37

     

MOVER LOS HILOS

Sábado, 3 de julio de 1943

Hacia las siete de la mañana Esteve ya había ensillado a Farsante. Como parecía que en aquel momento tenía vía libre para moverse por el valle, por el favor que les iba a hacer a las fuerzas del orden y gracias al pequeño chantaje al que había sometido al gobernador, decidió aprovecharse.

Cruzó el poblado de Los Arañones contando los minutos que tardaría en ser reclamado para el quehacer que lo había llevado hasta allí.

Jana vio a Esteve desde un ventanal de la segunda planta, igual que el día que lo detuvieron. En el extremo del andén más cercano al puente comenzaron a reunirse bastantes hombres. Él se colocó a la cabeza después de lanzar una sonrisa hacia la cristalera y tocarse el sombrero y Jana quiso creer que aquel gesto se lo dedicaba a ella. Necesitaba darle las gracias de una forma más sosegada y por eso deseó encontrárselo cuanto antes.

En ese momento, a la vez que Esteve se alejaba, sintió una presencia, unos ojos que le taladraban la nuca bajo el moño recogido en la redecilla. Y oyó su voz. Nunca lo veía llegar, siempre aparecía de repente:

—¿También es su amigo? ¿Al facineroso lo conoce su marido? La voy a informar de algo: según la ley antitabaco del Reich, los cigarrillos, ese veneno genético que les vende a nuestros soldados con el fin de dañar a nuestra raza, le pueden costar el cuello. Dígaselo de mi parte. ¿Qué piensa? ¿Que no sé nada de lo que pasa aquí? Pues estoy al tanto de todo, al cabo de la calle, que dicen ustedes.

Jana sentía que cualquier cosa que dijera no serviría de nada. Afortunadamente el mayor no había recuperado la memoria después del ataque epiléptico, y ni siquiera había echado de menos la carta que Juste había destruido. Se daba por satisfecha con que, de momento, las cosas siguieran como estaban. Por eso lo dejó hablar. Al fin y al cabo hacía su trabajo, atendía a un cliente con amabilidad, en ese caso bastante moderada. Además, estaba orgullosa de su capacidad para dominarse. Era un triunfo en medio de tantos sinsabores.

—Usted no me conoce, Frau Belerma, no tiene ni idea de lo que soy capaz de hacer... de hacerle. No le voy a negar que usted me gusta, sobre todo porque no parece española, pero me debo al nacionalsocialismo, a la esperanza de Europa, y eso es lo más importante para mí. Llegado el caso, no lo dude, le aseguro que no me temblaría el pulso.

Jana volvió a pensar que aquellos ojos eran como los remates azul cobalto de la empuñadura de dos dagas. Pero respecto a su encuentro anterior hubo un avance, no consiguió intimidarla. Se sentía liberada, como si lo que tuviera que sucederle ya estuviera trazado de antemano, con Gröber o sin él.

—Mayor —dijo para despedirse.

Su actitud dejó al oficial sin palabras. Estaba acostumbrado a que sus interlocutores lo escucharan por educación o, la mayoría, por miedo. Pero la indiferencia era algo nuevo para él.

Esteve y sus acompañantes subieron durante dos horas la montaña hasta que divisaron el refugio. El bandolero y sus hombres intercambiaron miradas de interrogación: la cabaña les pareció bastante más destartalada que el día que la asaltaron, y por los alrededores no parecía haber ningún rastro de que nadie hubiera pasado por allí en los últimos meses. De la comida que la niña le dijo que Voltor devoraba ante ella no quedaban ni los huesos. La guardia civil llevaba pistolas Astra, Llama, Martian, también los fusiles cortos que habían sido los distintivos del arma de carabineros, mucha munición, más de la que en algunas épocas lograban reunir los maquis, como si en vez de buscar a un viejo fueran a enfrentarse contra un ejército. Pero allí no había nadie.

Aunque ya los había llevado hasta el sitio según lo pactado, Esteve no se dio la vuelta, sino que siguió al mando de la expedición. Mientras los otros se mantenían a cierta distancia, él dio una patada al portalón, que cedió enseguida, de tan carcomida e hinchada que estaba su madera y tan desvencijadas que tenía las bisagras. Como contó la niña en el cuartel, si no había conseguido huir era porque Voltor colocaba delante de la entrada un banco que reforzaba con una piedra redonda enorme, tal como debió de ser la de la condena de Sísifo, el rey griego castigado a transportarla una y otra vez, hacia arriba, por una ladera del infierno.

Dentro de la caseta no había nadie. Durandarte tocó las brasas para comprobar que la llar llevaba días sin encenderse. Pero no perdieron la mañana porque uno de sus hombres dio la voz de alerta cuando entre las matas vio lo que parecía un animal grande, un jabalí, un oso, o Voltor. Corrieron en la dirección donde aún se agitaban algunas ramas y lo persiguieron durante un par de kilómetros en dirección a Villanúa, pero sin saber de qué se trataba, si solo era una sombra o una ráfaga de viento. Atravesaron el barranco de Betigueral, el de Orbil, y antes de llegar al de Rayera se dieron por vencidos. No había ni rastro, como si hubieran corrido detrás de un fantasma que hubiera levantado el vuelo. Eran ya muchas horas monte a través durante las que solo habían parado dos veces, para almorzar y para comer. Los guardias y los vecinos de Canfranc volvieron al pueblo, y Esteve y sus dos acompañantes se adentraron aún más en el sentido opuesto, hacia el Col de Bessata.

Lunes, 5 de julio de 1943

Fue el conductor del primer tren de la mañana el que dio el aviso; al llegar a la estación de Canfranc bajó muy acalorado para comunicarle a una pareja de guardias que desde el viaducto de Cenarbe, el que llamaban de San Juan, entre Villanúa y Castiello de Jaca, había visto que varios buitres le estaban sacando las tripas a uno vestido de negro. No atendió a razones cuando le dijeron que los acompañara al puesto para salir desde allí. En vez de eso entró en el bar a refrescarse. Lo siguieron porque querían recabar más información y les respondió que ya se apañarían, que él ya les había dicho dónde buscar, que recorrieran el trecho entre la salida del túnel y donde empezaba el caracol, como llamaban a aquella parte del trazado ferroviario, que allí lo encontrarían. La rudeza del maquinista respondía sin duda a que, aunque no lo reconociera, estaba muy afectado por la escena que según les contó había tenido a menos de cinco metros de la vía. Por la visión que les esperaba fueron pocos los que se quisieron unir. Ya lo traerán los de la benemérita, repitieron.

Cuando lo localizaron mandaron a uno de los más jóvenes a por una camilla, que improvisaron con dos travesaños y una sábana vieja doblada en tres partes para que resistiera más. Lo subieron hasta la carretera donde lo cargaron en un camión. Una vez en el pueblo de Canfranc Estación, no sabían si llevarlo al cuartel, a algún sitio que les dijeran en el ayuntamiento, un cobertizo, un almacén, o al cementerio. Al final entraron en este último con él al hombro en aquella parihuela que trasportaban en andas. Nadie se esperaba que se ofrecieran a velarlo, y menos que quienes aparecieran allí nada más entrar en el pueblo con el muerto fueran Valentina y su madre.

—A ver ahora quién paga el entierro —dijo el sargento, el mismo guardia que interrogó a la niña a la mañana siguiente de que fuera liberada por Durandarte—. Lo de no tener dónde caerse muerto es lo que le pasa a este. Nos ha caído a nosotros. A saber de dónde es.

—Madre, pediremos dinero.

—Una colecta vas a hacer para el que te secuestró. Hija mía, a ti te ha trastornado todo esto. Ya sabía yo que no podía acabar tan bien —dijo Leonor mientras se llevaba una mano a la cara y ladeaba la cabeza.

—Pobre hombre, se me llevó, pero no me hizo nada. —Valentina se encogió de hombros.

—¿Te parece poco? Nosotros casi nos morimos de tanta angustia.

—El que se ha muerto es él, madre, y yo estoy bien. Qué más quiere.

Los primeros que llegaron donde estaba el cuerpo de Voltor eran de la estación, al fin y al cabo, se enteraron antes que nadie. Aparecieron después Arlette, Laurent Juste y Jana Belerma casi a la vez que el alcalde.

El guardia le entregó a su superior una carta, un carné y una fotografía.

—Esto es todo lo que llevaba el viejo.

—Esa fotografía es la que me enseñó la noche en que me hizo aquella fiesta. Es de una niña espantosa. Parece que está en un manicomio —dijo Valentina.

La camarera se acercó y se la mostraron. Le rompió el alma... Se le marcaban los pómulos de tal manera que parecía que los huesos que le tensaban la piel sobre ellos iban a abrirla. Como era de esperar, la carta estaba en su idioma. Jana Belerma hubiera podido leerla allí mismo, Laurent y Arlette lo sabían, pero como el alcalde propuso que fueran al bar de la fonda La Serena para dársela a algún alemán, así lo hicieron. Dejaron a Voltor, Woltraum, según su cédula de identidad, solo, un poco más de lo que ya estaba desde que llegó, como sabrían enseguida, de la estación de Berlín.

El guardia civil le expuso lo que sucedía a Tricio. En una de las mesas del fondo estaba el profesor de Heidelberg y Jana se dirigió a él para preguntarle si estaba dispuesto a leer una carta que los buitres habían sacado del abrigo de su compatriota Woltraum; le dijo que los cuervos habían picoteado incluso el papel, pero que ella misma se había encargado de limpiarlo en la cocina de Pilar, que no tenía ningún resto. Tadeusz no entendió tanta prevención, al fin y al cabo aquella carta contenía la vida de un hombre y, por tanto, que estuviera impregnado de carne y de sangre era lógico. Apartó el libro que leía, Ser y tiempo de Martin Heidegger. Volvió a colocarse las gafas, se aclaró la voz y comenzó a leer.

38

     

EL ESPANTO

Berlín, viernes, 7 de enero de 1943

Soy un hombre al que le han extirpado todos los órganos, pero para mi desgracia continúo con vida. Estos criminales, los verdugos que no sienten, me han vaciado; ya no soy yo, ya no soy nadie. En mi oficina del Departamento de Cartas Perdidas del Servicio de Correos, entre mis compañeros, los rumores que se referían a lo que sucedió antes con otros se comentaban desde hacía varios años, pero eran tan repugnantes, salvajadas imposibles de creer, que nadie les daba pábulo, las apartaban de sus mentes aduciendo que se trataba de propaganda antinazi, que eran los subversivos, los que querían terminar con el régimen salvador, los que expandían estas patrañas. Los que hablaban de la ley para el control de la progenie se referían a ella como una medida terapéutica, preventiva, cuando se trataba solo de una manera de llevar a cabo asesinatos masivos con total impunidad.

El papel estaba muy estropeado. El teniente Tadeusz tenía que deducir algunas palabras que los pliegues de la carta habían mutilado.

Entonces estas prácticas se nombraban en los términos habituales, científicos, como si de la noche a la mañana todos fuéramos médicos. Querían limpieza, pureza, deshacerse de los enfermos mentales, de aquellos que padecían y transmitían enfermedades hereditarias, se esterilizaba a los que se consideraba inferiores. Las voces aumentaron, algunos afirmaban que habían comenzado a matar de forma indiscriminada a los internos de centros psiquiátricos, cualquiera que fuese el motivo que los había llevado hasta allí: alegaban compasión, misericordia, piedad... Se exhortaba a las familias a que entregaran a sus hijos discapacitados. Uno de aquellos edificios monstruosos donde se les hacía desaparecer estaba muy cerca de nosotros, en Brandeburgo, allí debería haber acudido yo con mi hija.

A las familias se les comunicaba que el paciente había fallecido a consecuencia de una enfermad incurable, sin ahondar en más detalles, de esta forma concluía el asunto, esa era la última formalidad, la manera en que el régimen ponía punto y final a esta operación de exterminio implacable. A algunos en vez de suministrarles veneno les inyectaban barbitúricos, estos fármacos les provocaban pulmonías, una muerte lenta, angustiosa, asfixiante. A los que no decidían gasear, tal vez porque era difícil trasladarlos, los dejaban morir de hambre atados a sus camas, todo se justificaba según el coste de sus pensiones en Reichsmarks, y por el riesgo de contaminación de la raza que suponían.

Toda esta información pavorosa es la que conseguí reunir durante los meses anteriores a mi desgracia, aunque se hablaba poco de ello, solo algunas palabras en voz baja, cuchicheos sobre las continuas desapariciones de inválidos, enfermos mentales, ciegos, sordos e incluso alcohólicos. El personal sanitario trabajaba bajo juramento de silencio y lealtad al gobierno nazi. A cambio obtenían un sustancioso aumento de sueldo, era dinero sucio que además cobraban en Navidad. Se les obsequiaba con sidra y vino en grandes cantidades para que hicieran su trabajo borrachos. Otros preferían drogarse con la misma morfina que dispensaban, así los delirios de su fantasía, de sus pesadillas, de sus noches en vela se mezclaban con la realidad de forma que ya no sabían por qué debían sentirse culpables.

