le deparase alguna fortuna imprevista.
Contrató con el hotel donde siempre había comido que mandaran una pensión á su casa y entregado por completo al amor de Anita, se consideró completamente feliz.
Una de las relaciones que Anita había contraído, era la de un jóven rico que la conocía desde el casino y que sabía la manera como vivía.
—Déjate de ese tipo, le había dicho muchas veces, que sin duda te ha hecho el amor para explotarte, y vente conmigo, que á mi lado nada te ha de faltar.
Pero Anita no se atrevía porqué temía á Lanza y al fin y al cabo este no le había dado ningún motivo para obrar de aquella manera.
El jóven le hacía muchos regalos de dinero y alhajas que ella ocultaba siempre á Lanza con sumo cuidado, porqué si este llegaba á apercibirse de la cosa, sabe Dios lo que hubiera hecho.
El pobre Lanza, por su parte, trabajaba con más esmero que nunca.
La familia que lo tenía estaba cada vez más contenta de él, al extremo de haberle aumentado el sueldo, lo que fué para él un nuevo motivo de felicidad.
Pero aquello no podía ser eterno, y tanto su engaño como el de Anita, más ó ménos tarde habían de descubrirse.
Lo extraño es que no se hubiera descubierto el suyo ya, desde que andaba en el pescante de su volanta precisamente en los parajes más concurridos y llamando la atención con su airosa presencia.
El jóven que cortejaba á Anita y á quien no hay para que nombrar, llevábala á pascar á los pueblos cercanos de la campaña y á Palermo, donde pasaban juntos los días.
Así creía Anita que nunca sería vista por Lanza acompañada de otro hombre.
A pesar de todas las caricias que le hacía, á pesar de todas sus demostraciones de amor, á Lanza se le había metido una mala espina.
Había pasado más de un mes que era cochero en lo de Lima, y Anita no le había hecho ningún pedido que importara dinero.
Sin embargo, Lanza suponía que aquello no era más que una nueva manifestación del amor de la jóven.
Ella sabía que su situación era apurada y ocultaba todos sus deseos y caprichos por no mortificarlo.
Lanza pensó en que Anita podía serle infiel y le tembláron las carnes, desechando ese pensamiento maldito, porqué nada había notado que pudiera autorizar una sospecha semejante.
Sin embargo, desde que la tuvo, no pudo dormir tranquilo; parecía que el corazón le anunciaba una nueva desventura.
El jóven enamorado de Anita conocía á Lanza, porqué lo había visto muchas veces en que acechaba su salida para entrar él.
Y se había explicado que Anita no quisiera abandonarlo, pues al fin y al cabo era aquel todo un buen mozo.
Sin embargo, no había perdido la esperanza de desbancarlo, porqué con aquellas mujeres el dinero es el arma principal.
Una tarde de verano en que los dos jóvenes venían de Belgrano en un cupé, halláron á la entrada de Palermo el carruaje de la familia de Lima, manejado por Lanza.
Los dos jóvenes viéron al cochero, y los dos se miráron asombrados.
Habían reconocido á Carlo Lanza y habían comprendido en ci acto la verdad de lo que pasaba, porqué aquel jóven, por Anita, estaba al corriente de la historia de Lanza.
Y á pesar de haberlo visto tan de cerca, dudáron, mandando el jóven á su cochero entrase á Palermo para poder asegurarse de la verdad de lo que habían visto.
Anita iba en el fondo del cupé y apénas podía ser vista por las personas que pasaran frente á los cristales.
Ménos podría ser vista por Lanza, que iba sobre el alto pescante de un landó.
El coche del jóven volvió á encontrarse en el paseo, y ya no le cupo duda.
Aquel era Carlo Lanza vestido con su librea de cochero, pero siempre buen mozo y siempre distinguido.
—Mira á tu amante, míralo que bien le sienta la librea de cochero, dijo á Anita su jóven compañero, tratando de herirla en su amor propio.
Anita apénas se inclinó para mirar.
Estaba pálida y conmovida, porqué se sentía humillada ante el jóven.
