20
Canfranc Estación, domingo, 23 de mayo de 1943
Sobre las siete de la tarde, Laurent Juste entró en La Serena. Lo había citado allí Biel, zaragozano y consignatario de una agencia privada de aduanas con quien mantenía una relación estrecha que iba más allá de lo laboral. El oficial francés lo consideraba uno de sus mejores amigos, le tenía el mismo afecto profundo que al doctor Mallén.
Uno de los parroquianos del bar leía el periódico en voz alta a los de su mesa con cierto aire de superioridad y después comentaba las noticias. A Juste le distraía escucharlos, pero sobre todo ver la manera en que se tomaban todo aquello:
—Dicen que el convoy ha partido de Dover con tres destructores y dos cruceros. Están al caer. No van a tener frío allá por Marruecos los italianos y los alemanes. —Y dicho esto miraba hacia la barra donde había un par de soldados de la brigada de alta montaña de Baviera—. Aquí sí que estáis bien vosotros, os ha tocado la lotería, hijos míos.
Y estos levantaban el vaso sin entender casi nada.
—Otros dicen que la invasión será por Túnez.
—Los diarios cuentan lo que les interesa. No hay que creerse na de lo que viene en ellos. Tricio, pon otra ronda.
Entonces Laurent vio entrar a Biel, que se quedó en el extremo de la barra más cercano a la puerta y a la vez más alejado de los tres guardias alemanes que había allí. Comenzaron a hablar mientras permanecían de pie. Biel hacía girar el sombrero con ambas manos, después lo dejaba sobre el mármol, se llevaba la mano a la nuca para frotarse la piel durante varios segundos. Se le veía nervioso, preocupado. Apenas estaban a cuatro metros de los soldados, por eso le dijo en voz muy baja:
—Laurent, me han ofrecido dinero, mucho, a cambio de información. Solo tendría que dar los datos de los destinatarios y remitentes de determinados envíos, mandar yo mismo documentos a quien me dijeran, conseguir mapas, croquis de instalaciones, sobre todo de aeródromos, cosas así. Sabes que además por mi afición a la montaña no me resultaría muy difícil hacerme con ese material. Me llamó un tal Steinadler la otra mañana, quiere que nos veamos en Huesca este viernes.
Biel aparentaba bastantes más años que Laurent Juste, llevaba la gabardina arrugada, el francés supuso que no por falta de plancha sino porque trabajaba con ella puesta, se le veía tan ajetreado que ni siquiera sería capaz de colgar aquella prenda en la percha cuando entraba en su oficina. Tenía los ojos vivos, el pelo ceniciento pero limpio, y no dejaba de pasarse los dedos bajo los labios como si no supiera dónde meter su mano, que una y otra vez sacaba del bolsillo para delinear este gesto. Lo más curioso para el aduanero bretón era que Biel le describía lo que él estaba haciendo pero para el otro bando.
—No te metas en líos. Tienes cinco hijos. Steinadler es águila de piedra en alemán. Uno de los símbolos de los nazis. A saber con quién y con qué te encuentras. Piensa en tu familia.
—Es que en ellos pienso. Yo quiero darle un porvenir a cada uno, que el mayor se quede conmigo en la agencia, pero carrera para los otros, y eso vale mucho, sea en Zaragoza o en Madrid, son muchos cuartos y a la chica la quiero casar bien.
—Si te metes en esto y te cogen se acabó. La única ayuda para tus hijos sería como hijos de viuda, miseria y compañía. Y eso cuando se la concedieran. Adiós a los estudios y a tu consignataria. Biel, que tú eres un hombre sensato.
Juste no pudo evitar sonreír, aunque el otro no podía adivinar el motivo, ante lo que era a todas luces una contradicción. Le aconsejaba a su amigo que no se dedicara a lo que él ya se estaba dedicando. Eso sí, había una diferencia fundamental, que además era su coartada para no caer en la incoherencia: él no ayudaba a los teutones en su desafuero exterminador. Solo dejaba que les llegara el mineral para no resultar sospechoso, un tráfico para una industria de guerra que estaba convencido de que tenía los días contados.
Cuando el dueño de La Serena advirtió que había terminado su conversación con Biel, hizo pasar al jefe de la aduana a la cocina, cerró la puerta y le enseñó una tarta.
—Vino uno hace un rato a pedirme que se la guardara, me dijo que se iba en el tren de las seis y que no quería que se le malograse por la falta de frío, vendrá a recogerla luego, cuando salga el tren. Por el espacio que ocupa en el refrigerador me ha pagado tanto como debe valer. Dice que es para celebrar la mayoría de edad de su hija en Madrid.
—Pues te ha convenido el alquiler. —Juste no entendía por qué le relataba aquel hecho tan nimio.
—A mí la repostería me interesa lo justo, solo catarla —continuó Tricio—, que después se me pega al riñón y me da cólico. Sobre todo la que lleva clara montada.
—Tricio, no entiendo nada de lo que me dices. —Juste no salía de su asombro al verse obligado a participar en aquella conversación sobre pastelería.
—Cuando el supuesto padre de la supuesta hija que cumple veintiún años se ha subido a la habitación, la he pinchado. Me he entretenido un rato en atravesarla con una aguja de hacer media. Estaba preñada.
Tricio le tendió un paquete envuelto en un plástico rígido y en ese momento Laurent supo el sentido de todo aquello.
—La han horneado con esto dentro, no es que la hayan cortado después en dos para meterlo en medio. Es un manual con todos los aviones que tiene ahora la RAF en funcionamiento… Es información para los alemanes.
—Nos encargaremos de que no la reciban. Lo guardaremos a buen recaudo. —Laurent le quitó el envoltorio aún manchado de merengue y se lo guardó.
—Les he puesto dentro un papelito escrito a máquina: «Buen provecho». —Al decir esto, Tricio se frotaba una mano contra la otra.
—¿Y el peso? Lo notarán.
—Solucionado, Laurent, les mando de regalo un recetario de repostería en francés, ya que tanto les interesa el tema. Ya verás la cara que se les pone al abrirla. Te he contado todo esto porque se lo dejó Arlette a mi mujer. Dile que no se lo podrá devolver, pero que estas páginas prestarán un alto servicio.
—No se te escapa ni una. Eres un hacha, que decís aquí.
—Tengo buen maestro.
21
Lunes, 24 de mayo de 1943
Jana se armó de valor para decirles a la madre y a la hija húngaras que aquel sería su último día allí, por fin, que al amanecer partirían hacia Zaragoza. Sabía que Dagmar no replicaría porque habían excedido con creces el plazo y que su buena suerte podría agotarse. En los otros momentos en los que Jana había intentado que abandonaran el Hotel Internacional siempre había surgido algo que la hacía desistir: una sospecha, un estado de ánimo, una corazonada, después los últimos hallazgos, tan nimios en realidad, relacionados con Valentina, o que se acabaran los billetes. Era innegable que durante aquellas semanas se había aferrado a cualquier señal o pretexto para aplazar su partida y que esto se había debido no solo a que velaba por la seguridad de la madre y de su niña, sino a su necesidad cada vez más inmanejable de compañía. Esto nunca se lo diría a Montlum ni a Juste.
Dagmar se había comunicado durante aquella quincena un par de veces más con el fotógrafo húngaro. De momento, habían encontrado un nombre parecido al de su marido en una lista de detenidos a los que después de agruparlos en un corral de ganado, en espera de que hubiera los suficientes como para justificar el viaje, los trasladaron a la cárcel de la torre del Reloj de Jaca. Necesitaba aferrarse a ese dato impreciso, confiar en que aquel par de garabatos trazados por un guardia significaban que Sándor estaba vivo o que hasta hacía poco lo había estado.
Quiso ir hasta allí en cuanto lo supo y, aunque le resultó difícil retenerla, Jana consiguió disuadirla con el argumento de que si la detenían a ella Sieglinde se quedaría sola. Sabía que en un caso así ella se haría cargo de la niña, pero no se lo dijo a la madre. Quería asustar a Dagmar y apeló a lo que era su mayor anclaje en este mundo.
La húngara esgrimía su intuición, lo que le decía el corazón, que coincidía con las informaciones que recibió antes de abandonar su ciudad. Lo más importante era que de nuevo tenía esperanza.
Estación de Canfranc, martes, 25 de mayo de 1943
Laurent se había rehecho, al menos en apariencia, no le quedaba otro remedio mientras permaneciera allí, pero aún le faltaba vivir un sobresalto más aquella semana. A los pocos días de volver de Madrid, a media tarde, escuchó el inconfundible sonido de las partes metálicas de las botas Marschstiefel que sonaban de esa manera solo en una circunstancia: cuando los soldados se cuadraban al paso de un superior. Albergó la esperanza de que se tratara de Wagner, pero no fue así, sino que su peor presagio se cumplió. Uno de los guardias, al que parecía que Gröber había tomado como asistente personal, descorrió la cortina de la puerta del despacho de Juste. Esta oficina daba también al andén, al contrario de lo que sucedía con las otras dependencias de la aduana a las que solo se accedía desde el vestíbulo.
—Aún no he tenido ocasión de presentarle mis respetos, señor Juste, y eso que ya llevo bastante tiempo aquí. —Aquella demora lo decía todo.
El oficial bretón le tendió la mano. El francés de Gröber, como su físico, también era perfecto, demasiado, porque sonaba remilgado en exceso, artificial, de un formalismo ya en desuso.
—Siéntese, por favor. ¿Quiere tomar algo? —Lo invitó Laurent con toda la naturalidad que fue capaz de fingir. Aquel era uno de los momentos cruciales para el que tenía que servirle todo su entrenamiento.
Mientras le decía esto, Laurent se dirigió hacia el armario del fondo. Lo abrió y el mayor Gröber pudo ver el mueble bar en su interior.
—Yo solo bebo una copa de champán los sábados por la noche. Gracias. —Confirmaba con esto con toda exactitud uno de los detalles del informe. Esperaba que también fuera cierto lo de la epilepsia, porque de esa manera tenía un punto débil.
—Como quiera.
—Mire, Juste, iré al grano: a mí me han destinado aquí muy a mi pesar porque tanto el Estado Mayor de la Gestapo como las SS tienen noticias de ciertos acontecimientos que se están produciendo.
—Esto es una frontera. No dejan de pasar cosas, mercancías, personas...
En vez de continuar, Gröber guardó silencio, molesto por la ironía. No le gustaban los juegos de palabras ni los dobles sentidos.
—Escúcheme. Yo pertenezco a la oficina cuarta de investigación de oponentes. Imagino que estará al tanto de que nuestro cometido son los asuntos de custodia preventiva. —En aquel momento quien se irritó fue Juste porque Gröber utilizó aquel eufemismo, el de «custodia preventiva», para referirse a los campos de concentración de la administración nazi—. Yo —dijo, el Ich que le hizo famoso, pero en francés de nuevo— soy especialista en delitos de motivación política, es decir, en la persecución y captura, en la captura, ¿me ha oído?, de cualquier opositor a nuestro régimen. Me dedico a la detención y arresto de gitanos, homosexuales, judíos y cualquier otra plaga de las muchas que se ciernen sobre nosotros. ¿Me ha entendido?
—Gröber, he tenido mucha paciencia con sus compatriotas del Reich. Llegaron el invierno pasado, se enseñorearon de todo esto a pesar de que la estación está en la zona libre de Francia. Pero también le digo que en todo este tiempo no he tenido un solo encontronazo con el capitán Wagner, ¿y sabe por qué? Porque es un señor, un caballero.
—Juste, no se la juegue. Piense en su pequeño Auguste, en la jovencita Solange, ya está hecha toda una mujer. Es tan guapa. Cada mañana me asomo para verla pasar de camino al colegio... —Gröber dejó esta frase en suspenso para darle a Laurent la oportunidad de imaginar todo tipo de atrocidades con lo que le estaba insinuando—. No voy a consentir que se burlen de mí. Nada va a suceder a mis espaldas, y si sucede ante mis narices no le quepa la más mínima duda de que quienes anden en esto no tendrán los días contados, sino las horas. No me gustaría, señor Juste, que nuestra relación terminara de esa manera. Sería una lástima. Usted es un hombre demasiado válido para el futuro de Europa.
—¿Me está acusando de tráfico ilícito? ¿Es eso? Es un delito grave, teniendo en cuenta además que yo soy el encargado del servicio internacional de la aduana en esta estación. Cosa que estoy seguro que usted sabe. No puedo creerme que desconozca algo tan evidente. Si no, dígame, ¿qué significa este uniforme? —Juste vio una posibilidad de desviar su atención hacia el tráfico de mercancías. Si lo estaba sondeando, si era un farol, esa era la mejor ocasión para despistarlo.
—Yo no le acuso de nada, solo le advierto que tenga cuidado, que ejerza esa supuesta responsabilidad de la que tanta gala hace. —El oficial nazi confirmaba con expresiones como esta que también se había informado sobre el aduanero.
Con esto último, Juste consideró que había dado por concluida su entrevista, pero aún faltaba el último acto. Del bolsillo de su guerrera, un corte inapreciable debido al meticuloso planchado de la prenda, extrajo un papel, una cuartilla doblada por la mitad que dejó sobre el escritorio del aduanero.
—Aquí tiene, échele un vistazo. Creo que nuestros datos no coinciden.
Dio una voz de mando para que los soldados que hacían guardia en la puerta corrieran la cortina. Juste no se atrevió a desplegar aquel papel, sabía que se podía tratar de cualquier cosa, pero de nada bueno. Lo miró como queriendo adivinar su contenido. Se entreveía una tabla con las líneas muy marcadas. La desazón lo consumía. Romperlo sin saber qué decía hubiera sido una insensatez. Se levantó, cerró con llave la puerta de metal que había tras la cortina y extendió aquella nota. Con leer las tres primeras líneas tuvo suficiente:
Eran los datos técnicos del suministro, remitidos desde la subestación de energía. Eberhard Gröber había hecho los deberes. En los cuadros se alineaban las fechas, las horas y la potencia. Solo se registraba un apagón durante los últimos seis meses, el servicio no se interrumpía con la frecuencia que Juste había hecho constar en sus informes. Las instalaciones resistían bien al viento y soportaban el paso de las máquinas de tren francesas sin que se apreciaran apenas variaciones en el fluido.
Juste se puso a jugar con el interruptor del flexo: encendía la bombilla, la apagaba, la volvía a encender, la miraba. Cuando ya llevaba un rato así la tocó con los dedos y se quemó.
Poco después de las cinco y media de la mañana Jana recorrió el pasillo hasta la habitación bisiesta. Quería asegurarse de que Dagmar y Sieglinde no se habían dormido y que ya estaban preparadas. El despertador de campanas que les había prestado se escuchaba tanto cuando marcaba los segundos que este ruido parecía el de los pasos de un guerrero con armadura que cruzara el cuarto. Por ese motivo no habían pegado ojo en toda la noche. La camarera les llevó una maleta nueva, de las que quedaban a veces en la consigna, para que dejaran allí la de cartón que tan poco tenía que ver con sus atuendos estrenados el día de la comida en el restaurante Yola. La niña llevaría el neceser que le había regalado la tarde de la despedida de sus compañeros de huida. Jana se sintió orgullosa porque, además de que las veía muy bien, notaba que su estado de ánimo había mejorado. Se señaló el reloj. Las dos asintieron y, cuando las vio realizar el mismo movimiento, pensó que, como no se imaginaba que Dagmar envejeciera algún día, parecerían en unos años hermanas en vez de madre e hija.
Ya estaban casi en el rellano de la primera planta, cuando Eberhard Gröber abrió la puerta de su habitación. Jana sabía que se trataba de la suya porque conocía de memoria el sonido que correspondía a cada una desde la escasa distancia en la que se encontraba. Lo acompañaba uno de sus asistentes. Para esquivarlos, las hizo entrar en el baño común que utilizaban los huéspedes cuando se hallaban fuera de sus alcobas. Las tres se quedaron ante los espejos enmarcados sobre los lavabos, a oscuras. Veían sus siluetas reflejadas y dentro de ellas el único detalle de sus ojos brillantes.
Cuando se apagó el ruido de las voces, Jana se asomó para asegurarse de que el mayor alemán ya estaba en el vestíbulo. Pidió a sus protegidas que se mantuvieran unos pasos por detrás de ella y salieron del escondite.
En el andén vio a Gröber entrar en la oficina de la aduana internacional y se preguntó qué querría el alemán de Juste. Fuera lo que fuese, en ese momento ella tenía otras cosas en la cabeza. Solo faltaban diez minutos para que arrancara el tren y quería que sus amigas se acomodaran ya en sus asientos para evitar más escollos. Cuando ellas se disponían a subir por la escalerilla del último coche de viajeros, llegaron un par de guardias civiles que llevaban de la rienda a los tres purasangres, ya enjaezados con los distintivos de las caballerías de Franco. Los acompañaba quien, por todo lo que les había contado Juste, Jana dedujo que sería el jefe de las caballerizas del caudillo. El hombre vestía como si se tratara del padrino de una boda, con un traje negro que le quedaba bastante estrecho en los hombros y un chaleco adamascado, un atuendo que le daba un aspecto ridículo en esas circunstancias. Durante los días que estuvo alojado en La Serena, Juste negoció con él sobre los caballos. Durandarte no se podía dejar ver y de esta forma el jefe de la aduana le pagaba al contrabandista en secreto algunos favores.
De pronto, uno de los caballos que los guardias civiles estaban metiendo en el vagón sobre dos vigas de madera se descontroló. Juste escuchó los relinchos desde su oficina. Tenía a Gröber enfrente, dándole vueltas a su gorra de plato mientras degustaba con mucha parsimonia un agua de Vichy y le preguntaba por el suministro eléctrico. Si el caballo se desbocaba y recorría el andén podría provocar una desgracia. El oficial alemán aún no se había percatado. Juste se levantó con la excusa de ir a ver a qué se debía tanto alboroto y le pidió a Gröber que esperara unos minutos hasta que lo solucionara.
—Permiso, mayor Gröber, me requieren afuera. Vuelvo enseguida, siéntase cómodo.
El alemán se incorporó, pero para alivio de Juste volvió a sentarse enseguida sin llegar a levantarse del todo. Juste cerró la puerta por fuera al salir.
En el andén Juste vio a Sieglinde, la niña húngara que Jana se disponía a enviar junto a su madre a su piso de Zaragoza, asomada a una de las ventanas del tren. Señalaba a los caballos mientras decía:
— k, anyu!8
Dagmar tiró tanto de su brazo para que se sentara que le rasgó la manga del vestido.
—Még mindig. —Con estas palabras la apremiaba a que se estuviera quieta.
La niña parecía que también se había descontrolado y Juste movió la cabeza con mucho disgusto, pues aquella escena confirmaba sus peores temores.
No se paró a ayudarlas, sino que se dirigió a toda prisa a la enfermería. Abrió una de las vitrinas de la sala de curas donde habían llevado al suizo para entablillarle la pierna y cogió un bote con un rótulo que decía Luminal, era la marca comercial del fenobarbital, un barbitúrico de propiedades instantáneas, más potente incluso que el éter, y lo mezcló con alcohol.
Jana contemplaba la escena junto al quiosco, a través de una de las cristaleras art déco. Relacionó lo que sucedía con algunas palabras de la niña, con su deseo de coger al gato cuando Müller les tomó la fotografía, con su cariño desmedido por los animales. Sabía que el mayor de la Gestapo seguía en el despacho de Juste y que si se dirigía hacia el convoy sería el final para Sieglinde y para Dagmar, y tal vez también para ella misma. Y en aquella ocasión la palabra «final» tendría un significado muy rotundo.