Tadeusz se detuvo. Era como tener entre las manos la certeza del mal, la confirmación de que las atrocidades no eran una anomalía, sino que se extendían de manera industrial como si sobre el mapa de Europa creciera una mancha de podredumbre. Al profesor le resultaba muy difícil continuar, era muy duro también para todos los que lo rodeaban: los dueños de La Serena, Valentina y su madre, Jana, Laurent Juste, Arlette, el alcalde y el guardia Dorian Lander, pero para él aún resultaba peor. Además también habían puesto la oreja muchos de los que antes bromeaban en las mesas vecinas. A pesar de que se sentía sin energías para recorrer aquellos surcos de letras que tantos cadáveres enterraban, continuó con su acento que hacía difícil descifrar algunos pasajes, aunque no entender ciertos detalles era un alivio:

Me convertí en un especialista, no porque yo me dedicara también a estas prácticas, sino porque sabía que cada vez estaba más cerca de la boca del lobo. Desde que mi mujer murió en el parto porque nuestra hija venía atravesada, no de pie, ni de cabeza, solo sabían que había sobrevivido el que fue fruto de nuestro amor. Yo la crié con la ayuda de una mujer que primero fue su ama de cría y después su niñera durante esos años de dicha. Porque, aunque suene extraño, aquella niña deforme ha sido lo mejor que me ha pasado en mi vida, el centro de mi universo, lo que hace que valga la pena haber existido. Por eso nunca perdonaré a los que me la arrebataron, caigan sobre ellos todas las tinieblas del mundo. Yo tenía mucho cuidado para que nadie descubriera su presencia, y ella no gritaba, por lo que no podían oírla los vecinos. Tampoco acercábamos su silla de madera a la ventana por miedo a que alguien la viera.

Pensé en huir cuando supe que, para celebrar que en 1941 habían alcanzado el número de 10 000 infelices asesinados, celebraron una fiesta regada por toda la cerveza que fueron capaces de ingerir pagada por el Führer.

Alguien nos denunció. De eso no cabe duda. Así sucedía en muchas ocasiones. Decía Walter Benjamin, judío para más señas, que cuando de madrugada se llevaban las terneras al matadero las cargaban dormidas. Eso mismo pasó con mi pequeña. Ya no puedo volver de allí, del momento en que entraron con tanta violencia. Salté de la cama y me apartaron, me lanzaron contra la pared, junto al balcón, un metro más a la derecha y habría saltado por él. La cabeza me sonó como cuando se casca un huevo. Les pedí que la taparan con una manta, solo llevaba el camisón y rieron, me dijeron que en unas horas estaría fría del todo, que no valía la pena cargar con nada más y que no me preocupara porque no tenían el menor interés en violar a aquel saco de huesos.

Los perseguí por la escalera, tenían un vehículo aparcado frente a la fachada de mi edificio, la lanzaron encima de los que ya tenían dentro y vi sus caras de desesperación, suplicaban auxilio, estiraban los brazos. Los enfermeros arrancaron el motor y corrí detrás de ellos hasta que una patrulla me detuvo, me dieron un culatazo en la nuca, caí al suelo y me orinaron encima. Desperté entre la nieve horas después.

Volví a mi casa, la puerta seguía abierta. Intenté matarme. Tomé todas las grageas que encontré mezcladas con jarabe. Un vecino avisó al escuchar mis gritos, mis lamentos, mi locura. Me curaron en el hospital Charité, el de la Universitätsmedizin. Yo era funcionario del régimen, no bebía, estaba sano, no era homosexual, al fin y al cabo, no tenían nada contra mí, pero a pesar de eso me calcinaron el alma.

Cuando me dieron el alta encontré la nota en el buzón: me comunicaban de forma muy aséptica, en el lenguaje habitual de la documentación del gobierno, que la higiene había resuelto el dolor de una vida indigna de ser vivida.

El ama de cría que tantos años después continuaba con nosotros, que tan bien y con tanto cariño asistía a la que fue toda mi luz, se acercaba al portal aquella mañana como había hecho todas las anteriores desde que nació mi hija. No tuve fuerzas para detenerme a escuchar sus lamentos y recibir sus vanos intentos de consuelo.

Corrí hacia la estación central y escupí al pasar frente a la ópera Kroll, donde se había trasladado el Reichstag tras el incendio de su edificio. Yo tenía todos los papeles en regla, como alemán no judío era libre de hacer lo que quisiera. Deseé que desde lo alto de la puerta de Brandeburgo saltara la cuadriga y sus dos parejas de caballos me llevaran lejos, para reencontrarme con mi hija Valentina más allá del sol.

Tadeusz dejó la carta boca abajo sobre la mesa y sacó una moneda para pagar su café, se guardó los lentes y dio unas palmadas suaves en la barra antes de salir. No se volvió. En aquel momento decidió que nunca volvería a Alemania.

Los demás se quedaron unos segundos más en la misma posición, sin hablarse. Tricio y Pilar volvieron a la cocina, pero una vez allí se quedaron petrificados, con la mirada perdida. Leonor se arrebujó la toquilla con mucha fuerza. El matrimonio Juste se incorporó a la vez que el alcalde y Dorian Lander.

Laurent dijo:

—Se ha cumplido su voluntad, ya están juntos.

Nadie se molestó en coser el cuerpo destripado de Voltor. El cadáver rimaba con el tono desesperado y espantoso de su historia. Cuando huyó del refugio donde había tenido secuestrada a la niña bajó hacia la zona de Cenarbe y el tren lo arrolló, no llegó a seccionarlo por la mitad, pero las ruedas contra los raíles abrieron en su tronco una despensa para los buitres.

Entre los habitantes de Canfranc Estación recaudaron bastante dinero para sufragar el funeral mediante la colecta que propuso Valentina. En la sala, junto a la capilla del cementerio, lo cubrían un par de decenas de ratas grises que relevaron en aquel banquete a los carroñeros con plumas, a pesar de que en cuanto lo depositaron allí le echaron encima un par de sacos de cal viva para evitar infecciones. Parecía que todo lo que se relacionara con aquel hombre tenía que ser por fuerza desagradable, como si el infortunio lo persiguiera incluso más allá de su muerte. Tras el responso del mosén lo enterraron con la fotografía de su hija. En una placa, atada a una cruz bastante rudimentaria, se leía: Señor Woltraum, natural de Berlín, Alemania, falleció en 1943. La carta y su cédula de identidad las depositaron en el archivo del ayuntamiento.

Alrededor del cúmulo de tierra estaban, además de Leonor y su hija, Arlette, Montlum, Dorian Lander, el profesor Tadeusz y Jana. A los demás les pareció demasiado homenaje asistir al sepelio de quien había raptado a una menor; cualesquiera que fueran sus circunstancias anteriores, no encontraban disculpa para aquel delito tan grave. Sobre el montículo, Valentina dejó unos lirios de los Pirineos, tenían los pétalos plegados y curvos, como si formaran una canasta, los tallos medían más de un metro y a su belleza se contraponía un olor fétido, como si la elección de las flores tuviera que ver también con él.

Quedaron sus restos bajo aquella tierra que pronto se cubriría de hierba. Jana salió la última. Sus padres estaban enterrados en Zaragoza, pero cualquier lugar le servía para invocarlos.

39

     

LA SIRENA DE LOS TRÓPICOS

La Resistencia, la Cruz Roja, Fred Deyermond, el periodista que dirigía la red de rescate desde la Francia ocupada, la del gobierno de Vichy, todos lo intentaron. Pero no hubo manera de disuadir a Joséphine Baker: ella seguía en sus trece, quería cruzar los Pirineos con el mayor ruido que fuera capaz de armar. Llevaba semanas anunciando en la prensa el momento en que atravesaría la cordillera. Alegó ante quienes la previnieron que una estrella no podía ocultarse, que era imposible disimular su brillo, que si decidían detenerla, así se la llevarían, con su vestido de flecos, el turbante a juego, su collar de perlas de tres vueltas, la última de las cuales le llegaba bastante más abajo del ombligo, sus pestañas postizas y los pendientes de aro. Pero el verdadero motivo era otro, y cuando lo expuso ante sus correligionarios estos se vieron en la obligación de aceptar su deseo.

Joséphine Baker sabía que en medio de aquel espectáculo ningún guardia se atrevería a interferir para no ser inmortalizado él también, ni ningún superior le daría tampoco esa orden. De esa forma confiaba en que entre todos serían capaces de llevar adelante el plan de evacuación diseñado con tanta precisión por ella y por Étienne Guinart, quien se lo había trasladado a Jana, Didier, Montlum y Juste con directrices muy específicas. Convencidos por Joséphine Baker, los de la Resistencia habían movido sus hilos, cuyo manejo dependía de Étienne Guinart, el aristócrata que enviaba a la oficina postal los libros ilustrados, tan densos e interesantes, a nombre de Jana, quien se los prestaba al jefe de la aduana para que los analizara y después copiara, diseccionara y difundiera todo lo que contenían en clave, según el procedimiento habitual, que en esta ocasión también había servido para irles comunicando todos los detalles y avances de la misión. La coartada de Guinart era permanecer en Londres, en el cuerpo de élite de Operaciones Especiales que dependía directamente de Churchill, como ellos sabían. Pero no siempre se hallaba allí, sino que se las arreglaba para cruzar el vigilado canal de la Mancha con tanta destreza que igual estaba en Inglaterra que en París, y a veces en lugares bastante más exóticos comparados con aquellos dos.

Iban a dejar atrás el París ocupado donde era posible ir a una exposición de Picasso, a un concierto de Charles Trenet, escuchar a Brassens recitar poemas, extasiarse con la guitarra de Django Reinhardt y culminar la fiesta en el Vel d’hiv, abreviatura de velódromo de invierno. La noche del 16 al 17 de julio del año anterior hubo una redada que reunió en aquellas instalaciones deportivas a miles de judíos para trasladarlos después desde allí a los campos de exterminio de la dictadura nazi. Era terrible, pero en aquella ciudad algunos seguían viviendo bien mientras otros ciudadanos desaparecían de la noche a la mañana.

La actriz y cantante había reservado varios vagones de tren que pagó a precio de oro, más que si fueran asientos de pasajeros. Con su secretaria y su abogado como ayudantes, pasó varias mañanas en la aduana de la estación de Austerlitz rellenando, según las directrices de Laurent Juste, hojas de ruta especial por duplicado, triplicado e incluso quintuplicado en algunas ocasiones. Con la firma del consignatario, los bultos que identificaban se visarían en la frontera extranjera, aquella de la que estaba a cargo él. Según la relación de mercancías, había de todo: pasamanería, perfumes, sombreros, abanicos... Este género sería confrontado por el funcionario pericial encargado de la oficina del servicio ya en Canfranc.

Cuando engancharon los tres últimos vagones y los precintaron tras todos estos trámites, quedó a buen recaudo lo de más valor: los dos centenares y medio de vidas de niños, mujeres, hombres y ancianos con dirección a España. El contenido de los vagones obligaba a Joséphine Baker a firmar una declaración falsa, muy alejada de la realidad. Los militantes de la Resistencia más cercanos a ella le advirtieron en todo momento de las consecuencias que podrían derivarse, de lo que le sucedería a ella y a todos los que intentaba socorrer si eran descubiertos. Estos informantes eran sus compañeros, pues la artista era también corresponsal del espionaje francés, del Deuxième Bureau, y les filtraba cuanto veía y oía en las fiestas de las embajadas sobre movimientos de tropas. En una ocasión entregó a sus contactos incluso un libro de códigos italo-germanos. Ese fue su mayor logro, el que dejó a todos los que ya admiraban su pericia con la boca abierta.

Con estos antecedentes, era de esperar que tampoco tuviera miedo entonces, como no lo sintió en el corazón de la jungla de camerinos y escenarios que atravesaba desde los catorce años. Pensaba en esto como Jana Belerma y como Laurent Juste, que solo tenía una vida, pero con la que podía salvar a muchos. En aquel momento, sin embargo, el verdadero héroe era su marido, Jean Lion, que había decidido hacer de conejillo de indias. Si él pasaba serviría de pantalla a los refugiados, y si lo apresaban también. No se le ocurría mejor manera de contribuir a aquella causa. Cuando le comunicó la decisión a su esposa, Joséphine Baker supo que no podía haberse enamorado de nadie mejor.

La vedette se hizo con un taco de talones de adeudo expedidos por el inspector de almacenes, el delegado de la administración francesa; parecían las entradas de una función, pero eran en realidad los resguardos de su equipaje, los boletos de una lotería en la que muchos se apostaban todo lo que tenían para sobrevivir. Aquellos que se fugaban fueron anotados en el libro de registro de la oficina de sección como bultos pendientes de despacho, eran sacas y baúles que contenían personas.

En aquel entonces la artista de variedades, o variétés como se decía en Francia, ya era millonaria, no supuso ningún menoscabo a su fortuna, era la mejor manera que tenía de emplear su dinero. Con gusto habría pagado el doble si esto hubiera sido posible para sacar a más personas, pero ya suponía un enorme desafío trasladar a tantos judíos. Era el número máximo, tampoco se podía hacer cargo de una multitud.

Miércoles, 7 de julio de 1943

Del techo del vestíbulo de la estación de Canfranc pendían guirnaldas de papel. Sonaba la música desde antes de que ella y su esposo bajaran del tren. Había flores frescas, plantas, para recibirla como si la guerra se hubiera detenido. Uno de los gendarmes la ayudó a descender del vagón. El guardia vestía de gala. Joséphine Baker lo premió con una sonrisa esplendorosa. Enseguida se acercaron Laurent y Arlette Juste. Ella mantuvo las formas como si se viera obligada a saludarlos pero no supiera que él, junto con Étienne, era quien estaba a la cabeza de toda aquella operación.

Tout cela est merveilleux. Todo esto es maravilloso —les dijo mientras lanzaba besos al público que se había congregado allí.

Jana olvidó por unos instantes las circunstancias que vivían. Habían pasado trece años desde el día en que la había visto actuar. Y allí estaba de nuevo la venus de ébano.

