EL GOLPE DE GRACIA.

Como si el diablo lo hubiera hecho, el paseo de las patronas de Lanza, aquella tarde, duró más de lo que era costumbre.

Se habían entretenido en conversación con unas amigas en Palermo, de modo que cuando regresáron á su casa eran las nueve de la noche.

Miéntras Lanza desató, acomodó los caballos echándoles de comer y se fué á su casa; eran las diez pasadas.

Al ver que las dos piezas que ocupaban estaban á oscuras, Lanza sintió una ráfaga de frío en el corazón á impulsos de un presentimiento que no pudo explicarse.

No habiendo luz á aquella hora, era seguro que Anita no estaba en la casa.

¿Adónde podía estar á semejantes horas?

 

Es verdad que él mismo le había dicho que saliera á pasear para distraerse, pero ya debía haber vuelto, mucho más cuando aquellas eran sus horas habituales de venir de su trabajo.

Pensó, tratando de engañar su angustia, que se habría dormido, porqué la noche anterior había estado en pié hasta muy tarde, y torció el pica-porte, entrando resueltamente.

Todo estaba á oscuras, y en la habitación no se sentía el menor rumor, el menor ruído de respiración que indicara la presencia de una persona viva.

Tembloroso y febril, sintiendo que el frío de su corazón era cada vez más intenso y sin poder darse cuenta de lo que por él pasaba, Carlo Lanza encendió luz y miró por todas partes tratando de dominar rápidamente la escena.

Nada había de extraordinario que pudiera llamarle la atención.

Sobre la cama estaba la ropa de entrecasa que se había quitado Anita, y que probaba que había salido, pero nada más.

Todo estaba intacto para él, que no había notado la falta del baúl chico.

¿Le habría sucedido algo en la calle?

Si él pudiera sospecharse donde había ido Anita, saldría á buscarla.

Pero no tenía ni idea de donde podía haber ido la jóven.

—Esperaremos un momento, pensó, tal vez no tarde en volver.

Y salió á la puerta de la calle ávido de verla volver.

Sentía tal desesperación, que hasta ganas de llorar tenía, sin poder explicarse la causa.

La comida de Anita estaba allí intacta sobre la mesa, tal cual fué llevada del hotel, lo que probaba que Anita faltaba desde temprano.

Lanza entró nuevamente á la casa, cada vez más desesperado.

Podía preguntar á las vecinas que ocupaban las piezas inmediatas, pero tenía miedo de la respuesta.

¿Qué podían éstas decirle más de lo qué él sabía, es decir, que Anita había salido desde temprano?

Tal vez ellas tuvieran un dato más, pero era precisamente este dato más el que Lanza temblaba de conocer.

Lanza temía que Anita se le hubiera ido para siempre, pero pensaba que ningún motivo tenía para proceder así.

No habían tenido el menor disgusto ni siquiera un cambio de palabras desagradables.

¿Por qué entónces Anita había de írsele así, abusando de su cariño y de su buena fé?

No había pues razón de pensar en una fuga, sinó en un accidente, en alguna desgracia que le hubiese pasado en la calle.

Lanza, vencido por la angustia, se sentó sobre la cama á meditar un momento sobre lo que debía de hacer.

Y fué al reclinar la cabeza sobre la almohada, que vió el papel escrito con lápiz que le dejara Anita.

Lo tomó y leyó ávidamente, dando un gran puñetazo sobre la mesita así que hubo terminado su lectura.

Lanza reaccionaba y aquel profundo dolor se iba convirtiendo en una ira formidable, por lo mismo que no tenía contra.

¿Cómo podía haberse ido Anita á Montevideo dejando toda su ropa, todo su equipaje, sin llevar más que lo puesto?

—¡Mentira! rugió, soltando una sentencia formidable porqué empezaba á comprender lo que sucedía.

Y empezó á abrir los baúles uno á uno, notando inmediatamente toda la ropa que de ellos faltaba.

Pero al notar la falta del baúl más chico, donde indudablemente Anita había puesto todo lo que faltaba en los grandes, volvió á creer en la posibilidad del viaje; tal vez se hubiera ido realmente á Montevideo.

Pero esto no podía haberlo hecho sola.

¿Qué sabía Anita dónde estaban las agencías de vapores, ni el embarcadero, ni nada de esto?

Indudablemente Anita había sido ayudada por algún comedido, y esto era lo que mortificaba el amor de Lanza, porqué le demostraba que Anita no solo huía de él, sinó que huía con otro á quien amaba.

