Ya quedaba Lanza perfectamente lanzado en el comercio como fuerte consignatario.
Su clientela de napolitanos había aumentado mucho, al extremo de que con ella sola se hubiera podido sostener.
Lanza comprendió que necessitaba todo su tiempo para atender á sus negocios y á su escritorio, siéndole urgente entónces retirarse de lo de Caprile.
La felicidad de su hogar era completa; Luisa lo amaba inmensamente y su cariño aumentaba cada día al ver la conducta irreprochable de la jóven, que vivía completamente entregada al trabajo y al amor de su marido.
Puede decirse que Luisa había roto con todas sus relaciones pues solo se visitaba con sus tíos.
Todo su día y gran parte de la noche la empleaba en sus trabajos de modista y á embalsamar pájaros, siendo este último trabajo el que más le producía.
Lanza la miraba cariñosamente y le decía que pronto quedaría libre de todo trabajo, y entregada como una señora, á disfrutar del dinero que él ganara á manos llenas.
Habiendo decidido retirarse de lo Caprile, duplicó sus pequeñas operaciones de explotaciones y de sonsacamiento de clientela.
Ya á todos los que iban por la mañana á remitir dinero, les decía que la casa no se ocupaba más de pequeñas operaciones, y los remitía á su escritorio, haciendo de él las más exageradas ponderaciones.
Estos nuevos clientes se encontraban en lo de Lanza con los otros que iban á recibir ó remitir cartas y como éstos les referían las muchas ventajas que allí habían hallado, se quedaban sin la menor vacillación.
La casa de Caprile no pudo ménos que notar la gran disminución de clientela que había tenido de tres meses á entónces y empezó á inquirir la causa sin poder atinar con ella.
La ambición desmedida que se había apoderado de Lanza, vino á hacerle sufrir el primer contraste.
Un día se presentó al escritorio de Caprile una persona á hacer un giro fuerte sobre Génova.
Era la primera vez que se presentaba en el escritorio y Lanza pensó que podría impunemente hacerle una jugada que le dejara alguna utilidad.
Lanza salió á cambiar en oro el dinero que se le daba para hacer el giro pedido, regresando al escritorio inmediatamente.
Pero al dar el vuelto y hacer la liquidación de la letra, se quedó con el valor de cuatrocientos francos.
Si el comitente contaba el dinero y notaba la falta, una equivocación la sufre cualquiera; ¡qué diablo!
Devolvería el dinero y contra cualquier mal pensamiento estaba su crédito en el escritorio.
Y si el hombre no notaba la falta de dinero, Lanza hacía un buen negocio sin peligro de ningún género.
El cliente, confiado en el proceder de la casa, ni siquiera revisó el dinero y la cuenta.
Guardó todo en su bolsillo, y se retiró después que le entregáron el correspondiente recibo.
Aquella tarde Lanza no cerró su libro como tenía de costumbre, intencionalmente.
Era una salida que se dejaba para el caso en que el hombre se presentara á hacer el reclamo al siguiente día.
Pasado éste, ya no había reclamo posible y él quedaba dueño del dinero.
Pero al día siguiente el hombre se presentó á hacer su reclamo, diciendo que recién había rectificado la cuenta y el vuelto, encontrando que le faltaban cuatrocientos francos.
Lanza sostuvo en términos enérgicos que había devuelto el dinero exactamente y que bien comprendía que al día siguiente no era posible atender un reclamo tan fuerte.
Pero el cliente se alzó con el santo y la limosna, alegando en términos descomedidos y violentos que se le había dado dinero de ménos.
Lanza alzó la voz y la alzó el cliente también, acudiendo á la discusión el señor Caprile que se encontraba en su escritorio.
Dados los antecedentes de Lanza y lo tardío del reclamo, el señor Caprile observó al cliente que el error podía estar de su parte, pues con aquel dependiente nunca se había tenido una dificultad.
Pero el hombre se mantuvo en sus trece.
Lanza vino entónces á dar un corte momentáneo á la cuestión, pero que el cliente en manera alguna podía rechazar.
—Casualmente yo no he balanceado mi libro anoche, dijo, como ni el Papa es infalible por más que se diga, puede ser que yo me haya equivocado.