Laurent Juste tuvo suerte, y Gröber no se levantó del asiento durante los minutos en que él estuvo ausente. Veía su cabeza asomar por el respaldo de la silla, así que abrió con mucho cuidado para que no le oyese y atravesó la habitación de una zancada. Necesitaba sorprenderlo de espaldas porque llevaba en la mano derecha un paño de algodón impregnado con las dos sustancias que había combinado en la enfermería. No se detuvo, se lo colocó a Gröber sobre la nariz y la boca; el oficial comenzó a bracear, a agitar la cabeza, pero Juste tuvo la suficiente fuerza como para mantenerle la espalda apoyada contra el respaldo de la silla mientras sufría un par de convulsiones. En ningún momento vio al aduanero. Por fin inclinó la cabeza de forma que su barbilla tan prominente se le clavó contra el esternón.
Laurent sudaba muchísimo. Contempló un instante al mayor y luego se dirigió a la mesa donde había dejado el informe de la central eléctrica al salir, lo cogió y se lo metió en el bolsillo. Miró nuevamente a Gröber y se dirigió a la puerta. Salió.
Todo estaba bastante calmado. No había ni rastro de la niña húngara. Al menos ya no se asomaba a la ventana. El jefe de estación estaba dando los pitidos de rigor, con el banderín rojo levantado. La locomotora arrancó y el tren emprendió la marcha.
Se dirigió hacia donde estaba Jana, viendo aliviada cómo se alejaba el tren.
—Acompáñame a mi oficina, ven.
Sin decir nada, Jana lo siguió. Juste abrió la puerta que comunicaba con el andén y la cerró de forma inmediata tras ellos. Entonces vio al mayor Eberhard Gröber sentado con la cabeza abatida contra el pecho.
—¿Qué te parece? —La rigidez del resto del cuerpo del mayor impresionó a Jana. Además el alemán tenía los labios y la piel de las orejas azuladas—. Es cianosis, se debe a la falta de oxígeno. No he tenido otra alternativa. Padece epilepsia, lo decía el informe, por eso no toma alcohol.
Laurent Juste se sentó frente a él y en pocas palabras le contó a Jana lo que había sucedido y por qué se había visto obligado a dejar fuera de combate a Gröber. Le dijo que tenían que aparentar normalidad por si recobraba la conciencia.
—¿Y cuando despierte, Laurent? ¿Qué vas a decirle?
—¡Qué vamos a decirle! Porque tú estarás presente. Le diremos que ha sufrido un ataque; ahora hay que reanimarlo, que no sospeche nada.
—Pero se va a a dar cuenta… El informe de la central eléctrica… Lo buscará… —No entendía cómo Laurent podía estar tan tranquilo.
—No se acordará. Lo habrá olvidado todo.
Jana lo miró incrédula pero no replicó. Salió para volver al cabo de unos minutos con una taza de valeriana. Gröber no dudaría de que le estaban prestando auxilio si los veía tan atentos.
Juste le acercó una tabaquera con rapé a la nariz mientras le daba una palmada sobre los huesos de los pómulos. Eberhard Gröber abrió los ojos.
Como le había dicho a Jana, Laurent confiaba en que también hubiera perdido la memoria, cosa frecuente en algunos ataques de epilepsia. Si había conseguido provocarle un desequilibrio químico con el alcohol y el Luminal así sería, de lo contrario tendrían mucho que explicarle para salvar el pellejo.
El mayor estaba aletargado, los miraba sin verlos, decía Freya... mientras movía la cabeza como si hablara en sueños.
Cuando le tendió la tisana ya estaba más incorporado sobre la silla:
—Sin azúcar, por favor —le dijo con mucho aplomo para volver a sumergirse de nuevo en un estado delirante.
—Mayor, ha sufrido un desvanecimiento. Ahora debe descansar. Avisaré al teniente Tadeusz para que lo acompañe a su habitación. —Dicho esto se asomó a la puerta para llamar a uno de los guardias.
Gröber volvió a mirar a Jana y a pronunciar el mismo nombre:
—Freya, estás aquí, me has seguido...
Que el aturdimiento continuara, que la desconexión del oficial con el entorno fuera tan evidente era lo que más los beneficiaba. Golpearon con los nudillos la puerta, Juste apartó la cortina y a través del cristal biselado pudo distinguir las siluetas de los compañeros del oficial alemán. Cada uno se pasó un brazo de Gröber sobre el hombro. A Jana le interesaba mucho no perderse detalle de lo que decía por si nombraba a Valentina. Consideraba que Juste se había comportado como el hombre de acción que era, que tanto a él como a Montlum se les notaba que ya habían sobrevivido a una guerra. Eso también lo tenían en común con ella.
Mientras Tadeusz y el soldado le quitaban las botas a Gröber, le desabrochaban la camisa y le aflojaban el cinturón, Jana se acercó a la mesita de noche donde había encontrado los ojos dentro de la urna, pero no continuó con el registro cuando los dos hombres salieron; le parecía demasiado arriesgado y no quería volver a tener aquella visión de las esferas sueltas. Solo de pensarlo, de saber que estaban allí, la recorrió un escalofrío. Miró a Gröber, parecía una figura de alabastro sobre un sepulcro. Entonces cayó en la cuenta de que lo que en aquellos momentos la asustaba era su belleza. Su perfección por un lado sobrecogía pero también lo convertía en alguien irreal. Se acercó a él para comprobar que respiraba, tenía sus labios a dos centímetros y se detuvo a mirarlos, estaban muy bien dibujados, abultados en el centro... Jana pensó que resultaba muy contradictorio que detrás de aquella belleza anidara la maldad. Cuando iba a retirarse, Eberhard Gröber abrió los ojos, la cogió del brazo y volvió a decir:
—Freya.
Jana corrió hacia la salida de la habitación y cerró de un portazo. Solo se encontró a salvo una vez que se lanzó sobre su cama en su cuarto, donde ya nada le impidió que le salieran las lágrimas a borbotones. Lloraba por las húngaras, porque habían estado bajo su responsabilidad más expuestas que nunca y por lo que Juste se había visto obligado a hacer.
Durandarte no se había dejado ver por allí en ningún momento. La salida de Dagmar y Sieglinde la había tenido muy ocupada, pero al día siguiente procuraría saber en qué andaba y si tenía alguna pista sobre la niña.
Hacia el mediodía, Jana supo que Eberhard Gröber volvía a ser el mismo. Mientras regaba las plantas del pasillo lo oyó gritar. Reprendía a alguien en su sala de reuniones.
—Waren die Pferde in einem Wagen? Die Pferde Kommandanten Und wo sind sie jetzt? 9
—Ich weiß nicht, Sir10—le respondía con titubeos uno de sus guardias.
—Vorwärts! Los! Sie wissen nichts. Und Ich weiss nicht, was Ihr in Canfranc machen.11 —Estaba tan furioso que le daba igual contradecirse, pronunciaba el nombre de la estación con la segunda a como si fuera una e y lo terminaba en sh—. Ja ich weiß.—Entonces se detuvo para darle más fuerza a su expresión—. Ihr verbringt hier wohl den Urlaub. Rufen Sie Kapitän Wagner herbei. Sofort!12
Jana dejó la regadera de zinc en una esquina junto a la puerta del baño del pasillo, antes de que el ayudante de Gröber abriera la puerta, y bajó a la oficina de Juste. A ningún empleado de la aduana le sorprendería verla allí. El desmayo y la posterior recuperación del mayor fue el acontecimiento del día. Y que la camarera que se encargó de acompañarlo fuera a informar al jefe de aduanas de su estado no tenía nada de particular.
22
Viernes, 28 de mayo de 1943
Jana estaba segura de que Esteve cumpliría con su promesa y llevaría a cabo sus pesquisas sobre la desaparición de Valentina, aunque solo fuera por su propio interés. Cada día que pasaba era más pesimista sobre el desenlace, pero se animó cuando Didier le dijo que le habían dado una carta para ella. Jana enseguida se dio cuenta de que estaba representando una comedia en honor a los pasajeros que en ese momento descendían del tren, sobre todo cuando vio a Esteve. Se guardó la nota en el bolsillo y dejó su lectura para más tarde. No imaginaba que tenía que ver con Valentina.
El bandolero estaba ayudando a descender a las damas, muy cortés. Después de varios días en las montañas necesitaba información, saber quién llegaba y qué mercancías transportaba aquel convoy para poder comerciar con éxito y, además, quería asegurarse sobre todo de que las pesquisas que había seguido en relación con la niña eran las acertadas. La experiencia le había enseñado que a veces la mejor manera de esconder las verdaderas intenciones era mostrar otras tan llamativas que sirvieran como el biombo más tupido. Era un maestro en desviar la atención y dominaba como nadie el arte de la observación, captaba muchos detalles que para otros pasaban desapercibidos. Además, sin los caballos se sentía liviano, desembarazado, necesitaba celebrar que los había vendido por segunda vez, y al mejor postor. Le alegraba saber que no los convertirían en carne, sino que estarían muy bien cuidados en Vigo. Él también les había cogido cariño, pero aún le faltaba dar con la niña. En eso no podía fracasar y el tiempo corría demasiado raudo en su contra.
La que se desarrollaba en la estación era una escena galante, de aquellas que tanto complacían a la aristocracia para llenar su ocio. Las mujeres esperaban adrede en el espacio entre los coches hasta que las tomaba de la mano, de una forma tan obsequiosa que parecía que las invitaba a bailar un vals. Jana estaba junto a Arlette, a quien no le dijo que nunca lo había visto tan radiante.
—Eso les gustaría, que las sacara a bailar, míralas, no pueden disimularlo. Babean.
—Como tú —le dijo la francesa riendo.
—Eso no es verdad, Arlette, es un desaprensivo. Seguro que ha venido porque sabía que llegaba ella. —Y pronunció esta palabra con mucha inquina a la vez que aparecía la última pasajera. Se trataba de doña Mimín, la encantadora y burlada esposa de don Gervasio. Su educación no le permitía apuntarla con el dedo, pero no podía evitar sulfurarse ante aquel encuentro que consideraba todo un espectáculo—.
—Y tú aquí, aburrida. —Esta vez Arlette quiso añadir algo más pero se contuvo. Le divertía mucho la situación, que Jana se desesperara por negarse a sí misma lo que sentía, pero tampoco quería ser cruel con ella.
Con doña Mimín, Durandarte se esmeró aún más, tales fueron sus palabras y sus gestos que Palmira, su doncella, no sabía cómo comportarse, se le notaba el rubor.
—Arlette, me parece una vergüenza que se muestren así en público. Para bien o para mal, ella está casada. —Mientras decía esto, Esteve la hacía girar como si se tratara de la figurita de una caja de música.
—¿Y él, Jana? Et lui? No te olvides de él, no sabemos si está marié, casado. Parece que la culpas a ella por ser mujer.
—No es cualquier mujer, Arlette, es la esposa del gobernador civil. Debería al menos guardar las apariencias.
—¿Y si no quiere? Menuda condena tiene ya la pobre. Me estás resultando muy conservadora, Jana, conservatrice, te creía más révolutionnaire, ¿revolucionaria se dice? —Y volvió a reír porque notaba a su amiga desquiciada.
En aquel momento llegaron varios hombres de uniforme: dos carabineros que entonces se alternaban con la guardia civil y tres agentes de la policía armada. Los primeros se acercaron a Esteve Durandarte y le pusieron los grilletes en un abrir y cerrar de ojos. Entonces Jana se echó las manos a la cara.
—Arlette, que se lo llevan. No puede ser.
—Tout le monde, todo el mundo —se corrigió de inmediato al caer en la cuenta de que también sabía decirlo en el otro idioma— sabe lo que ha hecho con los caballos. Y si todos lo sabemos, ¿no crees que habrá llegado también a oídos del gobernador? Si no lo ha detenido antes habrá sido porque no daba con él, pero ya ves, en la primera ocasión que ha tenido, en cuanto él ha bajado al valle, chassé, cazado. Il des lui a volés, le ha robado, c’est une réalité. Eso es un hecho, nos guste o no.
—Pero don Gervasio es un malnacido, se aprovecha de los pobres, de los desesperados, es una sanguijuela que engorda sus arcas a costa de los que menos tienen. ¿Por qué lo defiendes?
—Jana, a veces pareces una niña, mi cuarta hija, ma quatrième fille, te voy a llamar. Hay que hacer justice. Nunca llueve a gusto de todos, decís aquí.
—Justicia, vaya palabra, ¿y la guerra es justa? ¿Que mueran tantos inocentes lo es?
En aquel momento Juste se acercó hasta ellas y Jana no pudo evitar decirle:
—Laurent, tienes que hacer algo, que no se lo lleven. Puede ayudar mucho a que encuentren a Valentina.
—Jana, su detención no tiene nada que ver con nosotros, esta vez se ha excedido. Por mi parte ya he hecho bastante ayudándole a quitarse de encima los caballos. En todo lo demás tengo las manos atadas.
Durandarte forcejeaba para que no lo tocaran, ya tenía suficiente con los brazos inmovilizados. Cuando pasó por delante de ellos, a pesar de la situación sonrió, más que con insolencia, con orgullo, y guiñó un ojo. No cabía duda de que el gesto iba dirigido a Jana. Ella no le correspondió con una sonrisa, sino que levantó la barbilla y miró hacia el lado opuesto.
Una vez que perdieron de vista la figura de Durandarte, Jana se dirigió al jefe de la aduana:
—Laurent, ¿dónde se lo llevan? —Sus ojos le suplicaban cualquier información que aliviase su angustia.
—Cerca, a la cárcel de la torre del Reloj de Jaca. No te preocupes, pronto estará de regreso. Solo son unos caballos, por mucho que digan que valen —respondió Laurent, un poco sorprendido por el interés, a su juicio desmedido, de Jana.
—No me preocupo, es solo curiosidad —dijo ella intentando disimular.
—Jana, desde que te conozco esa es la frase menos ocurrente que te he oído. —A pesar de lo que suponían, estas palabras en aquellos momentos la tranquilizaron. La había llamado por su nombre y además se había remontado a sus inicios, a cuando comenzaron a colaborar. Tal vez eso significaba que se le había pasado el enfado por lo sucedido con las húngaras.
La camarera tuvo ganas de añadir: «Me da igual», pero se contuvo. Lo apreciaba demasiado como para manifestarle cualquier desaire.
Respecto a la detención de Durandarte, había otro motivo de preocupación añadido que les señaló Arlette con su sagacidad habitual: cuando sus esbirros le contaran a su excelencia la detención con pelos y señales, el detalle central y amplificado sería el que se había producido mientras el susodicho o antedicho, según como se redactara la documentación oficial, se hallaba en compañía de su esposa. Por este motivo, sin duda, las represalias serían aún peores, a pesar de que era puro azar que el apresamiento se hubiera producido en ese momento. Con aquel dato tan cierto no quedaba por tanto nada claro que su estancia en prisión durara poco.
Jana decidió sobreponerse y ser práctica. Si llevaban a Durandarte al penal de Jaca contaría con el mejor informador posible para la madre y la hija húngaras. De esta forma sabrían a ciencia cierta si Sándor Géllert había pasado por allí.
Nadie se había atrevido a tocar a Durandarte por el tema de la niña, en torno a su desaparición todo eran sospechas, igual que las que recaían sobre Voltor, pero cuando lo extraviado fue el dinero del gobernador y los tres jamelgos recién adquiridos, lo interceptaron en cuanto puso un pie en el pueblo. Respecto al primer asunto, el más feo de todos, jugaba a su favor que seguía sin saberse nada del mendigo alemán, aquel pájaro de mal agüero que tanta incomodidad les producía a todos con su presencia desagradable. Nadie lo había reclamado desde Alemania, no había llegado al cuartel de allí ninguna denuncia sobre su desaparición, parecía no tener arraigo, como si de verdad se tratara de un cuervo, o un ave más similar aún, un buitre.
Con todo aquel ajetreo, Jana se había olvidado del mensaje que le había entregado Didier. Se tocó el bolsillo del delantal para cerciorarse de que seguía allí. Subió la escalinata para leerlo en su habitación. El tratamiento la inquietó; por una parte era tan formal que sonaba a broma y por otra encerraba una disyuntiva nada tranquilizadora.
Estimada señorita o señora Belerma:
El azar no nos ha propiciado otros encuentros, así que me dispongo a dirigirme a ti por este medio. Seré breve: tenemos bastantes pistas sobre lo que ha sucedido con la niña. Quien la ha retenido parece que no quiere un rescate ni nada en concreto, lo que empeora de forma consustancial las cosas. En este momento no hemos conseguido dar con el paradero de su raptor, pero ya estamos muy cerca. Aún no sabemos si es peor que él esté con ella o que no esté, porque esto segundo, si ella se encuentra encadenada, de alguna manera, podría suponer su muerte por inanición. No quiero intranquilizarte, solo pedirte un poco más de tiempo, el necesario que me permita cumplir con mi promesa.
Atentamente,
E. D.
A pesar de su reducida extensión, esa nota le iba a proporcionar a Jana bastantes horas de cavilaciones. El primero en quien pensó fue en Esteve y se le llenaron los ojos de lágrimas… Entonces se dijo que quizás no fuera de él. Las iniciales coincidían, como también coincidían con las del protagonista de la novela de Dumas y eso no significaba que la hubiera escrito Edmond Dantés. Lo lógico era que fuese de Esteve, sí, pero no podía imaginarse a Durandarte expresándose de aquella manera, con una caligrafía tan cuidada y clara, sin borrones que reflejaran el más mínimo titubeo. Esa era la carta de un hombre culto, no de un bandido, de modo que si la había escrito él, Esteve tampoco era quien decía ser y había decidido manifestárselo de aquella forma velada. La alusión a su estado civil la había alterado. Estaba convencida de que nadie tenía dudas, al menos allí, de que ella era la señorita Belerma.
Había una nota esperanzadora en esa carta: las noticias sobre Valentina parecían buenas. Pero Esteve la había escrito antes de su detención. Ahora ya no podría cumplir su promesa.
23
Las patrullas alemanas aparecieron en cuanto se percataron de que bastantes hombres se organizaban frente a la estación. Se habían reunido allí para iniciar la última salida al bosque, si en aquella ocasión no encontraban algo determinante darían ya por desaparecida a Valentina. Algunos vecinos no solo habían participado en la anterior batida, sino que incluso se desplazaron hasta Zaragoza y Huesca por si alguien la había visto por los alrededores de sus estaciones. En el pueblo eran continuas las suposiciones sobre dónde estaría y qué le estarían haciendo, además aumentaban con los días y las distintas versiones se acumulaban: que si se la habrían llevado a Barcelona a servir, a la fuerza, y la tendrían retenida, no podría ni llamar por teléfono, o si por lo guapa que era la querrían de cupletista, ay, don Laurent, llame a Francia, a ver si la tienen en París, le llegó a suplicar la madre de Valentina al jefe de la aduana, aunque él ya se había puesto en contacto con sus enlaces de la Resistencia por si sabían algo. Desde su oficina telegrafiaron a las gendarmerías de los pueblos limítrofes, pero siguieron sin novedad, nadie había visto a la niña española, tampoco ningún excursionista, montañero, pastor o leñador. Juste reclamó incluso la colaboración de los passeurs.
Los de la benemérita habían interrogado a todo el que la vio la tarde de su desaparición y habían recorrido todos los lugares por los que había pasado. Nadie había averiguado nada, por lo que esa última patrulla no tenía muchas esperanzas de obtener algún éxito.