Y este otro debía de ser una persona rica, puesto que le hacía dejar toda su ropa para comprarle sin duda otra mejor.

En el primer momento Lanza sintió deseos de llorar, y lloró amargamente.

Se veía abandonado por una mujer á quien quería con idolatría y por la que había hecho grandes sacrificios, tales como romper con doña Emilia á cuyo lado tenía una fortuna segura.

La rábia volvió á reémplazar el dolor, y Lanza secó los ojos con un movimiento nervioso, diciendo:

—Es preciso buscarla y tomar algún desquite, porqué si nó, creo que voy á reventar.

Y se dirigió al cuarto de las vecinas, como si nada supiera, á recoger algunos datos.

Estas vecinas eran una vieja francesa que vivía con su nuera, francesa también, planchadoras de oficio ambas, con quienes Anita tenía amistad de vecinos.

—Me sucede una cosa extraña, dijo Lanza, después de saludarlas y tratando de dominar su emoción; hoy dije á Anita que saliera á pasear un poco para distraerse, y todavía no ha vuelto á casa.

Esto me tiene afligido porqué temo que le haya sucedido algo.

En vez de responder á Lanza, la vieja se dirigió á la jóven, diciéndole:

—¿No te dije que Anita no andaba pisando derecho?

Si cuando á mí se me pone una cosa, es porqué así no más debe de ser.

Amigo mio, agregó volviéndose á Lanza, me parece que es inútil que usted espere á su amante, porqué no ha de volver.

Usted es hombre y se le puede decir todo, ¡qué diablo!

Todas las tardes venía aquí un mocito muy paquete, en un carruaje, y salía á pasear con Anita, volviendo siempre á la hora que usted debía llegar.

Adonde iban yo no sé, pero ellos paseaban juntos.

Ayer desde que usted salió, yo noté algo de extraordinario en su jóven compañera.

Vino aquí á buscar una ropa blanca que nos había encargado, y como no estaba pronta nos ayudó á plancharla.

Cuando yo fui á llevarle un pañuelo que había quedado, la encontré acomodando á gran prisa un baúl chico.

Me pagó una cuenta que nos debía y nos dijo que se iba á pasear por unos días á Montevideo.

Cuando yo volví á casa dije á ésta lo que pasaba y anadí:

Yo no sé por qué se me ha puesto que la vecina quiere jugar una mala pasada á su hombre; tiene una cara que no me gusta nada, y el paseo á Montevideo se me figura que es un simple cambio de domicilio.

Como tuvimos mucho que hacer, no volvimos á pensar en la cosa.

Pero á la tarde, de hoy ya cerca de la noche, sentimos parar el mismo carruaje de siempre, y vimos bajar al mismo jóven que venía todos los días.

Este pasó á la pieza, estuvo hablando con Anita, y poco después entró el cochero, quien llevó al pescante el baúl mismo que yo le había visto acomodar.

Permaneciéron un momento juntos y luego saliéron tomando como para el Retiro.

No era ni hora ni dirección como para ir á embarcarse á Montevideo.

Para mí, como se lo dije á ésta, Anita se ha ido con el mocito aquel, no tengo la menor duda.

Na habrán llevado más porqué los otros baúles no cabían en la volanta, pero ya vendrán á buscarlos, calculando la hora en que usted no está en casa.

¿Qué más datos que aquellos quería Lanza para cerciorarse de la traición de Anita?

Le agradeció á la vieja y volvió á su cuarto sin saber lo que había de hacer.

Y se arrojó en la cama á llorar como un desesperado, pensando amargamente que á aquella hora, Anita feliz, estaría entregada al culto de sus nuevos amores.

Mil ideas de venganza acudían á la imaginación de Lanza.

Pero ¿de quién se iba á vengar si ni sabía quien era el jóven ni lo conocía siquiera?

¿Sabía él acaso dónde se habían dirigido? ¿habían acaso dejado algún rastro por el cual se les pudiera descubrir?

Toda la noche la pasó así, entregado á una desesperación suprema.

Al otro día muy temprano se lavó, arregló su traje que estaba todo descompuesto y salió á la calle en dirección al Retiro.

Iba mirando todas las casas atentamente, como si esperara ver asomar á las ventanas el plácido rostro de Anita.

Y dobló la calle de Juncal y siguió hasta la Recoleta sin haber adelantado nada en su pesquisa.

Y volvió por la calle de Santa-Fé haciendo la misma pesquisa y mirando todas las calles y casas sin adelantar nada.

