Un sonido musical que se asemejaba al de unas campanas invadió la mansión. Nicola se miró una última vez en el espejo de cuerpo completo. Había seguido el consejo de Joy, y eligió uno de los vestidos que estaba en el ropero de su habitación.
Era una prenda que ella solo podía imaginar en un libro de historia: de terciopelo rojo, pesado, suave al tacto, con mangas largas y sueltas, y una falda hasta los pies. Al verse a sí misma, no se decidía si lucía extremadamente hermosa o extremadamente tonta.
Antes de vestirse así, había tomado un baño caliente de burbujas con esencia de frambuesas. Lo único negativo de haberlo tomado era que el vapor había hecho que su cabello estuviera más salvaje y rizado que lo usual. Oh bien. Las campanas sonaban cada vez más fuertes. Era hora de irse.
Se encaminó hacia el pasillo y se encontró con los demás, que también salían de sus habitaciones. Tyler y Sean llevaban camisas con cuello alto y abrigos largos. Las chicas lucían vestidos como el de Nicola, y se lo pasaron girando y diciéndose cumplidos y ajustando sus fajas y mangas. Ellos, en cambio, se sentían incómodos dentro de sus cuellos y suspiraban impacientes.
–¿Cuántos tazones de shobblechoc comieron? –preguntó Sean.
–¡Había uno solo! –dijo Greta.
–Llamé por teléfono y pedí que me trajeran otro –dijo Sean–. Fue fantástico. Alguien golpeó a mi puerta exactamente 4,5763 segundos después de que colgué el teléfono. ¿Cómo lo harán?
–Ay, Sean –dijo Shimlara.
–¿Qué? –se encogió de hombros–. Son sirvientes. Es su trabajo. Les debe gustar servir.
–¿Y cómo lo sabes?
–¿Por qué alguien elegiría ese trabajo?
–¡Tal vez porque es el único que consiguieron!
–Podrían haber elegido un trabajo en las minas de dulces. Eso es lo que yo habría hecho.
–Vamos –los interrumpió Nicola–. No lleguemos tarde.
Joy los estaba esperando abajo cuando descendieron por la escalera.
–Se ven encantadores –dijo con generosidad. Luego volteó hacia Katie y le entregó un cuaderno pequeño y desgastado–. Por favor, siéntete libre de decirme si te parece irrespetuoso, pero ¿podrías firmar el cuaderno de firmógrafos de mi nieta? No te molestaría si no supiera que la hará muy feliz y tú pareces… bueno, tú pareces tener un rostro mucho más amable que la mayoría de las cabelloridades.
–Claro que no me molesta –dijo Katie, ruborizada. Tomó la lapicera de Joy y luego hizo una pausa–. ¿Cuál es el nombre de tu nieta?
Joy lucía confusa y algo asustada.
–Polly.
Nicola miró lo que Katie estaba escribiendo:
Querida Polly:
Un saludo con amor, Katie Hobbs
P.D.: ¡Tienes una abuela estupenda!
–¡Ah! ¡Ah! ¡Pensará que es de otra galaxia! –exclamó Joy, con el rostro extasiado. Se quedó allí parada por algunos segundos mirando el mensaje de Katie mientras movía la cabeza de lado a lado, sin poder creerlo, antes de recuperar la compostura–. Por favor, síganme, los llevaré al comedor.
Los guio enérgicamente a través de lo que pareció ser un laberinto interminable de corredores de mármol. Shimlara, con sus largas piernas, le seguía el paso sin problemas, pero los demás tenían que avanzar a toda prisa.
Finalmente, llegaron hasta una puerta imponente. Joy la abrió y se hizo a un lado para que pasaran.
–Disfruten de su cena –les dijo en voz baja.
Cuando entraron, vieron una larga mesa repleta de candelabros parpadeantes, copas plateadas y enormes platos dorados.
–¡Ah, la Brigada Espacial! –dijo Enrico, quien se acercó a ellos para darles la bienvenida con una amplia sonrisa en el rostro.
Él vestía una camisa blanca con volados y pantalones negros de tiro alto. Su cabello castaño largo estaba peinado y le caía hasta la cintura. Una mujer y unos niños un poco más jóvenes que los miembros de la brigada lo siguieron. La mujer estaba cubierta de diamantes: llevaba un collar macizo, brazaletes y hebillas sobre su cabello castaño, todo de diamantes. Su cabello era tan largo que se mecía a pocos centímetros del suelo.
Los niños, con el mismo tipo de pelo, largo y sedoso, parecían idénticos, excepto que una era una niña con un vestido de satén rosa, y el otro, un niño con un esmoquin.
–Mi esposa, Carmelita –dijo Enrico–. Y mi hija Josie y mi hijo Joseph.
Todos mostraban idénticas sonrisas blancas.
–Así se saluda en la Tierra –le dijo Enrico a su familia y golpeó el suelo con los pies. Su esposa e hijos lo copiaron obedientes.
