Lanza no quería bajarse de la volanta por temor de ser notado.
Harto debía llamar la atención aquella volanta allí parada, para que él la aumentase con paseos por la vereda ó bajadas y subídas.
—En cuanto venga una persona que espero, dijo al cochero que había olido ya una aventura amorosa, siga no más por la calle de Santa Fé hasta el Robinson, donde se pára.
El Robinson era un café que existe todavía, espécie de hotel campestre á propósito para una aventura amorosa.
Allí caían con frecuencia parejas de novios que iban á ocultarse de miradas indiscretas, ó calaveras que echaban una cana al aire en la más grata y alegre compañía.
En el Robinson no solo se hallaban todas las comodidades imaginables para huir á todo ojo indiscreto, sinó que había allí glorietas perfumadas y poéticas, especie de pequeños paraísos á la francesa que incitaban por sí solos al amor más profundo.
Unos dueños de casa complacientes y reservados, eran la garantía con que novios y calaveras de buen tono, contaban para el misterio que debía envolver toda aventura.
Lanza conocía ya este paraje á donde había acudido con sus modistas algunas veces y con amigos calaveras otras.
Ningún paraje más á propósito para conversar plácida y apaciblemente con su bella.
Allí no había de irlo á molestar la patrona con sus botellas de champagne, ni aquel coro de bebedoras infames, que no tenían más objeto al vaciar una copa, que llenarla de nuevo.
Poco tuvo que esperar Lanza con su volanta, pues si impaciente había estado él, más impaciente lo estaba su bella.
No era la una todavía, cuando Lanza, que miraba por el postigo de la volanta, vió venir á su ídolo por la calle de la Esmeralda.
Luisa caminaba rápidamente; había visto la volanta y como no podía ser otra que aquella donde el jóven la esperaba, había apretado el paso.
Lanza, con el corazón estremecido de emoción, abrió la portezuela y esperó.
Minutos después llegaba Luisa, entraba en la volanta rápidamente y esta enfilaba por la calle de Santa-Fé.
Lanza no pudo contener una exclamación de asombro al ver á Luisa en su soberbio trage de paseo.
Se conocía que ella había puesto todo su esmero en embellecerse.
Y en aquella sonrisa plácida y jovial que mostraba sus dientes blancos y brillantes por un esmalte purísimo, se comprendía que la jóven estaba satisfecha de sí misma.
Su trage elegante y de colores frescos, armonizaba artísticamente con el leve y sonrosado color de su piel, de una tersura infantil.
—Bella, exclamó Lanza, bella hasta el asombro; te miro, Luisa, y tengo que mirarte mucho para convencerme que no eres una criatura de otra vida mejor.
Me parece que no eres una mujer de la tierra.
Luisa se desentendió de este cumplimiento que llenaba su alma de mujer, abandonó su mano á Lanza, que la llevó á los lábios, y dijo:
—Me he tardado un poco porqué tuve mis dificultades para salir.
Aquel demonio, sospechando que yo quería salir con alguna otra intención que la de pasear, quería que una de las muchachas me acompañara.
Y como precisamente mi salida tenía por objeto el vernos libres de testigos, tuve que dar una batalla para salir sola, y apresurar el paso para que no me hiciera seguir.
—Pero ¿no eres perfectamente libre? ¿por qué soportas esa vida de prisión?
—Porqué al fin y al cabo allí tengo un refugio y un sueldo, y gozo de absoluta libertad respecto á mi persona.
Pienso que tal vez en otra parte no podría estar tan bien.
Lanza recordó los modales que había visto usar á los señores de Génova en situaciones parecidas y trató de asimilarse á ellos en todo lo que le fuera posible.
—Bella, exclamó otra vez con su expresión más fina y enamorada, besándole de nuevo la mano.
Eres digna de habitar un astro y te conformas con aquel bodegón infame donde explotan, volviéndola dinero, la luz que irradia tu semblante magnífico.
No es posible que sigas en esa vida, Luisa; no es posible que sigas sirviendo á la explotación de la avaricia; desde hoy en adelante es preciso que yo me haga cargo de tu porvenir y te arranque de allí, como se saca una planta delicada de entre los yuyos que le devoran la vida.
—¿Y qué sería de mí entónces? sola y disgustada con mi familia que no me quiere, ¿adónde iría á golpear la puerta?
—¡Qué! ¡tienes familia aquí y te deja en ese miserable abandono!
Eso es imperdonable, Luisa, y debe tener su castigo en este mundo.
—¡Es muy triste mi historia, amigo mio! exclamó entónces la jóven con una expresión de infinita amargura, y mostrando sobre el magnífico párpado una gruesa lágrima.
Yo estaba destinada á una vida mejor, al lujo y la abundancia, y aquí me tiene usted reducida á una situación desesperante, por maldades y caprichos de mi familia, que ignora hasta que existo sobre la tierra.
—Incomprensible, incomprensible, exclamó Lanza con indignación.
Cuando debieran estar orgullosos de tí, por todos motivos, te abandonan así á la miseria y los peligros.
—¡Qué quiére usted! yo no digo que no haya algo de culpa mía; ¿quién es aquel que no tenga algo de que acusarse?
Pero indudablemente no merecía yo el abandono absoluto en que me tienen: se portan mal conmigo.
Iba Luisa á continuar, cuando llegáron al Robinson.
—Aquí, dijo él, aquí podemos almorzar y hablar con libertad.
Tú no debes haber almorzado, y yo lleno del placer de esta cita, no he almorzado tampoco.
Ella secó las lágrimas que sus palabras y sus recuerdos habían hecho brotar de sus ojos, y ayudada galantemente por él, descendió de la volanta.
En el acto acudió la fondera y llevó á la pareja al interior del hotel.
El traje de Lanza ya hemos dicho que lo hacía parecer un señor riquísimo, y la hotelera no vaciló en ofrecerle la mejor habitación del establecimiento.
Allí estaban con todas las comodidades deseables, sin testigos de ninguna clase ni temor de que alguno viniese á importunarlos.
Lanza pidió á la hotelera les trajese de almorzar, de lo mejor que tuviera en la casa, con una botella de vino generoso y una de champagne, para que pudiera dejarlos solos y no tener que ser interrumpidos á cada momento.