Por esta última calle y á la altura de Montevideo, vió un cupé que venía del Oeste, al gran trote de una espléndida yunta de caballos.

Algo bailó en el corazón de Lanza al ver aquel cupé que tan de mañana regresaba á la ciudad.

Al pasar por su lado, vió que dentro iba un jóven sumamente paquete y que al mirarlo, como si lo reconociese, se puso á reir.

Este cupé y la vista del risueño jóven, se le enterró en el corazón como una puñalada.

Y sin darse cuenta de lo que hacía, echó á disparar detras del cupé dando voces.

Por el cristal trasero del cupé, veía la cara traviesa del jóven, que lo miraba correr, sonriendo siempre.

Y esto le daba fuerzas para seguir en su vertiginosa carrera.

Pero ¿qué podía avanzar tratándose de una soberbia yunta?

Antes que Lanza hubiese podido correr un par de cuadras, ya el cupé había desaparecido de su vista.

Pero le quedaban estos dos datos: que Anita estaba fuera de la ciudad y que aquel cupé, que no se le despintaría más de la memoria, era el del jóven que le había robado á Anita.

Lanza tuvo que detenerse rendido de cansancio y materialmente con la lengua afuera.

Había agotado todas sus fuerzas.

A las muchas personas que se le acercaban á preguntarle lo que tenía, les decía:

—No es nada, corrí detrás del cupé, porqué dentro iba un jóven que me ha insultado y que ha sido bastante cobarde para no pararse.

Como el aspecto de Lanza era el de una persona decente y de posición desahogada, su versión era perfectamente verosímil y nadie la ponía en duda.

Lanza estuvo parado así por espacio de un cuarto de hora, siendo el blanco de la mirada de los curiosos, hasta que, desapareciendo el cansancio, siguió en dirección á su casa, ya más tranquilo aparentemente, pues en realidad su angustia y su pena eran cada vez mayores.

Es que el pobre había concluido por enfermarse, tenía mucha fiebre y un desaliento imponderable.

Entró á su casa y sin sacarse siquiera el sombrero, se tendió en la cama vencido por el dolor y el cansancio.

Comprendía que en sus condiciones actuales, no había lucha posible entre él y aquel jóven rico y de posición social.

No le quedaría más recurso que la venganza personal, pero ¿dónde podía encontrarlo, para tener siquiera el placer de darle un puñetazo?

A las doce fuéron á llevar el almuerzo para Anita, y esto renovó su tristeza y su desesperación.

Y aquel almuerzo quedó tan intacto como la comida del día anterior, porqué Lanza no tenía deseos, no tenía voluntad de otra cosa que de llorar.

Y estuvo llorando y pensando todo el día en su amante, sin tener siquiera el consuelo triste del sueño, pues aunque en la noche anterior no había reposado un momento, no podía dormir.

Sus patrones le habían pedido la volanta para las dos de la tarde de aquel día, pero ni siquiera pensó en ir á prepararla.

Perdida para él Anita, ¿qué le importaba el resto del mundo?

Nada, absolutamente nada.

Solo pensaba en Anita y en que podía ser muy bien que aquel día viniera á buscar el resto de los baúles, averiguando por el individuo que viniera donde estaba su amante.

Pero el día pasó como había pasado la mañana y la noche anterior.

Nadie apareció por allí.

Cuando fuéron á llevar la comida, Lanza dijo al mozo que no le llevara más comida hasta que él no avisase, porque la señora había ido á pasar unos días al campo, porqué estaba enferma.

A la tarde, el físico sucumbió naturalmente á las emociones sufridas.

El sueño pudo más que toda voluntad, y Lanza se durmió pesadamente.

Estaba débil por la falta de alimento y era el sueño lo único que podía hacerle recobrar las fuerzas perdidas.

Cuando despertó había amanecido el día siguiente.

Lanza se lavó como el anterior, se mudó camisa y salió tomando la calle de Santa-Fé; era muy temprano y tenía esperanza de ver el cupé del día anterior.

Probablemente era aquella la hora en que el jóven regresaba de la casa donde estaba Anita, pues á la altura de la estación Centro América, volvió á encontrar el cupé del día anterior.

Lanza se echó al medio de la calle sin darse cuenta de lo que hacía, y con los brazos abiertos intentó detener la marcha de los briosos caballos.

Pero el cochero lo envolvió de un latigazo formidable, y desviando el carruaje para no pisarlo, pasó por su lado con una velocidad prodigiosa.