Los guardias apuntaron los nombres de todos los de la partida para comprobar más tarde si volvían los mismos que habían salido, así nadie aprovecharía la excusa de la niña perdida para cambiar de país. Una precaución muy acertada que, por suerte para los fugados la ocasión anterior, había llegado con bastante retraso.
Una vez que cumplieron con el mandato de identificarse, que como siempre que procedía de los alemanes aceptaban a regañadientes, la partida se dirigió hacia la montaña. Allí el ruido de sus pasos y conversaciones ahuyentaba a los osos pardos y a los lobos. El riesgo era caminar a solas porque, sin duda, en el caso de que no marcharan agrupados, los animales los atacarían. Estaban muy atentos a los huesos que encontraban en el camino, los examinaban con mucha atención para saber cuánto tiempo llevaban allí y asegurarse de que eran de ganado. Después del invierno los depredadores estaban más hambrientos que nunca.
Unos cuantos hasta llegaron al nacimiento del río. Valentina, como la mayoría de los de allí, no sabía nadar, si había caído al agua podía haber sido arrastrada hasta la desembocadura o quedar varada por la vegetación. Se acercaron hasta la confluencia del Gállego con el Aguas Limpias, su primer afluente, siguieron caminando hacia la pequeña catarata del Saliente, se quedaron a las faldas de la peña Foratata o agujereada, la que decían que guardaba el corazón de la diosa a la que pretendió Balaitús, el pico donde se originaban las tormentas. Tal vez había caído o la habían lanzado dentro de aquella cavidad que era, según los lugareños que creían en la leyenda, el hormiguero más grande del mundo.
—Venid, aquí parece que hay algo —gritó en medio de una ladera uno de ellos. Querían que no fueran de nuevo unas pruebas tan insuficientes como las horquillas y el trozo de pañuelo.
Esta frase dio paso al temblor, no solo de los que rastreaban las zonas boscosas alrededor de los macizos, sino de las montañas, que también se agitaban; a pesar de que era una mañana sin viento, había repentinos remolinos de aire que formaban conos giratorios. En la zona se les llamaba balturnos.
Si lo encontrado era el cuerpo de Valentina, todo habría terminado. Como vecinos bien avenidos, seguían sin abandonar a la familia a su suerte, cualquiera que fuera esta. Quienes se unieron aquella mañana al rastreo no solo eran de Canfranc y de Canfranc Estación, sino también de varios pueblos cercanos: de Villanúa, Borau, de la pedanía de Aratorés, con ellos recorrieron el barranco de los Arones, el de Ip, el de Aguaré y el de Cherimosas, una zona de neveros cerca de un refugio. Además de los civiles había varios policías de paisano, a pesar de las instrucciones de que no abandonaran el puesto de guardia tantos a la vez y durante tanto tiempo. Los que se quedaron duplicaron sus fuerzas para que no se notara la ausencia de sus compañeros.
Cuando llegaron hasta el valle de Tena a través de la montaña, el lugar desde el que se había dado el grito de alerta, el padre estuvo a punto de desmoronarse. Había querido permanecer al mando en todo momento, quiso agradecer a todos los que estaban allí su interés por si después ya no era capaz.
Pero no se trataba del cuerpo de Valentina. Lo que habían encontrado era un ejemplar de Maravillas, la revista infantil. De ella sobresalía el recortable de una muñeca a la que se podía cambiar de oficio: enfermera, monja o gimnasta con todos sus accesorios, el termómetro, la cruz, la cinta de satén...
Mientras los mayores, algunos con la escopeta al hombro, escudriñaban aquellas páginas apergaminadas, algunos niños señalaron a la cima de la loma más cercana:
—Un cuervo muy grande —dijo uno de ellos.
—No, hombre, que es un buitre —le respondió el que estaba a su lado mientras con un tirachinas lanzaba una piedra en aquella dirección.
El más pequeño del grupo dijo:
—¡Pero si lleva sombrero!
—Que no, que son las plumas de la cabeza, no entendéis nada de pájaros —concluyó el que parecía capitanearlos y que tendría unos once años.
—Si los buitres de aquí no llevan... Son calvos, dice mi padre —continuó el de la honda de cuero.
—Pues a mí me parece un hombre con abrigo —dijo el más pequeño.
—Qué va, si grazna y todo. ¡Cómo va a ser un hombre!
Los mayores estaban inmersos en el tebeo, buscando alguna pista entre sus páginas, y no prestaron atención a los niños, a pesar de que parecían referirse a Voltor.
Cuando, terminada su infructuosa búsqueda, volvieron al valle de Los Arañones, encontraron a la madre de Valentina junto a la verja negra del camposanto. Allí mismo le entregaron el número 180 del tebeo Maravillas de la biblioteca Flechas y Pelayos. Su hija tenía algunos de la misma colección, era una publicación que se vendía mucho. Las hojas estaban muy descoloridas, y daba la impresión de que llevaba varios meses a la intemperie, bajo la lluvia e incluso la nieve anterior. Parecía, le dijeron a Leonor, que no era de su hija.
Leonor subió la escalera y dejó sobre el escritorio de la habitación de Valentina el tebeo estropeado. No se le ocurría nada mejor que hacer con él. Miró las seis viñetas de la portada y se distrajo con sus diferencias, cada una variaba de la anterior en muy pocos detalles. Cuando terminó este recorrido por los dibujos, se le ocurrió que tenía que buscar los demás para comprobar si estaba repetido o aquel pertenecía a su hija, como no quería creer. Tomó la decena escasa que poseía la niña y los examinó con atención: el que le habían traído no coincidía con ninguno. Elevó la vista, sus ojos se detuvieron sobre la fotografía de la comunión de Valentina, la misma que Jana le había pedido para llevársela a un conocido que era pintor, según le dijo, y que era en realidad el maestro grabador que le proporcionaba los sellos de caucho y las planchas con que estampaba los pasaportes. En cuestión de minutos, le hizo un retrato a carboncillo según sus indicaciones respecto a los cambios debidos a su crecimiento que apartaban a la Valentina de entonces de la niña del retrato.
24
Lunes, 31 de mayo de 1943
[…] que con un asiento y la cama de pieles formaba todo el ajuar de la celda […] Danglars había reconocido también al bandido cuya existencia no quiso creer cuando Morcef trató de naturalizarlo en Francia. No solo le había reconocido a él, sino también la celda en la que Morcef estuvo encerrado, y que según todas las posibilidades era el alojamiento de los extranjeros.
—¡Helo aquí, excelencia!
En aquellos momentos la lectura de esos pasajes de El conde de Montecristo, lejos de proporcionarle entretenimiento y permitir que se evadiera de todo lo que tenía que ver con la desaparición de Valentina, desasosegaba a Jana porque se parecía demasiado a las circunstancias que ella estaba segura que estaría viviendo Esteve Durandarte en la cárcel de Huesca, adonde sabía por Juste que lo habían trasladado después de su paso por la torre del Reloj de Jaca. De forma que esos detalles la depositaban en el presente y le impedían evadirse.
Sus sentimientos hacia el bandolero seguían siendo muy encontrados. Por una parte no podía olvidarse de su conversación sobre el puente, cuando le habló con tanta franqueza, pero tampoco podía olvidar sus gestos insolentes y, sobre todo, su relación con doña Mimín. Todo eran habladurías, pero cuando los vio juntos en la estación, por la forma en que se miraban, ya no le quedó la más mínima duda de que mantenían un romance. También supo otra cosa, incluso antes de que se la señalara Arlette: lo que Durandarte despertaba en ella se podía calificar de cualquier forma menos de indiferencia. Su escarceo la soliviantaba demasiado, tanto que la delataba ante sí misma. Desde hacía semanas tenía muy claro que aquella fijación era demasiado recurrente. Ella abominaba de los chismorreos, solo le preocupaba la vida de sus seres queridos, tan pocos en aquel momento, y le parecía una pérdida de tiempo ocuparse en estos aspectos de los demás. Por eso todo lo que tenía que ver con lo que Durandarte le despertaba resultaba tan contradictorio... Se preguntaba si doña Mimín sería capaz de ir a visitarlo a la cárcel y se besarían allí, en su celda inmunda, contra la pared sucia. Lo más incongruente de todo era que desde que se había producido su detención, tal vez por la impresión que le supuso saber de boca de Arlette lo que probablemente le esperara, Durandarte se había instalado en sus sueños. Como si su presencia no pudiera dar lugar a escenas de otro tipo, estos eran muy tórridos, lo que aumentaba el conflicto que mantenía consigo misma, tanto que llegaba a preguntarse si habría perdido la razón. Era cierto que había estado sometida a circunstancias terribles: la guerra, la muerte de sus padres durante el bombardeo, los casi seis años posteriores hasta que partió a Canfranc... Jana asumía aquellos vaivenes, era consciente de sus desajustes, pero la mayor parte del tiempo se sentía capaz de aparentar que todo estaba bien.
Sin embargo, en sueños, ya sin ningún control, algunos resortes le saltaban en la mente; durante este estado de abandono se le disparaban. Ante eso la consolaba una idea muy poderosa: ella no era responsable de todo lo que le cruzaba la cabeza y el cuerpo mientras dormía. Aquellas vivencias eran su válvula de escape, la manera dosificada de descargar la tensión que de otra forma no habría podido contener. Esa era la explicación posible de por qué soñaba con Durandarte noche sí y noche también como si el hecho de que estuviera en una celda y no en su refugio de las montañas lo volviera más accesible. A veces estas sensaciones eran de una nitidez y una carnalidad tan palpable que todo lo que sucedía en ellas le parecía que lo había sentido en vigilia. Esteve se había enseñoreado de tal forma de su inconsciente que había desalojado de allí a cualquier otro actor, incluso a sus padres. La ventaja era que después se despertaba descansada, confortada, incluso satisfecha. Sin embargo, la ahogaba la culpa. A pesar de sus intenciones de comprenderse, no se perdonaba ni en sueños. Ella no era libre. Y de esa situación no podía escapar ni siquiera dormida.
Igual que sucedía en aquellos capítulos de la novela de Dumas, Esteve Durandarte estaba en un calabozo que más parecía una cuadra. Las paredes se deshacían con la humedad, el suelo era de tierra y solo el hierro alternaba con estas materias dentro de aquella penumbra continua. Aquel día recibió una visita. No se trataba de doña Mimín como Jana había imaginado, sino de su esposo, don Gervasio. Su excelencia entraba y salía de todas las instituciones, recintos y dependencias de la provincia como si fueran las habitaciones de su casa. En su arrogante consideración, su poder era omnímodo (om-ní-mo-do), como le gustaba decir a él con una de aquellas palabras que casi nadie entendía, para aludir a que su autoridad lo abarcaba todo.
—Vaya, vaya, vaya, a quién tenemos aquí. A la leyenda —dijo mientras dibujaba con los dedos en el aire un cartel.
Durandarte no lo miró. Estaba sentado en un rincón debajo de un ventanuco de forma que el sol escaso de las diez de la mañana caía sobre él como si fuera una limosna de luz. Con reconocer su voz le había bastado. Estaba tranquilo: tenía las rodillas flexionadas, se las agarraba con las manos cruzadas, la camisa blanca abierta, hecha jirones, y la melena suelta; le habían requisado la cinta de cuero por si intentaba estrangularse con ella, sin saber que nada quedaba más lejos de su voluntad. Su estado allí era el de quien espera resignado a que el tiempo pase para verse otra vez libre. No tenía ninguna duda de que así sucedería. En el penal de Jaca apenas estuvo unas horas porque Casanarbore había hecho que se lo acercaran más, hasta allí, para gozar de su proximidad. Le gustaba tenerlo en su territorio, en el núcleo provincial de su potestad.
Hasta esa reunión de los dos personajes más distintos que nadie pudiera imaginar llegaban alaridos desde otras celdas. El jefe del Movimiento en aquella demarcación sonreía. Por motivos como aquel, Esteve se negaba a mirarlo. No quería darle la satisfacción de que la puesta en escena de su mezquindad y de su vileza contara con él como espectador. Como el bandolero continuaba inmóvil y por su actitud el gobernador sabía que no lo honraría con un grato coloquio, llamó a un par de guardias que sin mediar palabra lo ataron con una cuerda que le rodeaba cada una de sus muñecas y que pasaron después por una argolla clavada entre la junta de las piedras de la pared. A don Gervasio le entregaron un látigo sobre una bandeja cubierta de una tela granate con borlas doradas a ambos lados. Lo presentaban de esta manera como si aquel instrumento de tortura fuera un objeto sagrado. A Esteve se le ocurrió que en su empuñadura llevaría grabadas las iniciales G.C. El gobernador lo hizo restallar primero contra el suelo de tierra para probar su firmeza y elasticidad y que de paso el otro supiera lo que le esperaba.
El primer latigazo le abrió la caja del dolor. Continuó callado, con cualquier cosa que dijera, Casanarbore se sentiría provocado y llamaría a uno de sus carceleros para que lo relevara una vez que él se hubiera cansado de azotarlo. Su situación empeoraría todavía más porque, a pesar de la escasez de alimentos, a quienes lo custodiaban se les veía aún bastante fornidos. La sangre comenzó a manarle desde el primer bandazo, sintió escozor, la quemazón de la herida abierta. El siguiente correazo ya fue sobre la carne viva. Mientras recibía el cuarto, el silbido de la tira cortó el aire pero no consiguió tapar los jadeos entrecortados del gobernador. Durandarte creyó que se debían a su esfuerzo, pero enseguida se dio cuenta de que aquellos resuellos tenían un cariz más emparentado con la excitación. No cabía duda de que disfrutaba con su martirio; que además se lo infligiera él, sin intermediarios, aumentaba su placer, pero aun así su reacción era desmesurada. Apenas un par de minutos después de comenzar, la respiración de Casanarbore era demasiado fuerte, se esforzaba en tragar oxígeno, como si le faltara. A Esteve se le pasó por la cabeza que muriera allí, que le diera un infarto a consecuencia de tanta agitación. Después escuchó como un ronquido entrecortado que enseguida se mezcló con un chillido largo, como de roedor al que le han pisado la cola. Casanarbore no se molestó en disimular lo más mínimo que acababa de descargar la tensión que tenerlo allí atado, casi desnudo, bajo su látigo, le había producido. Esteve no pudo verlos, pero sus espasmos musculares cesaron enseguida, fueron muy breves, propios también de un mamífero de escaso peso y volumen como era el caso de don Gervasio. Se recompuso y, queriendo sonar solemne, algo imposible con su voz de flauta desafinada, le dijo a modo de despedida:
—Así aprenderás. Mi mujer es sagrada. A Mimín no la toca nadie.
—Ni usted —musitó Durandarte.
—¿Qué has dicho, escoria? —La voz del gobernador sonó tan aguda que parecía que hablaba en un falsete aún más hiriente. Con la humedad entre las piernas, don Gervasio salió de la celda. Los guardias no volvían a desatarlo. A pesar del aturdimiento que le producía el dolor de las heridas abiertas por los latigazos y de la soga que le desollaba las muñecas, a Durandarte aquella experiencia le proporcionó una certeza muy rotunda sobre las apetencias sexuales de su excelencia.
Ya en la calle, el señor gobernador dio unas palmadas para que acudiera su chófer, como si espantara palomas. Esteve sabía que su estancia allí detenía muchas cosas: si a pesar de sus indicaciones algunos fugitivos se arriesgaban a pasar las montañas sin ayuda, él no podría salvarlos, de la misma forma que sentía cada minuto como una oportunidad menos de hallar a Valentina con vida. Abrió los brazos y los movió con fuerza, pero solo le sirvió para comprobar que le era imposible liberarse de aquellas cuerdas. Un pensamiento lo atormentaba: no poder cumplir con la promesa que le había hecho a la camarera de encontrar a la niña. Sin su palabra no era nadie y no quería verse desposeído de ella de aquella manera.
25
Cárcel de Huesca, domingo, 6 de junio de 1943
Antes del amanecer ya se había formado una cola de un par de cientos de personas delante del edificio de la prisión. En su mayoría eran mujeres familiares de los presos. Entre las madres, hermanas, sobrinas, hijas, esposas o tías, estaba Jana Belerma con un documento recién fabricado por ella misma por si tenía que certificar qué grado de parentesco la unía al bandolero. Había elegido el de prima porque tampoco quería aumentar, aunque fuera inventada, su proximidad a él. Había decidido hacer de tripas corazón y desplazarse allí porque no hacerlo le parecía una manera de eludir su compromiso con Sieglinde y Dagmar Géllert. Al menos eso era lo que se había contado a sí misma, sin poder negarse que ver a Durandarte también le despertaba mucha curiosidad, no sabía si sana o insana. Había muy pocas personas en su vida y tenía la esperanza de que Esteve alguna vez formara parte de ese limitado círculo al que pertenecían aquellos a los que podía llamar amigos.
Cuando apareció un guardia ante el portalón del centro fueron tantos los gritos que Jana prefirió quedarse callada hasta que cesaron. Como Durandarte no estaba entre aquellos que metían las caras entre los barrotes de las rejas, de tan flacas que las tenían, porque no esperaba que nadie fuera a verlo, ella pidió que lo avisaran.
—Tú, rufián, tienes visita, ha venido una que dice que es tu prima. Sal, pero no tardes —le dijo uno de sus carceleros.
Durandarte estuvo a punto de responderle que él no tenía primas, pero se calló a tiempo. No podía quedarse allí sin saber quién le aguardaba afuera. Le costó incorporarse en su celda, como si el hecho de ser tan alto le complicara aún más estirar los brazos y las piernas para deshacer su postura plegada de tantas horas seguidas.
Bajó las escaleras despacio, sus músculos agarrotados no le permitían avanzar de otra manera, y, cuando se acercaba al umbral separado de la calle por varios metros y muchas rejas, se tapó los ojos, pues la luz lo laceraba, y se detuvo porque no quería caminar a ciegas. Entre sus dedos vio a la multitud agolpada allí.
—Vamos, muévete —le dijo uno de los guardias de la puerta a la vez que lo empujaba con tanto ímpetu que casi lo tiró por los peldaños. Antes de caer, Esteve se sostuvo de la barandilla con la mano derecha. En ese momento, como si estuviera en lo alto de una de las cumbres del Pirineo, se puso la otra mano a modo de visera y vio a una mujer sola, que no hablaba con nadie. La reconoció. Su presencia allí era lo más parecido a un sueño, una sensación de lluvia en el infierno.
Una vez que Jana lo tuvo enfrente, al principio, entre tanto barullo, lo veía mover la boca, pero no podía escucharlo. Al final entendió que le decía:
—Nunca me voy a olvidar de esto. —Hablaba con tranquilidad. Se le notaba cansado pero también alegre, al menos en aquellos momentos. Ella había ido hasta allí a visitarlo y esto tan solo le bastaba. Era la primera vez que la veía sin el uniforme y la sintió arrebatadora.
—¿Qué? —Jana seguía esforzándose. En apariencia su peso no había disminuido, pero sus ojos tenían menos brillo y los pómulos estaban más marcados por efecto del agotamiento. En cambio, mantenía la misma sonrisa arrogante.
—Eso —se limitó a añadir él.
Jana llevaba un vestido de flores camisero bastante escotado para la época del año en la que estaban, aunque allí los días en los que hubiera podido lucirlo a cuerpo eran pocos incluso avanzado el verano. Lo cubría con una chaqueta de punto calado. Las dos prendas pertenecían al vestuario del que les proveían los ingleses para camuflar a los judíos. Su ropa de la época de Zaragoza había dejado de servirle y eran muy escasas las ocasiones en que podía lucir algo distinto a la ropa de trabajo. Con aquel atuendo que ella sabía que le favorecía mucho no quería provocar a Durandarte, sino hacerle ver que, si contaba con los medios adecuados, también era capaz de vestir y comportarse como una dama, que lo único que doña Mimín tenía de especial era su dinero. Este era el desafío que se había marcado aquella madrugada antes de salir de Canfranc: impresionarlo, que supiera que no era una más, que no iba a caer rendida a sus pies, sino que había viajado a Huesca porque su colaboración con la red lo exigía.