Esta noche cerraré el libro y si aparecen los cuatrocientos francos de más, los devolveré al señor y no tendré inconveniente en ofrecerle mis escusas.
Pero si no aparecen en mi libro, el señor habrá perdido el dinero en otra parte y yo no puedo permitirle que venga á dirigirme el menor reclamo, mucho ménos en el tono que lo hace
Caprile encontró sumamente justo aquel procedimiento, dan do á su dependiente toda la razón.
Así es que el cliente se retiró quedando en volver al siguiente día.
Lanza pretextó una salida imprescindible ántes de la hora habitual de retirarse, y se fué sin balancear el libro, tratando as de hacer el último esfuerzo para quedarse con aquel dinero.
A la mañana siguiente el reclamante se presentó en el escritorio á ver el resultado del balance dado por Lanza.
Como todas las mañanas, Lanza estaba solo en el escritorio y nadie podía escuchar lo que dijera.
Así es que con un tono áspero dijo al cliente:
—He encontrado exacto mi balance y usted habrá perdido el dinero en otra parte.
Si yo se lo hubiera dado de ménos, aparecería en mi libro y en mi libro no está; luego usted no tiene razón.
El hombre se irritó porqué tenía conciencia de lo justo de reclamo que hacía.
Pero Lanza se irritó también, porqué así convenía al pape que representaba y lo invitó á retirarse y á no importunarlo más
Se cambiáron entónces algunas groserías é inconveniencias y el cliente se retiró por fin asegurando que era la última vez que ponía sus piés en semejante casa.
Era precisamente lo que Lanza quería para embolsarse tranquilamente aquel dinero.
En cuanto el cliente se retiró, balanceó su libro para quedar á cubierto con Caprile y se metió al bolsillo el dinero que er previsión de todo tenía aún en el cajón, para el caso en que lo hubiera tenido que devolver.
Preocupado con las mil ocupaciones que sobre él pesaban, el señor Caprile no volvió á recordar aquel incidente del reclamo, creyéndolo ya completamente arreglado.
Lanza tuvo por su parte buen cuidado de no recordárselo.
El estaba seguro de que aquel cliente, como lo había dicho no pondría más sus piés allí, y entónces su negocio quedaba en el misterio.
Los cuatrocientos francos ya ni Cristo los sacaría de su bolsillo.
En este intérvalo Lanza recibió de su suegro la segunda carta y la segunda remesa de mercaderías, pequeña también, pues aún no había recibido el dinero y la noticia de haber sido vendido la primera.
Lanza se sintió entónces plenamente satisfecho.
Si su suegro le remitía nuevas mercaderías sin haber tenido noticias de las primeras, era lógico esperar que al saber y recibir el resultado de las primeras, se las remitiría entónces sin limitación alguna, más, viendo que giraba á la vista contra los banqueros Parody, en poder de quienes tenía buenas sumas, procedentes de giros remitidos por su clientela y que se debían pagar á diversos plazos.
Su crédito empezaba pues á tomar proporciones envidiables.
Entónces y deseando dedicar todo su tiempo á sus asuntos, decidió despedirse del escritorio del señor Caprile.
La clientela pensaba seguírsela arrebatando con solo venir á la puerta del escritorio todas las mañanas, á la hora en que el señor Caprile no podía estar allí.
—Así podría hablar con los clientes del escritorio á quienes nada había dicho ántes, y reducirlos con el aviso de que él había establecido una casa mejor que aquella y que como él estaba al frente siempre, serían mejor tratados y atendidos que allí, donde vendría un dependiente nuevo que para nada los conocía ni podía habituarse como él á las costumbres de cada cual.
Esto indudablemente podía causar un gran perjuicio á Caprile, pues aquella clientela de gente infeliz y fácil de engañar, acostumbrada ya á Lanza, se iría con él sin meterse en más averiguaciones.
Muchos de ellos no habían tratado en todos sus negocios sinó con Lanza, de modo que para ellos Lanza era el banquero y aquello no importaba sinó un cambio de domicilio.
Eran incalculables los perjuicios que para Caprile podía importar aquella conducta.