Lanza quedó aturdido por el golpe y la afrenta, mirando desde el medio de la calle como se alejaba el cupé.

Miró dolorosamente el surco de las ruedas que había quedado impreso sobre la tierra, y siguió por él, creyendo poder llegar al punto de partida del carruaje.

Cerca de Belgrano se convenció al fin de la inutilidad de la pesquisa.

Las ruedas que había seguido claramente hasta allí, se confundían con el rastro de otras diez mil ruedas, al extremo de ser imposible seguirlas.

Pero aún le quedaba este nuevo consuelo: Anita debía estar en Belgrano.

Y á Belgrano se dirigió ávido de dar con ella.

Pero ¿qué haría de todos modos si la encontraba, desde que ella se negaría á seguirlo?

Esto, que no había pensado Lanza anteriormente, lo decidió á volver á su casa, abandonando toda averiguación.

Con el sueño de la noche anterior, el buen juicio empezaba á aclarar su inteligencia.

Lanza se metió á un hotel y pidió que almorzar.

Pareció que el juicio y el apetito le volvían á un mismo tiempo, pues sentía un hambre de los demonios.

Y al notar que tenía hambre se acordó que hacía dos días que no probaba bocado de comida.

Una buena comida, con su correspondiente vino, predispone al buen humor y aleja los malos pensamientos, sobre todo los pensamientos tristes.

Así es que á medida que Lanza se iba llenando, iba sintiendo disminuir su tristeza y renacer en su espíritu su alegría habitual.

—¡Qué me importa al fin lo que me ha sucedido! exclamó para sí.

Buenos Aires está lleno de Anitas y no es esto lo que me ha de faltar si yo quiero.

No es pues esto lo que debe preocuparme, sinó el trabajo, encontrar de una vez trabajo bueno y que me encamine á un porvenir seguro.

Si esta maldita no se me hubiera cruzado en el camino, yo tendría ya mi porvenir asegurado, y bien asegurado.

La sociedad de doña Emilia me habría asegurado una fortuna, puesto que la buena vieja se había enamorado de mí al extremo de entregarme cuanto poseía.

Yo fuí un mentecato en hacer lo que hice, pero ya la cosa no tiene remedio y es inútil pensar en ella; me servirá de lección y basta.

Todos estos pensamientos de Lanza eran abundantemente rociados de copas, de modo que al poco tiempo el jóven se encontraba en un temple de gran indiferencia.

Permaneció todavía algún tiempo en el café, y á la caída de la tarde emprendió su viaje de regreso á la ciudad.

Lanza llevaba en la cabeza un tratado vinículo que le hacía bailar alegremente las piernas.

A medio camino, Lanza encontró el mismo cupé de por la mañana que iba en dirección á Belgrano, conduciendo al mismo jóven de los días anteriores.

Parecía cosa del diablo que siempre había de encontrar el cupé.

Dentro iba el mismo jóven, que al verlo regresar de Belgrano hizo un movimiento de sorpresa, sorpresa que aumentó poderosamente cuando vió que Lanza al mirarlo soltaba una carcajada.

—Escena de célos á la fija, pensó Lanza al notar el movimiento de sorpresa del jóven.

Va á pensar que vengo de casa de su moza y se van á trenzar en una del diablo.

Y riendo como si le hicieran cosquillas, siguió su camino en dirección á la ciudad.

Cuando llegó la noche, Lanza apuró el paso, entrando á su casa como á las nueve.

Traía un buen humor como pocas veces había sentido, tanto, que á pesar de la fatiga que debía haberle producido la jornada que acababa de hacer, empezó á vestirse para salir á parandear.

Se sentía con deseos de echar una cana al aire, empezando por hacer una visita á la estimable doña Emilia.

La vieja planchadora vino á informarse de la salud de su vecino y á curiosear lo que éste había conseguido averiguar de Anita.

Y quedó á su vez sorprendida al notar el buen humor con que Lanza le decía:

— Parece que ha encontrado uno que le gusta más que yo y que con él se ha ido.

Desearé que le haga muy buen provecho y que no tenga de que arrepentirse.

Siempre es una ventaja vernos libres de una persona que no nos quiere y que nos está engañando.

Lo único que me llama la atención es que me haya dejado la hipoteca de estos baúles que no me sirven sinó de estorbo.

Será preciso que me libre de éstos como me he librado de ella.

La vieja planchadora, que ignoraba que Lanza estaba en una posición tan desesperante y que lo creía empleado en una casa de comercio, desde que se alzó Anita, había concebido sus planes de unión entre Lanza y su nuera.