Sumamente práctica, como que no hacía otra cosa, la dueña del Robinson les arregló una mesa con cuanto podían desear, con todo género de fiambres y demás pertrechos necesarios para sostener una batida con el hambre.
Y se retiró á confeccionar los platos calientes, diciendo à Lanza que llamara cuando quisiese que lo sirviera.
Este despachó el carruaje ordenándole volviera á buscarlo á la tarde y se encerró á almorzar con toda comodidad y escuchar la historia que Luisa debía contarle.
Esta se había quitado el sombrero y el tapado, quedando en perfecta comodidad, y se sentó al lado del jóven, que la sirvió con cariñosa delicadeza.
—Confieso que no había probado un solo bocado de comida desde que me levanté, le dijo.
La emoción de esta entrevista que ya sabía yo me iba á hacer recordar cosas dolorosas, por un lado, y la lucha con aquella mujer diabólica que quería hacerme acompañar á todo trance por un testigo inaceptable, por otro, no me dejáron tranquila toda la mañana.
Cuando me llamáron á almorzar ya me estaba vistiendo, y no quise ir.
—No importa, tenemos todo el día libre para hablar de todo lo que nos interesa, respondió Lanza, ó mejor dicho tenemos por delante toda la vida, porqué yo no me separo más de tí.
Cuéntame tu historia, pero ante todo te voy á pedir un servicio.
Es preciso que no me vuelvas á tratar más con ese usted frío y alejador.
Trátame de tú, como si fuera un viejo amigo á quien se ha conocido toda la vida.
—En el casino se trata de tú á todo el mundo, es la práctica, ya lo sabes; pero no sé qué sentimiento extraño me había impedido darte á tí igual tratamiento.
Pero, puesto que así lo exiges, lo hago sin ninguna violencia; no sé por qué me parece que te he conocido toda mi vida.
—Me haces feliz con ese modo de hablar, dijo Lanza besando la mano de su bella.
Y como miéntras hablaban comían con buen apetito, Lanza sirvió dos buenas copas de oporto, que ambos apuraron de un solo trago.
No hay nada que desate la lengua como el buen vino, y Luisa, obedeciendo á este principio invariable, desató la suya en la narración de una historia que dejó asombrado á Lanza, porqué éste no se esperaba cosa semejante.
Para que no interrumpieran aquella narración, había pedido los platos calientes y todo cuanto podía necesitar, y había cerrado la puerta después de asegurarse que de las piezas vecinas nada podían oir.
Luisa bebió su segunda copa de vino como quien desea fortalecerse, y empezó así la narración de su curiosísima historia:
—Yo soy hija del banquero Luis Maggi de Génova, dijo, cuya gran fortuna no puedo en este momento avaluar.
Lanza se estremeció de una manera poderosa, pues en ningún caso contaba con revelación semejante.
—Y son precisamente las rarezas de mi padre y su gran fortuna, continuó ella lo que me ha reducido á situación semejante.
Voy á tomar mi historia desde el punto más remoto que me permitan mis recuerdos, y así podrás apreciar mejor las peripecías amargas por que ha pasado mi existencia.
—Habla con entera libertad, que yo juro no interrumpirte en tu relato, respondió Lanza; y sirvió la tercer copa de vino, que debía establecer la suficiente franqueza en el relato empezada.
Cuando se tiene medio litro de oporto en el estómago, se habla siempre la verdad, porqué desaparece generalmente todo cálculo y toda idea de engaño.
Y esto era lo que Lanza quería, más, después de saber la estupenda noticia de que Luisa era hija del banquero Luis Maggi, á quien conocía de nombre y de crédito, por transacciones que con él había tenido la casa de Caprile.
El interes del corazón que la jóven había despertado en Lanza desde el primer momento, se mezcló al interés de la fortuna y el jóven, tomando una mano de Luisa se preparó á estrecharla, con el propósito de no interrumpirla sinó para hacerla beber y desatar así mejor su lengua, en caso que se anudase y quisiera reservarle algo.
—Mi padre, remontándome á la época que mi memoria me permite, era un simple negociante judío por inclinación, que ocultaba su profesión verdadera de prestamista y su capital que no sé cual sería, bajo el humilde oficio de vendedor de jaulas y trampas de ratones, que vendía por la calle al conocido grito de: ¡Gaggie, Rattaieu!
Era entónces un hombre sumamente hermoso.
Alto, grueso y bien repartido, con su fisonomía varonil y hermosa, con dos ojos ardientes y expresivos, era un hombre capaz de inspirar una pasión á cualquier mujer.
Yo recuerdo como si lo estuviera viendo, y te aseguro que era un hombre hermoso en toda la estensión de la palabra.
Mi padre era un hombre de educación fina y útil; recuerdo que entre otras cosas embalsamaba aves al extremo de parecer vivas y teñía plumas de sombreros con colores preciosos.
Recuerdo que había plumas teñidas por mi padre, que se pagaban á precios fabulosos, relativamente.
Yo me educaba entónces en un buen colegio de Génova, lo que era una prueba del gran amor que mi padre me tenía, cuando pagaba por mí una educación tan cara, él, que no se desprendía de un sueldo sinó después de hacer un violento esfuerzo y meditar un día entero sobre este gasto.
Había entónces en Génova una dama de posición muy distinguida y de notable fortuna, conocida de todo el mundo por su conducta extravagante y liviana.
Esta dama era ya algo entrada en años, pero conservaba restos de una hermosura imponderable.
Se referían de esta dama mil aventuras y picantes, en que había sido víctima de la explotación de jóvenes calaveras que habían soportado el amor de la mujer por el amor de la bolsa, que había sido siempre el objetivo de aquellos amores.
Esta dama había cobrado por mi padre una pasión violentísima, de aquellas pasiones que subyugan completamente á una mujer haciéndola cometer todo género de locuras.
No era preciso ni satisfactorio para una mujer de su posición, tener un amante vendedor de gaggie y rattaieu é impuso á mi padre la única condición de que había de abandonar su oficio, lo que éste aceptó de mil amores.
Siempre era mucho mejor que el suyo, el oficio de amar á una vieja rica y hermosa todavía, capaz de hacer por su amante cualquier locura.