Decidido á retirarse, Lanza lo comunicó á Caprile, pero por supuesto, sin decirle que establecía un negocio igual al suyo, para que no fuera á sospechar nada referente á la clientela.
—Mi suegro me está mandando mercaderías á consignación le dijo, y yo no puedo atener ese negocio con mis ocupaciones del escritorio á las que debo todo mi tiempo.
Ese negocio importa mucho para mí, porqué si me vá bien, en poco tiempo podré abrir una casa en grande y hacer mi fortuna.
Solo una razón como esta es capaz de hacerme abandonar una casa donde he sido tan bien tratado.
Ahora tengo sobre mí mayores obligaciones y es necesario me haga un porvenir más independiente.
Yo, sin embargo, me quedaré á su lado hasta que usted encuentre un dependiente que pueda reemplazarme á su satisfacción.
Caprile encontró perfectamente razonable lo que Lanza decía.
Era muy natural que su suegro, siendo un hombre rico, lo ayudara mandándole mercaderías y era muy justo que el jóven quisiera dedicarse por completo á aquel negocio.
Así es que sin sospecharse nada de lo que había en el fondo de todo aquello, y sintiendo la separación del jóven, le ofreció su ayuda en todo lo que pudiera servirlo, quedando en poner un dependiente á su lado para que se hiciera práctico en las obligaciones de Lanza.
Aquel era uno de los mismos dependientes de la casa, sumamente adicto á Caprile y deseoso de hacer méritos para seguir en la casa y mejorar de sueldo y de posición.
Lanza se encargó de instruirlo en sus obligaciones tan rápidamente como le fuera posible, suponiéndole muy poco tenerlo á su lado, porqué un novatón como aquel no podía causarle el menor perjuicio.
Con proceder delante de él con toda integridad, á nada se exponía, pues el secreto de sus manejos no podía ser penetrado se él mismo no lo mostraba y no lo explicaba en su detalle.
El reemplazante de Lanza empezó á concurrir al escritorio á la misma hora que éste, para atender al despacho de la clientela matutina y al manejo del correo, en lo que se refería á remisión de correspondencia.
En el primer día, el jóven notó una cosa que le llamó la atención, y es que muchas personas que venían, hablaban con Lanza en voz baja y como evitando que él las oyera.
Sin embargo, por más en silencio que hablaban, el jóven pudo oir de uno y otro lo bastante para comprender que se trataba de clientela particular de Lanza, que se refería á la casa Tacuarí 81.
Lanza no le había dado ninguna explicación al respecto, pasándose la mañana sin que acudiera ningún cliente para el escritorio.
A la noche el nuevo dependiente habló con Caprile para contarle lo que había aprendido y las dificultades que había hallado en el nuevo puesto, quedando asombrado que en toda la mañana no hubiese ido cliente alguno para la casa.
Esto era extraño, y mucho más extraño le pareció, el saber que había ido mucha gente en busca de Lanza.
Sin embargo, nada dijo, prometiéndose averiguar lo que había al respecto.
¿Qué significaban aquellas referencias á la calle Tacuarí 81, donde vivía Lanza?
Por más confianza que tuviera en su dependiente, aquello era como para llamarle la atención.
A la mañana siguiente sucedió lo mismo.
De todas las personas que viniéron al escritorio y habláron con Lanza, solo uno quiso remitir una carta con algún dinero para la familia, carta que Lanza encargó al nuevo dependiente que la escribiera.
Cuando Lanza se fué á almorzar, el dependiente comunicó á sus compañeros lo que sucedía, y el fenómeno de no venir ya para la casa ni un solo cliente.
Hablaban de esto, cuando llegáron dos sugetos en busca de Lanza, siendo uno de ellos un antiguo cliente.
—¿Qué es eso? le preguntaron, ¿ya no mandas dinero ni escribes para tu familia?
—Sí escribo, respondió y mando dinero, pero lo hago por otra parte que no son tan careros como ustédes.
Ustédes están cobrando el cinco y allí no pagamos sinó el tres, y mejor servidos.
—¿Y por qué casa mandas que pueda servirte mejor que nosotros?
—Por la calle Tacuarí 81.
Era preciso poner aquello en conocimiento de Caprile, puesto que el domicilio indicado importaba dos cosas graves.