Así es que aquel modo de expresarse del jóven la llenó de alegría.

Los baúles aquellos estaban muy bien provistos de ropa y siempre su adquisición venía á ser una verdadera lotería.

—Si le estorban aquí, nada más fácil que sacarlos, le dijo.

Casualmente mi nuera anda escasa de ropa y esa le vendrá muy bien; no tiene más que avisar.

—Ahora lo que vuelva hablaremos, respondió Lanza, comprendiendo el partido que podía sacar de aquella dádiva; no he de tardar en venir.

Y miéntras la vieja francesa se entregaba á los más famosos planes de heredar á Anita, Lanza se fué al Casino de doña Emilia, donde se entró como cualquier parroquiano alegre, sentándose delante de una mesa.

Las dos muchachas compañeras de Anita, que aún estaban allí, se le acercaron alegremente á pedirle noticias de la compañera, preguntándole qué quería que le sirvieran.

Pero no había estado cinco minutos, cuando se le acercó doña Emilia con semblante feroz y ademán descompuesto.

La presencia de Lanza le recordó los amargos momentos que por su causa había pasado, los golpes que había recibido y las humillaciones de que había sido objeto.

Se sintió dominada por una ira fabulosa y acercándose á su antiguo amante le intimó que en el acto saliera de su casa.

Lanza, siempre dominado por su buen humor y algo turbado por todo lo que había bebido aquel día, se le rió alegremente en las narices y le dijo que él era uno de tantos parroquianos y que quería tomar una botella de oporto con el derecho que le daba su dinero.

Pero doña Emilia empezó á insultarlo con la mayor vehemencia y en alta voz, lo que provocó un escándalo formidable que hizo acudir al vigilante.

Lanza alegó sus derechos de parroquiano pacífico que venía á beber.

Pero como doña Emilia invocara los de dueña de casa y asegurase que no quería en manera alguna que Lanza permaneciera allí un momento más, el vigilante le intimó que se retirara.

En el pleno dominio de sus facultades, Lanza nunca habría dado lugar á una cosa parecida, porqué siempre conservaba gran miedo por la policía.

Pero el exceso de la bebida lo había aturdido aquel día y no se daba exactamente cuenta de lo que hacía.

Sin embargo, la presencia del vigilante y su intimación le hizo perder los bríos y salió del Casino rápidamente, temiendo que todo aquello fuera á terminar en la Comisaría.

Y pensando que bebía más aquella noche podía hacer barbaridades que le costaran caras después, se dirigió á su casa resuelto á acostarse á dormir.

Al pensar en su casa recordó el proyecto de aventura picante que había dejado pendiente con su vecina la planchadora, y apuró el paso, encontrando que aquella aventura concluyera de distraerle.

Su corazón había empezado á reaccionar á favor de Anita, por la misma influencia del vino, y el quería conservar á todo trame su indiferencia y su buen humor.

Cuando el jóven llegó á sus piezas se encontró en ellas con las dos vecinas que estaban allí instaladas.

La francesa vieja, persona positiva, quería asegurar la dádiva ántes que Lanza fuera á arrepentirse, y de ahí su prisa por terminar la cosa cuanto ántes.

Estaba contando á esta su generosidad, le dijo al jóven apénas entró éste; y ésta tonta no quiere creerme.

¿No es cierto que usted me regala toda esta ropa y estos baúles con tal que los saque de aquí?

—Más que eso, dijo Lanza con su ademán más alegre.

Doy ropas y baúles. sin la condición de sacarlos de aquí, porqué regalo á su bella nuera todo lo que aquí hay, ménos mi ropa, y hasta el derecho de habitar estas mismas piezas y disponer de ellas como dueña, aunque yo las siga pagando.

La vieja francesa quedó deslumbrada ante semejante generosidad.

Pero, fina como era, se apresuró á decir á Lanza:

—Aceptado, aceptado con reconocimiento.

Pero como aquella buena pieza puede venir el día ménos pensado y cuando usted no esté para arrear con todo, bueno será que los baúles pasen á nuestras piezas, de donde no podrá sacarlos.

—No solo consiento, sinó que quiero ayudar á la operación, dijo Lanza.

Y poniéndose en mangas de camisa, ayudó á las mujeres á trasladar los baúles á sus piezas.

No quedaban en las suyas más que los muebles y objetos de lavatorio que también había regalado á la francesita.

Y abierta la comunicación de las piezas, quedó de hecho sancionada entre ellos la vida de familia.