Ahora se explicaba muchas cosas que ántes no había sabido apreciar.
Recordaba que Lanza varias veces que se lo había pedido, se había negado á llevarla al teatro, protestando tener que hacer en el escritorio.
Es claro que era porqué tenía que llevar á sus patrones, puesto que era cochero de familia rica.
Humillada con las bromas pesadas del jóven, Anita se puso á llorar, no teniendo otra defensa y le pidió la llevase á su casa.
—Ahora convendrás conmigo que no es digno, ni justo, ni decoroso, que una persona como tú, bella y jóven, sea la amante de un cochero, cuyos cariños tendrán siempre olor á pesebre y que solo te pertenece el tiempo que sus señores no lo necesitan.
Es preciso que no seas necia y que te vengas conmigo, para que tengas la posición que te corresponde.
Si yo no te atendiera, ¿qué sería de tí, teniendo que vivir del sueldo de un cochero?
Ya ves que apénas podrías llenar las necesidades del estómago.
Anita gimió llena de vergüenza.
Ella no pensó que Lanza había descendido á aquella posición solo por su amor, no pensó en lo que hacía estimable el sacrificio de aquel.
Solo pensó en ella, se sintió herida en su amor propio, degradada en ser la amante de un cochero, y lloró amargamente.
El jóven se mostraba sumamente complacido con aquel llanto porqué él era la prueba de que había herido á Anita en la llaga.
Y como quién dá un golpe de gracia, al dejar á Anita en la puerta de su casa, le dijo:
—Como tú comprendes, yo no puedo estar ocupando un sitio inferior al de un cochero y estar espiando siempre para aprovechar sus descuidos.
Por más que te quiero, no puedo seguir ocupando un rol que rebaja mi dignidad ante tus propios ojos, y es preciso que te resuelvas cuanto ántes sobre lo que has de hacer.
Mañana yo vendré á buscarte á la hora habitual, teniendo ya tomada una pieza en algún hotel de campaña, en Belgrano o Flores, miéntras te arreglo un apartamento en la ciudad.
Si has de darme la preferecia y te has de venir conmigo, tienes todas las cosas arregladas que has de llevarte.
Si has de seguir siendo la amante de un señor cochero, me haces una seña y todo quedará concluido entre nosotros.
Yo te quiero mucho y demasiado te lo prueba mi conducta, pero mi cariño no puede llevarme nunca á hacerme despreciar de tí misma, por lo mismo que te quiero.
—Aahora no quiero decidir nada, respondió Anita sollozando, porqué estoy aturdida como nunca lo he estado.
Mañana cuando vengas te contestaré.
—Ahora no quiero decidir nada, respondió Anita sollozanme pasa es demasiado duro.
Anita se quedó en su casa llena de tristeza, miéntras el jóven se retiraba contento y feliz.
Comprendía que había triunfado de una manera definitiva en el corazón de la jóven, no solo por el lado del amor sinó por el lado de las conveniencias también.
A pesar del amor que Lanza podía tener sobre Anita, á pesar de su físico hermoso, ¿qué cariño podría quedar á Anita por un pobre cochero que no tenía más que un sueldo miserable, miéntras que él era rico y lleno de ventajas para la jóven, que hacía va como un mes que era feliz gozando de comodidades porqué él podía proporcionárselas?
Tan no tuvo duda respecto á su triunfo, que aquella misma noche compró una porción de aquellas chucherías que son tan agradables á una mujer jóven y coqueta.
Y á la mañana siguiente se fué al hotel Watson en Belgrano, y tomó un apartamento que llenó de flores y perfumes.
Allí podría estar Anita régiamente alojada, hasta que él le arreglase en la ciudad una casita á propósito.
Entre tanto, como era natural que Lanza en los primeros momentos buscara á su amante en la ciudad, en Belgrano estarían ocultos y léjos de sus sospechas.
Porque el jóven tenía miedo de vérse envuelto en un escándalo, provocado por un cochero en demanda de su amante robada por él.