Este saludo es ridículo, pensó Nicola, mientras los demás saltaban en el lugar sin entusiasmo; excepto por Sean, claro, que lo hacía con tanta energía que uno habría pensado que practicaba este saludo desde hacía años.
–Espero que estén cómodos –dijo Carmelita con gracia, mientras estrechaba la mano de cada uno de ellos. Se detuvo frente a Katie y sostuvo su mano algunos segundos más–. Ah. Dime si alguno de los miembros del personal te ha molestado pidiéndote firmógrafos. ¡Está estrictamente prohibido!
–El personal ha sido maravilloso –respondió Katie.
–Por favor –invitó Enrico–. ¡Siéntense! ¡Se deben estar muriendo de hambre!
Tomaron asiento y Nicola notó que Josie y Joseph se habían sentado a cada lado de Katie.
Enrico golpeó un cuchillo contra su copa y la habitación se llenó de sirvientes que cargaban bandejas largas sobre sus cabezas.
Nicola apenas tuvo tiempo de agradecer, pues comenzaron a llenar su copa con algo burbujeante y a colocar todo tipo de comida exótica sobre su plato. Miró a Sean, que parecía aterrorizado. Sus comidas favoritas eran las hamburguesas y la pizza, y se negaba a comer algo diferente. Iba a ser divertido verlo probar estas cosas. Ahogó una risita y Sean le sacó la lengua.
–Le pedí a los chefs que prepararan algo muy especial en su honor –comentó Enrico–. Tenemos sopa muy caliente de babosa de mar, las ostras más finas à la marmalade y pulpo crujiente marinado a las fresas, acompañado con algas marinas al vapor y raíces recién recolectadas de árboles de montaña. ¡Disfruten!
Pasaron algunos segundos de silencio mientras todos miraban su plato. Sean lucía extremadamente pálido.
–¡Ñom! ¡Ñom! –dijo Shimlara con un tono no muy convincente.
Mientras Nicola levantaba el cuchillo y tenedor con poco entusiasmo, vio que Enrico miraba a Shimlara con mucho interés.
–Me recuerdas a alguien –dijo–. No eres terrícola, ¿verdad? Eres mucho más alta que los demás.
–Soy de Globagascar –dijo Shimlara.
–Ah –dijo Enrico–. Hace muchos años, en mis días en el ejército, conocí a una mujer muy agradable de Globagascar. Su nombre era Mully.
–Es mi madre. Ella también lo recuerda. Me pidió que le mandara saludos.
Nicola bebió un sorbo de su sopa de babosa de mar y, de hecho, no estaba tan mal. Tomó otro más largo. Era bastante deliciosa, si no pensaba mucho en su contenido.
Enrico desplegó una amplia sonrisa. Su esposa, Carmelita, también estaba sonriendo, aunque ella se veía algo más falsa.
–Dime, Shimlara –dijo Enrico–. Si mal no recuerdo, tu madre me contó que la gente de Globagascar tiene una habilidad interesante: pueden leer la mente. ¿Tú puedes hacerlo?
–No, no puedo –respondió Shimlara.
Nicola sabía por experiencia propia que Shimlara sí podía hacerlo. ¿Por qué estaría mintiendo? No era algo que ella hiciera. Por lo general, era muy honesta y decía lo primero que se le venía a la mente.
–Aprendemos a leer la mente recién después de cumplir dieciocho –le explicó Shimlara, inmutable.
–Ah, qué lástima –dijo Enrico, que lucía feliz.
Los mellizos, Josie y Joseph, solo parecían interesados en Katie.
–¿Cómo son los poporozis en la Tierra? –le preguntó Josie, pasando los dedos por su cabello. ¿Te vuelven loca?
–¿Poporozis? –preguntó Katie, sin comprender.
–Puede que tengan otra palabra para ellos en la Tierra –dijo Joseph–. Son los fotógrafos que te siguen a todas partes para tomarte fotos y publicarlas en revistas y periódicos.
–Los llamamos paparazzi –respondió Greta–. Pero no siguen a Katie. Intentan tomarles fotos a celebridades reales, como actrices y modelos. Tal vez pueda interesarles saber que algunos de ellos tienen el cabello igual al mío.
Josie y Joseph miraron a Greta con desprecio total, abrieron y cerraron sus inmensos ojos de pez y voltearon nuevamente hacia Katie.
Josie dijo en voz baja y confiada:
–Asumo que está celosa, por eso inventa todo eso.
–¿Por qué pasas tiempo con esta gente ordinaria? –preguntó Joseph, inclinándose hacia Katie–. ¿No te sientes más cómoda con otras cabelloridades?
Antes de que ella pudiera responderles, o Greta explotara, Enrico volvió a hablar.
–Bueno, Brigada Espacial, tal vez sea hora de que les explique por qué están aquí.
Nicola tragó un bocado de las algas al vapor (las cuales eran bastante deliciosas, de un modo perturbador).
–Me parece muy bien –se apresuró a responder.
Enrico juntó sus dedos.
–Mi historia comienza con una jovencita muy peligrosa…