Primera, que Lanza sonsacaba para sí la clientela de la casa, y segunda que la clientela de la casa era corrida por la enorme comisión del cinco por ciento, cuando allí nunca se había pagado más que el tres.
Aquella diferencia de precio ¿era únicamente para correr la clientela, ó era con el doble objeto de buscar un perjuicio á la casa?
De todos modos era necesario que el señor Caprile supiera lo que pasaba y aquel mismo día lo pusiéron en su conocimiento.
El señor Caprile no podía creer lo que le decían.
¿Cómo era posible que un dependiente que había sido un modelo como conducta y honradez, cometiera actos semejantes?
Antes de proceder, ántes de herirlo con una ofensa semejante, era preciso constatar los hechos denunciados, de manera que no cupiese la menor duda.
Caprile, á las horas que Lanza estaba en su casa, le hizo espiar la suya de la calle Tacuarí y allí viéron entrar y salir á toda la clientela que de allí había desaparecido sin saberse la causa.
Y supiéron fácilmente que Lanza se ocupaba del mismo negocio de remitir giros á Europa y atender la correspondencia de aquella gente.
Averiguando de uno y otro, se supo también que muchos de aquellos clientes se habían retirado por la diferencia entre el cinco que les cobraban en lo de Caprile y el tres que les cobraba Lanza.
Y como en el libro de Lanza no figuraba ninguna comisión á más del tres, era indudable que allí había un abuso de confianza á él y un robo á los clientes.
Fué entónces que Caprile se acordó de aquel reclamo de los cuatrocientos francos, y cuando volvió Lanza, ántes de decirle una palabra de lo demás, le preguntó en que había quedado aquella cuestión del reclamo.
—Los encontré en el balance dado, respondió Lanza con increible cinismo, y los devolví, por eso es que no ha vuelto más.
Como efectivamente el hombre no había vuelto más, Caprile creyó sin dificultad la cosa, pero en seguida abordó la cuestión principal resueltamente, y tratando de sorprender á Lanza para no darle tiempo á meditar disculpas.
—Podría usted explicarme satisfactoriamente, le dijo, ¿cómo es que en el escritorio se ha cobrado á muchos clientes el cinco por ciento de comisión, cuando en su libro no figura más que el tres?
Lanza palideció intensamente ante aquella pregunta hecha cuando ménos lo esperaba y sin que hubiera podido meditar sobre la respuesta que más le convenía.
Vaciló un momento y no supo que responder.
—Espero su contestación, insistió Caprile y usted debe justificarse, porqué este hecho arroja sobre usted una sospecha muy fea.
Lanza se repuso un momento y con palabra vacilante repuso:
—Ese hecho está destruido por sí mismo, pues cualqueira que me conozca sabe que yo no soy capaz de cometer una acción semejante.
—Sin embargo, el hecho existe, puesto que hay gente á quien se ha cobrado el cinco por ciento y que no vienen más al escritorio por esta razón.
—Esa es una mentira miserable, respondió Lanza con un cinismo asombroso.
El que eso ha dicho miente como un verdadero miserable.
—Sin embargo, insistió Caprile, son muchas las personas que lo aseguran.
—Pues todas ellas mienten, contestó Lanza, todas ellas me calumnian miserablemente, repitió Lanza subiendo la voz.
Caprile empezaba á irritarse ante el cinismo inaudito de aquel hombre, pues en su turbación, en su palidez y en su actitud misma había comprendido que el hecho era cierto.
—Bueno, replicó, supongo por un momento que es rigurosamente exacto lo que usted dice.
¿Y cómo me explica usted que la clientela que ha desaparecido de mi casa se encuentra en el boliche de giros que usted ha establecido?
Lanza se encontró plenamente descubierto y juzgó inútil negar los hechos.
Recurriendo entónces á su máxima audacia y levantando siempre la voz, exclamó:
—¿Y qué quiere usted que yo rechace la clientela que cae á mi boliche, come usted dice? ¿pretende usted que yo lleve mi abnegación hasta no trabajar para mí? ¡sería curioso!
—¿Entónces usted confiesa que ha abierto su boliche para explotarme en todo? ¿usted confiesa que sonsaca la clientela de mi casa?