Mi padre abandonó entónces sus gaggie y se estableció como embalsamador de pájaros y comerciante en plumas teñidas, abriendo una casa de esta especialidad, que no era más que el disfraz de otro negocio mucho más positivo.
Sin abandonar sus tendencias de judío, mi padre se dedicaba á descontar letras de buenas firmas, con interéses bárbaros, y prestar dinero á aquellos que sabía se lo podrían devolver, aunque más tarde, pero casi doblado por los interéses y comisiones que se iban acumulando.
La fortuna de su amante le permitía hacer ese negocio en grande escala, con gran contento de ésta, que había logrado por fin un enamorado de juicio que en vez de destrozárselo, aumentaba su capital.
Fué entónces que mi padre me retiró del colegio y me llevó con él á su casa de comercio para que desempeñara el doble cargo de secretario íntimo y tenedor de sus libros cuyas anotaciones misteriosas solo yo podía entender.
Desconfiado, terriblemente desconfiado por naturaleza, solo en mí podía tener la confianza necesaria para hacerme depositaría de sus secretos y apuntes.
Otra hermanita mucho más pequeña, que yo tenía, quedaba en el colegio educándose.
La poca edad la hubiera hecho servir de estorbo á nuestro padre y á mí, que hubiera tenido que dedicarme á su cuidado.
Aburrida en aquella especie de encierro comercial y fastidiada con aquella especial teneduría de libros, mi dediqué á la tintura de plumas y embalsamamiento de pajaritos, en lo que me perfeccioné rápidamente enseñada por mi padre.
Y miéntras este andaba en la calle en sus negocios ó enamorando à su gran dama para hacerle soltar dinero, yo atendía con mi solo esfuerzo al negocio aparente de la casa: teñir plumas y embalsamar aves.
Parece que esta tal dama había firmado letras por grandes sumas á otros amantes calaveras que habían disfrutado el amor de su bolsa antes que mi padre, y cuyos vencimientos serían un golpe tremendo para su fortuna.
Sola, sin parientes y única responsable de sus actos, aquellas letras que había firmado tenían la fuerza ejecutiva de todo documento de ese género, y á su vencimiento no habría más remedio que pagarlas ó ser ejecutado en sus propriedades más valiosas.
Mi padre estaba en el secreto de estas letras, sabiendo solo que ellas eran firmadas á un largo plazo, porqué la dama, como era presumible, no había dejado apunte de ningún género.
Mi padre encontró el único remedio que había para evitar un fracaso y que se ejecutara á su amante por el gran valor de las letras, cuyo monto ella misma ignoraba.
No había más remedio que vender á mi padre todas sus propiedades, asegurándolas así bajo su nombre.
De esta manera, la ejecución de las letras, que podía venir de un momento á otro, los tomaba perfectamente resguardados.
La falsedad de aquellas ventas no podría nunca probarse á mi padre, puesto que su fortuna que nadie conocía á punto fijo, le permitía aquellas compras.
La dama aquella, que estaba enamorada de mi padre hasta la locura, firmó sin vacilar todo aquello que éste quiso y rechazando toda especie de explicación que quisiera darle.
Le hubiera firmado de la misma manera un pagaré sobre la vida.
Lo quería con el amor violento que inspira á una mujer de edad su pasión última y no había sacrificio que no hubiese hecho por él.
Si en vez de proponerle una venta falsa le hubiera propuesto francamente la verdadera cesión de todos sus bienes, los hubiera soltado de la misma manera sin la menor vacilación.
Sucedió al fin lo que era natural que sucediera con aquellas medidas tan hábilmente tomadas.
Las letras se venciéron, vino la ejecución en seguida del protesto y los acreedores quedáron burlados.
No podían llevar á cabo su explotación, porqué la dama no tenía en qué ser ejecutada.
Todas las propiedades que denunciáron y sobre las cuales creyéron poderse cobrar, estaban á nombre de mi padre.
Este no varió por esto en nada su conducta respecto á su amante.
Al contrario, cada día parecía amarla más y estaba más dedicado á ella.
Y yo creo que el amor de mi padre para su amante era sincero.
Al fin él, aunque hermoso todavía, era un hombre entrado en años y no podía aspirar á nada mejor.
Así siguieron las cosas por más de dos años en los que la fortuna de mi padre aumentó de una manera considerable.
Yo iba á casa de la amante, quién me demostraba gran cariño y me colmaba de regalos.
Y mi padre había arreglado las cosas tan bien y de tal manera, que muchos, al ver el lujo con que vivía la dama, pensaban que mi padre se estaba arruinando manteniéndola, porque sus amores con ella no podían ser más públicos.
Ella seguía enloquecida con mi padre, quien satisfacía sus menores caprichos.
Teatro, carruajes, joyas, trajes, cuanto deseaba, mi padre se lo propocionaba al momento, puesto que era como quien dice su apoderado y administrador general.
El tiempo que los negocios dejaban libre á mi padre él se lo pasaba al lado de su dama, demostrándole su cariño por todos los medios á su alcance.
Y á mí misma me decía siempre:
—Es preciso, Luisa, que quieras mucho á esa señora, mira que á sus bondades debo yo la mayor parte de la fortuna que tenemos.
Quiérela mucho, mi hija, y demuéstrale todo lo que la quieres.
Yo, sin necesidad de esta recomendación quería mucho á la dama, porqué ella me obsequiaba siempre y me prodigaba sus cariños.
Conocida la tacañería de mi padre, todos se admiraban de verlo gastar de aquella manera; pues como la dama aquella pasaba por fundida, atribuían á él todos sus gastos.
Solo á mí me decía, y esto sin duda para que no le tuviera mala voluntad, que él administraba los bienes de aquella señora, en secreto, para que sus acreedores no la ejecutaran, y yo sabía por los apuntes de los libros que aquello era cierto y que mi padre al decírmelo no me engañaba.
Sucedió lo que era natural que sucediera, visto la edad de la señora.
Un día vino muy apurada la sirvienta de su confianza y dijo á mi padre que fuera inmediatamente, que á su señora le había dado un ataque terrible y que le rogaba fuera lo más pronto posible.