Era preciso evitar el escándalo á toda costa y no había otro medio de evitarlo que ocultándose donde Lanza no pudiera dor con ellos en los primeros momentos.
Pasados estos pasaría también la impresión y no habría que temer ya un acto de violencia.
Entre tanto Anita, con el espíritu atribulado, esperaba la vuelta de Lanza para tener con él una explicación.
Ella deseaba ahora más que nunca quebrar con su amante, pero no sabía como hacerlo, porqué le tenía miedo y lo creía capaz de vengarse de una manera sangrienta, cegado por los celos.
Al fin, por ella, él había roto sus relaciones productivas con doña Emilia y no aceptaría así no más el ser engañado.
En cuanto al oficio de cochero, Anita para nada se preooupaba de las razones que podían haber influido en Lanza para aceptarlo.
Ella no veía más que el hecho desnudo de ser su amante un cochero, hecho que tan amargamente le había reprochado su otro amante.
Cuando Lanza llegó á su casa, fatigado del trabajo y buscando como siempre su descanso en el amor de Anita, encontró á ésta llorando amargamente.
La presencia de Lanza había avivado y renovado su dolor, así es que su llanto arreció cuando este se acercó á hacerle sus habituales caricias.
Lanza quedó sorprendido al ver á Anita presa de aquel dolor evidente, y con ansiosa precipitación le preguntó qué tenía.
Ageno á lo que sucedía, Lanza pensó en el primor momento que Anita había sido víctima de una venganza de doña Emilia y la apuró á que dijera qué era lo que tenía.
Pero la jóven lloraba cada vez más, sin poder articular una palabra.
—Pero es preciso que me digas qué tienes, exclamaba él desesperado, y empezando á perder la paciencia.
Yo ya no puedo soportar esta horrible duda.
¿Ha estado aquí doña Emilia? ¿te ha mandado insultar por alguien?
Dímelo, dímelo pronto para poder vengarte inmediatamente.
Pero la jóven seguía disimulando con el llanto, porqué no se atrevía á decir.
—¡Vamos, Anita! exclamó por fin Lanza, perdiendo ya toda paciencia; es preciso que me digas pronto lo que ha pasado aquí, yo no puedo soportar más la duda.
— No te aflijas que nada ha pasado, respondió al fin Anita enjugando su llanto.
—Y entónces ¿qué tienes, por qué lloras?
—Espera un momento, déjame tranquilizar y te lo explicaré todo; no te aflijas que nada me ha sucedido.
Lanza se sentó al lado de Anita y ella le dió sus quejas del siguiente modo y aparentando un dolor que estaba muy léjos de sentir.
Esta tarde salí á pasear un poco para distraerme de la soledad en que vivo.
No queriendo andar por parajes muy concurridos, tomé Esmeralda y me paré al desembocar la plaza del Retiro.
De allí podía mirar la gente que pasaba en los carruajes en dirección á Palermo, sin ser vista de nadie.
La música de los batallones me distraería también de mi tristeza, porqué yo, sin saber por qué, estaba triste como si me hubiera sucedido una gran desgracia.
Parecía que una mano inmensa me hubiese agarrado del medio del pecho y me apretase el corazón con gran fuerza.
Hacía un rato que estaba allí, cuando de pronto y sin pensarlo vine á darme cuenta de mi tristeza, causada por un presentimiento.
Y Anita rompió á llorar amargamente, costando á Lanza gran trabajo el consolarla.
Este estaba pálido y conmovido, porqué presentía ya adonde iba á parar la relación de Anita.
—Pero, vamos á ver, balbuceó, ¿por qué estabas triste? ¿por qué lloras ahora?
—En uno de aquellos carruajes lujosos que se dirijían á Palermo, alcancé á verte, pero en el pescante, vestido de librea y como cualquiera de los otros cocheros que había visto pasar.
No sé de donde saqué fuerzas para tenerme en pié y correr, correr para verte más de cerca, porqué no podía dar crédito á mis propios ojos; me parecía una ilusión aquello, creía que sería un cochero que fatalmente se te parecía.