Esteve apuntó con un dedo hacia una esquina, ella recorrió muy seria la tapia en paralelo a él. Durante aquellos escasos pasos no se miraron, el prisionero prefirió no alzar la vista para que no le descubriera en los ojos la ilusión que le hacía que ella estuviera allí. En el rincón más apartado de la entrada central pudieron acercarse un poco. Entonces él le volvió a sonreír de la misma manera que lo hizo cuando se chocaron con las bandejas en el vestíbulo de la estación, con el gesto exacto que ella necesitaba pero por el que no iba a dejarse arrastrar.
La víspera, Jana había preparado una cesta de mimbre con queso, membrillo, plátanos y hasta una lata de leche en polvo americana que le dio Arlette. No quiso escribirle un mensaje porque sabía que examinaban a conciencia los paquetes antes de entregárselos a los presos. El contenido del bote se lo comería a pellizcos o lo mezclaría con el agua que les daban una vez al día dentro de un pote de metal. Pero era calcio al fin y al cabo, mejor que la cal de las paredes que arrancaban otros para masticarla e ingerirla. Sobre la cesta, que Jana después entregaría en la puerta, como si fuera una frazada que tapaba el interior, había una camisa blanca, mullida, planchada, que ella había cogido del hotel para que sustituyera a la que llevaba hecha trizas. Durante el trayecto en tren había ensayado lo que le diría, qué respondería él..., pero de nada le sirvió cuando Esteve comenzó la conversación de una forma muy inesperada. Se notaba que era alguien práctico, a quien no le gustaba nada perder el tiempo.
—El miércoles a las siete en punto cruzaré el puente del río Aragón de nuevo. Ya verás —le dijo Esteve mezclando los gritos con los gestos.
—¿A que no? —Jana no pudo evitar el tono de desafío. Le salió de forma automática porque estaba segura de que era muy difícil que lo soltaran—. No es todo tan sencillo, Esteve. —Jana remarcó mucho la palabra no.
—¿No? —Cuando le dijo esto volvió a sonreír, las marcas a cada lado de sus ojos parecían colas de peces. Jana tuvo la impresión de que no se refería a salir de allí, sino que la interrogaba sobre las posibilidades que tenía con ella. Se apresuró a transmitirle lo que la había llevado allí.
—Juste me ha encargado que te diga que aproveches mucho todo el tiempo que estés aquí encerrado, que tú sabrás a qué se refiere, y además pregunta por un húngaro, se llama Sándor Géllert, por favor. —Estas dos palabras las dijo en un tono bastante más bajo, casi inaudible, para suavizar su expresión, porque cuando comenzó con su enumeración notó que en el rostro de Esteve se dibujaba algo parecido a la desilusión. Era como si se apagara. Cerró la boca y dejó caer la mirada.
A Esteve le había quedado muy claro el mensaje y también que no había nada más. Para conformarse se dijo que tampoco tenía mucho sentido conseguir la libertad y atarse a una mujer. Lo que a continuación le contó Jana lo interpretó como un pago muy generoso por los escasos servicios que le solicitaba. Le dijo que le llevaba unos dólares de plata, la moneda habitual en el comercio de la frontera. A ella se los había proporcionado Juste, no eran muchas piezas porque así sería más difícil que las descubrieran, pero si conseguían burlar la vigilancia, a Jana no le cabía duda de que él sabría sacarles el máximo partido. Montlum le había explicado el truco para abrir un plátano con un hilo de forma que después no se notara; hasta que lo consiguió le tocó comer bastante puré de esta fruta para no desperdiciarla. Pero después de tanto ensayo estaban en la cesta con las monedas de plata dentro. Lo más grave que podía suceder era que las encontraran y se las quedaran. Si así ocurría los guardias estarían atentos por si ella volvía a llevarle otra mano de plátanos.
Mientras lo tenía enfrente, Jana pensó que verla allí hablando con el bandolero hubiera escandalizado a sus padres. El alboroto en la puerta de la cárcel de Huesca ya había mermado un poco, por eso Durandarte tuvo que gritar menos esa vez:
—Ha valido la pena que me encarcelaran. —Aquello no le importaba que lo escucharan los que los rodeaban.
Esteve se sabía mejor que muchos otros y disimularlo le hubiera resultado hipócrita. Él era así, para bien y para mal, pero a pesar de sus palabras y de sus ademanes lo sintió vulnerable. Le cruzó un pensamiento nefasto por la cabeza, pero decidió que a ella no le incumbía su vida íntima, que allá él. Eso sí, no podía ni imaginar qué clase de atracción le producía aquella mujer, doña Mimín, para que fuese capaz de vivir tantos riesgos por ella. No pudo evitar relacionar la seducción que ejercía la esposa del gobernador sobre él con una cuestión de poder, como si conquistarla fuera también un desafío, una muestra más de su temeridad. Y también se dio cuenta de que estaba obsesionada con la relación de ambos. No supo si responderle a aquello, solo sonreírle o no hacer ninguna de las dos cosas. Mientras lo pensaba, un guardia al que no habían visto llegar le dio a Esteve un culatazo en los nudillos de la mano con la que agarraba la reja para indicarle que ya había terminado el tiempo de visita. Quiso acercarse aún más a Jana a través de aquella celosía de forja, pero ella ya se había apartado sobresaltada.
Esa mujer era única, trabajaba lejos de su casa sin que pareciera necesitarlo, sus modos, su educación la delataban, era amiga de sus amigos, sin importarle que estos fueran varones, se la veía muy desenvuelta, se bastaba a sí misma. Sabía que era de Zaragoza y, sin embargo, parecía sentirse en Canfranc como en su casa. Todo un misterio, un hermoso enigma, pensó el bandolero mientras se alejaba hacia el interior tenebroso del penal de Huesca. No sabía si era por efecto de aquel entorno en el que Jana contrastaba tanto, pero, a diferencia de las veces anteriores, le había descubierto una belleza sobrenatural, como si le manara de dentro. La mirada que mantuvieron pareció solidificarse, como si fuera un puente entre ambos que obrara una especie de pacto del que aún no supieran a qué atendía.
Jana se quedó allí hasta que lo perdió de vista. Se había sentido muy a gusto a su lado a pesar de las circunstancias. Pero de inmediato se recompuso de aquel pensamiento con un antídoto que se enunció para sí misma: a todas les sucederá igual y después a saber cómo acabarán. Luego se acercó hasta el cuerpo de guardia, al otro lado del paso de ronda que separaba los locutorios generales, para entregar los víveres.
La cárcel estaba dividida en cuatro galerías con forma de aspas de molino, desde las que llegaban gritos, proclamas y algunos vivas. A los que aún quedaran allí el siguiente año los trasladarían al nuevo baluarte del orden que ya estaban construyendo en esa misma ciudad. Para estrenar la nueva cárcel tendrían que contar con la fortuna de uno de los pocos indultos que llegaban por goteo, no haber sido asesinados mediante la aplicación de la ley de fuga o fusilados después de un consejo de guerra por adhesión a la rebelión. También tendrían que estar libres de cargos por tenencia de armas y explosivos, acreditar que no eran masones, ni sindicalistas de la CNT, no haber vendido periódicos que no hubieran pasado la censura, ni estar afiliados a las Juventudes Libertarias, no haber promovido huelgas, ni ser enemigos de la fuerza pública… En resumen, no haber sido juzgados y condenados por el solo hecho de estar vivos. Jana albergaba la sospecha de que por muy seguro que estuviera Durandarte de que su cautiverio iba a durar poco, también conocería el nuevo edificio.
Como aún faltaban varias horas para coger el tren de vuelta a Canfranc, Jana Belerma se fue al cine. Eran muy pocas las oportunidades que tenía de hacerlo, así que aprovechó aquella. El palacio de la luz le pareció el mejor nombre posible para una sala de proyecciones, aunque se tratara de una construcción muy precaria cubierta por un toldo. No dejaba de sentir con mucha intensidad la presencia de Durandarte e imaginaba que estaba con ella y ambos se dirigían a ver una película como cualquier otra pareja. Más le valdría, se dijo; cualquier cosa menos estar donde está. La vida era muy difícil para todos en quellos tiempos, y más para las personas con las que ella se relacionaba. Si unos años antes le hubieran contado todo aquello no lo hubiera creído, le habría parecido el argumento de una de esas películas que se exhibían en la gran pantalla de aquel solar de la plaza Cervantes. Una historia más de las que se sentían con mucha pasión, pero solo mientras duraban.
Cuando compró la entrada lo que quería era un billete que la transportara lejos, a donde fuera, que le permitiera estar en otra realidad, pero sin exponerse, aunque tampoco podía negarse que quería que ese pasaje fuera de vuelta porque a pesar de todo necesitaba seguir en Canfranc con Juste, Arlette, Montlum, Didier y… Detuvo esta enumeración mental porque no quería llorar al pensar en Valentina. Con las manos ocupadas por la gaseosa y la bolsa de pipas, se sentó para dejarse inundar por la imagen del vuelo de un águila que anunciaba el Noticiario y Documentales Cinematográficos.
26
Lunes, 7 de junio de 1943
Un repiqueteo sobre el cristal de la puerta de la oficina de la aduana avisó a Juste. Uno de los aprendices de La Poste, los correos y telégrafos franceses, le entregó un telegrama.
—À vous de jouer. Su juego —le dijo. Laurent fingía que mantenía una partida de ajedrez por este medio con un colega suyo destinado en París. De esta forma sus mensajes no despertaban ninguna sospecha. Él se había negado a transmitir fórmulas del tipo «las cigüeñas emigraron» para referirse a los judíos, o frases semejantes que de tan absurdas llamaban la atención más que cualquier otro recado, como hacían otras redes de espionaje.
Antes de que aquel chico se retirara lo leyó en voz alta:
—Zugzwang —dijo mientras levantaba una ceja.
—Un seul mot? Votre ami est allemand?13
—Il est français. Il s’agit d’un mouvement. Je vous apprendrai à jouer quand la guerre sera finie.14 —De esta forma lo despidió, ofreciéndose para enseñarle a jugar una vez que acabara la guerra.
Respecto a la jugada, no entró en más detalles porque una de sus primeras normas era que no se debía perder de vista que a veces los más sagaces son los que menos lo aparentan. Literalmente significaba «obligación de mover». Para Juste no había más que añadir. Si alguien lo leyera con la mente puesta en el tablero interpretaría que solo podía realizar una acción, fuera de él le advertían de que algo no iba bien con el primero de los enviados. Se trataba de Chagall, el pintor.
Un hombre encogido llegó en el siguiente tren. Miraba a todos lados y llevaba una carpeta bajo el brazo. Nada más poner un pie en el andén los guardias alemanes le pidieron la documentación a la vez que le cerraban el paso en su intento de acceso al vestíbulo. Obraban con tal decisión que parecía que alguien les había informado de que estaría allí a aquella hora.
Jana, Montlum y Juste disimularon su impaciencia de forma que no se notara que lo estaban esperando. Ni siquiera podían mirarlo, todo tenía que convertirse en una coreografía en la que cada paso encajara con los de todos los demás que se movían a través de aquel escenario.
—Herkommen. Venga aquí —le dijo uno de los soldados. Jana sudaba; de momento ya lo habían detenido nada más bajar del tren. La primera en la frente. Pensó en la traición, cualquier persona podía dedicarse a delatar, venderse al mejor postor. Le habían cambiado el nombre en los papeles, no podía aparecer allí como Moishe Segal porque enseguida darían con su origen al llamarse como el padre de su pueblo. Juste los observaba aparentando indiferencia, como si aquella escena que se desarrollaba ante sus ojos no tuviera nada que ver con él, como si lo único que le llevara a permanecer allí fuera la curiosidad por saber qué sucedía. Continuó su paseo paralelo al tren hasta que vio surgir la cabeza de Didier de una de las ventanas y subió.
—¿Qué pasa?
—Es más terco que una mula. Se ha negado a esconderse en Oloron. ¿Sabe qué me ha dicho? Que su obra lo salvaría o lo condenaría. Habrase visto. Estoy muy harto de todo esto, Laurent. Nos faltaban los artistas.
Juste bajó del convoy de un salto, y volvió hasta el umbral del vestíbulo que no le dejaban franquear al recién llegado.
—Dokumente —le decía en aquel momento el otro soldado. Según su cédula de identidad era bielorruso de origen y de nacionalidad francesa; según su pasaporte pasaba de la cincuentena y por tanto ya no estaba en edad militar. Cuando iba a mostrarles el laissez-passer, el salvoconducto galo, los dos cartones atados con cintas que llevaba bajo el brazo se le deslizaron al aflojar la presión contra su cuerpo. El suelo del andén se ilustró con sus pinturas, se llenó al instante de hierba, de estanques turquesa, de azul celeste. Había un violinista, payasos, ángeles, acróbatas, novios que sobrevolaban pueblos... Los guardias se quedaron inmóviles. No sabían qué hacer. Uno de ellos entró en el puesto de vigilancia y el otro le preguntó:
—Was ist das?15
—Mon oevre16 —le respondió en francés Chagall con mucho orgullo.
—Sieht aus wie von Kindern gemalt. Es sind wohl keine jüdischen Kinder?17
Montlum pensó en todos los niños que habían partido hacia un futuro libre desde la habitación bisiesta. Se agachó y comenzó a recoger los dibujos con mucha delicadeza. Para él eran sagrados. Entre las dos últimas láminas metió los billetes para el tren. Si se detenían en el registro necesitaba llevarlos, se los pedirían y lo deportarían si no los mostraba.
Un empleado de la oficina de aduanas que dirigía Laurent se acercó de una manera que aparentaba ser casual, como si su jefe no se lo hubiera ordenado aquella tarde. Lo que le entregaba era su as en la manga ante los problemas que el telegrama sobre el ajedrez le había anunciado.
—Monsieur Juste, tiene que abrir inmediatamente este sobre, es urgente. Se nos había traspapelado. Lo siento, señor.
Se trataba de una carta de recomendación del cónsul británico en San Sebastián, un documento que Laurent guardaba por si necesitaba usarlo alguna vez con alguien de su familia. Pero aquella tarde decidió que si se complicaba el paso del pintor bielorruso su responsabilidad le obligaba a utilizarlo. En aquellas líneas se decía que quien portara aquel documento se convertía en ciudadano protegido, era una medida tan excepcional que no quedaba más remedio que cumplirla. También en las guerras existían salvedades.
El pintor judío le regaló a Montlum en agradecimiento por ayudarlo —en apariencia solo a recoger sus pinturas del suelo— una tabla; le dijo que se llamaba El asno verde, L’Âne vert, y otro dibujo con un gallo sobre el que había dos personajes.
Tadeusz, el asistente de Wagner, que había sido profesor de lenguas clásicas en la universidad de Heidelberg antes de la guerra, se acercó a ellos al verlos hablar.
—Teniente, ¿le parece este arte degenerado? —Era Wagner, que lo miraba con atención mientras señalaba unas láminas esparcidas aún sobre el andén ante el vestíbulo de la estación.
—Con su permiso, capitán Wagner, yo creo que solo hay una forma válida de arte, el que conmueve.
Les había resultado toda una sorpresa aquella accidental exposición en horizontal.
—Nunca dejará de admirarme el talento —añadió Wagner—. Vaya con sus pinceles, siga, pero tenga cuidado, otros tal vez no sabrán apreciarlo como nosotros.
Con estas últimas palabras parecía referirse a los gustos más clásicos de Gröber, quien no estaba por allí pero que en cualquier momento podía sumarse a la discusión estética, sin duda, para condenarlo por aquellos cuadros. Cuando dijo esto miró como en un acto reflejo hacia arriba, hacia el lugar aproximado en el que se encontraba la habitación del mayor. El azar siempre es el que lo decide todo. Chagall se había salvado por los pelos, por un capricho de aquellos dos oficiales que decidieron dejarse llevar por sus gustos artísticos. No habían contravenido las órdenes del Reich respecto a la solución final, sino que detuvieron el interrogatorio bastante antes de que ningún dato desvelara que era de ascendencia semita. Si fue intencionado o no, nadie podría probarlo.
Mientras se desarrollaba el incidente, Chagall permaneció sentado sobre su maleta en un gesto que a Jana le resultó muy curioso, al menos en aquellas circunstancias. Cuando el hombre se levantó, ella pensó que el régimen nazi aplicaba la misma aleatoriedad para detener a alguien que para no hacerlo, aunque estas segundas ocasiones eran las menos.
Jana se sacó un resguardo del bolsillo del delantal y se dirigió a la aduana con la excusa de recoger un paquete de libros. Lo habían abierto para la inspección. Como si nada de lo que acababa de suceder fuera real, Juste le preguntó:
—¿Te gusta Dumas? —El envío que le acababa de llegar era El tulipán negro y otras dos novelas de ese autor.
Jana estaba convencida de que nunca se habituaría a esas situaciones. Tras lo que acababan de vivir la esperaba un coloquio literario. La expresión templar los nervios no podía adecuarse mejor a la manera de actuar de Juste. Por eso decidió contraatacar para demostrarle que ella también era capaz de comportarse como él, o mejor incluso.
—Ahora estoy leyendo El conde de Montecristo, me lo recomendó Montlum. A Edmond Dantés lo acusan de trabajar como espía para los ingleses. ¿Lo sabías?
—Sí, claro, lo leí en el colegio. —Entonces Juste bajó la voz y le dijo al oído—: Parece que me influyó mucho.
Ella no pudo contener la carcajada. Necesitaba reírse y cuando lo hizo se dio cuenta de los días que habían pasado sin que le mudara el rostro. Aquellas sombras sobre su ánimo eran imposibles de apartar. La invitó a que pasara por su casa al día siguiente para tomar un café por la tarde. Jana era consciente de que el jefe de la aduana multiplicaba sus atenciones hacia ella para intentar mitigar, aunque solo fuera por un rato, el desconsuelo que le provocaba no saber nada de Valentina.
Cuando volvió a centrar su atención en el envío, comprobó que en el remite decía «Étienne Guinart», movió la cabeza a un lado y a otro para indicarle que se había equivocado de destinataria, pero Juste se lo acercó. Jana tomó el paquete y se marchó a su habitación.
Martes, 8 de junio de 1943
Al día siguiente la reconfortó la compañía del matrimonio Juste durante su descanso vespertino. Como era su costumbre, Laurent fue al grano, comenzó dando respuesta a la pregunta que había quedado en suspenso sobre la identidad de quien le escribía:
—Étienne Guinart es un aristócrata, tiene bastantes cosas en común con el de la novela que estás leyendo —comentó con el bisbiseo habitual.
—Laurent, te aseguro que no necesito más distracciones, tengo la mente muy ocupada.
—A veces se salvan personas de una en una, de cien en cien, pero con esto que te voy a contar, y que no me cabe duda de que llevaremos a cabo, los liberados serán millones y te aseguro que no exagero. Vamos a pasar por aquí un radiotransmisor. Con él se comunicará por primera vez la Resistencia desde Francia con el mando aliado en Gran Bretaña. Desde Zaragoza lo llevarán hasta San Sebastián. Como siempre, de ahí a Londres vía Madrid.