Mi padre cerró la casa en seguida y se trasladó conmigo á lo de su amante.
Esta se hallaba en cama, gravemente enferma, muy pálida y desencajada.
Apénas nos vió entrar, estiró á mi padre sus brazos aristocrático y le dijo:
—Yo estoy muy mala, Luis de mi alma, y me voy á morir.
—No tengas cuidado, que no ha de ser nada, respondió mi padre conmovido como nunca lo había visto.
He cerrado mi casa y te traígo á Luisa para que te cuide, porqué nadie lo ha de hacer con más cariño.
Entretanto yo me voy á buscar médicos para que te vean y te curen pronto.
—Muchas gracias, Luis, respondió la dama, más tranquila y con acento de profundo cariño; cada día que pasa tengo un nuevo motivo de bendecir quel en que el destino te deparó á mi paso.
—Déjate de estas cosas y ahí te queda Luisa, respondió mi padre; yo me voy ya para no perder tiempo.
Yo me quedé allí efectivamente, compadecida del estado alarmante de la señora y tratando de distraerla como me era posible.
Mi padre salió apresuradamente y al poco tiempo volvió con dos médicos, los médicos más notables de Génova.
Estos la examináron detenidamente, diciendo que no era nada de gravedad; recetáron y se fuéron.
Pero como volvieran á la tarde y mi padre andara como aturdido y pálido, yo me sospeché al momento que había algo muy grave.
Toda aquella noche la pasamos con mi padre al lado de su cama, velándola y atendiéndola con cariñosa solicitud, que la pobre no se cansaba de agradecernos de todos modos.
Al otro día estaba notablemente peor.
Tenía una fatiga inmensa y en sus ojos había una expresión de profundo desaliento.
No era necesario ser médico para comprender que aquella era una enfermedad de la mayor gravedad.
Y á pesar de los prolijos cuidados de la ciencia y del cariño, la enferma se fué empeorado visiblemente.
Al día siguiente la enfermedad se había agravado tomando proporciones amenazadoras, y los médicos dijéron á mi padre delante de mí que aquel era un caso perdido y que debía apresurarse á tomar todas aquellas medidas del caso.
Mi padre no se atrevió á decir esto á su bella, limitándose á rodearla de sus más cariñosos cuidados.
La cosa era tan grave que esa misma noche ella lo comprendió así, y llamándonos á su lado dijo á mi padre:
—Aunque nada me dicen, Luis por no afligirme ó no asustarme, yo veo que estoy muy grave y siento que me voy á morir.
No me desespero, pero me duele profundamente este golpe que viene á arrancarme de entre mi mayor felicidad.
Confieso que ántes nada me hubiera importado morir, hoy lo siento profundamente.
Y la dama rompió á llorar de una manera desconsoladora.
En su palidez mortal estaba más bella y más simpática que nunca.
—Pero ¿por qué te afliges de esa manera? le preguntó mi padre bondadosamente.
Estás grave, sí, pero nada indica que puedas morir, los médicos que te asisten son muy buenos y nada de alarmante dicen aún.
—Pero yo siento que me muero y es inútil tratar de engañarme ya.
Yo tenía que hacer violentos esfuerzos para contener el llanto que se me saltaba á los ojos.
Mi padre me hizo entónces una seña para que me retirase de la habitación, y yo me alejé apresuradamente para dar rienda suelta á mi llanto.
Mi padre quedó solo con la dama y permaneció con ella mucho tiempo.
Yo no sé qué habláron; estaba demasiado conmovida para pensar en cosa alguna.
Cuando mi padre volvió adonde yo estaba, me mandó volver al cuarto de la enferma.
—Consuélala, me dijo, me parece que le queda muy poco tiempo de vida.
Cuando yo volví á la pieza, la dama era presa de una inmensa fatiga.
Poco tiempo después se calmó, pareció tranquilizarse más, y tomándome una mano, me dijo:
—Ya lo ves, hija mía yo me muero sin remedio, en vano me lo quiere ocultar tu padre, yo veo demasiado claro.
Es muy triste caso cuando la muerte nos sorprende en medio de la mayor felicidad.
Quiere mucho á tu padre, hija mía, quiérelo mucho, que él bien lo merece, y trata de mantener fijo en su memoria mi pobre recuerdo y que nadie ni nada pueda borrarlo.
Yo lloraba sin consuelo, nunca me había encontrado en un momento tan terrible.
Y Luisa, retirado el plato que tenía por delante, bebió de un trago otra copa de oporto que le había servido Lanza.
—No te aflijas, hija mía, continuó, me dijo la dama, no te aflijas, esto es natural, porqué yo he vivido ya demasiado.
En seguida le acometió una nueva fatiga, más violenta que la primera y no pudo seguir hablando.
Sus ojos se revolvían entre las órbitas de una manera aterradora y su boca estaba entreabierta con una expresión de inmensa agonía.
Yo tenía un miedo tremendo, pero no me atrevía á separarme de aquel lecho de muerte.
Al cabo de un gran rato, regresó mi padre acompañado de los dos médicos que habían venido los días anteriores y dos más, que sin duda traían para la consulta.
Examináron á la enferma y sentí que uno de ellos decía á mi padre:
—Bueno, amigo, ya la ciencia no tiene nada que hacer aquí, es preciso tener valor, y endulzarle en lo posible sus últimos momentos.
Mi padre estaba envuelto en una expresión de espanto doloroso.
Se veía claramente que tenía por aquella mujer un cariño inmenso.
Me dijo que me quedase allí otro poco y salió con los médicos inmediatamente.
Yo me quedé allí más aterrada que nunca.
El cuerpo de aquella mujer se iba enfriando rápidamente y ya la mano que tenía entre las mías parecía una mano de mármol.
Iba á disparar de allí aterrada, cuando entró mi padre, esta vez acompañado de un sacerdote.
Había llegado el momento tremendo.
Yo salí de la pieza llorando amargamente, y poco después salió también mi padre.
La señora quedaba sola con el sacerdote, pero sin uso de razón ni de palabra.
Pocos, muy pocos momentos después, se sintió en la habitación donde estábamos el murmullo del sacerdote que oraba.
Era pues indudable que la enferma había muerto.