Joséphine Baker bailó su famoso y original charlestón en el vestíbulo de la estación de Canfranc igual que venía haciendo desde finales de los años veinte. Montlum puso la música con su violín y ella comenzó a agitar los brazos como si los tuviera sueltos, le daban la vuelta como aspas de molino, a la vez las piernas se le desmadejaban, se cruzaban a tanta velocidad que era imposible seguirlas con la vista, se desdibujaban, se multiplicaban mientras corría sin moverse de la misma baldosa, se agitaba, hacía como que resbalaba y recuperaba el equilibrio, a punto de rozar el suelo con las puntas de los dedos separados, juntaba los ojos muy cerca de la nariz, sonreía y muchos decían que la dentadura era postiza, que no podía ser de verdad por su tamaño, su uniformidad, su blancura. Cuando terminó, pidieron que repitiera y así lo hizo. Los aplausos sacudían los escudos de piedra de la República francesa y el otro, el que parecía el nido de un águila.

Como no podía ser de otra forma, el mayor Eberhard Gröber hizo acto de presencia. Bajó por la escalinata junto al capitán Wagner y justo cuando pasó al lado de Jana dijo:

Ajj!, eine Schwarze! —Y repitió con toda la potencia que su voz le permitía—: Es ist nur eine Schwarze.19

La mayoría no advirtió su presencia.

Muchos se contagiaron del ritmo de Joséphine Baker y cuando volvió a sonar el charlestón la imitaron. Fuera estaba aparcado el descapotable que acababan de bajar del tren, su Cadillac 341 Roadster. En torno a él, los fotógrafos parecían un enjambre, una legión.

Degenerierte Musik —Eberhard Gröber se situó delante de ella. —Degenerierte wie sie, negroide Jüdin. Geh weg, es ekelt mich an.20

Le hizo un gesto a la banda para que pararan de tocar y después miró con odio a Montlum, quien también bajó su violín.

Ella le hizo una reverencia y le sonrió con toda la picardía de la que era capaz mientras Gröber escupía en el suelo, muy cerca de sus zapatos de purpurina plateada. Todas las miradas la siguieron. Salió por la puerta opuesta del vestíbulo, la que daba al río Aragón, mientras su coche la seguía en paralelo a la pared de la estación.

Mientras, en el andén francés, ante el hangar rodeado de campanillas violeta, el plan seguía adelante. Lo que sucedía al otro lado era la culminación del trabajo de muchos días, de la búsqueda en aquella ocasión hasta del vestuario apropiado. «La suerte está en los detalles» era una de las frases más conocidas del primer estadista británico, y aquella maniobra de evasión contó con un golpe de efecto maestro ideado por quien estaba tan habituada a actuar. La rutilante y escultural Joséphine había captado de tal modo la atención que había hipnotizado como si fuera irreal a todos los presentes; los más extasiados eran los soldados alemanes, y esto obró el prodigio de que fueran muy pocos los que se percataron de que un grupo muy numeroso de monjas y otro más exiguo de unos veinte sacerdotes descendían del tren que acababa de entrar en la estación.

Gröber se había dirigido a la fonda, con toda probabilidad para informar de lo que a él, a pesar de las órdenes recibidas, le había parecido una burla. Mientras tanto, un grupo de enfermos y lisiados se organizaba en torno a unas diez enfermeras. A los más viejos los llevaban en artilugios de madera con un par de ruedas, algunos de un diseño tan precario que se notaba que era improvisado. Los acompañaban también varias docenas de niños. A los escasos rezagados que continuaban allí cuando el Cadillac 341 Roadster se perdió de vista no les quedó la más mínima duda de que el grupo procedía del santuario de Lourdes.

Entonces comenzaron los movimientos. Didier se fue a La Serena para asegurarse de que el mayor permanecía allí el tiempo necesario. Los soldados que recorrían el andén y ocupaban el puesto de guardia vieron pasar a los religiosos y a los enfermos a los que acompañaban sin prestarles más atención que la que hubieran puesto ante un desfile de ovejas. Jana ya esperaba a mitad de la avenida principal de Canfranc. Marcharon con ella hasta la primera curva, apenas recorrieron trescientos metros hasta un recodo a la derecha de la calzada, donde tres autobuses los recogieron rumbo a un hotel de Huesca. Cuando los chóferes de los vehículos contratados por la Resistencia arrancaron sus motores, Jana pensó que su vida estaba hecha de despedidas. Los tres autocares parecían vagones también por la proximidad con que circulaban. Excursionistas, montañeros…, no eran infrecuentes las visitas. De nuevo habían triunfado sobre la barbarie.

Aquella noche Laurent y Arlette invitaron a cenar a su casa a Montlum y a Jana.

—¿Sabéis qué me han dicho? —A Laurent Juste se le veía exultante—. Que ya hemos ayudado a cruzar a más de dos mil. Creo que vosotros también llevabais la cuenta.

Tal vez por efecto del vino de Madeira, Jana echó de menos más que nunca a Durandarte. Ya no le servía que apareciera y desapareciera, su ausencia le pesaba.

Montlum le pasó un brazo por detrás de la cabeza como si quisiera compensarla. Después le dijo que esperara y sacó el violín de su estuche. Cuando comenzaron a sonar las notas del charlestón con el que Joséphine Baker enfrentaba la tristeza, Arlette y ella comenzaron a bailar.

40

     

DE UN SOLO OJO

Jueves, 8 de julio de 1943

Los clientes de la fonda La Serena vieron pasar a Esteve entre los naipes levantados en unas mesas y las fichas de dominó en otras.

—Este ronda a alguna. Mucho lo vemos ahora después de tanto tiempo que no se le veía el pelo.

—Pues mira que no sea tu hija —respondía otro y reían.

Al atravesar la cancela de la estación, Jana miró el único ojo del Puente Nuevo, al otro lado estaba Esteve Durandarte, esta vez de pie, a su altura. El bandolero también se había sentido parte de la historia de Voltor, por eso hasta el último momento no supo si asistir o no a su sepelio, pero al final decidió no hacerlo. Lo único que le tentaba a acercarse hasta el camposanto era verla. Por eso sonrió cuando se la encontró aquella tarde. Se alejó del muro del establecimiento donde había dejado atado a Farsante de una argolla, se plantó delante de Jana y le propuso que pasearan un rato. Aquello le pareció a Jana la transgresión de una ley escrita solo dentro de ella, pero no quería negarse. Se dirigieron hacia la carretera de Francia y se adentraron en el paseo de los Melancólicos. Decidió que aprovecharía aquella circunstancia para ponerlo al día de los últimos acontecimientos, pero antes de que pudiera decir nada él le preguntó si había estado en las cascadas de Ordesa, como si quisiera compensar los malos tragos anteriores con la referencia a aquellas aguas cristalinas.

—Esteve, antes de nada tengo que volver a agradecerte lo que hiciste. —Jana se limitó a hablarle de lo que más le importaba en aquellos momentos, el regreso de Valentina.

—¿Me vas a regalar otro queso y otro tarro de miel? —No sabía muy bien a qué atenerse con ella, por eso decidió explorar un poco los límites.

—No era mío, me lo dio Pilar, la de La Serena, para Arlette —le cortó ella con toda la inmediatez y resolución de la que fue capaz.

—Los besos que les diste antes de que los guardara en la alforja sí que eran tuyos. Por eso me supieron tan bien, a gloria. —Durandarte aún conservaba su imagen frente a la cárcel de Huesca y, aunque estaba muy lejos de su voluntad tener novia o cualquier relación que le supusiera una merma de su capacidad de movimiento, no quería dejar de probar hasta dónde estaba ella dispuesta a llegar.

—Esteve, no tengo demasiado tiempo —le dijo como si hubiera atisbado su juego. Jana dedujo que el galanteo era la forma natural que tenía Durandarte de entablar un diálogo con las mujeres, y no quería darle pábulo, sobre todo porque a aquellas alturas ya era consciente de que su actitud podía surtir efecto; tenía la guardia baja por la alegría que le había supuesto recobrar a Valentina. Pero nada más, se repitió para sí misma.

—Viniste a verme a Huesca. Eso no se me olvidará nunca. Ya te lo dije —siguió él como si quisiera explicitar el hilo de sus pensamientos—. No me has respondido a la pregunta. —Parecía una batalla en la que ninguno descuidaba su escudo.

—¿Que por qué fui a verte? —Se relajó entonces Jana y le sonrió. Hablaban por primera vez de él y de ella, los otros asuntos, siempre más importantes, quedaban lejos en aquel momento.

—No, no te preguntaba eso. Viniste porque querías verme, ya lo sé, podías haber mandado a cualquiera, total, para lo que me dijiste… Te preguntaba si habías estado en las cataratas de Ordesa.

La partida fue muy breve porque el contrabandista solo necesitó aquel tiempo tan escaso para ganarla.

—Sí, podría haber mandado a cualquiera, como tú dices, pero no lo hice. ¿Y sabes por qué? Pues porque siempre hago lo que quiero y aquel domingo dio la casualidad de que me apeteció ir a Huesca. Yo también puedo ir donde quiera. Aunque no tenga caballo. No sé qué te has creído.

Interrumpieron el diálogo cuando entraron en la calle principal de Canfranc Estación, en ese momento apenas continuaron juntos diez pasos. Esteve se acercó a Farsante, le desató la cuerda que, anudada a los correajes, pasaba por una argolla en la pared lateral de la tienda de ultramarinos. Desde la acera de enfrente, Jana Belerma se quedó mirando un sofisticado anuncio del vermú Martini. En él aparecía una mujer como ella esperaba ser algún día. Él también fijó la vista en el cartel y a modo de despedida le dijo:

—Ya quisiera ella.

Jana sintió calor y se sobresaltó al escuchar esas palabras. Le había leído el pensamiento. Le molestó resultar tan transparente porque igual podría adivinar la atracción que le despertaba y que cada vez le era más difícil manejar.

41

     

NOCHE Y NIEBLA

Miércoles, 14 de julio de 1943

Comenzaba a flaquearle la voluntad en lo que se refería a su resistencia, a su aparente frialdad frente a Durandarte, y la asaltaban las primeras dudas; sobre su idilio con doña Mimín consideraba que siempre cabía la posibilidad de que pusiera fin a aquella relación. No creía que esa mujer fuera tan perfecta, tan elegante, tan buena. Como le había dicho Arlette, allí había «gato encerrado».

Esa tarde Jana celebraba con Montlum en la cafetería del hotel Ara que cumplía veinticinco años. No se lo había querido decir a nadie más. Desde aquel día los separaban treinta años. Que fuera su aniversario parecía que le había exacerbado la sensibilidad. Los dos estaban delante de una de las ventanas que daba a la avenida principal, él fumaba mientras ella disfrutaba de una porción de pastel de la Selva Negra. La ocupación alemana también se había extendido a los hornos y los fogones.

—Ese Casanarbore es de la piel de Barrabás, menudo elemento —le dijo su amigo—. Y ella, qué guapa es, mejorando lo presente.

A pesar de la delicadeza que suponía esta frase por parte de Montlum, Jana sintió cierta rabia al pensar que la belleza de Mimín parecía admirar a todos. Para ella no era justo, porque consideraba que el tiempo que dedicaba a sus cuidados y su dinero conseguían amplificar hasta el extremo la cierta e innegable gracia que poseía. Era la primera vez que se descubría haciendo estas valoraciones sobre alguien. Así que decidió disimular, porque Montlum la conocía mucho.

Cambió de tema.

—Si algo me duele del gobernador es que no le prestó la más mínima atención a la desaparición de Valentina. Menos mal que los guardias desoyeron sus órdenes y obraron por su cuenta. No cabe duda de que él lo permitió, pero no tiene ni una pizca de humanidad. Y además quien la encontró al final fue Durandarte.

Montlum consideró que, a pesar de que ya estaba todo dicho, a Jana le gustaba recrearse en lo que había sucedido. Tenía derecho después de lo mal que lo había pasado. No añadió nada más sino que se centró en los detalles que se referían a las noticias que les habían llegado sobre las actuaciones del gobierno nazi contra algunos detenidos con cargos de espionaje. Según la directiva Natcht und Nebel (Noche y Niebla), en los campos de concentración los acusados de este delito debían llevar un abrigo con tres letras a la espalda, dos enes y una equis, para distinguirlos del resto de los prisioneros. Lo de la guillotina con los ojos hacia arriba era un alivio comparado con las torturas que sufrían hasta llegar allí. Para el régimen eran traidores, lo peor, lo más imperdonable, como si los nazis fueran los adalides de la cordura y sobre todo del honor y la honestidad.

Jana recordaba las clases improvisadas que le había dado Laurent Juste sobre la manera óptima de comportarse para no ser descubiertos. Por eso sabía que si llegaba el caso de un interrogatorio tras una detención lo que les importaba a los de la Gestapo no eran las respuestas, sino la actitud, que dejaban abiertas la mayor parte de las frases que lanzaban para pescar a los incautos, a aquellos que se precipitaran a terminarlas. Ya había tenido una prueba con Eberhard Gröber. En varias ocasiones había notado que quería pillarla en falso, ponerla nerviosa, que se contradijera, sobre todo la última vez que habló con ella. Por eso lo cortó en cuanto pudo.

Para cambiar de tema, Jana le dijo a Montlum que Juste le había anunciado que el aristócrata que enviaba los libros ilustrados y que los había ayudado desde París a preparar el viaje de Joséphine Baker desde la Gare d’Austerlitz los visitaría unos meses después porque tenían que tratar con él unos asuntos de vital importancia, relativos a la maternidad de Elna.

Esta misión, la de salvar a los bebés que nacían allí, le hacía a Jana una ilusión especial.