—Con tantos alemanes aquí… —Jana fue incapaz de decir nada más.
—Aunque no lo creas, es la ruta más segura. En esos libros, que te pasaré más adelante para algo que te voy a explicar enseguida, está toda la información. Este hombre, Guinart, es valiosísimo. Trabaja en el SOE, Special Operations Executive, el cuerpo de élite de Churchill para operaciones encubiertas y sabotajes. Lleva una vida nada contemplativa. Después de entrenarse en Manchester durante medio año saltó en paracaídas sobre suelo francés, lo detuvieron por volar algunos tramos de vía férrea y una estación eléctrica, se lanzó del camión en el que lo trasladaban en marcha, esquivó todos los tiros con los que intentaron acribillarlo, robó un coche oficial nazi que tenía las llaves en el contacto y volvió a Inglaterra en un submarino. Dicen que además tiene un hijo bastante parecido a él. Se ve que son una saga. Ahora Étienne trabaja allí para que París sea libre cuanto antes. Cuando le llegue el radiotransmisor nos avisará por el mismo medio. ¿Qué te parece?
—Me parece de novela. ¿Y qué tengo yo que ver en todo esto? Además, ¿no es muy arriesgado que él firme con su nombre?
—Lo hace porque no es el verdadero.
Entonces Juste le indicó que se acercara a uno de los libros de los que recibía con cierta frecuencia. Los envíos se repartían entre ambos para que su número no resultara sospechoso.
—Tienen mapas, pero no están a la vista. Los tengo que trazar yo según los números de los capítulos y las líneas de determinadas páginas.
—Y yo me encargo de afilar los lápices.
—No, escúchame. Cada vez que termines de leer un libro escribirás una reseña sobre él en francés y se la enviarás a Guinart para que la publique en la prensa, por supuesto, en la ocupada. La primera será la de El conde de Montecristo. En ese texto irá toda la información codificada. Yo te daré los datos para insertarlos. Cualquier lector disfrutará de tus impresiones sobre el libro y solo a quien van dirigidas las palabras precisas lo interpretará de otra manera. Invéntate un seudónimo romántico, un nom de plume, decimos nosotros, ya lo sabes. Y mientras estas hojas vuelan una vez al mes hacia el norte nos encargaremos de que salga bien lo de la radio.
Jana pensó que Laurent tenía la habilidad de transmitir sus órdenes como si contara una historia. De esta forma, ya parecían pasado, inmodificables por tanto.
27
Martes, 8 de junio de 1943
He de significar a V. S. que el citado es contrabandista, que pasó innumerables veces la frontera, que se aprecia en él una conducta reveladora de inclinación al delito, manifestada por la comisión reiterada y frecuente de robos y otras contravenciones penales encaminadas a proteger la emigración clandestina de personas no autorizadas para ello con fines ilícitos y remuneratorios. Dada la contextura moral del detenido, no puede presumirse que se dedique en la vecina nación a nada que no sean las citadas actividades delictivas.
Esta carta de la comisaría del sector central al gobernador parecía escrita al dictado de este, de tanto que le satisfacía su contenido. Con estos cargos se garantizaba que Durandarte pasaría una buena temporada a la sombra, y no precisamente a la de su mujer. En los mismos términos ordenó a su secretario que telegrafiara su contenido a la Dirección General de Seguridad:
Contrabandista. Stop. Paso frontera. Stop. Tráfico personas. Stop.
De esta forma se resumió su expediente.
Mientras tanto, Esteve se bañaba dentro de la celda en un haz de luz bastante generoso. No dejaba de mirar el ventanuco con el gesto más habitual de cualquier preso. Permanecer allí significaba que cada vez le sería más difícil salir, llegaría un momento en que no sabrían quién era ni lo que había hecho. Se podría perder su expediente como había sucedido en tantos otros casos. Solo, sin Jana al otro lado de la reja de la cárcel, no tenía que fingir. Su confinamiento le había proporcionado aquella vivencia: que ella estuviera al otro lado del muro, como si se tratara de una aparición. Estaba seguro de que cualquier cosa que supiera de ella no lo sorprendería porque le parecía extraordinaria, un portento. Era firme, decidida y despierta. Entonces Durandarte pensó en su cuerpo, en sus senos puntiagudos, su melena rizada color fuego, en sus ojos a través de los que se le veía la audacia. Pensó que era una mujer de armas tomar, la imaginó en las montañas, a su lado, vestida con pantalón, botas y con una escopeta colgada al hombro. No pudo evitar que esa imagen lo hiciera reír. Así lo encontraron los guardias que entraron en aquel momento. Le llevaron apenas un dedo de agua y dejaron en el suelo una escudilla llena de engrudo: ese era su alimento los días más afortunados, una sopa desleída, los otros.
—¿Cómo os llamáis? —les preguntó como si entre ellos no existiera la relación de vigilantes y preso. Ninguno de los dos había cumplido aún los veinte.
—No nos está permitido hablar con los prisioneros.
—Bien, pues escuchad solo. Seguro que os gustaría ascender, dejar esto, tener una buena casa, criados, tierras, hacer a vuestras mujeres muy felices regalándoles caprichos que a ellas ni siquiera se les ocurriría que existen. —Durandarte utilizaba la información que había captado de sus conversaciones en el pasillo que conducía a su celda, por eso sabía que los dos tenían novia—. Comer con cubertería de plata carnes trinchadas, faisán, pularda… —Se demoraba en cada palabra como si quisiera darles tiempo a que imaginaran cada una de aquellas exquisiteces.
—Vamos, que está loco. Seguro que se ha quedado así después de la paliza que le dio el señor gobernador. Delira —dijo el más bajo de los dos mientras tiraba de la manga de la guerrera del otro.
A pesar de su actitud, su compañero no se movía, hipnotizado por todas aquellas referencias.
—Cerrad la puerta —se arriesgó a decirles Durandarte porque le parecía que aquel era el momento en el que flaqueaban.
—Nosotros no recibimos órdenes de gusarapos.
—Está bien, está bien. No he dicho nada. —Y se calló.
Durandarte apoyó la cabeza contra la pared, cerró los ojos, sumido en tal silencio y quietud que creyeron que se había dormido.
—Acaba. —El que quería irse se acercó y le dio una patada en la pierna.
Esteve abrió la mano y les mostró las monedas de plata que Jana Belerma le había llevado como tropezones de los plátanos.
—Dólares americanos. Con unos cuantos de estos os forráis.
Cada uno cogió cinco. Parecía que eran el pago por el derecho a continuar hablando. Durandarte les señaló el hueco por el que entraba la luz.
—Veo que esa reja está suelta, que se mueve. Solo necesito que sea verdad, una cuerda para subir, no para colgarme, que entonces os quedáis sin nada más, una manta para que no haga ruido cuando la deje caer desde arriba y una escalera al otro lado. Vosotros sabéis cómo funciona esto, quién está y dónde en cada momento. Soy rápido, eso os lo garantizo.
—Nos fusilarán.
—No, porque vosotros no tenéis que hacer nada. Solo dormir. Nadie sabrá quién me ha traído las herramientas. Tengo muchos cómplices. —Y cuando les dijo esto les sonrió con mucha seguridad.
—Nos culparán igual.
Esteve advirtió con esta expresión que ya se habían metido en la historia.
—Eso depende de vosotros. Si os quedáis les dais esa posibilidad. La otra es que os larguéis. El mundo es muy grande y vosotros muy jóvenes. —Se detuvo porque sabía que lo que iba a decirles a continuación podía ser definitivo para convencerlos—. No sé qué hacéis en este agujero, estáis tan presos como los otros. Es todo más fácil de lo que parece. Cuando anochezca ya sabréis cómo distraer la atención de vuestros compañeros: un incendio, un intento de fuga en otro pabellón, pero falsa alarma, que no quiero que haya damnificados, un hallazgo de material explosivo, lo que se os ocurra. Como dicen, el hambre agudiza el ingenio y el vuestro debe funcionar muy bien. —Como los guardias continuaban en silencio, continuó—: Trepo, dejo caer los barrotes de la jaula, salto. Y vosotros, cuando salgáis mañana de servicio, os acercáis al parque Miguel Servet, en el jardín de Lastanosa, podéis ir con vuestras novias para darles una sorpresa, entráis por el paseo de las plataneras hasta el centro y de debajo de la última, la más cercana al templete de la música, desenterráis una maleta. No estará muy honda. Le abona las raíces a estos árboles y por eso dan estos frutos llenos de monedas.
—Eres un cuentista. Si te hiciéramos caso eso querría decir que estamos peor que tú. —Mientras uno lo decía el otro asentía, pero Durandarte tenía claro que ya estaban en el bote.
—Allá vosotros. Esta es la oportunidad de vuestras vidas, no tendréis otra igual.
—Danos una prueba de que no es un engaño —se aventuró a decir el que le había dado la patada.
—Mi palabra.
28
Miércoles, 9 de junio de 1943
Jana se dirigió a casa de los padres de Valentina. Leonor sacaba del arcón algunas sábanas y toallas bordadas sin estrenar. Había comenzado a prepararle el ajuar a su hija por si después le fallaba la vista, la destreza, las manos. Acariciaba sus iniciales abultadas por el hilo. No soportaría usar aquella ropa de casa. En la puerta, Jana le entregó un fardo con toallas y sábanas, pero fue incapaz de decirle nada.
Antes de volver a la estación pasó por la fonda para llamar al doctor de la clínica universitaria. Quería saber cómo estaban los que aún permanecían ingresados.
Aquel bar tenía bastante de sala de máquinas de un barco, por las continuas negociaciones, los planes, el intercambio sigiloso de información que se llevaban a cabo allí. A aquella hora los clientes eran la quinta parte de los que solían juntarse a partir de las siete de la tarde. Había elegido el rato más discreto para llamar.
En una mesa hablaban de la construcción del ferrocarril transahariano, la nueva quimera del gobierno de Vichy, y de los españoles republicanos que estaban allí trabajando como esclavos.
—Y aún hay algunos de los que pasan por aquí que dicen que ese es su destino. Se creen que nos lo tragamos.
—¿Te has enterado de la francesa que le ha dado un botellazo al guardia de la Gestapo? Parece que cruzaba con un grupo de prisioneros y cuando les dio el alto la patrulla alemana se sacó una botella de vino del morral que llevaba a la espalda, y menudo golpe que le ha debido de aventar, que dicen que se ha quedado tendido todo lo largo que era. Han podido escapar porque el compañero se ha puesto a socorrerlo.
—Alta tendría que ser —añadió otro de los parroquianos.
—Alta y fuerte. Como para casarte con ella —concluyó el que estaba a su lado y todos rieron.
A Jana también le hizo sonreír sin querer aquella anécdota, pero la de todos fue una risa corta porque la detuvo la entrada de Eberhard Gröber. El mayor se dirigió hacia el teléfono. No se molestó en bajar la voz cuando le dijo a la telefonista que lo pusiera con el hotel Oriente de Zaragoza, a continuación pronunció lo que parecía un apellido alemán y esperó. Vio a Jana, que se dirigía a la cocina. Pasaron escasos segundos hasta que volvió a hablar, lo que parecía confirmar que había fijado una hora concreta en una llamada anterior a su interlocutor para mantener esa conversación. Ella no quiso mirarlo al pasar. A pesar de que Juste le había asegurado que era difícil que se acordara de lo sucedido ese día, temía que recobrara la memoria de pronto y recordase el informe de la central eléctrica que Juste había destruido.
De momento, parecía que todo aquello se había borrado de su memoria.
—Wo sind die Pferde?18 —gritaba Gröber al teléfono. Por el tono que empleaba parecía que hablaba con un subordinado suyo, un agente al que habría enviado para perseguirlos—. Nicht immer ohne genauen Bericht.
—Solo Jana entre todos los que estaban allí a aquella hora sabía que con esta frase le ordenaba que no volviera hasta que obtuviera un informe preciso sobre lo sucedido.
Gröber colgó con fuerza, giró sobre sus talones para mirarla y con otra voz muy distinta le dijo:
—Frau Belerma.
Aquel contraste, su capacidad de cambiar en segundos, la impresionó. Después el oficial saludó a Tricio y salió.
Jana prefirió esperar un rato hasta que se alejara porque no quería encontrarse con él en la calle. Cuando terminó de comentar con Pilar las escasas novedades sobre la desaparición de Valentina, lo del pañuelo, las horquillas, el tebeo y poco más, ya habían transcurrido unos diez minutos. Entonces se despidió de ella porque supuso que ya estaría despejado su camino hasta la estación. La dueña de La Serena le dio un capazo con un queso y un tarro de miel.
—Para nuestra amiga Arlette.
—Como si fuera Caperucita. —Sonrió Jana y salió deprisa. En media hora tenía que reincorporarse al trabajo.
29
Jana sintió un escalofrío al escuchar los cascos de un caballo. Solo entonces cayó en la cuenta de algo de lo que hasta ese momento no había sido consciente. Era miércoles, faltaba muy poco para las siete de la tarde y alguien demasiado convencido de su buena suerte le había dicho tres días antes que a esa hora estaría allí.
Miró hacia las montañas, comenzaba a oscurecer. Los pinos parecían desfilar por la ladera, era el mismo efecto que se veía en aquellos tambores con rendijas por los que giraba un dibujo. Respiró. Volvió a escuchar, esta vez más cerca, las herraduras de un caballo golpeando los adoquines. No podía tratarse de él; había otros caballos además de Farsante. Esteve podía mostrarse presuntuoso, pero llevar a la realidad aquellas fanfarronadas como escaparse de la cárcel ya era otro cantar. Se quedó parada para poder escuchar mejor.
Entonces vio a un jinete. Era él, Esteve… ¿Qué hacía allí? ¿Lo habían soltado? Vio algo que le pareció extraño, incluso más que su reaparición y que no estuviera preso, algo que la trastocó del todo. De los dos segundos durante los que entrevió la montura le sobró uno para darse cuenta de que no iba solo. ¿Qué pretendía al presentarse con otra mujer allí? Solo faltaba que se exhibiese con doña Mimín de aquella guisa.
El sonido de los cascos se acercaba. Hasta aquel momento todo eran habladurías pero aun así prefería esas imprecisiones que ser testigo de aquel devaneo que no podía traer nada bueno a nadie. No quería verlos juntos. Antes de que se decidiera a alejarse, Esteve golpeó con sus espuelas sin púas a Farsante y recorrió varios metros de golpe. La llamó. Jana tuvo la tentación de hacer como que no lo había escuchado e internarse en el edificio, pero no era creíble; además la perseguiría a pie, con lo que conseguirían llamar la atención de todos los transeúntes y trabajadores de la terminal. Al final no tuvo más remedio que girarse hacia ellos.
—¿Llego tarde? —Durandarte no se resistió a bromear.
La figura de Esteve ante un contraluz ya muy escaso tapaba por completo a quien lo acompañaba. —¿No podías esperar ni un par de minutos? —continuó él.
Desde donde estaba, Jana solo veía las piernas de la otra mujer, ambas al mismo lado, era muy delgada. Se agarraba fuerte del jinete, con mucha confianza. Llevaba un vestido blanco, de volantes y lazos bajo un capote militar de paño gris o verdoso, era difícil distinguir el tono a aquella hora. La camarera no abrió la boca. Estaba segura de que nada más escaparse había ido a por ella para fugarse los dos y que tenía la desfachatez de recorrer el pueblo en su compañía antes, tal vez porque el papel de amiga piadosa y entregada, a pesar de lo poco o nada que se conocían, le había salido perfecto y quería agradecérselo.
—Teníamos una cita —le dijo Esteve mientras descabalgaba. A Jana no le cupo ninguna duda de que no utilizar su nombre se debía a que de esta forma nunca se equivocaba con ninguna mujer.
Con toda la delicadeza de la que fue capaz, Esteve cogió a su acompañante por la cintura y antes de dejarla en el suelo le dio una vuelta en el aire. Eran la viva estampa de la satisfacción. Solo veía las siluetas a unos cinco metros porque la oscuridad ya lo arropaba todo y estaban en un ángulo del puente al que no llegaba ningún reflejo de las luces del pueblo. Repetía lo que había hecho con la esposa del gobernador ante su criada cuando bajaron del tren, pero lo repetía más cerca, delante de sus narices para obligarla a presenciarlo, elevaba a la mujer como si fuera una bailarina. Y entonces Jana sintió algo que no creía que pudiera sentir. El corazón le brincó, parecía que se le descolgaba, que se le soltaba y caía hasta el estómago para rebotar y colocársele de nuevo dentro de su pecho. Gritó, rio y lloró a la vez cuando se dio cuenta de quién era. No se trataba de doña Mimín ni de otra mujer desconocida, a pesar de la estatura, del talle, era una niña. A Jana le costó balbucear:
—Valentina. No puede ser verdad. Estás aquí… —Jana estaba transmutada, era otra más feliz, diferente, que acababa de recibir un regalo, como si el destino hubiera decidido volver atrás, no continuar con lo que tenía previsto. Se abrazó tan fuerte a ella que sintió que la apretujaba en exceso. La asombró su fragilidad. —Más que una lagartija, ahora pareces su espíritu. —La niña rio.
Durandarte se alejaba. Les hizo una señal con la mano contra el sombrero. Jana corrió hacia él y le dio el queso y el tarro de miel. Era la mejor manera que se le ocurrió para agradecérselo. Besó ambas cosas antes de tendérselas para que las guardara en la alforja. Solo le dijo una palabra más y por eso eligió la mejor:
—Gracias.
30
Por fin algo era como en los cuentos, Valentina y Jana corrieron por la calle principal cogidas de la mano hasta la casa de sus padres. Sonreían triunfantes. Una anciana en camisón se asomó un instante a la ventana, pero las miró sin verlas. Gracias al bandolero estaban de nuevo juntas.
—¿Sabes qué? Cuando sea mayor me quiero casar con él. Es guapísimo, habla francés también. No se lo digas a mis padres, pero desde que me rescató esta tarde no quería volver —le dijo Valentina cuando se detuvieron a escasos metros de la puerta—. Sobre el caballo he venido pegada a su espalda, huele muy bien, a limpio. Me ha contado muchas cosas para entretenerme mientras llegábamos.
—Con lo que tus padres han sufrido... —Jana se vio en la obligación de responderle de esta manera, pero lo que más la impresionó fue que Esteve había producido en su compañera unas sensaciones muy parecidas a las que ella llevaba algún tiempo sintiendo—. No te voy a preguntar nada más ahora —continuó—, pero mañana volveré temprano, nada más amanezca, y se lo diremos a todos. Te ha buscado mucha gente, han venido de Villanúa, Borau, hasta de Jaca y del otro lado.
—Me tenía encerrada Voltor. —Valentina lo dijo como si este hecho le restara importancia a su desaparición, como si la compañía del mendigo alemán explicara que no había corrido peligro alguno.
—Ya hablaremos. —Jana prefirió decirle en aquel momento solo estas palabras.
Despegó la aldaba de la puerta dos veces y Valentina esperó en la parte del quicio en el que encajaba la puerta que no se abría. Leonor bajó sin ningunas ganas. Se extrañó de volver a ver allí a Jana apenas un par de horas después de su visita. En cuanto abrió la hoja de madera maciza unos centímetros, las dos se colaron por ella. Una vez dentro, Valentina la juntó tirando del pomo por dentro y se lanzó a los brazos de su madre. Mientras permanecían así, bajó su padre por la escalera. Los gritos de alegría se oyeron hasta en la fonda, pero como eran de entusiasmo nadie se movió. Ya se enterarían al día siguiente de lo que había pasado.