Yo no pude contenerme ya, y vencida por el espanto, caí de rodillas y oré también.
No me había equivocado, pues momentos después apareció el sacerdote y dijo reposadamente á mi padre.
—Ya no hay nada que hacer con ella; está descansando las fatigas de la vida.
Queriendo arrancarme á aquel triste cuadro, mi padre volvió á casa acompañándome.
—Puedes descansar, hija mía, me dijo, yo me voy porqué tengo que cumplir allí mis tristes deberes de enterrarla.
No te preocupes por mí, aunque no vuelva hasta mañana, pues ya comprendes todo lo que allí tengo que hacer.
Mi padre se retiró y yo quedé dominada por el espanto de todo lo que en aquellas horas había pasado por mi espíritu.
En todas partes creía ver el semblante de la moribunda, y mi terror fué tal, que desperté á toda la servidumbre para que viniera á acompañarme.
Me parecía que la muerta venía á llevarme con ella y no podía disimular mi miedo.
Nada quise decir á los sirvientes de lo que pasaba, pues yo no sabía si esto podía disgustar á mi padre.
Este no volvió á casa hasta el otro día, sin duda después de haber cumplido con todos los deberes del entierro.
Cuando vino, me entregó un anillo con un grueso brillante, diciéndome que era un recuerdo que la dama había dejado para mí y que no debía sacar nunca de mi mano.
Desde entónces mi padre quedó con una expresión sombría en el semblante, que no debía disiparse más; se conocía que había querido profundamente á aquella mujer.
Y quedó así dueño de todas aquellas propiedades que, para salvarlas de una ejecución, habían sido puestas á su nombre.
Aquella mujer no tenía pariente alguno cercano.
Uno muy lejano se presentó á reclamar la herencia, pero solo pudo apoderarse de los muebles y objetos que adornaban la casa que ella habitaba y que mi padre no quiso ó no pudo retener.
Desde entónces solo se dedicó á atender los negocios de la casa, que prosperaban notablemente.
Todas las aves curiosas que para el museo llegaban de América y de otras partes, eran confiadas á él para que las embalsamara, en la persuasión de que nadie había de hacerlo mejor.
Ocupado de otros asuntos que le daban una utilidad mayor, el embalsamamiento de las aves estaba absolutamente confiado á mí, que concluí por hacerme tan hábil como él para su preparación.
Mi otra hermana, aunque mucho menor fué sacada también del colegio y traída al almacen, donde yo debía enseñarle todas las preparaciones que conocía, tanto para las aves como para las plumas.
Hombre eminentemente desconfiado, solo se fiaba de nosotras, ysus libros no permitía que fueran tocados sinó por mí.
A pesar de todo lo que trabajábamos en su beneficio, vivíamos con terrible miseria.
Recuerdo con espanto aún, que los días más crueles de invierno los pasábamos con la misma ropa que habíamos usado en el verano.
Jamás nos dió un centavo para poder gastar en un chiche, ni se pasó en su casa de la miserable comida de siempre.
Había sin embargo en el negocio ciertas cosas que nosotras no podíamos hacer, porqué no teníamos el tiempo suficiente.
Se necesitaba un empleado para que estuviese de firme en la casa, y otro para que hiciera en la calle aquellas diligencias que nosotras no podíamos hacer, como ir á entregar al museo las aves embalsamadas, cobrar las cuentas y otras cosas imprescindibles.
Mi padre se vió forzado á tomar dos dependientes, con muy escaso sueldo, pero con la promesa de írselos aumentando á medida que se pusieran más prácticos.
Uno de éstos era un jóven de muy buena familia, bien acomodado y sumamente simpático.
Desde que este jóven entró en la casa, se vió su deseo de ser agradable y necesario á mi padre, que le tomó cariño desde el principio, viendo sus buenas disposiciones y su deseo de trabajar.
Arturo que así lo llamaré, era muy fino y atento conmigo.
Me hablaba con mucho cariño y me ayudaba en mis quehaceres todo el tiempo que lo dejaban libre los suyos.
Yo hallaba cierto encanto en su conversación y recibía con placer todas sus demostraciones de cariño.
Un día, miéntras embalsamaba un bello pájaro, se acercó á mí y me dijo cariñosamente.
—Yo no tengo necesidad de este empleo, Luisa, ni de un sueldo tan miserable.
Sin embargo, por este he despreciado empleos mucho más ventajosos como carrera y con un sueldo diez veces mayor.
Y hubiera tomado este aún sin sueldo; ¿sabe usted por qué, Luisa?
Yo no sé por qué me turbé, miré á Arturo poniéndome colorada y no atiné á contestarle.
—Pues lo he preferido, siguió el jóven, porqué este empleo me proporciona el placer de estar siempre á su lado, porqué desde el primer día que la ví á usted, la amé con locura.
Yo la amo, Luisa, con delirio, como solo se ama una vez en la vida, y creo que no habría sacrificio en la vida que no abordara por no salir de esta casa que me proporciona el placer de estar á su lado.
Francamente yo recibí aquella manifestación con el mayor agrado.
Sentía por aquel jóven un cariño dulce y tranquilo que yo misma no acertaba á explicarme.
No le contesté nada, me limité á mirarlo, pero lo miré con tal expresión, que él me dió las gracias diciéndome:
—Dios bendiga esos ojos cuya mirada me hacen tan feliz en este momento.
Desde aquel día empezáron con el jóven unos amores vehementes como era natural en jóvenes de nuestra edad.
Eran las primeras palabras de amor que yo sentía pronunciar á mi oído, y eran dichas con tanto cariño, con tanta dulzura, que me sentí fuertemente emocionada.
Desde entónces todos los momentos libres que tuvimos, fué para conversar de nuestro amor, y para hacer mil proyectos del porvenir.
—Cuando yo me haya ganado más la confianza de su padre, me decía, y vea él bien claro que yo soy un hombre digno y honrado, yo la pediré en matrimonio, Luisa, y entónces aseguraremos nuestra felicidad eterna.
Y con estas conversaciones yo sentía diariamente que mi cariño aumentaba por él, al extremo de andar yo misma buscando la oportunidad de hablarlo, cosas bien fácil, porqué mi padre pasaba fuera del almacen una buena parte del día.