42

     

PAPEL CARBÓN

Sábado, 17 de julio de 1943

Mientras leía la novela de Dumas, Jana vio a Esteve desde la ventana de su cuarto. Entró en el andén como lo hacía siempre, erguido, como si se tratara de sus dominios. Tenía muchas ganas de bajar por la escalera, pero se contuvo. Él se tocaba el sombrero de vez en cuando para saludar. Por su forma de mirar a todas partes se notaba que buscaba a alguien. Después del paseo lo sentía más próximo, más humano incluso. Antes de ese momento alguien le había dejado flores silvestres en recepción y uno de los hombres de Esteve, cuando se cruzó con ella en el pueblo, le dijo que su jefe le mandaba saludos. Eran pequeños gestos, pero a ella le pareció que salvaban un abismo. Después de atisbarlo lo perdió de vista enseguida.

Sabía por Juste que al día siguiente pasarían por la estación bastantes toneladas de mineral con destino al norte, a las fábricas alemanas; por ese motivo el aduanero tenía mucha documentación que preparar y habría mucho trasiego. Y si les daban fiesta a los trabajadores de la estación significaba que el envío coincidiría, aunque no era lo habitual, con la llegada de una nueva remesa de oro que descargarían a través del túnel subterráneo que comunicaba el andén francés con el español para, una vez atravesado este, colocarlo en los camiones suizos. Durante todo ese trayecto quienes transportaban los lingotes estaban vigilados por soldados alemanes, de forma que era imposible despistar ninguno del interior de las cajas de quince kilos que a los que las acarreaban se les clavaban en el hombro. De nuevo, por lo que suponía de actividad para las patrullas, los brigadistas y el resto de los guardias, era el momento idóneo para conseguir que mientras estaban entretenidos con estas dos mercancías entraran medio centenar de judíos desde el otro lado del Pirineo.

Los sábados eran los días en los que Jana más trabajaba, había más cenas y después baile, además el número de alojados aumentaba porque eran muchos los que transitaban por allí al principio o al final de la semana, según comenzaran o acabaran sus quehaceres al otro lado de la frontera.

Terminó la jornada agotada, sobre todo por la tensión que le supuso que Eberhard Gröber permaneciera allí hasta tan tarde. Una de las veces en las que ella se acercó con una bandeja de licores a una de las mesas, pegadas a la pared para dejar espacio en el centro del salón, el mayor la interceptó.

Frau Belerma, suba a su cuarto a cambiarse —le dijo con su tono imperativo habitual.

—Mayor, estoy trabajando. Ya lo ve.

—Está todo arreglado. Suba.

Aquella petición la desconcertó. ¿Habría recobrado la memoria? Juste estaba tranquilo, insistía en que era muy improbable que lo hiciera, pero ella no las tenía todas consigo. De todos modos, se dijo, en esa ocasión debía de ser otra cosa. Si lo hubiera recordado habría ido directo a por Juste, quien ya estaría detenido o algo peor.

No. Debía de ser otra cosa. ¿Pero qué?

Subió a su cuarto muy preocupada y su preocupación aumentó aún más cuando, colgada del picaporte de la puerta, vio una percha con un vestido, un collar sobre él y un bolso. Entonces pensó que todo era una encerrona para cazarla, que había llegado su momento. Tal vez quería trasladarla a Alemania con una apariencia más elegante que con aquella con la que la veía durante sus horas de servicio. A pesar de todo, se probó el vestido delante del espejo del baño; le ajustaba como un guante, terminaba en una falda de godés y tenía un escote en pico. Se quitó la cofia y se soltó el pelo, no quiso maquillarse, no quería resultar más atractiva de lo que aquella ropa ya se encargaba de hacerla parecer. De nuevo sintió que todo era absurdo, que le sucedía lo que más detestaba, que las circunstancias la arrastraban.

Pero, aun así, entró de nuevo en el salón. El mayor se acercó a ella y la cogió de la mano. Comenzó a sonar un vals. Los miraban mucho los clientes pero sobre todo sus compañeros. Se avergonzó, se sentía como una prostituta. Gröber no le hablaba, solo le sonreía. Era un baile triste, obligado.

Cuando apenas llevaban medio minuto entrelazados, Esteve abrió la puerta del vestíbulo de la estación. Había vuelto después de que Jana lo viera aquella mañana porque lo había citado en su cuarto un viajero que quería proponerle un negocio muy lucrativo, según él. El bandolero consideró que eso estaba por ver, aun así decidió acercarse por la noche. Se trataba de transportar quinientos kilos de jabón de Marsella en tacos de cuatrocientos gramos. Le faltaba saber dónde tendría que recogerlo, cuál sería el punto de entrega y el resto de los detalles, sobre todo su ganancia.

En aquellos momentos, todos los que no descansaban en sus habitaciones estaban concentrados en el salón. Así lo comprobó Esteve, que al pasar junto a las puertas de cristal de la entrada antes de tomar el pasillo que conducía a los dormitorios no pudo evitar pararse a contemplar la escena. Lo que sucedía allí era como si perteneciera a otra época. La sala de baile era la estancia más adornada de todo el hotel. En las dos paredes laterales se alineaban los espejos con cornucopias doradas, debajo de ellos unas sillas muy decoradas, con tapicería de satén. Ya se marchaba, cuando vio a través de las escasas zonas transparentes que se alternaban con los biseles del vidrio a la pareja que ocupaba el centro exacto ante la orquesta, bajo la lámpara de palacio de la ópera. El mayor alemán reclinó su cabeza sobre el hombro de Jana mientras se deslizaban sobre el suelo de mosaico. Ella sintió su fragancia a madera de roble mezclada con pimienta. Se sentía entumecida, agarrotada. Tenía un rictus helado. Él le acercó los labios al oído para recitarle la misma cantinela que ya le había dicho otras veces:

—No parece española. Mi querida… —Se detuvo y volvió a llamarla Freya.

Durandarte observaba la escena como si fuera una lámina a la que se le había dado una mano de barniz muy brillante. Entonces el oficial la apretó todavía más contra sí, atrayéndola con la palma de la mano muy abierta sobre su espalda. Durandarte bajó la cabeza. Pensó que si había sucedido en aquel momento preciso no era porque él pasara por allí, sino porque, con toda probabilidad, llevaban toda la noche así. Sintió una rabia súbita, una sensación de pérdida, como si Gröber se hubiera apropiado de algo que no le correspondía. Como si aquello que acababa de presenciar fuera una infamia.

Se le quedó en la mente el giro de los godés de la falda de Jana, la forma en la que rozaban los pantalones del uniforme del mayor. Quiso que su mano fuera la que le ciñera con fuerza su cintura y no la de él. Tuvo la tentación de volver atrás, de entrar en la sala de baile y tal vez sorprenderla con unos pasos de academia. Una mujer así no podía acabar convertida en el capricho de un nazi, se dijo. Quería arrebatársela. No estaba prohibido bailar, ni siquiera con un alemán, no obstante sintió aquello como una profanación. Se le pasó por la cabeza que tal vez era voluntario, que ella no había podido evitar sentirse atraída por el oficial, y los imaginó compartiendo después una botella de champán, incluso que él le proponía que lo acompañara a Alemania cuando ganaran la guerra. Y tras inventarse aquellas imágenes la descubrió más deseable que nunca. También se preguntó, cuando por fin fue capaz de sosegarse, si compartir aquel rato allí con él no formaba parte de sus actividades subrepticias, podía buscar información, acercársele para conseguirla.

Esteve llamó a la puerta del viajante después de apretarse las sienes con los dedos de la mano derecha muy abiertos. Había pensado demasiadas cosas en muy poco tiempo.

En cuanto los músicos terminaron de interpretar aquella pieza, Jana salió corriendo. Nunca hubiera imaginado que un baile podía resultar tan desagradable, tan humillante. Le extrañó que Gröber la dejara marchar y se apresuró aún más por si se arrepentía.

En su habitación, arrojó el vestido al suelo y se metió en la cama. Por suerte, nadie volvió a reclamarla. Había pasado aquel día medio en trance, obedeciendo órdenes, sin bajar la guardia un minuto para que no faltara nada en las mesas, sobre la barra, en las estanterías, dentro del refrigerador, subió cestos del almacén, desató paquetes, organizó, clasificó…

Tal vez para compensar ese estado de autómata, el sueño que tuvo aquella noche fue una vivencia lúcida y tangible, carnal, demasiado como para que le sucediera dormida. A pesar del cansancio, o tal vez por él, se le fijó a la mente con una claridad imborrable: estaba de pie en una playa acompañada de Durandarte. En todo momento ella temía que se diera la vuelta y que en vez de Esteve fuera Gröber. Jana le besaba el torso y después se sentaban sobre unas dunas con bastante vegetación. Quizá fuera el norte de África, ese continente se nombraba mucho en la novela que leía. Sentía calor, como cuando Durandarte le dijo lo del anuncio de Martini, tanto que notaba cómo se licuaba. Estaba febril, Esteve le acercaba los labios a la frente, deseaba que se tendiera sobre ella, sentir que su peso la enterraba en la arena bajo sus ojos, el cielo y su risa imbatible como el deseo que la anegaba. Desde arriba del acantilado que cerraba aquella llanura de dunas los observaba doña Mimín. Los dos volvían a la vez el rostro hacia la mujer del gobernador, que les regalaba una sonrisa muy amplia, franca, como si los bendijera. En el sueño, el tiempo se había detenido, giraba dentro de ella, circulaba sin avanzar. Pero en la realidad, Jana se hundía en su cama como si su peso hubiera aumentado desde que se echó o estuviera de verdad sobre el arenal; olía el sudor de Esteve, que le parecía un aroma de hierba húmeda. Llegó a sentir su lengua primero en las comisuras de sus labios, después sobre el pecho, su mano sobre una de sus piernas.

Los listones de las persianas venecianas de su cuarto estaban pegados por completo, la puerta del baño, cerrada, el ventanuco de dentro también, con el pestillo puesto tras la cortina; sin embargo, la agitación que había notado en sueños frente al mar se solidificaba dentro de su habitación: olía a sal, el ambiente se condensaba, era más espeso, como si en vez de la respiración de una sola persona guardara la de dos.

Cuando amaneció, Jana giró la cabeza a la izquierda con el eje blando y simétrico de la almohada debajo. Unas huellas de barro ensuciaban el pavimento hidráulico de mosaico, las teselas de color crudo eran más oscuras, algunas tenían grumos de tierra garrapiñada encima, vio un par de briznas de paja sobre aquella geometría que alternaba los trazos florales con los ángulos.

Sus ojos se posaron sobre la mesita de noche. Sobre la tapa de El conde de Montecristo había una rama de romero muy real. Ella no la había puesto allí. Como si quisiera encontrar una respuesta abrió el libro al azar y leyó:

Gracias a ciertas hierbas cogidas en épocas determinadas, que venden a los contrabandistas las viejas sardas, la herida se cerró muy pronto.

Se sintió muy inquieta. Alguien había entrado allí mientras dormía. Enseguida pensó en los documentos, en sus falsificaciones, en el material, en la imprenta, en todo, y comenzó a comprobar que cada cosa estaba en su lugar, lo cual tampoco la tranquilizó porque podrían haberlo fotografiado, no mover nada del sitio pero llevarse las pruebas para incriminarla, para acusarla. Vertió un jarro de agua sobre la palangana y antes de enjabonarse se olió las muñecas. El pelo no conservaba el vaho de la cocina como era habitual, ni el del tabaco del salón de la cafetería. Era un olor más fuerte, que ocultaba los demás, tan denso que más que un olor parecía un sabor. Era balsámico, como a montaña, como el que desprende la leña al arder; era un aroma que eliminaba las paredes como si estuviera en plena naturaleza en medio de un camino, como la senda de Camille, entre el Col de Bessata, Lizara y Somport. Deseó con todas sus fuerzas que quien hubiera sido capaz de abrir los cerrojos de su habitación durante la noche, sin hacer ruido, no fuera Eberhard Gröber ni ninguno de sus guardias. Solo estaría a salvo si el que la había observado, e incluso tocado, mientras dormía era Durandarte.

A Esteve le convino mucho el negocio que el comerciante le propuso, pero aquella conversación no consiguió borrarle la sensación que le dejó ver a Jana emparejada con el mayor. Decidió que él también se haría un regalo aquella noche, que la contemplaría dormida. Metió dos dedos en el bolsillo de su guerrera y comprobó que, como casi siempre, guardaba allí una rama de romero. Para abrir la puerta sin hacer ruido necesitó algo bastante más rígido pero, como le sucedía siempre con cualquier entrada de las que se veía obligado a forzar, no se le resistió. Allí estaba aquella mujer como tallada en mármol. La melena pelirroja, ensortijada, le enmarcaba unas facciones que parecían más dulces que cuando miraba, gesticulaba y hablaba. Sonrió al recordar el tono decidido con que siempre se dirigía a él. La tela de su camisón subía y bajaba de forma muy acompasada. Acercó la cabeza a su pecho. Después elevó el cuello. Sus ojos estaban paralelos a los ojos dormidos de Jana. Si se hubiera despertado, él no habría sabido qué decirle, habría gritado, se habría asustado y sobresaltado mucho, era un gran riesgo. A pesar de eso no pudo resistirse a besarla.

43

     

UN DISPENSARIO INDISPENSABLE

Lunes, 19 de julio de 1943

Como si las palabras tuvieran el poder de la invocación, dos días después se recibió en la aduana francesa una carta junto con un giro que debían hacer llegar a la maternidad de Elna, en los Pirineos Orientales, la región conocida como Languedoc o Rosellón, el histórico territorio catalán. Esta institución, a la que se había referido Juste a propósito de su conversación sobre Étienne Guinart, funcionaba solo desde hacía cuatro años, la había fundado Elisabeth Eidenbenz, una enfermera suiza, en un palacete abandonado, el castillo de Baldou, a las afueras del pueblo del mismo nombre, para que pudieran parir allí en condiciones más humanas las madres de los campos de concentración del sureste de Francia. A tan solo siete kilómetros de allí estaba el campo de Argelès-sur-Mer, donde la mayoría de las internas eran refugiadas de la guerra española y mujeres judías. Que existiera este dispensario explicaba por qué no llegaban a Canfranc embarazadas escondidas en los trenes. Primero daban a luz allí, donde además podían recuperarse del parto. Hasta Elna, a través de los conductos con los que contaba la Cruz Roja Internacional, llegaba leche condensada y en polvo, harina, arroz y azúcar, esta última enviada sobre todo por la refinería que pertenecía al marido de Joséphine Baker. Se hacían colectas de alimentos con los que conseguir que sobrevivieran los niños nacidos allí, a razón de unos veinte cada mes. Entre la guerra, la vida continuaba abriéndose paso.