—Hija, hija mía —decía Leonor y no se sabía cuál lloraba más de los dos mientras la niña sonreía como si se hubiera quedado boba. No se le apreciaba ninguna secuela, al menos a primera vista—. Hija —continuó Leonor—, nos esperábamos lo peor. Jana, esto es un milagro. Tanta misa ha servido de algo. Cuando se lo diga al mosén y a todos los que nos han ayudado tanto...
—Mañana, Leonor, que ahora está muy cansada. —Jana le puso una mano en el brazo y salió, llegaba tarde pero lo entenderían en el hotel en cuanto supieran la razón: la había retrasado la felicidad.
Jana entró en tromba en el comedor de la familia Juste, ni siquiera llamó. Les interrumpió la cena. Ellos seguían el mismo horario de comidas que en la Bretaña. Los cuatro la miraron con el tenedor a medio camino de la mesa o de sus caras, pero no se alarmaron porque su alegría era tan manifiesta que no había ninguna duda de que les iba a comunicar una buena noticia.
—Arlette, vengo a decirte que tu amiga Pilar, la de La Serena, me regaló para ti lo que había en esta cesta, pero que se lo he dado a Durandarte en agradecimiento.
—Jana, con lo sensata que eras cuando llegaste. —Arlette no pudo evitar decir de forma automática estas palabras como si fueran una apreciación. Eran el tipo de cosas que le decía a solas.
—No se trata de eso. Lo que ha pasado es que al volver de la fonda de telefonear al clínico y cuando volvía hacia aquí él estaba en el puente. Pero no estaba solo. ¿Sabéis a quién llevaba también a la grupa de su caballo?
Auguste comenzó a agitarse en la silla.
—No os lo vais a creer.
—Por favor, Jana, ya nos has intrigado bastante —la apremió Juste.
—Yo sabía que no había sido él, al contrario de lo que pensaban muchos, cómo iba a hacer algo así… Él, que ha ayudado a tantos en la montaña. De no ser por él muchos habrían muerto congelados, pero los ha conducido hasta aquí, a través de las gargantas, evitando que se desbarrancaran.
Y entonces les dio la noticia. El júbilo lo interrumpieron dos guardias, de los que campaban por allí a sus anchas, que llamaron a la puerta.
—La niña, Mädchen Valentina, encontrada, está viva, sie lebt —les dijo Laurent.
Bajaron la cabeza a la vez como saludo, cerraron y continuaron recorriendo el andén.
Esa noche Jana no durmió bien. Estaba nerviosa porque habían recuperado a Valentina sana y salva. La excitación, la emoción por lo ocurrido la habían hecho olvidar algo que ahora, tumbada en la cama, pensando, no podía quitarse de la cabeza. ¿Qué hacía allí Durandarte? ¿Cómo había logrado salir de la cárcel?
TERCERA PARTE
31
Jueves, 10 de junio de 1943
Valentina tenía al otro lado de la ventana las montañas de las que había descendido el día anterior agarrada a Durandarte. Se quedó un rato sin hacer ruido, quería disfrutar de su regreso primero a solas, que aún no advirtieran que estaba despierta. El rescate le había desdibujado bastantes cosas desagradables, pero esas serían precisamente las que querrían saber. La acribillarían a preguntas.
Acercó una silla al tocador de madera tallada que le había fabricado su padre y se pasó la mano por la cara; apenas tenía unos rasguños y la marca de un corte más profundo en la frente, de cuando se cayó la primera noche mientras el alemán la arrastraba; se golpeó contra una piedra y quedó inconsciente. No recordaba nada más hasta que ya estuvo entre las paredes de una construcción ruinosa. Agitó el aire para borrar esa escena, estaba en su habitación: acarició el peine, el espejo, la botella de colonia, su cuaderno y un par de lápices, olió un pañuelo... Necesitaba tocar, sentir que estaba allí, después de aquellos días en los que Voltor la tuvo escondida de todos. Escuchó dos golpes en la puerta y a su madre saludar al alcalde después. Se interesaba por ella. Bajó antes de que la llamaran.
—Valentina, ¿cómo te encuentras? —la saludó.
—Bien, regular, no sé. Un poco mareada. —Quería que todo aquello terminara cuanto antes, aunque era consciente de que aquel encierro le había supuesto pensar en muchas cosas por primera vez: la situación de esas personas que llegaban tan asustadas a la estación, la forma que tenían de entenderse Jana, Montlum y Laurent. Y sobre todo le dio muchas vueltas a algo, a que hay personas buenas y malas, y a que otros lo son según las circunstancias que les toca vivir.
—No me extraña que te sientas así. Sé que no es agradable, pero aún quedan unos trámites. Tienes que ir al cuartel a declarar cuanto antes. De esa forma será cuestión de horas que atrapen a ese desaprensivo. Cuanta más información facilites, mejor. Ya verás.
—Es un pobre hombre. No me ha hecho nada —dijo Valentina en un intento de protegerlo que los desconcertó. Pero era así como lo sentía. Estaba viva y no creía que hubiera corrido ningún riesgo. Era consciente de que no podría declararlo así, pero ese era su convencimiento.
—¿Te parece poco? ¿Te haces una idea de lo que hemos sufrido? Y no solo nosotros —dijo su madre.
—Él lo ha pasado peor, madre, lo nuestro han sido unos días, lo suyo es una eternidad. —Valentina había convivido con un hombre torturado, el primero que veía en aquellas condiciones, y le habían llegado a doler sus lamentos.
—¿Se da cuenta, señor alcalde? Esta niña es una bendita, si la virgen sale de la cueva de Benardette y cruza los Pirineos, seguro que se le aparecerá a ella. Ahora mismo me cambio y nos vamos a la guardia civil. En cuanto lo cojan, si me dejan, no sé lo que le haré. —La reacción de su madre era la previsible, pero Valentina quería plantearle que quería reincorporarse a su trabajo en el hotel lo antes posible. Ella también sentía que allí era muy necesaria.
—Lo que se hará es justicia, señora. A todos nos ha tenido en vilo, nos temíamos lo peor y nos felicitamos de que esté aquí de nuevo entre nosotros. Eso es lo más importante, pero detenerlo también. —Con estas palabras se despidió el alcalde.
Un guardia joven le pidió con mucha educación a Leonor que esperara a su hija fuera. Esta lo miró un tanto contrariada, pero decidió que eran cosas de la ley y que tenía que obedecerlas.
Valentina entró sola en una oficina. En el centro había una máquina de escribir sobre una mesa con las patas terminadas en ruedas, ante ella se sentó un agente que le dijo que era el sargento del puesto. Comenzó a hablarle como si fuera un mecanismo automático.
—Nombre completo.
—Valentina Báguena Alastruey.
—Edad.
—Trece años.
—Fecha y lugar de nacimiento.
—Canfranc, 1 de marzo de 1930.
Y de esta forma el guardia continuó escribiendo durante más de diez minutos. Después comenzó a indagar sobre los detalles de su secuestro. A su primera pregunta sobre cómo había sido, ella le respondió:
—El viejo se me acercó cuando yo salía de la estación, parecía que se encontraba mal. No lo entendía. No hablaba español. Me hizo seguirlo. Pensé que había encontrado algo y que me lo quería enseñar. Cuando el recorrido se alargó le dije que tenía que volver a casa porque ya oscurecía. Entonces se enfadó y me cogió de la muñeca, tiró de mí de golpe y me hizo daño. Intenté escaparme pero me arrastró durante bastante tiempo, vi un par de herramientas a la derecha de la puerta de la cabaña ante la que nos detuvimos.
—¿Viste a alguien más en todos esos días? ¿El viejo estaba acompañado? ¿Eran varios? —El sargento le hablaba muy deprisa. Su intención, por encargo del gobernador, era saber el grado de implicación de Durandarte.
—No. —Con esta negativa Valentina respondió a las tres preguntas que eran en realidad la misma.
—¿Te forzó? —le preguntó mientras fijaba la vista en ella con mucha intensidad.
—¿A qué? —Valentina frunció el ceño.
—Si quiso mantener relaciones contigo. —Después de su pregunta el interrogador cayó en la cuenta de que era más niña de lo que aparentaba.
—¿Relaciones?
—¿Te tocó?
—Solo la noche de la fiesta me tocó un poco el pelo cuando se echó a llorar. Me dio mucha pena...
—¿Qué fiesta?
—Desapareció durante un par de días. Yo intenté escaparme porque tenía mucha hambre, pero no pude. Había rejas en las ventanas y la puerta estaba atrancada, como si por fuera hubiera algo muy pesado. Al cabo de ese tiempo volvió cargado con un saco de arpillera, dentro había velas que habría robado en la iglesia, comida y una barra de pan. Lo fue sacando todo. Sonreía. Cuando vi el cuchillo tuve miedo.
—¿Te atacó?
—No, lo llevaba para cortar un poco de embutido que se sacó del bolsillo interior de su chaqueta. Después repartió unas flores silvestres en varios vasos y dijo algo así como Geburtstag. Todo el tiempo lo repetía: Valentina Geburtstag. Será un apellido. Bebí agua y comí la mitad de aquel pan. Lo demás no lo toqué porque parecían sobras, olía mal, como si la salchicha estuviera un poco podrida. Después sacó una especie de bollo negruzco y le puso uno de los cirios encima. Cantó una canción en la que también decía Geburtstag. Aquel día me dio mucha pena. Se nota que ese hombre ha padecido mucho. No le hagan daño.
—Es un delincuente y pagará por lo que ha hecho —dijo el agente como si aquella frase le hubiera salido así después de que le accionaran un resorte mecánico.
—Hablaba durante horas, se desesperaba, salía de la cabaña, corría monte abajo —continuó Valentina a instancias del agente—. Volvía sudado, jadeaba.
Por la forma de expresarse Valentina, el guardia civil notó que lo hacía con cariño, pero no añadió nada. Continuó:
—Tienes que decirme dónde estabas. ¿Cómo era el sitio? —Necesitaban localizar al mendigo lo más pronto posible para evitar que volviera a raptar a alguna otra muchacha.
—Había una llar en un rincón y otra habitación con una cama. Cuando se iba los primeros días me ataba, después ya no. Lo dibujé todo: una olla, un cajón de madera, botes, un jarro... El cuaderno se quedó allí. Él no tenía nada. Solo una fotografía y un papel. Los miraba todos los días y después se los guardaba en el bolsillo del abrigo.
—Valentina, tienes que decir la verdad. ¿Pasó algo más? Tu deber es contarlo todo. Encubrir a un criminal es un delito.
—Él no ha matado a nadie —dijo bastante compungida.
—Eso no lo sabemos.
Le resultaba sorprendente que la víctima defendiera a su secuestrador, pero lo suyo no eran los sentimientos de las víctimas, sino los hechos.
—Señalaba el retrato al que besaba nada más despertarse y antes de acostarse. —Valentina prosiguió su relato—. Yo le decía que no era yo. Me lo enseñaba. Era una niña muy fea, bizca, con la boca abierta y los dientes muy largos, tenía cara de loca. Él me señalaba. —Al decir esto se agitaba como si lo reviviera.
—Estás aquí de milagro. A saber qué tramaba. —Y pasó a la siguiente pregunta—. ¿Quién te trajo hasta aquí desde la cabaña? ¿Cómo te encontraron? —Hasta aquel momento solo Jana y su familia sabían quién la había liberado.
—Fue ayer. En cuanto se hizo de día oí unos gritos. Decían: aquí, aquí está. Vinieron tres hombres a caballo, llevaban escopetas. Golpearon la puerta muy fuerte, pero Voltor no abrió. Verían el humo de la chimenea. Leña traía bastante. Eso sí, muy poco a poco, de tres en tres troncos medianos. Cuando derribaron la puerta entraron a la habitación donde yo estaba. Él se escondería porque cuando los tres estaban conmigo se escuchó un ruido. Salió corriendo y uno lo persiguió, pero Durandarte le dijo que lo dejara, que ya habría tiempo de cazarlo.
—¡Durandarte! —repitió el sargento con media sonrisa como si aquel apellido fuera ya un salmo por lo recurrente que le resultaba escucharlo—. ¿Lo conocías antes?
—Antes no. Se llama Esteve —dijo con demasiado entusiasmo; enseguida se dio cuenta y continuó en un tono más sosegado—. De allí me llevaron hasta una casa muy grande donde había muchas cosas guardadas. Un refugio parecía.
—¿Y qué te hicieron? —En ese momento no se molestó en ocultar los recelos que le producía imaginarla con aquellos tres hombres.
—Esteve sacó un vestido y una capa larga y estrecha como de militar y me dijo que me lo pusiera. Después me dio unas manzanas y un plátano, casi me como cada fruta de un bocado. Me trajo hasta aquí. En el puente de la estación nos encontramos con Jana Belerma. En el Hotel Internacional estoy a su cargo. Ella me acompañó a casa.
—¿Sabes leer? —Fue la primera pregunta que no tenía nada que ver con el secuestro.
—Claro. Voy al colegio también. Quiero ser maestra —le respondió muy satisfecha.
El guardia tiró de la hoja hasta que la sacó del carro de la máquina de escribir y rasgó el aire con un chasquido tan agudo que a Valentina le dolieron los oídos.
—Lee esta hoja y al final, abajo, la firmas. —Volvió a utilizar el mismo tono mecánico.
—¿Le darán una recompensa? —le preguntó muy seria mientras lo miraba con mucha atención.
El guardia se dijo que tendrían que pedirle a Durandarte que los condujera hasta aquella construcción en la montaña. Pensó que relacionarse con la guardia civil sin que lo detuvieran ya era bastante compensación para un cuatrero.
32
Jueves, 10 de junio de 1943
Los latigazos que le dio el gobernador en el penal de Huesca le habían proporcionado a Durandarte una certeza. A través de ellos atisbó la pasión más oculta de don Gervasio, y se propuso hacérselo saber a él mismo de forma inmediata mediante una misiva nada difamatoria y menos aún anónima. Su intención era chantajearlo para que comenzara a obedecerle, más que por miedo a perder el cargo y sus privilegios, para que sus prácticas no llegaran a oídos de su banda de escualos, de cabezas satinadas por la brillantina y con los dientes igual de afilados que estas criaturas marinas. Esteve estaba seguro de que Casanarbore no soportaría que en sus tradicionales y erróneas consideraciones se cuestionara lo que él consideraba su hombría. Más que tener un as en la manga, aquello le suponía poder manejarlo a su antojo.
A Esteve le resultaba siempre muy fácil atar cabos, y más en el caso de analizar el comportamiento de alguien tan instintivo, tan abyecto. El gobernador tenía muchos criados, demasiados, tanto en su residencia de verano como en su casona de la capital; todos jóvenes, parecidos en el físico, pero sobre todo en su actitud hacia él. Desde que hizo aquel descubrimiento sobre los entretenimientos íntimos de su excelencia, supo que tenía en sus manos una llave mágica. Convertiría la debilidad del gobernador por los mozos que le rodeaban en una bendición para muchos, y lo haría de forma muy hábil, de manera que don Gervasio no decidiera que mandándolo a la tumba o encerrándolo de nuevo se acababa la historia. Solo Casanarbore podía hacer que su fuga no tuviera consecuencias, que su expediente desapareciera sin dejar huella y que nadie lo buscara. Porque tarde o temprano acabarían encontrándolo y no tenía ninguna intención de volver a la cárcel. Sí. Su descubrimiento sobre el gobernador iba a serle muy útil.
Una de sus prioridades, la más necesaria, era mostrarle que había dado instrucciones, muchas, para asegurarse de que la extorsión no se extinguiría con él.
Antes de escribir la carta habló con doña Mimín, que corroboró sus sospechas. La admiraba porque, a pesar de su situación, siempre que podía ayudaba a la causa. Recordó el día en que Palmira lo buscó en el pueblo para entregarle una nota escrita por su ama, en la que Mimín le decía que, por el cargo de su marido, a veces llegaba a sus oídos información que podía serle muy útil. Al principio receló, pero poco a poco fue confiando en ella y ahora esa confianza era plena. Apenas se veían, solo lo justo para que las habladurías ocultaran sospechas más graves.
Durandarte le imponía en su carta dos condiciones a don Gervasio: hacer desaparecer su expediente, que nadie lo buscara por su evasión, y que intercediera para que fueran liberados doce prisioneros de entre los varios cientos que el gobierno cobijaba en aquella ignominiosa sala de espera de Miranda. La Resistencia consideraba claves a estos doce, pues su misión era fundamental para la resolución del conflicto. La de Esteve era una más de las muchas maniobras que se articulaban desde Canfranc, pero en ese caso tenía un componente muy personal porque le afectaba a él directamente. De esa carta dependía su libertad.
11 de junio de 1943
La reacción de don Gervasio fue la esperada por Durandarte. Recibió la carta, como solían hacer con todo el correo, se la habían dejado sobre la consola de la entrada, y mientras la leía apretó con fuerza el estilete que le sirvió para abrirla, se pasó varias veces la mano por la calva hasta que se dio cuenta de que no tenía salida y se encerró en su despacho.
La petición de que desapareciera del expediente de Durandarte su condición de prófugo era sencilla. Él había ordenado su detención, y podía solucionarlo con facilidad. Lo otro le parecía algo más complicado. De todos modos, se puso manos a la obra.
Escribió las misivas de forma muy aplicada, con razones muy fundamentadas y añadiendo, además, pruebas sobre la moral de los detenidos. Tenía sus expedientes desde hacía tiempo, así que los sacó del archivador y los desplegó sobre la mesa.
Muy señor mío:
Me permito adjuntar a la presente unos avales garantizándole que el ciudadano de origen checoslovaco Alois Smetana es persona de orden y afecta, a pesar de su nacionalidad checoslovaca, al Glorioso Movimiento Nacional, que desde la lejana Praga trabajó para que nuestro invicto caudillo lograra variados, convenientes e irreversibles objetivos militares en su lucha sin cuartel contra las hordas rojas.
Por la presente le solicito que le sea concedida la libertad definitiva con el fin de que pueda embarcarse lo antes posible hacia América como es su deseo.
La despedida siempre era la misma, atendía a la fórmula:
Dios guarde a V. muchos años.
Con ligeras alteraciones, este era el contenido de todas las cartas que el gobernador se vio obligado a escribir. En otras aludía al carácter de modales correctos, a la ponderación y la mesura de los gestos del detenido al que decía conocer. También a determinadas hazañas ficticias, en las que refería que alguno de ellos había colaborado con el ejército en los años anteriores a la contienda.
Esta frenética actividad literaria, por lo que tenía de imaginativa, se le desencadenó en cuanto el cuatrero le lanzó aquel dardo dentro del sobre. De todos sus gestos desde que se había puesto manos a la obra, el más sorprendente, incluso para él, fue que olfateara con avidez, y una y otra vez, el sobre que contenía la amenaza para encontrar algún rastro del olor de aquel al que azotó en la cárcel. Apenas dos horas después de que comenzara con este trabajo de escribano, incluyó en una de aquellas misivas el nombre de Sándor Géllert.
Una vez completada la lista que le había pasado Durandarte, decidió continuar un rato más por su cuenta, pero solo prestó atención a los datos de aquellos que presumió, por lo que se decía de la profesión del encarcelado, su procedencia y sus planes, que le podían reportar más billetes para su caja de la repisa de la chimenea. Era habitual en él ampliar siempre los negocios que le proponían. Le resultaba muy fácil aplicar este criterio tan claro, el del patrimonio del detenido. Agilizaba su trabajo e incluso le hacía agradable aquella clasificación.