Arturo me obsequiaba siempre con ramos de flores, bombones delicados y masitas.
Y yo, habituada á la miseria espantosa en que vivía, recibía cariñosamente aquellos obsequios.
—Yo desearía regalarle otras cosas que usted necesita, me decía, pero las vería su padre y entónces todo se echaría á perder y sería capaz de despedirme de su casa, lo que sería mi muerte.
Así, nuestros amores iban creciendo, mecidos por la esperanza de un porvenir mejor.
El aprecio de mi padre por Arturo aumentaba también, al extremo de llegar á subirle el sueldo voluntariamente.
Con este motivo habíamos llegado á considerarnos felices, pues dados estos antecedentes, mi padre no se negaría á dejarnos casar.
—El secreto está en no pedirle nada, me había dicho Arturo, sinó en hacerle creer que se le dá.
Siendo yo su hijo político, él pensará que gana un dependiente á quien no pagará sueldo en adelante y todo queda así perfectamente arreglado.
Yo creía en el amor de Arturo, como se cree en las verdades de la religión.
No pasábamos separados un solo momento del día, pues cuando él no estaba en nuestro gabinete de trabajo, estaba yo en el despacho.
Y cada día sus palabras eran más ardientes y más entusiastas.
Fuera del cariño de mi padre yo no había conocido más cariño que el de Arturo.
El había despertado mi corazón a las sensaciones del amor, y mi cariño por él era completamente ciego.
Si él me hubiera dicho cualquier enormidad yo la habría creido sin vacilar.
Cuando le pagaban su sueldo mezquino, siempre lo empleaba en obsequios para mí, obsequios que yo recibía llena de placer, pues fuera del anillo que me dejó aquella dama de mi padre, yo no había jamas recibido obsequios de ninguna clase.
Arturo me traía pequeñas joyas que yo guardaba para que mi padre no las viera y me traía flores y demostraciones de su recuerdo en pañuelitos, perfumes y todas aquellas cosas que una mujer tanto agradece.
Yo concluí por amar á Arturo de tal manera, que lo apresuré á que diera el paso deseado respecto á mi padre.
—¿Y si tu padre se niega? me preguntó pálido y tembloroso.
Mira que si él no quiere me vá á despedir de su casa, y vamos á perder la felicidad íntima de estar juntos.
—Si se niega ahora, es porqué se ha de negar siempre, le contesté.
Yo lo rogaré, yo lloraré, yo haré todo lo que esté en mi mano para hacerlo ceder.
—¿Y si á pesar de todo esto no cede? —
—Poco importa, no por eso ha de disminuir el amor que te tengo y podremos poner en juego otros recursos.
—Si tú me juras que una negativa de tu padre en nada puede disminuir nuestro amor, me dijo, hoy mismo mando á mi padre que hable á don Luis.
Yo juré á Arturo que nada en la tierra era capaz de disminuir el cariño inmenso que yo le profesaba, y él se resolvió entónces á dar el paso que tanto miedo le imponía.
Habló con su padre y en la noche del día siguiente éste vino á hablar con el mio.
—Yo no tengo valor para quedarme aquí, me dijo Arturo, porqué tengo miedo que tu padre me llame y me eche una peluca espantosa despidiéndome de su casa.
Mañana ya es distinto, porqué se habrá enfríado, se le habrá pasado la rábia y será más fácil ablandarlo.
Si la contestación es favorable, yo te lo avisaré mañana en cuanto abran el almacen; si es fatal no necesitas que yo te lo avise, porqué el mismo don Luis te lo dirá esta noche, recomendándote probablemente, que no vuelvas á mirarme á la cara.
Confieso que al oir hablar así á Arturo tuve miedo, pero un miedo que pronto se disipó por un pensamiento razonable.
¿Qué razón podía tener mi padre para oponerse á mi felicidad?
No existía ni aún la misma de su miseria, puesto que nada se le pedía y puesto que se trataba de un jóven tan honrado y trabajador que él mismo le dispensaba toda su confianza.
Cuando vino el padre de Arturo y se encerró con el mío en el escritorio, sentí despertarse en mí el sentimiento de la curiosidad, que nunca había conocido, y me puse á escuchar lo que hablaban, al lado de la puerta.
¡Qué momento de amarga angustia! no recuerdo otro tan desagradable y tan triste.
Desde las primeras palabras del padre de Arturo en que pudo comprenderse el objeto de su visita, el mío se puso de un humor espantoso.
—Es inútil que usted siga adelante, le dijo, porqué lo que usted viene á pedirme es un desatino digno de un loco.
—Pero, amigo mio, decía aquel hombre razonable, no puede haber nada más justo ni natural que lo que yo le digo á usted, salvo que usted tenga otros proyectos para su bella hija.
Arturo es un muchacho bueno, digno y trabajador; nadie más aparente que usted para conocerlo, puesto que lo tiene á su lado.
¿Qué cosa más natural que querer casarse con una niña igualmente digna y bella?
—Muy natural, muy digno y sobre todo muy cómodo, contestó mi padre.
Pero yo no he trabajado medio siglo rompiéndome el alma y haciendo una fortuna, para que el primer tonto que llegue y quiera apoderarse de ella, no tenga más trabajo que el de enamorar á mi hija y pedírmela en matrimonio.
Su hijo es muy muchacho, aún tiene tiempo de trabajar para formarse una fortuna y casarse después que la tenga.
Creo, pues, que hemos hablado lo bastante y que no tengo nada más que responder.
—Piense, amigo, que cuando dos jóvenes se aman apasionadamente, es peligroso negarles así toda esperanza, porqué entónces suelen hacerse justicia por su mano.
—Amigo mio, yo gobierno mi casa y mi fortuna y estoy acostumbrado á que se haga lo que yo mando.
Lo que es mi hija corre de mi cuenta, cuide usted de que el suyo no se meta á lo que no debe, y todo habrá pasado en paz.
Yo me retiré rápidamente de la puerta, y me fuí á mi cuarto donde me puse á llorar amargamente.
Arturo seguramente iba á ser despedido por mi padre, y ya no podríamos vernos como ántes ni conversar con él de sus plácidos amores.