Étienne Guinart, el principal benefactor de este establecimiento, los proveía de fondos, pero como no podía aportarlos de forma directa, el dinero daba varias vueltas a los mapas de tres países antes de alcanzar su destino. Igual que sus libros, que Laurent auscultaba y escrutaba hasta extraerles todo lo que contenían oculto bajo el cuero de sus tapas. La Gestapo era omnipresente y omnisciente, es decir, estaba en todos los lugares y lo sabía todo, sembraba de ojos Europa, y el gobierno de Vichy tenía muchos informantes, pero la Resistencia también contaba con unos tentáculos muy elásticos, capaces de entrar hasta el fondo de cualquier cueva y trepar a los tejados.

Jana no tenía la certeza absoluta, pero cuando vio salir de la fonda a un hombre muy parecido al que en una ocasión le había dado recuerdos de su jefe, lo abordó. Acertó porque la vez anterior se trataba de Silvino y el hombre al que ahora se dirigía era Arnaldo.

—Necesito hablar con Esteve, ¿dónde está? —le dijo sin ningún preámbulo.

—En la montaña. Si quieres dame el mensaje a mí, no sé si le parecerá bien que te lleve a nuestro refugio. No podemos fiarnos de nadie.

—No voy a ir contigo. Dile que me busque lo antes posible.

—Así lo haré —le dijo mientras se tocaba el sombrero y le sonrió.

Jana advirtió que la situación le divertía, con toda seguridad pensaría que lo requería en amores, como decían algunos. Lo prefirió, antes eso que despertar ninguna sospecha respecto a sus maniobras de evacuación. Una cosa era que sus hombres estuvieran implicados y otra muy distinta que supieran que ella también. En la Resistencia se cumplía a rajatabla aquello de que la mano izquierda no debía saber qué hacía la derecha. Eso siempre que no fuera imprescindible. A Jana y a Juste les había comunicado Guinart, mediante uno de los libros, que el trámite de las Danger visas ya había comenzado. Necesitaban encontrarse todos cuanto antes.

Mientras tanto Gröber pasó la mañana en la sala de reuniones contigua y comunicada con su habitación, redactando una orden según la cual sus guardias debían retener a cualquier pasajero que pareciera gitano, homosexual, enfermo mental o disminuido físico. En realidad, el texto era una traducción de una directiva del Reich. Estaba decidido a llevar la solución final hasta Canfranc, que se cumplieran allí también las normas del nacionalsocialismo. De esta forma justificaría sus escasos resultados y su fracaso en la empresa de recuperar los caballos, a los que ya daba por perdidos. Quería volver cuanto antes a Berlín, la ciudad que sería el motor de la nueva era. Pero no de cualquier forma, a ser posible con una condecoración de hierro sobre su pecho.

44

     

LA DESPOSADA DEL VIENTO

Jueves, 22 de julio de 1943

Jana estaba en el depósito contiguo a la aduana, que se utilizaba como enfermería aunque de forma muy esporádica. Agrupaba en varios montones fardos de gasas, de pañales de tela y botellas de cloroformo que habían recibido de la Clínica Universitaria de Zaragoza y que expedirían junto con la cantidad de dinero enviada por el aristócrata a Elna. La guerra constituía un estado de excepción y nadie le llamaba la atención si en su tiempo libre se dedicaba a estos quehaceres. Los alemanes no veían con simpatía cualquier ayuda al bando perdedor de la guerra de España, pero aun así no interferían.

En medio de aquel trasiego, Jana supo que habían detenido a Durandarte de nuevo, esta vez acusado de tráfico de divisas. Lo que aún no podía saber era que en cuanto don Gervasio se enterara de su detención, y ante el asombro de muchos, con solapada diligencia haría lo posible para que lo soltaran cuanto antes. De lo contrario, el que tendría que alejarse de los que consideraba sus dominios, más que su jurisdicción, sería él.

Jana escuchó que lo habían descubierto mientras sacaba un par de maletas repletas de libras de un escondrijo junto al campanario de la iglesia de Nuestra Señora del Pilar de Canfranc Estación. Ese dato respecto al contenido los implicaba también a ellos. Se trataba de un pago del consulado británico, el combustible que les permitiría continuar con sus actividades en varios frentes: Elna, Miranda y sobre todo para engrasar el eje del trayecto que recorrían los evacuados: Canfranc, Madrid y Lisboa. Una nueva paralización de las actividades, sumada a la que ya les había supuesto la presencia allí de Eberhard Gröber, tendría consecuencias funestas. Serían cientos los atrapados por su obligada inacción.

Esteve era inteligente, muy ducho ya en esos ardides, pero cualquiera podía cometer un error, sobre todo por confiarse en exceso. Y él se había confiado en exceso, se dijo Jana, que, ignorante del «trato» del bandido con Casanarbore, veía como una temeridad que él se paseara por ahí después de fugarse de la cárcel.

La primera parada de Durandarte preso en aquella segunda ocasión fue la misma: la torre del Reloj de Jaca. Pero con la novedad de que tuvo que compartir celda con un joven que le dijeron que era invertido. Todo concordaba. Parecía una especie de ojo por ojo y diente por diente del destino. Los guardias hicieron bromas sobre la noche que iban a pasar. A su compañero lo habían torturado y lo que tenían en común los suplicios a los que lo habían sometido era que todos estaban relacionados con su supuesta condición.

Esteve sabía de sobra que los que tanto temían estas conductas eran los que más deseaban el contacto con otros hombres, que eran incapaces de confesar estos apetitos y mucho menos de satisfacerlos, por lo que les daban rienda suelta mediante el escarnio hacia quienes consideraban por este motivo anormales y tarados.

—Déjalos, que se desahoguen ahora a gritos, mientras no te vuelvan a tocar. Menuda vida que llevan —le dijo al joven para comenzar la conversación.

El prisionero no parecía haber cumplido aún los veinte años, no tenía barba ni bigote y era muy blanco.

—¿Por qué te detuvieron? —continuó Esteve.

—Por cantar —dijo con mucha firmeza como si estuviera orgulloso del motivo.

—¿Tan mal lo haces? —Durandarte rio con tanta fuerza de su propia gracia que las paredes temblaron.

—Era por lo que cantaba. Una copla. Me dijeron que eso era de mujeres.

Después de charlar un buen rato con él, Durandarte se hizo la promesa de no irse de allí sin llevarlo consigo, de no abandonarlo en manos de aquellos cafres que acabarían matándolo para que no contara las vejaciones sufridas, porque evidenciaban ante todo la depravación de quienes se las infligieron.

En cuanto Juste entró en el almacén donde Jana agrupaba el material sanitario, ella le transmitió su inquietud ya sin ambages ni disimulos:

—Tengo una sensación extraña, Laurent, como si hubiera recibido un aviso, pero en la mente. Algo no va bien.

—Esa sí que es una novedad —le dijo para quitarle importancia—. Llevamos una vida de alto riesgo —dijo con la voz muy baja.

—¿Qué se sabe de Esteve? Me gustaría ayudarlo. Me siento en deuda con él por lo de Valentina. Tenemos que reconocer su trabajo. Ha sido clave para ayudarnos con los fugados y es tan poco lo que sé de él. Tú lo conoces más, ¿qué sabes? —Por primera vez se atrevió a ser directa. Durandarte ya no era para ella una figura difusa, lo había visto de cerca y no le había desagradado nada de él. Se sentía con mucha energía, pero sobre todo con el derecho a que su compañero le informara dentro de lo posible y prudente.

—No me acabo de fiar de él. Mi deber es no fiarme de nadie. —A Jana le quedó muy claro que no iba a sonsacarle nada. Pero decidió probar una vez más.

—¿Y su familia? ¿Nadie aparece ni lo reclama en estas situaciones? —le preguntó cuando en realidad quería saber si estaba casado.

—Jana, apenas sé nada de él y quieres que conozca a sus parientes... Tampoco sé nada de Didier. Créeme si te digo que así es mejor. Escucha, vamos muy bien con lo nuestro. El día de la Baker la huida fue un éxito. Eso es lo que verdaderamente cuenta.

—Hay que sacar a Esteve cuanto antes. Si comienzan a tirar del hilo, a investigar sobre esas maletas, caeremos todos. No nos llevarán a Jaca o a Huesca, sino a Berlín.

—Jana, me hablas como si yo no lo supiera. Los billetes no están marcados, pero tienen una prueba tan contundente que nos podrían juzgar varios tribunales a la vez. Todo un privilegio.

—¿Y dónde están las maletas con las libras ahora?

—Pues en el peor sitio posible. Las tiene Gröber. Así que ahí entras tú. Tienes que ingeniártelas para revertir esa situación. Lo primero que va a pensar es que las libras se envían a la Resistencia para financiar sus maniobras a favor de los aliados. Convéncelo de que no es así. Estás capacitada. Dile que ya ha sucedido antes, que algunos compatriotas suyos no están tan seguros de que Hitler vaya a ganar la guerra y que ya están poniendo sus propiedades a buen recaudo. Que si cae su gobierno los Reichsmarks no valdrán nada, serán papel mojado. Insinúale que él debería ir pensando en hacer lo mismo. No sé, si le preguntas directamente si tiene ahorros, igual piensa que quieres casarte con él. —Laurent rio por su ocurrencia—. Dile que no es nada extraño encontrar maletas con divisas en los alrededores de una estación, que algunos se arrepienten de transportarlas en el último momento, por si los detienen, y las abandonan. Te hará caso, tú le gustas. Igual te propone que os fuguéis. Pero, ante todo, lo que tenemos que conseguir es que se las quede, cualquier cosa es mejor a que abran una investigación. Disuádelo, que no las mande a Alemania. Además, de esa forma siempre tendremos algo de qué acusarlo. Asegúrate de que las esconde en su habitación.

—Laurent, no voy a hacer de Mata Hari, solo eso me faltaba; que yo le atraiga no es una ventaja, creo que más bien al contrario. —Jana no quiso ocultarle su disgusto por la propuesta.

—No te estoy pidiendo eso, solo bromeaba, soy un hombre de honor, te considero una hija. No prostituiría a Solange ni a Maude por ninguna causa y tampoco lo voy a hacer contigo. —Juste no se mostraba ofendido—. Busca la ocasión, cuando esté relajado tomando una de sus infusiones: háblale al principio de ligerezas, como si la cháchara fuera casual, después llévalo a tu terreno y cuéntale lo que te he dicho. También os encargáis de los objetos perdidos. Pues réstale importancia, dile que incluso han llegado a encontrarse…, no sé, brillantes.

—Ya me las apañaré, pero si me pone una mano encima me desato el delantal, lo dejo sobre la barra y no volvéis a verme más por aquí ninguno.

Aunque no se lo dijo, porque prefería dejarle muy claro que no iba a seducir a Gröber, Jana pensaba que esa maniobra quizá beneficiaría a Esteve. No podía negar que era él quien transportaba las maletas, pero si conseguía sembrar la duda, si lograba convencer a los alemanes de que él no sabía lo que contenían, quizá pudiera sacarlo de aquel trance y Durandarte le debería su libertad. Cuanto más pensaba en ello más le gustaba la idea.

Debía de estar volviéndose loca. ¿Cómo podía hacerse ilusiones con un hombre que estaba enamorado de otra mujer? Era innegable que había notado un cierto interés de Esteve por ella, pero podía tratarse solo de curiosidad. Sin embargo, a veces, cuando él parecía comérsela con los ojos, Jana veía cómo doña Mimín se alejaba hacia un segundo plano porque ella lo ocupaba todo ante su mirada. Tal vez su aventura con la gobernadora fuera solo un pasatiempo, o una amistad útil. Quería creerlo porque Durandarte era el bálsamo que suavizaba sus cicatrices y hacía que se sintiera viva. Gracias a él había descubierto a la otra Jana que había en ella, una Jana más animada, jovial, bromista, ligera, a la que prefería. Y eso era algo que le agradecía de todo corazón.

Pensó en Joséphine Baker y en Alma Mahler. Le habían dicho que esas mujeres eran capaces de desatar grandes pasiones, que los hombres se convertían en marionetas que ellas manejaban, que anulaban su voluntad. Las admiraba por eso, aunque, se dijo, no era lo que ella pretendía. Por supuesto, no quería que Esteve ejerciera ningún poder sobre ella, pero tampoco quería que fuera al contrario. No lo quería rendido, dócil.

No quería un romance, quería un compañero, un aliado con el que batallar, alguien con quien pudiera ser ella misma, relajarse sin pensar en nada más.

Después de un rato en el que Juste permaneció en silencio para permitirle reflexionar, comenzó a relacionarle los preparativos que debían hacer para que todo saliera bien en el caso de Max Ernst, que llegaría antes que Alma, la arrebatadora vienesa que conquistó a Mahler y a la que todos estaban deseando ver.

Jana volvió a pensar en Durandarte, y en la ramita de romero sobre el libro. Cada vez estaba más convencida de que había sido él su nocturno visitante… Meneó la cabeza y volvió a la realidad, dispuesta a prestar toda su atención a Juste.