Corrí más á la esquina y entónces pude verte más de cerca y no tuve ya duda de que eras tú mismo, tú mismo convertido en cochero de una familia rica.
Si no hubieras ido de librea, hubiera pensado cualquier cosa.
¡Eran tantos los jóvenes ricos que pasaban manejando sus carruajes!
Pero aquella librea maldita era la explicación de todo; ¡tú eras el cochero de aquella familia que iba en el carruaje!
No pude dominar mi dolor, me volví á casa y me puse á llorar amargamente como me has encontrado, ¡tenía ganas de morirme!
Y Anita siguió llorando cada vez con más desconsuelo.
Lanza estaba contrariado, pero nada más que contrariado.
Se había figurado una cosa más grave, y además, en su conducta, léjos de haber algo, de vituperable había para Anita una prueba de amor, que debía halagarla profundamente.
—Voy á explicártelo todo, le dijo, y no te aflijas, que en ello solo verás todo lo que yo te amo, y todo lo que soy capaz de hacer por tí.
Nosotros estábamos en una posición difícil, más que difícil imposible de sostener.
Estábamos gastando lo que teníamos y yo no encontraba ninguna ocupación en que poder ganar ni siquiera lo estrictamente necesario para la subsistencia.
Iba á llegar el momento en que el fondero no habría querido enviarnos más de comer, y en que el dueño de casa nos habría puesto en la calle.
¿Cómo querías que yo afrontara situación semejante y te dijera: Anita, el hombre á quien amas es incapaz de ganar ni siquiera el pan que necesitas para no morirte de hambre?
Tuve vergüenza, tuve miedo y acepté lleno de reconocimiento el empleo de cochero que se me proporcionaba, y te aseguro que lo mismo hubiera aceptado otro más degradante si se me hubiese proporcionado.
Por no mortificar tu amor propio, hice todo lo posible para ocultarte mi empleo, te lo oculté cuanto pude y te lo hubiera ocultado siempre.
Pero ya que la casualidad te ha hecho conocer la verdad, no me queda más remedio que confesarla.
En ello no hay nada de vituperable para mí; lo he hecho por el amor que te tengo, y nada más.
Ahora no hay más que tener paciencia y sufrir un poco más.
Tengo en la cabeza proyectos que me harán rico de un momento á otro, no lo dudes.
En mí hay la tela de un millonario y tengo más fé en mí porvenir que en la vida eterna.
Cualquiera otra mujer se hubiera sentido conmovida ante aquella confesión de Lanza.
Pero en Anita no podía producirse esta impresión, porqué ella, ántes que su amor, amor que ya no sentía por Lanza, miraba sus intereses.
Aquella confesión, para ella, importaba lo siguiente:
Por ahora y en mucho tiempo, es preciso que te resuelvas á vivir del sueldo miserable de un cochero, porqué mis fuerzas no alcanzan para más.
Tendrás que llenar tú misma las más incómodas necesidades de la vida, porqué aquel sueldo apénas alcanza para la casa y la comida, en la esperanza que algún día podamos mejorar la situación.
Del otro lodo, librándose de Lanza, tenía dinero y todos los placeres que hacen grata la vida.
La elección no era pues dudosa para una mujer como Anita.
Adoptó su resolución interiormente y siguió fingiendo un llanto amargo y una conformidad que estaba muy léjos de sentir.
—En situaciones peores que esla me he visto en mi vida, decía Lanza buscando de consolar á su amante, y he llegado á la fortuna cuando ménos lo esperaba.
La vída sín luchas y sín alternativas no tiene aliciente, porqué la absoluta felicidad no permite experimentar las impresiones que la embellecen.
Así, el que nunca ha pasado necesidades y pobrezas, no puede apreciar las inmensas ventajas del dinero y lo que su posesión importa.
Tú no sabes esto, Anita, porqué todavía no has sentido una necesidad que no hayas podido llenar.