Lo que no soportaba era la amenaza. Haber tenido que plegarse a los deseos de ese bandido movido por el terror ante la humillación. No podría soportar el escarnio público o algo peor, las sonrisas a su paso una vez que fuera de conocimiento general aquello que tanto le había entretenido durante años. Verse obligado a fiarse de ese bandido lo sacaba de sus casillas. Era una alimaña y ni siquiera podía estar seguro de que cumpliera su palabra una vez libre de la amenaza de una nueva detención.
Algunas de las personas sobre las que trataban esos expedientes se libraban porque conocían a altos cargos con influencias que intercedían por ellos y otros porque su dinero le resultaba muy atractivo al gobernador. Pero los demás tampoco quedaban desamparados. Había alguien que se ocupaba de los otros expedientes, de los de los rechazados, de los de los más desfavorecidos, los de aquellos que no podían comprar su dignidad, sacudirse las afrentas públicas a las que los sometían por el mero hecho de existir. Y ese alguien era doña Mimín. Ella los estudiaba para extraer las referencias que le eran útiles antes de devolverlos a las carpetas que primero archivaban vidas y después muertes. No podía evitar intervenir como en otras tantas obras caritativas, no corría ningún riesgo y, al contrario de lo que hacía su marido, se preocupaba por aquellos nombres porque eran los que más lo necesitaban. Tomaba notas y las hacía llegar a la presidenta de la asociación a cuyas reuniones acudía en Madrid con toda la frecuencia que le era posible. Esta mujer era cuñada del general Moscardó, primer conde del Alcázar de Toledo, título que obtuvo por defender esta fortificación de las tropas republicanas durante el levantamiento militar. Las autoridades franquistas también debían mostrar ciertos gestos con los aliados a tenor de su supuesta no beligerancia, y este proceder de la señora Casanarbore, por tratarse de ella, les suponía cierta garantía. Mimín pensaba que aquellas páginas ya bastante deterioradas eran, más que el expediente, el alma de aquellos a quienes identificaban.
33
El ambiente estaba caldeado en La Serena aquella noche de junio, algunos discutían por el importe de varias remesas de leña, muy importante para quitar el frío en invierno y para fabricar pan todo el año. Por su precio de venta había continuas rencillas. Las voces subían de tono y Tricio salió a pacificarlos. Él y el panadero eran los que mayor cantidad de troncos consumían, por lo que les convenía estar a bien con ellos. Eso, unido al hecho de que se encontraran en su casa, lo legitimaba para imponer su autoridad.
—No vale cualquiera para leñador —decía uno.
—Y para comerciante menos —le respondía el hombre con el que discutía.
A tres metros escasos un oficial alemán pasaba información muy valiosa sobre unas baterías de cohetes. Para él eran comentarios sin mayor importancia, pero lo convertían en un colaborador inconsciente, una de las figuras más apreciadas por los servicios de inteligencia militar, porque, además de que hablaban sin saber adónde irían a parar sus palabras, lo mejor era que ni había que pagarlos ni encubrirlos, todo lo facilitaba su propia indiscreción. A quien se lo decía era nada menos que a un técnico bastante izquierdista de Zaragoza, que movía en aquel momento todos los hilos para conseguir que atravesara por allí el aparato de radiotransmisión que Juste les había anunciado a Jana y a Montlum. Aquel local era un auténtico centro de transmisiones estratégicas. Se dejaba un mensaje allí y este llegaba a su destinatario con mayor celeridad que si se codificara a través del telégrafo o se enviara por correo postal.
Dorian Lander se acodó en la barra. El sargento que había interrogado a Valentina lo había enviado allí. El dueño de la fonda, con el paño de cocina al hombro como si se tratara también de la pieza de un uniforme, le sirvió un licor de moras de Ordesa. Cuando los escuchó salió su mujer.
—¿Qué se sabe de la niña? ¿Está bien? —Sin duda la noticia de su aparición había supuesto un alivio, pero también esperaban que su cautiverio no tuviera consecuencias irreversibles.
—Esta mañana ha estado en el cuartel, parece que el mendigo alemán, Voltor, la tuvo todo el tiempo con él en un refugio abandonado, pero no le hizo nada. —Dorian Lander no cometía ninguna imprudencia; tenía órdenes de contar lo sucedido con una finalidad muy determinada. Los allí presentes la sabrían en pocos minutos.
—Pobre criatura, qué miedo habrá pasado. ¿Y cómo llegó aquí? ¿Se escapó? —Pilar se frotaba las manos en el delantal.
—La rescató Durandarte —dijo sin ningún entusiasmo.
—¿Pero no estaba en la cárcel?
—Lo soltaron. Al parecer no tenían nada contra él —dijo Dorian Lander, que había recibido órdenes de no tocar a Durandarte por el momento.
Pilar se santiguó. Los que hablaban castellano callaron, porque habían escuchado la conversación, y algunos de los franceses también, intrigados por el silencio de los otros. Pilar se dirigió a su parroquia.
—¿Veis? No tienen nada contra él. Y muchos de aquí lo acusasteis. —Parecía su defensora.
—Tenemos que detener al viejo para que esto no vuelva a pasar, rastrearemos el bosque. Necesitaremos ayuda —comenzó a decir Lander.
—Durandarte os llevará enseguida —dijo rápidamente Pilar.
—Mujer, pero si es un contrabandista —continuó Dorian Lander—. ¿Cómo vamos a fiarnos de él? Seguro que aprovecha para algún chanchullo. —Esa idea ya se le había ocurrido al sargento del puesto después de interrogar a Valentina, pero, por orgullo, por soberbia o porque tenían muy asumido que la benemérita no se podía rebajar a pedirle ayuda, querían que fuera él, Esteve Durandarte, quien se ofreciera.
—Pues porque ha salvado a la niña, por eso. De no ser por él igual se habría muerto de hambre o de frío antes de que la encontraran otros. —A Pilar le resultaba difícil callarse.
—Eso no se sabe, que aquí las fuerzas del orden trabajamos mucho —dijo él bastante airado. Parecía ofendido por el comentario de la dueña de la fonda.
—Sí, para detener a esos pobres desgraciados que llegan de tan lejos. Esos precisamente que no han hecho nada, que solo intentan salvar la piel. —Para congraciarse con la autoridad añadió enseguida—: Además Durandarte también debe someterse, todos les debemos obediencia a ustedes, ¿no? —Se notaba que no estaba nada convencida de aquellas palabras, pero consideró que eran las que debía pronunciar en aquel momento.
Así se lo dirían a Esteve: la guardia civil reclama tu ayuda para dar con el escondrijo de Voltor. Pronto llegaría a sus oídos, hasta aquel lugar secreto entre la senda de Camille, el Col de Bessata, Lizara y Somport.
34
Esteve Durandarte había confirmado en la cárcel lo que el fotógrafo húngaro Robert Müller les había dicho a Dagmar y Sieglinde Géllert sobre el vía crucis de Sándor. Estaba en el campo de concentración de Miranda de Ebro como muchos otros detenidos por paso de la frontera, deserción, portar documentos falsos o ninguno, tráfico de divisas, o todos estos delitos juntos, lo que podía ser el caso de su compatriota. A este lugar de la provincia de Burgos lo llamaban también depósito, en un afán por disimular su verdadera función. Estaba en aquella ciudad por tratarse de un nudo ferroviario y fue construido en ese enclave para utilizar a los prisioneros capturados durante la Guerra Civil como escudos humanos. De esta forma evitaban los bombardeos sobre esa encrucijada de caminos de hierro.
Encontrarlo sería difícil, por una parte debido al hacinamiento: aunque la estancia allí se reservaba a quienes estaban en edad militar, es decir, en torno a los veinte y cuarenta años, esto no se cumplía. También había otro factor de confusión: los guardias apuntaban mal los nombres en la ficha, por aproximación, de oído, y de la misma manera que su apellido comenzaba con ge, podían haberlo inscrito con una ese inicial, una ce hache o cualquier otra variante, sin te final, sin elle... Por obra y gracia de quien se encontrara en aquellos momentos en el registro, sería en vez de Sándor Géllert, Salvio Sellés, Sandro Chela o cualquier nueva combinación a la que sin duda no respondería cuando lo llamaran así.
La información sobre Sándor llegó a Zaragoza, hasta la casa que habitaban Dagmar y Sieglinde, dentro de dos novelas de un autor de su país. Para que no pasaran por correos se las acercó también uno de los estudiantes de Medicina a cargo del doctor Mallén, que de paso se aseguró de que se encontraban en buenas condiciones de salud. En los libros había algunas palabras subrayadas de manera que de cada cinco se debían desestimar cuatro. Jana le había transmitido este código tan sencillo antes de que se marcharan de Canfranc. Tal vez eran exageradas tantas precauciones, pero el exceso en este caso suponía una salvaguarda. Además, el agente que había enviado Gröber para que diera con los caballos estaba cerca de ellas; su alojamiento, el hotel Oriente, tal como había escuchado Jana en la fonda La Serena, distaba apenas un kilómetro y medio de donde residían madre e hija. Les había recomendado que salieran lo indispensable, y siempre a las horas en que menos concurridas estuvieran aquellas calles del centro, pero nada podía librarlas de un azar infausto del que hasta entonces ya habían tenido demasiadas pruebas.
En cuanto Esteve tuvo un rato libre se ofreció a acompañar al fotógrafo para enseñarle las mejores panorámicas de los Pirineos, y de esta forma pudieron hablar con mucha tranquilidad y sin testigos en un francés bastante más fluido que el castellano que manejaba el húngaro. Lo había localizado cuando Jana se lo pidió en la tienda de ultramarinos, consiguió dar con él enseguida. Por eso, en cuanto Durandarte salió de la cárcel, después de acumular allí bastante información sobre sus paisanos, decidió fijar con él este encuentro a través de Tricio.
—Tenemos el dinero, Müller. Por eso no hay que preocuparse, verá como se agilizan los trámites. Además, lo mejor es de dónde procede. Lo obtuvimos a cambio de unos purasangres que después de dormir en una mansión volvieron con nosotros. Nos prefirieron. —Durandarte utilizaba su habitual tono diligente e irónico a la vez.
—Algo he oído. Iré a ese pueblo de Burgos. Los reporteros tenemos mucha libertad de movimiento. En esta época nos catalogan por lo que llevamos en las manos, mi cámara no la consideran un arma aunque lo sea. —La manera decidida de desenvolverse también definía su carácter.
—A ver a cuántos somos capaces de sacar de ese pozo. Algún día lo celebraremos, Robert, cuando caiga el telón de esta tragedia.
Aquellas cumbres desde las que las vistas sobrecogían contrastaban con lo que sucedía más allá, en la Europa sangrante y carbonizada.
Domingo, 13 de junio de 1943
A Müller le prohibieron hacer fotografías del campo de concentración, y cuando tuvo ante sí todo aquel horror supo por qué. A las autoridades les dio igual que para que le concedieran la autorización les presentara bastantes avales y cartas de recomendación. Le dijeron que permitiéndole la visita ya bastaba, que nada de imágenes.
Müller hablaba de forma entrecortada, con frases breves, claras, que más que responder a sus limitaciones idiomáticas daban cuenta de su desenvoltura.
Lo que más le embotó los sentidos fue el olor de las letrinas del recinto. Notaba su acidez como si su nariz estuviera sumergida en una ciénaga. La putrefacción que irradiaba de aquellos urinarios sin canalización, sin salida, parecía el foco desde el que se extendía a cada lugar ultrajado del continente. Un par de internos le refirieron con mucho disimulo el trato vejatorio que se daba a los reclusos, el trabajo inhumano, que aún resultaba más penoso a causa de la debilidad por la deficiente alimentación. Cuando no se les repartía pan se les conminaba a comer serrín, y la amenaza de lanzarlos por el barranco que los guardias llamaban de los paracaidistas era continua. La práctica consistía en atarle a uno de los internos una piedra de varias decenas de kilos y empujarlo desde arriba mientras le gritaban que abriera la tela, que se iba a estrellar.
Robert Müller supo que entre los prisioneros del campo había dos periodistas norteamericanos y un director de cine alemán. De todos los que estaban allí, el mayor peligro lo sufrían quienes habían desertado del ejército, ya que podían ser trasladados en cualquier momento a sus países de origen, con lo que esto significaba, pues en la mayoría de los casos esas naciones formaban entonces parte del Tercer Reich. Eran pilotos de aviones derribados, pero además de militares había obreros metalúrgicos, zapateros, barberos, profesores, doctores, abogados, gentes de toda condición y profesión. Muchos escaparon junto a sus familias, pero en algún momento del viaje los separaron. Sus pésimas condiciones de supervivencia no diferían demasiado de las de los guardias que los vigilaban.
Mientras Müller hablaba con los reclusos, lejos de donde él se encontraba, en uno de los barracones, dos prisioneros charlaban en voz baja.
—Dentro de poco es el cumpleaños de mi hija —decía uno de ellos. Los barracones eran unas naves inmundas que parecían estar construidas de suciedad en vez de con materiales de albañilería. Apenas les quedaba espacio alrededor de las literas para poder limpiar el suelo tal como les habían mandado.
—¿Cómo se llama? —le preguntó su compatriota sin dejar de mover el cepillo de púas de acero.
—Se llama Sieglinde, como la protagonista de la ópera de Wagner. A mi mujer, Dagmar, y a mí nos llamó la atención el nombre cuando lo leímos en un grabado. En el dibujo le daba un cuerno lleno de hidromiel a Siegmund. Nos gustó su sonoridad. Significa victoria apacible. Es bellísimo. Ganar pero sin presentar batalla. —El húngaro no reprimió las lágrimas. Llavar hasta allí la belleza, aunque fuera solo a través de las palabras, aún le parecía un milagro.
—Ya verás, el año que viene lo celebrarás con ellas. No tienen ningún cargo grave contra nosotros. Eso sí, mientras deciden dónde mandarnos tenemos que sobrevivir en este agujero como sea. Al menos no estamos bajo las bombas. Mañana vienen los de la Cruz Roja, hasta puede que haya suerte y nos traigan tabaco.
—No puedo más, Miklós. No sé qué habrá sido de ellas. Qué ingenuos fuimos, pensábamos que seríamos libres al llegar a España, que si permanecíamos aquí nos asignarían una residencia provisional.
—Y lo han cumplido. Techo y comida: las hojas verdes de la col, pescado con amoniaco y la segunda infusión del café para que no sea demasiado fuerte y nos haga daño. Ánimo, Sándor, tú al menos tienes a alguien que te espera.
—Eso quiero creer.
Sándor miró el techo manchado como si implorara ayuda y después desvió la vista hacia la puerta de aquel cobertizo que más parecía hecho para albergar ganado. Vio a un hombre que cruzaba con pasos muy enérgicos hacia la caseta del despacho del director. Era un visitante, desde fuera resultaba difícil que los distinguiera allí en la penumbra, lo prefirió. No quería más sobresaltos, tal vez solo uno más, pero que al menos fuera definitivo.
Robert Müller quería entrevistarse, además de con el director, con el cura. Ambos, en su afán por mostrar normalidad, aceptaron. Antes de llamar a la puerta se detuvo y se desvió a la derecha para acercarse a dos jóvenes que se resguardaban del sol junto a una tapia. Les enseñó la fotografía del húngaro que le había proporcionado Dagmar a Jana. Igual que los otros dos con los que acababa de hablar, tenían los ojos acuosos o resecos según el momento, como si no existiera un estado intermedio, sano, natural.
—No sé quién es. Ahora aquí todos tenemos la misma cara, de hambre, de espanto. Podría ser cualquiera de nosotros, pero no se parece a nadie con ese traje, tan peinado. —Sándor aparecía vestido de forma muy elegante, a la última moda, en la cara se le transparentaba la ilusión, las ganas de vivir. A nadie se le hubiera ocurrido pensar que quien posaba en aquella fotografía de estudio era el mismo hombre que, encorvado, arrojaba el contenido de un cubo de zinc en un rincón a apenas cincuenta metros escasos de ellos.
—Os traen por grupos —insistió Robert—. ¿Se quedan muchos por el camino? —El fotógrafo sabía que el tránsito era a través de Utebo, Tudela, Calahorra, Logroño y Haro.
—Puede estar en cualquier sitio. En alguna cuneta, acompañado por otros fusilados en una fosa común... —El prisionero hablaba con mucho esfuerzo, como si se viera obligado a responderle por educación pero tuviera la certeza de que todas aquellas palabras eran inútiles.
—También puede estar vivo. —Müller no se rendía. El hombre del cubo volvió a entrar en el barracón.
—Puede..., como nosotros de vivo —dijo el que aún no había hablado de los dos y el fotógrafo húngaro captó la ironía amarga con la que lo decía. Como si fuera una contradicción hablar de supervivencia en aquel estado.
Robert Müller se quedó con la imagen de un cuerpo cualquiera, anónimo, enterrado bajo la doble sombra de la tierra y de un árbol sobre ella. Pero no quería resignarse y continuó la ronda hasta que un guardia le informó de que debía abandonar el recinto, con el pomposo lenguaje castrense habitual.
Aquella visita al depósito de Miranda de Ebro le proporcionó mucha materia de reflexión sobre la miseria inducida, no sobrevenida por una catástrofe natural, sino engendrada por la condición humana en guerra contra sí misma.
En la mesa de la sacristía, junto al precario altar del campo, se olvidó un paquete. Y en el despacho del administrador, otro. Cuando fueron a la pensión a buscarlo para entregárselos, explicó que no eran suyos, que le llamaron la atención también a él, lo que significaba que ya estaban allí cuando entró en aquellas dependencias. Se ampararon ambas partes en el misterio para que no fuera entregado ni recibido como un soborno. Con esas cantidades que le había dado Durandarte, Müller pretendía aliviar un poco, aunque solo fuera de momento, el estado de aquellos prisioneros. Confiaba en que al menos el sacerdote haría aquella caridad, que destinaría el dinero a ese fin. En cuanto a su liberación, era consciente de que todos los prisioneros merecían el mismo trato, pero ellos tenían que comenzar por algún lugar. Y el punto de arranque por el que se habían decidido era Sándor Géllert. No sabía nada de él, solo que en algún sitio tenía que estar.
Y no podía ser muy lejos de allí.
35
Miércoles, 30 de junio de 1943
Valentina no quería permanecer en su casa y se incorporó a su trabajo a los pocos días de su rescate. Le dijo a Jana que quería ayudarla, insistiéndole en que también quería seguir con lo otro. Pero después de lo que había sucedido, la camarera no quería volver a tener sobre ella el peso de esa responsabilidad. Le dijo que sí, que de esa forma lo harían, pero se prometió que evitaría mandarle cualquier cosa que revistiera peligro.
Llevaba dos semanas trabajando de nuevo codo con codo con la niña, y estaba muy contenta porque había pasado mucho tiempo convencida de que una situación así no volvería a darse. Rellenaban las azucareras de terrones, tomaban nota de la cantidad de hierba para las infusiones que quedaban, alineaban después de limpiarlas las lecheras de metal. El trasiego en la cafetería era continuo. Pero lo que más la alegraba era comprobar que Valentina, después de lo sucedido, se desenvolvía con completa normalidad.
En una de sus idas y venidas por el vestíbulo la interceptó Juste. Ella leyó en sus ojos la gravedad de lo que se disponía a transmitirle.
—Tengo una caja de antibióticos esperando en la aduana. La mandó el doctor Mallén y las soluciones estaban más diluidas cuando llegaron, ahora el contenido se ha espesado, es más denso. —La observaba con atención para asegurarse de que captaba todo lo que le decía.