—Max Ernst tiene amistad con un aragonés, de Calanda para ser exactos, que se llama Buñuel y es director de cine. Sale de bandido en una de sus películas, mira qué casualidad.

No le cabía duda a Jana de que Juste estaba de muy buen humor después de los últimos éxitos, así que aprovechó el momento.

—Laurent, el domingo iré a la cárcel de la torre del Reloj de Jaca. —Después de pronunciar estas palabras fue consciente de lo inoportuna que había sido porque él se daría cuenta de que no había seguido el hilo de la conversación. Le flotaban en la mente aquellos nombres, pero otro, el de Esteve, se superponía a todos ellos—. Me gustaría que mientras tanto te encargaras de todo para conseguir que lo liberaran. Nos lo deben, Laurent.

—¿Me estabas escuchando? —Juste se molestó—. ¿Sabes qué es lo que no se puede permitir una espía? Enamorarse.

Jana esperaba aquella frase desde hacía tiempo. Estaba muy preparada para escucharla. Así que no añadió nada.

—¿Qué crees que estoy haciendo con el asunto de Durandarte y las libras? —continuó Juste—. Jana, no te desconcentres porque para que eso salga bien hay algo prioritario, tienes que volverle la cabeza del revés a Eberhard Gröber, que piense todo lo contrario, como te he dicho. Tú sabrás cómo hacerlo.

—Yo sabré cómo meterme en la boca del lobo —añadió ella. Con su preocupación se mezclaba la determinación de quien sabe que no hay otra salida.

45

     

LOS DOS CAPELLANES

Domingo, 1 de agosto de 1943

—Vamos a salir enseguida de aquí y te vendrás conmigo a la montaña. —Durandarte charlaba con su compañero de celda—. Esa, la de las cumbres, sí que es una vida para hombres. Sé que eres valiente, como los que yo necesito. Ya verás que lo mejor está por llegar. Serás libre pero no porque estés fuera de aquí, serás libre en tu vida. —Esteve pretendía animarlo, sabía que, a pesar de la seguridad que había manifestado cuando le dijo que cantaba, estaba a punto de derrumbarse, y si no lo hacía era porque no quería parecerle aún más apocado y pusilánime—. ¿Qué te parece?

Tener a alguien con quien hablar era una suerte para Esteve, por eso no dejaba de hacerlo. Se había cruzado con ese muchacho y no iba a abandonarlo a su suerte.

Sobre las diez de la mañana aparecieron por allí dos sacerdotes que manifestaron a los guardias su intención de entrar en aquella mazmorra inmunda en la que estaban Durandarte y su compañero.

Los guardias les entregaron la llave para que entraran en el calabozo. No podían entretenerse, era día de visita y tenían mucho jaleo. Fuera acababa de sonar un tiro y les habían comunicado que había además un par de heridos por machetazos.

—Sermoneen a esta pareja todo lo que quieran —dijo uno de ellos—. Son un bandolero y un sarasa. —No les llamó la atención que fueran dos curas en vez de uno, pensaron que ellos también tenían que protegerse y que por eso andaban en compañía—. Tenemos cosas más importantes que hacer que ocuparnos de esa chusma. En un par de días vuelvan a darles los óleos, que no los mantendremos a la sopa boba mucho más.

Los dos sacerdotes llevaban uniforme militar debajo de las sotanas, que se quitaron a toda prisa en cuanto se encontraron a solas con los presos. Después se palmearon la espalda, se abrazaron, el compañero de celda de Esteve gimió de dolor cuando lo apretaron. Estaba más delicado de lo que a Durandarte le había parecido. Salieron los cuatro y en el primer tramo de escaleras se separaron, los capellanes recién investidos fueron hacia delante y Sabino y Arnaldo, disfrazados de guardias, se mezclaron con los demás. Nadie les detuvo durante el trayecto hasta la calle. Era habitual que se recurriera a los refuerzos en momentos como aquellos y resultaba imposible que todos se conocieran.

Una vez en el exterior, Durandarte y su compañero de celda se vieron obligados a acortar sus pasos porque les resultaba difícil andar con faldas. Cuando cruzaron la plaza del Marqués de la Cadena en dirección a la calle Mayor, el contrabandista cogió del codo a su compañero para desviar sus pasos y conducirlo hacia una mujer que se acercaba con una cesta de mimbre colgada del codo.

—Mira, es Caperucita, que viene a ver a su abuelita, hoy sí que no me lo esperaba —dijo riendo—. Lo que no sabe Caperucita es que su abuelita se ha escapado del lobo.

—En esta cárcel no hay mujeres —le dijo el otro a Durandarte, que en ese momento advirtió lo pálido y demacrado que estaba.

—Ya lo sé. Su abuelita soy yo. —Entonces lo vio reír por primera vez.

La detuvo y ella dio un salto a la vez que tomaba tanto aire como si fuera a sumergirse en un tanque de agua.

—¿Tanto te asusta un sacerdote?

Hizo las presentaciones con unos ademanes bastante exagerados, quería que su compañero se divirtiera.

—Mi incondicional amiga Jana Belerma, zaragozana, pero que trabaja en el hotel de la estación de Canfranc y… —Entonces se dio cuenta de que no sabía el nombre de su acompañante.

Jana movió la mano como quien espanta moscas. Estaba tan desconcertada que prefirió callar. Juste y ella habían trabajado en su liberación y de pronto aparecía allí como si la cárcel tuviera las paredes de papel. Él no sabía en lo que andaban. Y una vez más parecía que había decidido adelantarse. Ya no sería necesario poner en marcha su plan alternativo.

—Hasta las ocho no pasarán lista, así que tenemos tiempo. Además nunca nos nombran a todos, no saben ni a quién tienen allí. ¿Nos acompañas a disfrutar de un buen almuerzo bien regado con vino de Barbastro? Mi compañero lo necesita para volver en sí. No hemos desayunado, apenas cenamos anoche y aún comimos menos. Y eso que no estamos en cuaresma.

—Esteve, no ofendas a Dios. ¿Cómo lo has hecho?

—Está de mi lado, no temas. —Después de estas palabras le relató la intercesión de Arnaldo y Silvino—. Como ves, sé perfectamente con quién me junto. —Se le notaba muy orgulloso.

Ocuparon una mesa junto al ventanal en uno de los mesones de la plaza y en cuanto se acercó el camarero, Durandarte le dijo con mucho desparpajo:

—A mi prima tráigale un vermú Martini, por favor, del rojo, y para nosotros el vino de la casa.

—Ya no voy a ir a visitarte a ninguna cárcel más, que lo sepas, aunque se me aparezca el sursuncorda y me lo pida. Para ti todo es una broma.

En ese momento apareció el camarero con las bebidas y permanecieron en silencio hasta que se marchó. Entonces habló Durandarte:

—Esta ha sido la última vez, no van a volver a pillarme, te lo aseguro, igual hasta cambio de vida. —Y levantó la copa como invitación a que Jana se apaciguara.

El compañero de fuga del bandolero tenía los ojos bajos, se recuperaba de la taquicardia que había sufrido al ascender las escasas escaleras de la torre desde el sótano hasta la salida. Aún no había abierto la boca, estaba más pálido a la luz. No se atrevía a intervenir en lo que parecía una discusión entre parientes. Prefería refugiarse en el silencio, gozar de la sensación de sentirse tan bien acompañado, rodeado por aquellas viandas y fantasear sobre lo que veía esbozarse ante él. No sabía lo que le esperaba, pero al menos tenía la certeza de que lo tratarían como a un igual. Cruzó las manos sobre su estómago cóncavo y sonrió. A Jana le gustaron mucho los arcos que se le formaron a ambos lados de los labios. Tenía una expresión muy agradable, pero al lado de Durandarte resultaba demasiado femenino.

—¿A qué hora sale el tren? —le preguntó Esteve—. Qué afortunados somos, Jana —añadió mientras volvía a levantar la copa.

—Afortunados dices —dijo ella mientras dejaba el vaso de Martini sobre la mesa y se secaba la boca con la servilleta con unos golpecitos muy suaves—. ¿No pensaréis subir a Canfranc vestidos así? Yo no voy a ir con vosotros.

—¿Me has traído una muda como la otra vez?

—Yo no soy tu sirvienta, ni tu planchadora. —Jana no pudo evitar acordarse de doña Mimín y de su doncella Palmira—. Lo que tendría que hacer es irme ahora mismo en dirección opuesta, ya ves de qué nos conocemos tú y yo...

—Primero come, que estás muy delgada. —Durandarte quiso decirle que ella era su correligionaria, que aquello ya era bastante, pero se contuvo porque no estaban solos y no quería que trascendiera ninguna información, por eso prefirió aquel comentario banal.

—De momento os voy a explicar en qué va a consistir esta tarde. —Jana recobró el tono resuelto y pasó por alto la sonrisa de Esteve—. Después de comer nos iremos a casa de un hombre que conozco aquí en Jaca, es un maestro grabador que ahora está medio retirado porque es bastante mayor, pinta acuarelas. Le pediré que os deje algo que poneros. —Ella también se cuidó mucho de mencionar el papel que desempeñaba el pintor en las falsificaciones que la red ponía en circulación—. Una vez en la estación, no quiero que os acerquéis a mí y menos en el vagón. Os bajáis en Villanúa y desde allí ya encontraréis la manera de llegar hasta las montañas o donde queráis.

—Lo que tú digas —le respondió Durandarte tras apurar el vino.

A Jana no le quedaba ninguna duda de que él sabía el riesgo que corría, a pesar de que no pudiera ni quisiera dejar de comportarse en todo momento como si aquello fuera una cita entre tres amigos para comer. Pero ella no se podía permitir bajar la guardia.

Entonces tuvo la certeza de que el trayecto entre Jaca y Canfranc se le iba a hacer más largo que nunca.

46

     

LA MUJER RECATADA CON ALAS DE DRAGÓN

Lunes, 2 de agosto de 1943

La noticia no sorprendió a nadie, pero se comentaba sin parar por el morbo que despertaba. Aunque doña Mimín era conocida en toda la provincia por tratarse de quien se trataba, en la comarca de la Jacetania la sentían aún más cercana y le tenían un especial cariño, tal vez porque allí se sabía de primera mano tanto el suplicio que le suponía estar casada con don Gervasio como sus buenas y continuas obras de socorro en favor de los más necesitados, que siempre llevaba a cabo con la ayuda de su diligente doncella Palmira. Durante los viajes con su esposo desarrollaba sus actividades caritativas junto con la asociación de señoras a cuya presidenta le envió los datos sobre los detenidos en Miranda que su marido había descartado. Les buscaban además trabajo a viudas de caídos en el frente e intercedían por ellas algunos de los jerarcas con mayor poder dentro del régimen franquista, quienes les firmaban las cartas de recomendación que les solicitaban. Doña Mimín siempre se alojaba en la misma habitación que su doncella, pues detestaba dormir con su marido. Su actitud hacia don Gervasio había pasado de la indiferencia al asco después de los últimos acontecimientos que él llamaba goyescos, como si se tratara de bromas. Él, desde el que consideraba su destierro, la otra habitación del hotel que los albergara, las escuchaba al otro lado del tabique. Mimín y Palmira hablaban sin cesar, a veces le constaba que amanecía sin que hubieran dormido. Era sin duda la mejor amiga de su mujer.

Una noche que salió solo en Madrid, cuando volvió, a punto de meter la llave en la cerradura de su habitación del Ritz, escuchó unos jadeos que salían de la habitación de su mujer y montó en cólera. Como no quería llamar a la puerta, ni hacerla derribar por el personal del hotel, bajó al bar y tramó su estrategia durante lo que le duraron cuatro coñacs. Estaba claro que la había descubierto, que le era infiel, que estaba compinchada con su criada, a la que, a espaldas de él, como parecía que hacía todo lo demás, le reservaría un cuarto a saber dónde, pero en algún sitio cercano sin duda, cuando no en el mismo hotel para tenerla más a mano. De esta forma, él estaba confiado en que dormía acompañada de su sirvienta, pero no era así, sino que disponía de la alcoba todas las noches para recibir en ella a quien quisiera. Tantos que la consideraban una santa y resultaba ser una pérfida, no iba a permitir que lo convirtiera en un cornudo, antes la mataría, la viudez sería su nueva y respetable condición. Él convivía con los rumores de que Durandarte la cortejaba, por eso actuó así con él en la celda, disfrutó azotándolo, pero a pesar de eso le resultaba difícil imaginarse a aquel gañán allí, estaba convencido de que no le permitirían cruzar el vestíbulo. Decidió aplicar aquello de que la venganza es un plato que se sirve frío y aguardó hasta el próximo viaje.

En el Ritz casi siempre ocupaban los mismos cuartos, así que en la siguiente ocasión que se alojaron allí, mientras un mozo conducía el carrito con las maletas, don Gervasio Casanarbore pidió en recepción entrevistarse con el director. Eran horas de trabajo, se encontraría allí y estaba seguro de que si la solicitud provenía de un gobernador civil sería atendida de inmediato. Tal como esperaba, salió enseguida a recibirlo y mantuvieron una charla muy amigable bajo un grabado del ferrocarril Orient Express. Cuando le expuso lo que pretendía, este hombre llamó a un botones:

—Avise a la señora Casanarbore. Dígale que no deshaga el equipaje, que vamos a trasladarla a la suite presidencial. —Cuando su subordinado se alejó fue muy tajante con don Gervasio—. Eso sí, acepto porque es usted un hombre del régimen, pero le pido máxima discreción porque si se supiera cómo está acondicionada esa habitación sería un escándalo, carnaza para la prensa, a la que costaría tanto acallar que tendría que devolver favores durante el resto de mi vida, pero ya sabe cómo están los tiempos y quiénes se alojan aquí. Espero que se comporte como un caballero.