Ya verás como en medio de la opulencia vienes á bendecir tu miseria y á recordar con supremo placer esta misma posición de cochero que hoy tanto te ha hecho llorar.
Anita había secado sus lágrimas y parecía escuchar con placer la palabra de Lanza.
Es que en quel momento pensaba en su amante, en la fortuna y placeres que esta podía proporcionarle y que comparaba en su pensamiento con el mezquino salario de un cochero.
—Hoy soy cochero, dijo Lanza con inmenso aplomo y acariciando la bella cabeza de Anita; y mañana tendremos cochero y carruaje.
Esta es la vida, Anita, y yo que me he visto en el pescante, experimentaré mayor emoción que nadie, al verme en el interior, paseando plácidamente.
Así estuviéron los jóvenes conversando largamente, hasta que llegó la hora de recogerse.
Lanza estaba más alegre, porqué al fin con aquella confesión ganaba el no tener que andar haciendo misterio de su profesión.
Ya Anita sabía lo que pasaba y se arreglaría de manera á poder vivir con los recursos que tenían.
Y tan hábilmente, tan maestramente procedía la jóven, que Lanza, jamás tuvo porque sospechar que pudiera mantener otra relación que la suya.
Lanza no ataba nunca la volanta por la mañana así es que al otro día pudo permanecer hasta después de las doce al lado de su amada, buscando siempre de consolarla con sus caricias y de hacerla pensar en tiempos mejores que aquellos, que no habían de tardar en presentarse.
Anita estaba contenta y parecía sumamente feliz.
¿Y cómo no había de estarlo, si pensaba en que aquella misma tarde concluirían para ella todas sus miserias y que saldría de aquellas pobres piecitas para ir á ocupar una casa exclusivamente suya y donde tendría toda especie de comodidades?
Lanza se despidió de la jóven más cariñoso que nunca.
Ya no había de volver hasta muy entrada la noche, porqué sus señores iban á Palermo después de comer y no regresaban hasta tarde.
Y al salir dijo á Anita que saliese á pasear y á distraerse, con esc a la vuelta lo recibiría feliz y contenta
Lo más ageno que el pobrete tenía era lo que le iba á suceder á la vuelta.
Desde que Lanza salió, Anita empezó á hacer todos sus preparativos de marcha.
Sus ropas de uso eran lo que ménos podía preocuparla, porqué sabía que con su nuevo amante nada le había de faltar.
Acomodó en el baúl más chico sus alhajas y toda aquella ropa que podía importarle algo, dejando afuera para vestirse á la tarde sus mejores trapos, pues tenía interés en parecer al nuevo amante lo más bella que le fuera posible.
Aquel día Anita no almorzó; estaba llena de todas sus ilusiones y halagos.
De cuando en cuando una ráfaga de miedo la hacía pensar en Lanza.
Pero ¿qué podría hacerle Lanza si ni siquiera sabría dónde estaba?
Con estarse un mes sin salir á la calle, todo estaba concluído.
Cuando saliese, tal vez ya Lanza ni siquiera pensaría más en ella.
Todo cuanto podía interesarle lo encerró en el baúl que había preparado de antemano, donde también guardaba su dinero.
Aburrida y no teniendo ya que hacer, se vistió con la ropa que había dejado fuera del baúl con ese objeto, y esperó tranquila que llegase la hora de la partida.
Así cuando su amante vino á la tarde, no tuvo necesidad de preguntarle nada, pues su traje compuesto era un aviso de que estaba dispuesta á irse con él.
—Pronto, le dijo ella, si nos hemos de ir, vámonos pronto, porqué tengo miedo de estar más aquí.
No sé qué presentimiento tengo en el corazón de que puede venir ese hombre y sorprenderme.
—Yo estoy á tus órdenes, cuando tú quieras vámonos no más; ¿qué es lo que vas á llevar?
Sería mejor que no llevaras nada, porque nada necesitas á mi lado y así andaríamos más livianos.
—Voy á llevarme mi baúl, donde tengo lo que me interesa conservar, y nada más; vamos, vamos pronto.
Anita apénas podía dominar su miedo.