—Yo confieso simplemente que no soy tan bruto para echar de mi sasa á la gente que vá á ocuparme.
Demasiado lo he servido y lo he ayudado con mi crédito, agregó, y no estoy dispuesto á sacrificarme más.
Iba á quedarme á instruirle un dependiente para que la casa no sufriera con mi separación, pero desde que usted compensa tan mal mis abnegados servicios, dejo de pertenecer á su casa y le pido que me arregle mi cuenta si quiere, que si no, me es igual, el dinero que usted me debe no me ha de hacer más rico.
La actitud de Lanza no podía ser más insolente, y el señor Caprile había concluído por perder la paciencia.
Y aunque así lo quisiera, no podía conservarse tranquilo, pues sus dependientes y demás personas que escucharon á Lanza, podían figurarse que realmente él debía grandes servicios á aquel bribón, cuando así se atrevía á hablarle.
Así es que sin salir del tono exigido por la educación correcta, enrostró á Lanza su miserable proceder.
—Nunca hubiera creído que usted fuera capaz de cometer acciones semejantes, señor Carlo Lanza.
Yo hacía á usted todos mis cargos sin creerlos yo mismo y deseando cir de sus lábios la justificación más completa.
Pero al ver la manera como usted me contesta, no solo estoy convencido de que todo es cierto, sinó que veo con dolor que es usted un ingrato y un gran insolente.
Usted se irá de mi casa, sí señor, pero ántes devolverá todas esas diferencias de comisión cobradas, y volverá á la casa la clientela que le ha arrebatado.
Lanza, tratado de esa manera, no podía retroceder.
Si él aflojaba en su actitud era reconocer ánte los demás la verdad de los cargos que se le habían hecho.
Tenía que sostenerse en el terreno insolente en que se había colocado, así es que respondió á Caprile que él era el ingrato que desconcía los servicios por él prestados á su casa.
—Yo no tengo que justificarme de nada, no devolveré nada, continuó.
Es la primera persona que se permite la insolencia de dudar de mí añadió, que soy la honestidad personificada, y á semejantes personas no tengo consideraciones que guardar.
Yo me voy inmediatamente y como veo que hay interés en no pagarme lo que se me debe, yo lo perdono, poca falta puede hacerme ese pucho de dinero.
Guárdelo, señor Caprile, y sea feliz con él.
La discusión había traído al escritorio de Caprile á sus dependientes y á algunas personas extrañas que en la casa se encontraban.
Caprile perdió por completo los estribos y las frases de ladrón y sin vergüenza se cruzáron enérgicas y violentas con las de explotador y villano.
El señor Caprile se levantó, no pudiendo contenerse más, y el ruido característico de un bofetón puso fin al diálogo.
El incidente venía así al terreno donde Lanza quería traerlo pues así era más fácil su salida.
En una lucha con Caprile, hombre fuerte y bravo, él tenía que sacar forzosamente la peor parte.
Pero ¿qué le importaba todo esto si lo hacía salir del escritorio sin dar explicaciones de ningún género y quedando libre de toda responsabilidad?
Se felicitó de la actitud violenta de Caprile y se hatió débilmente, tratando solo de emprender la retirada para evitar mayores golpes.
Caprile, que había perdido toda la calma y que no reflexionaba ya, avanzó sobre él tratando solo de sacudirle los mayores golpes posibles.
Los dependientes acudiéron en el acto á prestarle su contingente, pero este era un contingente innecesario, pues ya Lanza no trataba de responder á los golpes sinó de evitarlos en lo posible y tratar de ganar la calle.
Me dará una satisfacción completa, ¡corpo di Bacco! gritó una vez que se vió en la calle, y prorumpió en un discurso formidable contra Caprile y su crédito
Este intentó salir y castigar en la calle nuevamente la insolencia de aquel bri bón, pero sus dependientes y sus amigos lo contuviéron.
Lanza estuvo gritando en la calle un cúmulo de insolencias de todo género, hasta que se retiró, con los golpes recibidos, pero triunfante.
La cuestión capital para él era no tener que dar explicaciones respecto á su conducta en el escritorio.