—Será por el reposo —le dijo Jana porque aún no se habían alejado lo suficiente de un grupo que ocupaba el centro de la sala de bienvenida de la estación. Sabía de qué se trataba. Aquellas botellitas contenían prodigios que por suerte ya les llegaban manufacturados, no tenía que tenderlos ella misma en su habitación como los de papel. Los viales de medicamento contenían manuscritos, mapas, documentos filmados, enroscados. Transformados de esa manera decían que podían conservarse quinientos años.
—Va a llegar una de nuestras invitadas ilustres, tal vez la más popular de todos —le anunció Juste con la voz tan baja que a Jana le costó entender todas las palabras—. No podemos pecar de imprudencia esta vez. Avisa a Montlum y esta noche en mi casa os expondré el plan.
Sentados en la mesa de la cocina, Juste y Montlum miraban una fotografía en la que Joséphine Baker vestía solo una falda de plátanos. Jana pensó en qué le parecería a Durandarte aquella imagen. Tenía muchas ganas de volver a verlo para agradecerle que encontrara sana y salva a Valentina. Sin duda aquella misión los aproximaría aunque, como siempre, fuera de forma efímera. Los saludó y se sentó junto a ellos.
—Eso quisieras tú —le dijo la camarera a Montlum—, que solo fuera vestida así. De negro y amarillo.
—Esa mujer es la lujuria en estado puro —añadió Montlum—. La Venus de bronce, la perla negra, la diosa criolla, Zouzou, la princesa Tam Tam. Tiene más nombres que...
A Jana no le molestaba que Montlum hiciera estos comentarios ante ella porque no eran soeces, solo propios de alguien extasiado ante la belleza, otra muestra más de su faceta de artista. Además, para ella significaba que la consideraban una más, que no cambiaban el tono de su conversación porque se hallara presente. Pero por si acaso, antes de que dijera una blasfemia, Juste lo devolvió a la realidad:
—Vamos a centrarnos. A nosotros nos da igual a lo que se dedique. —Aunque él también sabía que aquella mulata había enamorado a París entero, que tenía una sonrisa más potente que un reflector. La sirena de los trópicos—. Vendrá acompañada de su marido —les dijo.
Jana intervino para decir que en muchos restaurantes y hoteles le habían prohibido la entrada por la procacidad de su show. Que ella lo había leído en un periódico francés. Y continuó Montlum:
—Eso es lo que necesitan estos caras de estatua, cabaret, a ver si se relajan un poco. Adoro a esa mujer. Cómo me reí con el charlestón en el que pone los ojos bizcos.
—Yo la vi actuar en Zaragoza con mis padres. —Durante el tiempo que tardó en decir esta frase, Jana pasó de sonreír a entristecerse.
—Por quien tenemos que preocuparnos es por su marido —continuó Juste—, se llama Jean Lion, es un magnate de las azucareras. Es judío, nunca ha escondido su condición, pero ahora su mujer lo ha hecho famoso. Ella se ha empeñado en venir a plena luz del día. Dice que no se va a esconder de nada ni de nadie, que no tiene miedo. Así se lo ha hecho saber al cónsul en Pau.
—Es valiente. Tendría que haber más como ella. A los nazis los embravece el pánico de tantos —añadió Montlum.
—Entonces, Laurent, ¿qué función tenemos nosotros? ¿Ninguna? ¿Nos vamos a dedicar a contemplar la escena? Si pasan bien y si no se los llevan. Nuestro papel es ayudar a quienes cruzan escondidos... —Jana sabía que, como otras veces, Juste se reservaba lo más importante, una vez que se aseguraba de que ya contaba con toda la atención.
—El que se juega la vida es él. De eso se trata —les dijo como quien muestra en el último momento su mejor carta.
—¿Ha aceptado? ¿Y por qué lo hace? ¿Por amor? —Como siempre necesitaba todos los pormenores.
—Jana, esto va a ser un espectáculo. Como ella se ha encargado de que se sepa, van a venir a verla atravesar la frontera muchas personas. —Y se detuvo. Jana pensó en las Danger visas—. Ese va a ser el momento —continuó Laurent—. No podemos tener mejor pantalla. Todos los ojos estarán concentrados en ella. Y mientras tanto volveremos a salvar a muchos.
—Pero hay muchas posibilidades de que a él lo detengan y lo deporten. —Jana procuraba armar el puzle.
—Y lo sabe, lo ha querido así. Ella trabaja para la Resistencia. Saben lo que está sucediendo, Jean Lion se va a ofrecer como cebo. —Juste continuó con el repaso habitual de los asuntos que se traían entre manos según los últimos informes que había recibido. Les repartió unos papeles—. Esto tiene que ver con las húngaras, parece que Durandarte lo tiene todo bien organizado para sacar al menos a una docena de aquella cloaca en Miranda de Ebro. Cada vez llegamos más lejos. —Y continuó con una nueva orden—: Jana, tienes que darle la caja de medicamentos al maquinista de siempre. Ya queda menos. —Y con cierto temblor en la voz añadió—: Espero que sobrevivamos todos. Tenemos mucho trabajo por delante, pero saldrá bien. En cuanto Guinart me informe de los detalles os los haré llegar.
Cuando Jana llegó al edificio de viajeros, después de despedirse de Montlum, se encontró con Eberhard Gröber. Iba a saludarlo con la forzada cortesía habitual, sin pararse, pero él la detuvo.
—Estará contenta. Le han devuelto a su niña, Frau Belerma.
—Así es, mayor. —Jana solo atinó a responderle de esta manera.
—Dígame, ¿cómo debo llamarla, señora o señorita Belerma?
—Llámeme Jana. —Aunque suponía demasiada familiaridad que utilizara su nombre de pila, solo se le ocurrió esta salida para no tener que continuar hablando.
—¿No se aburre aquí? ¿No preferiría estar en otro lugar? ¿En Zaragoza, por ejemplo? —Gröber pronunció el nombre de la ciudad con un tono más inquisitivo, intenso, como si esa palabra fuera la clave. Jana pensó en las húngaras escondidas en el piso de sus padres.
—No, señor, aquí se vive muy bien. —Le señaló con la mirada a un grupo de guardias alemanes que reían. En cuanto Gröber miró en la misma dirección las risas cesaron.
—Pero usted sabe idiomas, es por tanto una persona preparada —continuó con su interrogatorio.
—Por eso trabajo en un hotel internacional. —Jana se preguntó dónde pararía todo aquello. Desde el principio había advertido que no lo guiaba la amabilidad, que era todo una impostura para sonsacarle información.
—No se arriesgue, es demasiado joven y guapa para morir. —Volvió a mezclar su tono autoritario con una galantería que a Jana le resultaba muy falsa, como de manual de seducción.
—No pienso hacerlo, mayor Gröber.
Y cuando consideraba que ya había terminado, él añadió:
—¿Y su marido? ¿Qué hace? ¿Qué piensa de todo esto? De su... —se detuvo unos instantes— independencia. ¿Cuenta usted con su permiso para llevar la vida que lleva?
—No tengo marido —respondió Jana asustada. No se explicaba cómo Gröber había sido capaz de descubrir su secreto tan rápido.
—¿Está usted segura de eso? Tal vez lo que le suceda es que tiene amnesia. Escúcheme, voy a estar unos días fuera, tengo reuniones al más alto nivel, cuando regrese estaré dispuesto a que tengamos una charla. Tal vez usted me explique muchas cosas que no entiendo de aquí.
—Mayor, si me disculpa… —Jana iba a retirarse pero Gröber la agarró de un brazo con mucha fuerza.
—Frau Belerma, hay dos tipos de personas: aquellas a quienes se puede engañar y aquellas a quienes no. No hace falta que le diga a qué grupo pertenezco yo.
—Yo no soy uno de sus soldaditos. Además le aseguro que tengo de plomo hasta el corazón, no como el del cuento. Y como puede comprobar no me falta ninguna pierna. No sé por qué tendría que temerlo. —A Jana le gustó poder lanzarle estas palabras porque no solo le dejaba claro con ellas que su carácter no era precisamente doblegable, sino que además le servían como farol para aparentar ante él que no tenía nada que esconder.
36
Viernes, 2 de julio de 1943
El cumpleaños de Sieglinde le pareció a Jana suficiente motivo como para decidirse a recorrer los casi ciento noventa kilómetros del trayecto entre Canfranc y Zaragoza. La acompañó Montlum. Cuando el tren se detuvo en Jaca, el maestro que tan bien pintaba el agua les entregó bastantes grabados que juntaron con algunos documentos que también trasladaron a la capital. Los camuflaron entre los regalos para la niña. Cada uno llevaba un paquete. Jana una muñeca que le había dado Solange hacía un par de semanas. Le dijo que ya estaba mayor para jugar con ella y que podía regalársela a alguna niña del hotel. La camarera se la guardó porque pensó que se parecía a la hija de Dagmar, que era una copia suya a escala, de la misma manera que ella lo era de su madre. También le llevaban un rompecabezas de cubos que formaba seis láminas del mapa de España, en cada una aparecían unos accidentes geográficos distintos y en la que coincidía con la imagen de la tapa, los nombres de las ciudades y de los pueblos.
Todo había ido bien, nadie se había fijado en ellos, pero al salir de la estación del Arrabal de Zaragoza, Jana notó un aire extraño; se volvió y se quedó mirando las seis ventanas circulares abiertas sobre la primera cornisa de la fachada. Le pareció que cada par de ellas era la lente de unos prismáticos. Se sentía observada, pero no quiso alertar a su amigo. Se aseguraría de dar esquinazo a sus supuestos perseguidores antes de llegar al portal de la calle Alfonso I donde había vivido tantos años.
Estaba aterrada. Tenía que mantener la mirada al frente, caminar erguida, con decisión, como cualquier otra pasajera, pero le resultaba difícil aparentar serenidad. Si esa sensación persistía le pediría a Montlum que se detuvieran en el Gran Café Ambos Mundos. Hubiera preferido enseñárselo en otra ocasión, pero al menos allí dentro sería más fácil verles las caras a sus rastreadores. No le serviría de mucho llegar hasta el centro por callejones. No los conocía bien y podían terminar en alguno sin salida. Si Eberhard Gröber había enviado a algún agente para que no la perdiera de vista no vestiría uniforme, iría de traje, y ese detalle hacía que cualquiera pudiera ser un emisario del mayor. Esta segunda idea la inquietó aún más.
—Jana, ¿estás bien? —Montlum vio que varias gotas de sudor le recorrían la sien.
—Sí, estoy un poco mareada, pero nada más. El tren, la gente, el cambio de temperatura, no sé. —Se negaba a hacerle partícipe de sus temores.
—¿Quieres que descansemos? —le dijo Montlum mientras le tendía un pañuelo.
Jana no le respondió más que con una sonrisa. Aún no sabía qué sería peor. Tenía que ganar tiempo, asegurarse de que eran solo imaginaciones suyas. Como su amigo no conocía la ciudad decidió que alargaría el paseo con un rodeo todo lo grande que sus fuerzas le permitieran. Después de lo que había hecho por Dagmar y Sieglinde no podía llevarles la Gestapo a domicilio. Precisamente aquel día, el del octavo cumpleaños de la niña, en el que se había propuesto celebrar con ellas que estaban vivas.
—Si no me siento mejor te lo diré. Gracias, Montlum. —Pronunció estas palabras con el mismo tono que hubiera empleado en una despedida.
Antes de llegar al río vio las dos torres culminadas con agujas de la iglesia de Nuestra Señora de Altabás. Hacia su puerta se dirigían varios grupos de mujeres. Pensó que lo mejor sería sentarse en uno de los bancos delanteros y enseguida, antes de que comenzara la misa, salir por los altares laterales de forma que pudiera ver quiénes ocupaban los asientos de aquella nave. En aquellos momentos toda precaución le parecía poca.
—Jana, no tenemos prisa, ellas no saben que estamos aquí. Ni se lo imaginan. —Volvió a insistirle Montlum para que descansara.
—Tienes razón, ven, vamos a sentarnos un poco. Aquí estaremos frescos.
Lo guio hasta el interior del templo. Estaba muy inquieta. San Gregorio Magno los miraba. No dejó de removerse en el banco. Montlum estaba tranquilo. Observaba las tallas, el fulgor del púlpito, los tablones del suelo. A los pocos minutos, Jana le dijo que ya estaba bien, que podían marcharse. En la penúltima fila vio a dos hombres altos, con sombrero, y de forma inmediata pensó que eran alemanes. Ellos no los miraron. Una vez en el exterior se entretuvo en ajustarse la hebilla del zapato. Montlum la ayudaba sujetándola de un brazo. Quería comprobar si los que consideraba sus perseguidores abandonaban la iglesia también. Pero no salieron.
Antes de que pasaran al otro lado del puente, Jana se pegó al muro de una fábrica y entró por la primera puerta que vio abierta. Se acercó a la portería y preguntó cómo se llegaba a una dirección. Mientras, no dejaba de observar el trozo de calle que se veía desde allí. El conserje salió al patio a darles las indicaciones. Señalaba al Ebro. En cuanto volvieron a quedarse solos, Montlum le habló.
—¿Dónde vamos? ¿Qué pasa?
—Que nos siguen, Montlum, nos están siguiendo desde que salimos de la estación, por eso me metí en la iglesia y después aquí.
—Estás nerviosa. No hay nadie. —Le dijo mientras le acariciaba el brazo, la notaba temblar, tenía los ojos brillantes.
—Es Gröber, Montlum, noto cómo me está estrechando el cerco, me tiene bajo la lupa, no me deja ni a sol ni a sombra. —Jana estaba angustiada. No había querido participarle sus temores, pero en aquel momento no tenía más remedio. Se arrepintió de haber salido de Canfranc.
—Nadie sabe que hemos venido. Ni nuestros jefes. Les pedimos el día libre pero no saben para qué. Tranquilízate.
—No sé, Montlum, cada vez estoy peor, si no se acaba pronto la guerra me acabaré yo. —Jana movía la cabeza a un lado y a otro como si con ese balanceo quisiera deshacerse de lo que barruntaba.
Al fondo de la calle Alfonso I vieron la basílica del Pilar. Cuando llegaron a la última manzana, Jana sacó del bolso unas llaves y abrió el portal. Subieron por las escaleras porque el ascensor ascendía también en aquel momento y no quiso esperar en el zaguán del edificio. No quería asustar a Dagmar y a Sieglinde, de modo que decidió no abrir con sus llaves y llamar para que ellas los vieran cuando, alarmadas, pegaran sus ojos a la mirilla, cosa que seguro harían antes de abrir.
La madre y la hija, como no podían gritar, se echaron las manos a la cara. Enseguida pasaron y se besaron los cuatro.
—Es mi cumpleaños, es mi cumpleaños —decía la niña mientras miraba los dos paquetes—, y voy a tener regalos y no voy a estar sola.
A pesar del encierro las encontraron muy bien. Montlum sacó unas tortas de alma que había llevado del horno y le enseñó a Sieglinde, que era incapaz de estarse sentada mientras tomaban las pastas, varios trucos de magia. Mientras Jana hablaba con Dagmar, él le tendió a la pequeña dos cartones que encuadernaban un dibujo. La niña llamó la atención de ellas.
—¡Mirad, qué bonito! Es un gallo gigante. —A Sieglinde se le iluminaron los ojos con aquellos colores.
—Me lo regaló su autor. Se llama Chagall. Pintó varios así, parecidos, hace unos años, un poco antes de que tú nacieras —dijo Montlum sin contarles las circunstancias en las que había conocido al autor.
—Seguro que corre como un caballo —dijo la niña. En la lámina, al animal con plumas lo cabalgaba un jinete, como si fuera un arlequín, vestido de rojo y amarillo, que se abrazaba al cuello del ave.
—Eres tú, Montlum, eres tú. Ese eres tú. Te ha pintado a ti. ¿Sabes qué me gustaría? Encontrar un huevo muy muy grande del que saliera un pollo así. Lo criaría y cuando se hiciera mayor me subiría a él para ir a buscar a mi padre. —Los progresos que había hecho la niña con el español eran asombrosos. Jana supuso que dedicaban muchas horas al día a repasar las cartillas y las enciclopedias escolares que había en aquella casa.
A los pocos minutos, Jana no sabía dónde estaba, porque mientras continuaban con la merienda que Dagmar completó con unos melocotones, escuchó unas palabras que provenían del rellano. Se sacudió la cabeza para darse cuenta de que no estaba en la habitación bisiesta, sino en el piso de Zaragoza que había sido de sus padres. En ese momento oyó que llamaban con fuerza a la otra puerta del descansillo. Buscaban a alguien, las voces llegaban hasta allí, y lo peor de todo era que hablaban en alemán. Ellos cuatro se quedaron inmóviles. Allí no los ocultaba ninguna librería como en el cuarto secreto del hotel. Jana solo podía pensar en el destino, a pesar de la distancia parecía que la fatalidad había seguido a las húngaras hasta allí. Se acercó a la pared del fondo como si quisiera traspasarla, llevándoselos a ellos también, y cruzar el cielo como las parejas de novios de aquellas pinturas que se desparramaron por el andén hacía apenas unos días.
Estos registros no eran infrecuentes, que los guardias del Reich los pudieran llevar a cabo daba cuenta del enorme poder con que se desempeñaban. Llamaban a las casas o pedían documentos a los transeúntes como si España también fuera un país ocupado.
Un vecino hablaba con los guardias. Parecía que quedaba menos, que estaban despidiéndose. Después, en vez de alejarse, el eco de sus pasos sobre la madera del suelo se los acercó aún más. Montlum y Jana se miraron. Cuando golpearon en la puerta, cada uno sintió esos puñetazos en el pecho.
—Achtung, Tür öffnen. —Y lo repitieron en español—. Abran la puerta.
Entonces lo que se les paralizó, además de los gestos, fue la sangre. No sabían qué les había contado el vecino. Los alemanes lo repitieron aún con más énfasis:
—Achtung, die Tür aufmachen! Abran la puerta, vamos.
Ninguno de los cuatro respiraba. Sin que pudieran detenerla, Sieglinde recorrió el pasillo y les abrió. Los demás se quedaron en la habitación del fondo.
Aparecieron delante de ella dos hombres inmensos, aunque no vestían uniforme, en el cuello y en la manga izquierda del abrigo llevaban un parche con una flor blanca, la del edelweiss, la misma que adornaba algunas cumbres del Pirineo, y que era el símbolo de su destacamento de montaña. Eran los mismos de la iglesia. A Jana no le había fallado su intuición. Gröber los había enviado porque ese día ella había decidido viajar. Le preguntaron a Sieglinde en español dónde estaban sus padres. La niña habló con la pronunciación sin acento con la que ya se manejaba:
—Es mi cumpleaños. Espero a mis amigos.
—Geburtstag —le tradujo un guardia al otro. Y entonces se dirigieron a ella—. Auf Wiedersehen, y felicidades, pequeña señorita.
Montlum, que parecía estampado ante la ventana, también ensanchó los pulmones en cuanto se marcharon.
Sieglinde aprobó con nota aquel examen. Había quedado muy claro que podía hacerse pasar por española cuando quisiera. Los guardias no tuvieron ninguna duda de que la niña era aragonesa. Así se lo comunicarían a Gröber, de esta forma sabría que Jana tenía familia en Zaragoza. Tal vez especularía con que se trataba de su hija.
Dagmar abrazó a Sieglinde. La niña les dijo que llevaban flores bordadas sobre el uniforme, y Jana les contó la leyenda del edelweiss, les dijo que era el fruto del llanto de una reina de hielo, que lloró tanto cuando los gnomos despeñaron a su amado atado a una piedra por un barranco, que con sus lágrimas se formaron esas magnolias silvestres.