Se le había puesto que Lanza podía llegar de un momento á otro y su miedo aumentaba cada vez más á medida que pasaba el tiempo.
Y miéntras el jóven hacía poner con el cochero el baúl en el pescante, ella escribió con lápiz y con una ortografía imposible, un papel que dejó sobre la mesa de luz.
En él prevenía á Lanza que no la buscara, porque se iba á Montevideo, convencida de que no era para él sino una odiosa carga y porque no se sentía con fuerzas para sobrellevar la vida en las condiciones en que se habían colocado.
—Con esto no tendrá más remedio que conformarse, dijo, y tener paciencia.
Y subió en el cupé del jóven, cuya portenzuela éste tenía abierta.
Al doblar la plaza del Retiro para tomar la calle de Santa-Fé, viéron á Lanza que, gujando el landó de su patrones, iba con estos en dirección á Palermo.
Anita, aterrada, se hizo atras en un movimiento nervioso.
¡Por Dios! dijo, yo quiero ir por otro lado, puede vernos y echarse todo á perder.
—Pero, no seas tonta, ¿no vés que él no tiene ninguna razón para sospecharse lo que pasa?
Para estar más seguros de lo que hace, lo mejor es precisamente no perderlo de vista.
Aunque pasáramos á su lado, él desde el pescante no puede ver el interior del cupé.
Sigámoslo no más, que ellos han de ir á Palermo y nosotros vamos más léjos, á Belgrano donde he tomado apartamento para tí.
Y el jóven, que llevaba en el cupé una sorberbia yunta, dió órden á su cochero de no pasar adelante del landó, pensando que Lanza tal vez pudiera conocer el baúl que iba en el pescante, teniendo buen cuidado de no comunicar á Anita este pensamiento para que no se asustara más.
Así siguieron siempre el cupé detrás del landó hasta que llegaron á Palermo.
El landó dobló hácia Palermo y el cupé siguió por el camino de Belgrano, imprimiendo entónces el cochero á los caballos, toda la rapidez de trote de que eran susceptibles.
—Miéntras él anda haciendo dar vueltas por Palermo á sus patrones, nosotros estaremos ya plácidamente instalados en nuestro alojamiento, dijo el jóven.
Diez minutos después, la amante pareja llegaba al hotel Watson, desde donde el jóven despachaba á su cochero con las siguiente palabras:
—Puédes irte no más, Juan, y cuidado con que ni Cristo sepa lo que hemos hecho esta tarde.
Atraído por el título de nuestro folletin, éste jóven ha de leerlo indudablemente, y grande será su maravilla al vernos poseedores del más íntimo secreto de su aventura con Anita, echando tal vez la culpa á su cochero Juan.
Una vez instalados en las piezas que había tomado, lo primero que hizo fué pedir de comer lo mejor que pudiera servirsele á aquella hora, de lo que se encargó agradablemente el mozo, que había tomado olor á buena propina.
Nada distrae el espíritu como la buena mesa en buena compañía, y con esto había contado el jóven para hacer olvidar á Anita su miedo.
Un cuarto de hora después, la jóven no pensaba en Lanza para nada.
El buen vino le había entonado el espíritu de una manera fabulosa.
Conversaba alegremente con su jóven amante, refiriéndole con sus más minuciosos detalles la graciosa historia de sus amores con Lanza, y la manera como habían salido del casino, creyendo ella que iría á gozar de una vida independiente sin que nada le faltara, y sin sospechar la miserable esclavitud y pobreza á que habría quedado entregada, si no hubieran sido los amores del jóven.
Cuando llegáron al champagne, Anita había reaccionado en su miedo de tal manera, que era la primera en hacer farsa de las debilidades y pretensiones de fortuna de Lanza.
Era el justo pago á los verdaderos sacrificios que por su amor indudablemente había hecho Carlo.
Dejemos gozar de su luna de vino á esta pareja que no volveremos á hallar más en el curso de nuestro relato, y volvamos á Lanza, que no tenía la menor sospecha de su desventura.