¿Qué había querido decir el padre de Arturo con aquello de hacerse justicia por su mano?
Esto era lo que más me intrigaba y lo que yo quería saber á toda costa.
Esperé á que mi padre me llamara para decirme algo, pero esperé inútilmente, pues poco después lo sentí dirigirse á su cuarto donde se recojió como lo hacía siempre, después de haber revisado los libros de la casa.
Yo no pude dormir en toda la noche, llegando en mi desesperación hasta maldecir la fortuna de mi padre, puesto que esta fortuna era la causa única de que mi padre no consintiera mi casamiento.
Toda la noche me la pasé llorando y pensando lo que sería de mí, separada de aquel hombre á quién tanto amaba.
Yo conocía la firmeza de voluntad de mi padre y sabía por esperiencia que cuando él había dicho que nó una vez, era inútil insistir.
A la mañana siguiente, pálido y desencajado se presentó Arturo á la hora de siempre.
No podimos vernos sinó de léjos, porqué mi padre lo esperaba y apénas entró lo llamó á su escritorio.
Tuve vehementes deseos de ir á escuchar como la noche anterior, pero confieso que no me atreví.
Temí ser sorprendida, y me quedé donde estaba trabajando, sofocando los sollozos que me ahogaban.
La conferencia aquella duró muy pocos minutos, al cabo de los cuales ví que Arturo salía del escritorio, tomaba su sombrero y se alejaba del almacen después de haberme hecho con la mano una rápida señal de espera.
Poco después salió del escritorio mi padre y viniendo á donde yo estaba me dijo bruscamente:
—Acabo de despedir á ese imbécil, porqué al casarse contigo pretendía casarse con mi fortuna.
Cuidado con lo que se hace en adelante, Luisa, porqué yo no he trabajado para alimentar haraganes.
No me atreví á contestar una palabra.
Dí vuelta el semblante para ocultar mis lágrimas y seguí trabajando.
Mi padre se retiró sin decirme una palabra.
Aquel día fué para mí de insoportable tormento.
A la tarde, cuando mi padre salió como de costumbre, entró rápidamente Arturo y me entregó una carta, diciéndome:
—Toma y trata de tenerme la contestación para mañana á esta hora; es el solo medio que tenemos de entendernos por ahora y es necesario no perderlo, por eso no me demoro más.
Y salió tan rápidamente como había entrado.
Mi padre demoró unos pocos minutos; sin duda temía que Arturo viniera en su ausencia y solo había salido á algo muy urgente.
Miró por todas partes y no hallando nada que pudiera hacerlo sospechar, se metió á su escritorio.
Recién á la noche pude leer la carta de Arturo.
El pobre me contaba con frases llenas de amargura y de dolor lo que yo sabía tan bien como él.
No hay que tener la menor esperanza en que tu padre ceda, y es necesario que me digas si estás dispuesta á hacer lo que yo te indique, si no, no podremos vernos más, y ante tamaña desventura yo me mataré, Luisa mía, porqué la vida sin tí no la quiero para nada.
Esta carta me produjo una impresión tremenda.
Ya se me figuraba ver á Arturo muerto por mi amor y acusándome de su muerte; aquello era horrble para una niña impresionable como yo lo era entónces.
Se me figuró que ya no lo volvería á ver más en la vida, que yo sería un sér desventurado, y le contesté con toda la vehemencia de mi cariño así amenazado.
Te amo siempre, Arturo, pero ahora te amo más que nunca.
Todo cuanto me indiques lo haré sin vacilar y aunque me hubiera de costar la vida; no te desesperes, que mi amor no ha de faltarte un solo momento.
Guardé aquella carta que debía entregarle al otro día y como la noche anterior no había dormido, me dormí profundamente.
Al siguente día me levanté tan temprano como siempre y me puse á trabajar sin saber lo que hacía, pues todo mi pensamiento estaba en Arturo y en el momento que le debía entregar mi carta.
Largo fué para mí aquel día, inmensamente largo.
Mi padre salió como el anterior, tarde y apénas un momento.
Pero aquel momento fué lo suficiente para que entrase Arturo y recibiera de mí aquella carta que saqué de mi seno para dársela.
¡Con qué expresión de suprema ansiedad recibió mi carta! ¡parecía un hambriento que se lanza sobre un plato de comida!
Estrechó mis manos hasta hacerme mal, y salió rápidamente después de decirme:
—Hasta mañana, hasta luego, hasta siempre y cada vez que salga tu padre vendré á contemplarte aunque sea un solo segundo.
Mi padre, como el día anterior, no demoró más que un momento en la calle, regresando en seguida y mirando siempre á todas partes como si buscara algo.
Al día siguiente, y apénas salió, recibí la segunda carta de Arturo.
El pobre estaba allí de centinela perpétuo hasta que mi padre salía para poder entrar él.
En aquella carta que creo leí en una sola mirada, me decía que no podría jamás habituarse á vivir separado de mí, que aquella situación era horrible.
Es preciso que hagamos algo por nuestra felicidad y solo de tí depende, mi ángel, agregaba.
No nos queda sinó un solo recurso, el recurso de la fuga.
Huyendo juntos un poco de tiempo, tu padre para cubrir la falta, no tendrá más remedio que consentir en nuestro casamiento, casamiento que le impondrá nuestra situación y la suya misma.
De otro modo nuestra eterna desgracia es inevitable, pues ya sabes que tu padre no ha de consentir nunca en este casamiento.
Mañana te obligaría á casarte con algún viejo rico y tu pobre Arturo se haría saltar los sesos léjos de tí.
Nuestra felicidad está, pues, en tus manos, Luisa mía.
Medita y contéstame, que solo espero tu contestación para prepararlo todo. —
Yo estaba loca.
No pensaba en otra cosa que en Arturo y no tenía más voluntad que la suya.
Eso de que podía hacerse saltar los sesos me hacía un efecto de terror imposible de pintar, porqué yo sería la única culpable de semejante desventura.
No pensé, no reflexioné en la enormidad que Arturo me proponía, y le contesté que haría cuanto me dijese.
Para mí aquello era muy simple, puesto que mi padre para evitar el consiguiente ridículo, tendría que consentir en un matrimonio del que dependía la felicidad de toda mi vida.