—Los golpes no dan razón á nadie, decía, y ménos al que los ha pegado, pues prueban que no ha tenido razón alguna y pierde todo el derecho que podía tener á recibir explicaciones.
De todos modos hago un buen negocio y hasta conquisto el derecho de decir que todo ha sido por no pagarme lo que me deben.
Así quedo libre de este escritorio que me ataba de una manera poco agradable.
Y esta fué la razón que empezó Lanza á dar á todos, de su salida del escritorio de Caprile.
Ya podía dedicarse por completo á los negocios suyos, atender bien á su clientela y á la venta de los articules que á consignación le remitiera su suegro.
Descubierto en el escritorio el negocio de la diferencia en las comisiones, empezáron á averiguar á los pocos clientes napolitanos que aún quedaban, y se supo por ellos todo lo que hemos narrado, averiguándose así todo el proceder de Lanza.
Caprile supo como había corrido á la clientela nueva con la fuerte comisión que les cobraba, y como había reducido á la vieja levantándosela á su escritorio desde hacía más de tres meses.
Y se siguiéron descubriendo así lentamente nuevas embrollas de Lanza y todos los negocios en que había explotado la casa.
Caprile se encontró casualmente en la bolsa con el cliente aquel de los cuatrocientos francos de ménos que Lanza le aseguró haber devuelto y supo que no había existido semejante decolución.
—Por eso no he vuelto más á su casa, dijo aquel cliente explotado, pues estaba convencido que ahí no hubo error ninguno sinó la más refinada mala fé: tenía la concinecia de haber sido robado.
Y si usted no despide á ese hombre vá á concluir con el crédito de su escritorio, yo se lo aseguro.
En seguída y por un reclamo del correo se descubrió el negocio de las estampillas, lo que debía haber dejado á Lanza una utilidad bárbara.
Lo peor es que todas estas eran cosas en las que Caprile no tenía el menor reclamo, porqué estaban hechas con tal habilidad que no habían dejado justificativo posible.
Solo podía intentarse el reclamo sobre reducción de clientela y esto mismo era de una prueba laboriosa.
Lanza aseguraba entretanto, que se iba á presenta rcontra Caprile ante la justicia correccional por los golpes recibidos y por las inculpaciones calumniosas que había hecho de su persona.
Esta sola amenaza perjudicaba á Caprile, pues no faltaba gente que creyera que Lanza saldría triunfante en ese juicio.
Esta era una situación mortificante para un hombre sério como el señor Caprile, á quien en manera alguna convenía entrar en discusión con un pillo del calibre de Lanza.
Este, entretanto, no se había llamado á la inacción.
Por la mañana temprano y cuando calculaba que no podían verlo, se venía á la esquina y aun á la puerta misma del escritorio, de Caprile, para tratar de seducir á la clientela diciéndoles que la casa iba á quebrar, que él se había salido porqué todo aquello era un bochinche, porqué allí no se hacía sinó explotar á los pobres, lo que él no quería autorizar con su presencia.
Aquellos infelices, desconfiados por naturaleza y que tenían confianza en el joven con quien tanto tiempo se habían entendido, le creían cuanto les decía y se iban con él, formando entre los clientes de lo que Caprile había llamado justamente un boliche, pero un boliche al que Lanza había sabido dar un crédito bárbaro entre aquellos napolitanos tan desconfiados.
Es que Lanza bruto é ignorante para la generalidad de las cosas, tenía para la embrolla y para la intriga un talento y un tino especiales.
Se había apoderado de tal modo del espíritu de aquella gente, que habrían depositado en sus manos, sin reserva de ningún género, cuanto dinero poseían.
Este era el talento especial de Carlo Lanza, talento en el que no era posible superarlo.
Y la prueba es que sin un centavo de capital se había hecho de un escritorio de giros, acreditado entre la gente que remitía dinero á Europa y con un regular crédito en platea, crédito que debía aumentar sériamente con las mercaderías remitidas por su suegro y vendidas por él á precios excelentes pudiendo demorar el dinero que por ellas sacase, cuando la confianza de su suegro fuera absoluta para emplearlo en ostros negocios de resultado seguro.
Su salida del escritorio de Caprile importaba un beneficio, lejos de importarle un perjuicio, como sus compañeros lo creyeron.
FIN.