—Sin duda.

Aquella noche le dijo a Mimín que tenía una cena con varios militares. Palmira se apresuró, tal vez demasiado, a decir que ella también saldría, que tenía que encontrarse con una cuñada que vivía en Carabanchel. Tal como esperaba don Gervasio, a su vuelta unas dos horas después, volvió a escuchar los jadeos de su mujer desde el pasillo. Entró en la habitación contigua a la suite del Ritz que ella ocupaba y como en las películas de espías se subió en una banqueta y puso sus ojos sobre los de un cuadro que representaba a una dama cubierta con una estola de armiño. Se trataba de una pintura de medio cuerpo que coincidía casi en tamaño con el suyo, tal como se encargó de comprobar por la tarde. Por el otro lado, los agujeros estaban bien disimulados, una gasa cubría las pupilas del personaje retratado. Los ojos del gobernador coincidían con los de la pintura colgada en la suite.

De esta forma fue como vio a la que creía tan casta en pleno frenesí amoroso. Los dos cuerpos unidos se frotaban. Ni siquiera estaban en la cama sino sobre la alfombra. Los pechos de Mimín se bamboleaban, tenía las caderas desatadas, la melena como una mancha sobre la alfombra que le rodeaba la cabeza. Nunca la había visto tan hermosa. La otra persona se sumergió entre sus piernas y entonces los gritos salieron también por el balcón. A pesar de lo que significaba, le gustó la escena, se esperaba algo peor, a cualquier engominado que la poseyera, alguien que no la mereciera, un amante que además la chuleara e incluso la chantajeara, pero sintió cierta paz al descubrir de quién se trataba. Había sido descabellado imaginarse a Durandarte allí, nada más lejos de la realidad. Se excitó tanto don Gervasio que él también jadeó. Subido en aquella banqueta parecía un equilibrista torpe que se apoyara como un flamenco en una sola pata.

Cuando Jana Belerma escuchó los primeros cuchicheos sobre que doña Mimín se había fugado con su criada sintió mucha paz. Según Montlum, se trataba de un desenlace natural, que nacía de una costumbre, de tanta proximidad en la manera de relacionarse de aquellas dos mujeres que nada querían saber de abismos marcados por la clase social y menos por otras razones todavía más convencionales. Jana no pudo evitar un suspiro de alivio porque esto contradecía el rumor más extendido, según el cual por quien bebía los vientos la mujer del gobernador era por Esteve. Y no solo eso, sino que muchos decían saber a ciencia cierta, como si durmieran debajo de la cama de la señora Casanarbore en Villa Dorada, que era el amor menos platónico posible, que se solazaban con toda la frecuencia que podían y que a él le lavaban las camisas en la residencia de verano de los ya desunidos Casanarbore. Todo eso lo había creído tal cual. Se dijo que así aprendería a desconfiar de los chismes, que no le había estado mal.

No entendía por qué no los habían desmentido si no eran ciertos, hasta que pensó que no lo habían hecho porque a los dos les convenían. A Esteve porque desviaban la atención de sus verdaderas actividades, y a doña Mimín porque utilizaba esas sospechas como biombo; se ocultaba tras ellas para dar rienda suelta a lo que de verdad le apetecía.

Pero había más obstáculos entre Durandarte y ella, no solo aquella relación en la que había creído durante tanto tiempo y que se había revelado falsa. Era todo lo demás. Y todo lo demás era mucho.

47

     

UNA SEMANA DE BONDAD

Martes, 3 de agosto de 1943

Con relación a Max Ernst, la red actuó desde Canfranc con la eficiencia que era su marca, y el artista fue puesto a salvo mediante la intercesión del comité de Fred Deyermond. Respecto a la otra prófuga, desde el Anschluss o incorporación de Austria al Tercer Reich, Alma Mahler recaló en París, pero después de la firma del armisticio ya no tenía más remedio que huir. Llegó al norte de Aragón con su marido, el poeta y novelista Franz Werfel, también judío, el escritor Heinrich Mann, hermano mayor de Thomas Mann, con su esposa Nelly y su sobrino Golo, y el matrimonio formado por Lion Feuchtwanger y su esposa Martha. A este escritor, a Feuchtwanger, los nazis le quemaron sus libros, saquearon su casa, le retiraron la ciudadanía alemana y fue declarado enemigo número uno del Estado. De todo el grupo, por el que había un verdadero interés era por él. Ayudarlo significaba tener sobre la cabeza una orden de detención inmediata de la Gestapo. A ellos los asistió la misma organización de Deyermond que consiguió llevarlos hasta Pau, desde donde, dirigidos por cinco guías furtivos que se relevaron, cruzaron los Pirineos a pie. No llegaron escondidos en el tren como tantos otros ni a ojos vista de todos, como Joséphine Baker.

Cuando Jana Belerma y Laurent Juste fueron a reunirse con ellos los encontraron muertos de miedo junto al vivero de los forestales, a uno de los lados del paseo de los Melancólicos. Alma Mahler parecía dirigir el grupo, al menos era quien más hablaba. Era muy enérgica, tenía una mirada intensa, los ademanes resueltos. Jana sintió que estaba ante un mito viviente. Los recién llegados dependían tanto del azar, de cualquier arbitrariedad, de las delaciones tan frecuentes de aquellos en quienes habían confiado sin saber si eran agentes de Vichy o de la Gestapo, que se sentían muy desvalidos al no poder usar la razón. Habían llegado hasta allí con la confianza de que nada podía ser peor de lo que ya tenían seguro.

Estaban deslumbrados por la compasión que habían mostrado hacia ellos algunos guardias de la frontera, pero también bastante molestos por la codicia sin fondo de otros. Alma y Martha, la esposa del escritor Feuchtwanger, habían hecho acopio en París de varias cajas de cigarrillos para regalarlos a los centinelas de los primeros controles. Bastantes franceses miraron para otro lado cuando vieron aparecer a los refugiados, pero solo dos actuaron de forma directa para que aquella huida no se truncara: uno fue un inspector de la gendarmería que se mostró muy hostil con ellos al principio porque sus documentos le parecieron de una autenticidad más que dudosa; el otro fue Laurent Juste, que se ocupó de ellos una vez sortearon las garras de la policía de Vichy.

Estaban allí, en medio de aquella umbría donde los había dejado el último guía de montaña, los únicos tonos eran el verde y el color de la tierra. Laurent los invitó a que cruzaran el camino y contemplaran, al apartar las ramas de enfrente, el edificio de la estación de Canfranc. Desde aquella altura se veía todavía más imponente que si se admiraba al mismo nivel de las vías. Aquel grupo de intelectuales, allí entre las flores silvestres, ante las cataratas artificiales que conducían el agua desde las cumbres, componían una estampa irreal, como si se tratara de figuras recortadas y superpuestas a la maleza del bosque. Juste pensó que la escena se parecía mucho a alguno de los collages de Max Ernst.

Quedaba lo más difícil, que descendieran esa última rampa de la falda del Pirineo y entraran en el valle de Los Arañones con escasos minutos de antelación respecto a la partida del tren. Los billetes ya los había conseguido Juste la tarde antes.

El grupo lo componían los tres matrimonios y el joven Golo, el sobrino de Thomas Mann. Siete personas en total. Detrás de una fuente bastante monumental para hallarse en mitad del monte, Didier había dejado un fardo con ropas nuevas para todos ellos. A pesar de que las dos últimas maletas de libras habían sido interceptadas, aún contaban con un nutrido vestuario en la entonces vacía, esperaban que solo hasta nuevo aviso, habitación bisiesta. Por las duras condiciones que habían pasado los últimos días, estaban seguros de que cabrían en aquellas ropas. Pero antes de sacar el contenido de aquel paquete de tela se escuchó un motor y Juste los apremió para que se escondieran detrás del muro semicircular de la fuente.

Al ver el vehículo se confirmaron sus temores. Era una patrulla alemana. Los soldados se detuvieron muy cerca de donde ellos estaban escondidos y se acercaron a la fuente a beber agua. Luego, en lugar de marcharse como todos esperaban, desencajaron una de las piedras de la pared de la fuente y extrajeron una caja de metal. Por el agujero se veía el otro lado. No la colocaron en su sitio, la dejaron junto a ellos sobre el banco que a un metro de altura rodeaba la fuente.

Los dos soldados se quitaron las botas y los calcetines y metieron los pies en la acequia, debajo del grifo ornamentado con un león. Sacaron de la caja un paquete pequeño, de papel de estraza, atado con un cordel. Lo desligaron y al abrirlo comprobaron que nadie había descubierto su escondite para aquel polvo blanco. Mientras uno de ellos mantenía abierta aquella cuartilla desdoblada sobre la palma de su mano, el otro se sacó dos cigarrillos Gauloises. Libertad siempre, decía el eslogan sobre fondo azul. Cada uno recorrió el pitillo con su lengua y después lo frotó contra la cocaína haciéndolo rodar. El olor a alquitrán de aquel tabaco era muy fuerte. Juste temió que a alguno de los prófugos, a él o a Jana, les hiciera toser, pero no fue así. Los alemanes terminaron su recreo, se calzaron, subieron en el vehículo y se marcharon. Entonces los fugitivos se cambiaron y metieron las prendas viejas en el saco de tela para que Didier se hiciera cargo de ellas. Las calderas de carbón de las máquinas eran las incineradoras con las que borraba los rastros.

Bajaron despacio, temblando ante cualquier ruido.

Tal como habían planeado, cerca del puente se les unió Arlette, que llegaba del pueblo. Nada más entrar en el andén, los nueve vieron a Gröber. Destacaba en el centro de la fachada con su uniforme impoluto solo seccionado por el brazalete con la cruz gamada roja sobre fondo negro. El jefe de la aduana francesa se volvió hacia Lion Feuchtwanger.

—Aléjese, entre en el vestíbulo y quédese junto al quiosco hasta la salida del tren. —Aunque el escritor se había cambiado sus lentes y llevaba sombrero, era fácil que el oficial lo reconociera como uno de los principales enemigos del Reich—. Y ustedes no se detengan —les dijo a los demás en voz baja—, déjenme hablar a mí. —Jana también se retiró de forma discreta.

A pesar de que se habían quedado a unos veinte metros, sintieron sobre ellos los ojos esmaltados del oficial, que los recorrían con desvergüenza como si fueran en sí mismos un espectáculo. Juste les señalaba las montañas, el fuerte militar de Coll de Ladrones, erigido en un peñasco sobre la frontera francesa, como si se dedicara a mostrarles los lugares de mayor interés de los alrededores. En ese momento vio a Gröber que avanzaba hacia ellos. Tenía la mirada fija en Alma Mahler.

—Señorita, ¿nos conocemos? —le dijo en castellano.

—Mayor, le presento a mi familia —intervino Juste—: Mis hermanas, sus esposos, mi sobrino y mi cuñada. —No le dio ninguna explicación más porque consideró que con eso bastaba, abundar en detalles inventados podría ser fatal. Hacía varios días que tenían marcada su estrategia. Fue durante una de las veladas en su casa, las que de forma común disfrazaban de cenas, cuando Montlum, Arlette, Jana y él dieron con la solución.

—Me recuerda a alguien —insistió. El oficial no dejaba de mirar a la vienesa. Sin duda la había visto antes en algún periódico.

—Todas las mujeres guapas se parecen, mayor —dijo Juste.

Guten morgen und gute reise21 —dijo con un aire marcial, automático, sin reparar demasiado en su contenido, abstraído por su empeño de rescatar de su mente alguna referencia sobre ese rostro.

Cuando el tren estaba a punto de arrancar, Feuchtwanger salió del edificio, saltó a uno de los vagones y buscó a sus compañeros en el interior.

Eberhard Gröber había vuelto al mismo sitio, entre la puerta de la entrada y la oficina de correos. Su cara traslucía las cavilaciones que la presencia de la que fue mujer de Mahler le había desatado.

Una vez más, el silbato de la locomotora le sonó a Jana a gloria. Habían estado a punto de fracasar por una estúpida casualidad. Aunque, se dijo satisfecha, habían actuado muy bien haciendo pasar a los fugitivos por los parientes bretones de Juste porque de esa forma, aunque Gröber hubiera reconocido a Alma, todo habría quedado en un simple parecido. Al fin y al cabo, muchas personas tenían rasgos similares, y eso, al menos hasta aquella fecha, no constituía aún ningún delito.

Jana sonrió, sin saber que en esos momentos estaba a punto de producirse el suceso que volvió del revés aquel verano.

CUARTA PARTE

     

OTROS DOS MESES:
AGOSTO Y SEPTIEMBRE DE 1943

48

     

EL TELEGRAMA

Martes, 10 de agosto de 1943

El texto del telegrama irrumpió en el centro de aquel verano como una lanza ardiente. Sucedió en el momento que menos lo esperaban, cuando todo marchaba sobre ruedas y estas sobre los raíles. Decía de la forma más escueta posible que monsieur Juste debía ir al hospital Varsovia de Toulouse porque las pruebas no le habían salido bien. El jefe de la aduana francesa no se había sometido a ningún examen, ni tampoco había pisado aquella clínica nunca. Sus únicas visitas médicas se reducían a acudir una vez al mes al odontólogo que lo atendía en Pau para encargarse de una dentadura que no necesitaba ningún cuidado.

Tanto Jana, como Arlette, Montlum y Didier sabían lo que significaba aquello: era un mensaje en clave, así estaba establecido por si llegaba a suceder lo que de verdad decía. Nunca pensaron que ocurriera, pero allí estaba la evidencia. Arlette lloraba con el papel en la mano.