Esta carta no se la puede dar á Arturo hasta el día siguiente, porqué mi padre no volvió á salir.
Al llevar la mía, Arturo me dejó otra carta, en la que me manifestaba que era preciso apurar la huída, porqué ya había sido notada en el barrio su eterna presencia.
Pueden contárselo á tu padre de un momento á otro, me decía, y si este llega á saberlo, perderemos este único medio de comunicación.
Yo quedé aterrada con esta carta; no poder ver más á Arturo ni escribirme con él, era una desgracia irresistible para mí.
Felizmente yo había consentido en sus planes, y de él solo dependía su más rápida ejecución.
¡Ah! si yo hubiera meditado un momento, si yo hubiera tenido quién me diera un consejo amigo, ¡cuántas desgracias no me habría evitado!
Luisa se interrumpió un momento para tomar una copa de champagne que le sirvió Lanza.
El relato y los recuerdos que éste despertaba la habían fatigado de una manera dolorosa.
Después de una corta pausa siguió diciendo:
—Al otro día cuando salió mi padre, se me presentó Arturo radiante de felicidad.
Sonreía con una placidez infinita y agitaba en su mano la carta que me traía.
—Querida de mi alma, me dijo, veo que me amas inmensamente, Dios te bendiga y te compense todo el mundo que abres á mi pobre alma.
Por estas cartas verás que no nos veremos ya más hasta pasado mañana, pero que entónces nos veremos para no separarnos más en la vida.
Pasado mañana, desde el amanecer, yo te esperaré con una volanta al dar vuelta la calle.
Cuando tu padre salga, sales tú también: no te preocupes de traer nada, que tendrás todo cuanto te haga falta.
De aquí saldremos al nido que te he preparado, que será nuestro cielo, y verás que pronto cede tu padre y nos dá permiso para que nos casemos.
Yo no podía modificar aquel plan, puesto que no tendría ocasión de hablar ni de escribir á Arturo.
No había de dejarlo plantado con todos sus preparativos, y me resigné á seguirlo, lo confieso, con un placer íntimo y verdadero.
Nada tenía que aprontar para llevar conmigo.
¿Qué había de aprontar, si yo no poseía más que ropa vieja y remendada?
Junté todos los obsequios que había recibido de Arturo y que constituía toda mi fortuna, toda mi verdadera fortuna, y estuve lista para la partida.
¡Qué largo me pareció el tiempo desde entónces!
El día lo pasaba algo distraída con mis quehaceres, pero la noche me parecía horriblemente larga é interminable.
Aquí Luisa se interrumpió de nuevo.
Lanza le había servido una copa de licor y café, instándola á que siguiera sin omitir detalles.
—No sé como seguir, dijo; ahora tengo vergüenza.
Y sus ojos brillantes por el alcohol que había ya tomado, esquiváron la mirada apasionada de Lanza.
—Sigue adelante, le dijo éste, tu relato me interesa de tal modo, que siento crecer de una manera imponderable la inmensa simpatía que hasta tí me ha arrastrado.
Luisa estrechó la mano que amorosamente le tendía el jóven y siguió así su interrumpido relato:
—No omitiré un solo detalle, por duro que me sea.
Miéntras más lentamente pasaba el tiempo, era mayor mi deseo de ver llegar el momento de la partida.
Me parecía que alguna desgracia se iba á cruzar por el medio, desgracia que no íbamos á poder evitar.
Aunque mi padre no podía sospecharse lo que pasaba, y su conducta en nada se había modificado, yo pensaba que todo lo sabía y que en el momento de mi salida se me iba á poner por delante deteniéndome.
La mañana de la partida llegó por fin; yo me levanté más temprano que nunca, y por primera vez de mi vida sentí la necesidad de parecer más bella.
Me vestí con la mejor ropita que poseía, y me perfumé con los perfumes que Arturo mismo me regalara.
Como si Dios quisiera protejer mi huida, mi padre me dijo que él tenía que salir temprano y que si á hora del almuerzo no estaba en casa, podíamos almorzar no más, pues él se demoraría algo.
Yo me eché á temblar.
¿Sospecharía mi padre lo que pasaba y aquel no sería más que un lazo para confiarme más?
Casi me hizo renunciar á mi propósito el miedo de ser tomada en el delito.
Pero pensé en la desesperación de Arturo, que podía llevarlo á un extremo fatal y me resolví.
Eché una mirada última á aquella casa donde tanta miseria había pasado y donde tan feliz había sido en mis amores y salí precipitadamente á la calle, tomando la dirección que me había dado Arturo.
Yo iba temblando de miedo.
Me parecía que todos cuantos me miraban conocían mi delito y que mi padre iba á aparecérseme de pronto.
¡No es posible imaginarse todo lo que yo sufrí en aquellos pocos minutos!
Al volver la calle y á pocos pasos de la esquina, ví la volanta parada.
Por la portezuela asomaba la bella y jovial cabeza de Arturo.
Fué tal la impresión que experimenté, que tuve que agarrarme de la pared para no caer, porqué las piernas me tembláron fuertemente.
Al ver que me detenía, Arturo vino hasta mí y me ayudó á llegar á la volanta donde subimos rápidamente.
El cochero, que sin duda ya sabía lo que tenía que hacer, castigó los caballos y partió á escape.
Recién pude respirar con libertad relativa, pues siempre tenía miedo que en el momento ménos pensado nos detuvieran la volanta.
—¡Juntos, juntos para toda la vida! exclamó Arturo acariciándome de todas maneras.—¡Oh! gracias, mi bella, gracias, ¡me has hecho el más feliz de todos los hombres! ya no nos separaremos más en la vida, pues tu padre tendrá ahora que damos su consentimiento.
Y yo al escucharlo y recibir sus caricias, me sentía inmensamente feliz.
¡Quién me hubiera dicho en lo que todo esto vendría á parar!
La volanta siguió rodando hasta la estación del tren, donde Arturo tenía pasaje, y subimos.
Ya no era posible tener miedo de ser sorprendidos, porqué cuando mi padre llegara á casa, estaríamos tal vez al fin de nuestro viaje.