Ils nous tueront…, nos matarán, Jana, a todos, a nosotros dos, nous deux, pero también a nuestros hijos, solo se salvará la mayor, menos mal que la mandamos a estudiar a Madrid, le petit Auguste, ma belle Solange. Tenía que pasar. ¿Y vosotros? ¿Qué va a ser de vosotros?

—Calma, Arlette. Algo se nos ocurrirá, como siempre. —Jana le acariciaba la espalda mientras la francesa hundía la cabeza entre su cuello y su hombro.

—Este es nuestro último día aquí. No volveremos a vernos —decía sin poder apenas pronunciar estas palabras entre las lágrimas. Había caído en la desesperación, y ante eso Jana no tenía nada que decir. La reacción de aquella mujer no podía ser otra.

Ella también estaba muy alterada, pero se mantuvo firme. La señal estaba muy clara. Aquellas palabras significaban que la Gestapo había descubierto las actividades de Juste e iban a detenerlo.

Se lo llevarían junto a su familia a Dachau, Auschwitz-Birkenau, Bergen Belsen, Buchenwald, Mauthausen..., el nombre era lo de menos porque el destino era el mismo: la nada, la desaparición, los convertirían en humo después de obligarlos a atravesar varios infiernos.

Juste se fue a su oficina y una vez allí se refugió en el baño. Se sentó en el mismo rincón, junto a la taza, que el día que leyó el informe sobre Gröber. Parte de lo que le decían en él acababa de cumplirse. Lo había infravalorado. Había cometido un fallo de principiante. Quiso meter la cabeza en el inodoro, que la cañería se ensanchara hasta tal punto que le permitiera evadirse por ella. Pensó en su familia, como lo había hecho durante todo aquel tiempo en que los había expuesto, y se dijo que nunca se perdonaría que los mataran. Lo que le hicieran a él era lo de menos, ya había cumplido con creces su misión. Cerró los ojos y se quedó un buen rato con la cabeza apoyada en la mano, oprimiéndose las sienes con dos dedos como si quisiera estrujarse el cerebro. Deseó cavar un pozo allí mismo, llegar hasta el subterráneo y evaporarse junto a sus dos hijos y Arlette a través de las piedras y la tierra.

Entonces pensó en Biel, el consignatario de la agencia aduanera privada, el mismo que le confesó hacía casi medio año que le habían ofrecido dinero por pasar información, y al que entonces consiguió disuadir apelando a su sensatez. El reloj corría en su contra. Tenía que ponerse en marcha. Intentar escapar al menos. Eran las cinco de la tarde y tenían menos de veinticuatro horas para hacer funcionar un plan de emergencia. Por suerte, dos días antes habían salido dos docenas de personas de allí, de nuevo después de ocultarlos en el compartimento cerrado del hangar cuando el tren entró en él. El problema no eran estos ciudadanos anónimos, estaba seguro de que las SS habían montado en cólera al saber que aquellos que tanto les importaban, el escritor Lion Feuchtwanger y su esposa Martha, estarían en breve sanos y salvos lejos de su alcance. La ira se había desatado sobre ellos por ayudar a los últimos, pero necesitaban hacerlo para conseguir las ansiadas Danger visas. Esta fuga también tendría alguna repercusión para el mayor, sin duda. Considerarían que se había contagiado de lo que él llamaba el espíritu veraneante del capitán Wagner y sus subordinados. Juste tuvo entonces un pensamiento certero, que aquellos fugitivos del Reich que ellos salvaban no eran más o menos valientes que él, sino que los empujaban la desesperación y las ganas de vivir. En aquel momento no le faltaba ni lo uno ni lo otro. Por lo que sintió que aún tenía alguna esperanza de alcanzar su objetivo.

Jana colocó un dique a sus lágrimas con su habitual y singular método: se imaginó bañándose con Esteve en las cascadas del Estrecho y de la Cueva de Ordesa, tal como él le había propuesto de forma muy sagaz cuando recorrieron el paseo de los Melancólicos. Huyó con la mente hacia allí y vio una imagen paradisíaca. Lo invocó, deseó con todas las fuerzas que apareciera. Y deseó también que la vida fuera fácil y sin sobresaltos. Era el único recurso que le quedaba, anclarse a estas ilusiones en los momentos más aciagos. Sin embargo, en aquel momento el antídoto no fue suficiente.

Los Juste no podían salir en plena noche porque no tardarían en cazarlos. Jana se acercó a la casa de los franceses como si fuera a un velatorio. En menos de un minuto, el jefe de la aduana francesa le resumió a la camarera sus últimas gestiones, le rogó que lo ayudara una vez más, como si fuera necesario que se lo pidiera.

—La última, Jana, será la última. Ya nos hemos expuesto bastante todos.

—Espero que no lo sea, Laurent. —Lo abrazó.

—¿Sabes lo mejor de vivir, Jana? Contar con grandes amigos. La amistad nos duplica, nos expande, nos vuelve poderosos. Ya verás, todo saldrá bien.

A Jana le sorprendió que aún conservara cierta confianza, o que tuviera energía para molestarse en fingirla. Una de las veces que volvió a la casa de los Juste encontró a Arlette más recompuesta, más decidida, como si ya hubiera llorado todo lo que tenía que llorar.

—¿Sabes qué? Lo vamos a intentar. Perdidos ya estamos —le dijo a Jana con un tono impetuoso.

—Hemos salvado a tantos, Arlette, que ahora os toca que os salga bien a vosotros. Al menos no debemos dejarnos atrapar como conejos en la madriguera. Saldrá bien, ya lo verás. Tu marido lo tiene todo previsto, hasta esto. Ya sabes cómo es de meticuloso, de exacto. —Arlette sabía que Jana estaba aparentando una seguridad que no sentía, que no iba a resultar tan fácil, pero quería creerla. En una esquina del salón estaba el pequeño Auguste, tenía siete años, apenas unos meses menos que Sieglinde, la niña húngara. Fue la primera vez que Jana lo vio callado.

En ese momento entró Solange a merendar. Arlette no podía escucharse decir en voz alta, y menos a su hija, lo que ocupaba todos sus pensamientos, por lo que le había encargado a Jana que hablara con ella. Tenía la misma edad que Valentina, una iba al colegio español y la otra al francés:

—Solange, qué guapa estás —le dijo con el tono más sereno que pudo—. Tus padres van a viajar y tú te quedarás conmigo hasta pasado mañana. Como tengo que trabajar en el hotel estarás aquí en tu casa. Vendré a verte, por si necesitas algo, y para cualquier cosa no tienes más que venir a buscarme. Sea la hora que sea.

—¿Pero cuándo? ¿Así, de repente? ¿Por qué? —La reacción de Solange fue la que Jana esperaba.

—Aún hay tiempo, se irán mañana por la tarde, a la hora que siempre dan el paseo. No debes comentarlo con nadie, ni con tus compañeras ni con tu mejor amiga. Es muy importante. No vale compartir secretos en esta ocasión. Tienes que prometérmelo. Y tú también —dijo mirando a Auguste con los ojos muy fijos. El niño seguía mudo.

—¿Adónde van? —Solange estaba cada vez más nerviosa.

—Se reunirán con tu hermana en Madrid. Después irás tú, pero mientras tanto haremos vida normal. Si entran los guardias, tú no sabes nada.

El plan era que nadie sospechara que se habían fugado. Si dejaban a su hija mediana allí nadie sospecharía hasta que estuvieran bastante lejos. A Juste le costó mucho convencer a su esposa. Era arriesgado para todos, pero que la familia desapareciera en pleno los acusaba de una forma inmediata.

Desde que la nieve despejó los caminos, Laurent y Arlette daban el paseo al que se había referido Jana a las cuatro de la tarde. Si salían al día siguiente a aquella hora, sin equipaje y en compañía de su hijo, a todo el mundo le parecería normal, ni los verían pasar de lo acostumbrados que estaban a que así fuera. Pero se adentrarían con disimulo en el túnel de Somport, donde los esperaría Didier a escasos metros de la entrada, los suficientes para que nadie lo viera desde fuera. Deberían cruzar sus más de ocho kilómetros con un niño tan pequeño en poco más de dos horas, ya que a las seis y media de la tarde entraría con toda su potencia y brío el tren procedente de Valencia que iba a Francia, y aunque podían meterse en los refugios excavados en las paredes era mejor que para entonces ya no permanecieran allí dentro. Laurent acordó con su amigo Biel que los esperaría al otro lado para llevarlos a Zaragoza en su coche. Ese era el plan.

Jana pensó en Durandarte. En esta segunda ocasión había mostrado más prudencia y no se había dejado ver por el pueblo, pero seguía al tanto de todo, pues esa misma mañana le había hecho llegar a Juste el aviso de que los estaban investigando y ciertos detalles sobre las pesquisas de Gröber, aunque no esperaba que los hechos se precipitaran de forma tan rápida. Debería hablar con él, se dijo, incluso se le pasó por la cabeza esconderse en las montañas, pero enseguida acertó a pensar que su desaparición sería más sospechosa que continuar con su trabajo habitual en el hotel. Durante aquel último mes había tenido que conformarse con verlo solo en sus sueños, eso sí, cada vez más ardientes, como si lo que había sabido de doña Mimín la hubiera desinhibido por completo.

Lo malo era que no había vuelto a ver nada al despertar: ni ramas de romero ni pisadas de barro sobre las baldosas hidráulicas.

49

     

MARCAS DE AGUA

Aquella última tarde en Canfranc, Laurent Juste tuvo una actividad frenética que llevó a cabo con la parsimonia que le era propia para que nadie advirtiera lo que tramaba. No podía evitar hacer balance de todo lo que habían conseguido desde que llegó: los refugiados judíos por los que velaron, los documentos transmitidos en varias direcciones: hacia el consulado británico en San Sebastián y hacia Madrid, desde donde llegaban a Londres a través de la valija diplomática de la embajada británica, donde estaba su amigo, el sensato Samuel Hoare, con el que lo unía, además de muchas otras cosas, su animadversión hacia el gobernador civil. Lo admiraba por la manera en que les afeó la conducta a las autoridades españolas en un memorándum de ese mismo año, escrito a instancias de Juste, después de que se entrevistaran en Madrid. En su carta le recriminaba al régimen de Franco la forma en que la policía trataba a los refugiados, por permitir pasar a civiles en edad militar, italianos y alemanes, pero no a los del bando aliado. Les recordó el convenio de La Haya por el que los prisioneros de guerra debían ser puestos en libertad al llegar a territorio español, ya que se trataba de un país que no había entrado en el conflicto. El gobierno respondía que su deber era tolerar su permanencia y asignarles una residencia. Así lo hacían. Lo que no señalaban era el nombre del lugar, que no era otro que el llamado con el eufemismo de «Depósito» en Miranda de Ebro. Laurent Juste recordó también los mapas que dibujó, a veces a partir de recortes de periódicos, de viejas revistas militares, de atlas, la manera en que ocultaban las filmaciones en las botellas de antibiótico, las falsificaciones de Jana, que superaban en perfección a los documentos auténticos. Todo lo que les fue posible hacer lo habían hecho.

En aquellos momentos debía conservar la entereza y por eso prefirió entretenerse en otros menesteres, cualquier cosa antes que regresar a casa. No quería pasar el resto del tiempo abrazado a Arlette, temblando de miedo, que lo vieran sus hijos en ese estado.

Como no podía salir con ningún bulto de la estación, le encargó a uno de los trabajadores de la oficina de correos española que llevara una caja con su nombre a la parada del autobús que iba a Villanúa. Él lo siguió unos minutos después, bajó en la parada indicada y recogió el paquete. Caminó hasta el pretil que encauzaba el río Aragón y lo arrojó a sus aguas. Ese paquete contenía su máquina de mecanografiar, con la que tantos escritos confidenciales había redactado. Vio como las ramas metálicas de las teclas se sumergían en el agua, deseó que no golpeara contra el fondo enseguida y se quedara a la vista. Con las burbujas que se formaron alrededor y las ondas de agua parecía que la máquina quería expresar algo, que su escritura se desdibujaba en el agua. Se llevó el embalaje vacío para no dejar ninguna pista.

Atravesó Canfranc en dirección al pueblo de Canfranc Estación, tenía que parar en La Serena, no entrar allí hubiera supuesto alejarse con una tristeza aún mayor. A Tricio no tuvo que explicarle nada cuando lo vio entrar, el dueño de la fonda le leyó en la cara lo que pasaba, aunque continuaron con lo que ambos se dedicaban, es decir, el disimulo. Tricio entabló conversación:

—¿Cómo va el cereal este año? ¿Pasan muchas toneladas? Eso es lo principal, Laurent, aunque dicen que no solo de pan vive el hombre —remató con cierta picardía.

—Ponme un aguardiente, Tricio. En septiembre vendrán dos profesores nuevos al colegio.

—Anda, que nos vais a afrancesar, que nosotros somos aragoneses y no vais a poder doblegarnos. Sois muy ladinos vosotros, poco a poco nos queréis conquistar. —A los dos les resultaba difícil representar este papel, pero necesitaban que la conversación pareciera lo más ligera posible.

—Claro, pero con amor, que en vez de tenernos manía nos admiréis —le dijo Juste como si tuviera que ganarse su favor.

—¿Ves? Eso sí que lo hacéis bien. Qué facilidad de palabra, ya quisiera yo.

—¿Está Pilar? —le dijo Juste a la vez que le señalaba hacia la cocina.

—Sí, pasa.

Laurent se extasió allí dentro, comenzó a salivar a pesar de que él estaba acostumbrado a comer lo mejor de lo mejor. Los rodeaban chuletas de cordero, todas las delicias de la matacía o matanza del cerdo, codornices, queso de oveja cortado y distribuido en platos.

—Toma, llévale esto a mi amiga y dile que a ver si se deja ver más.

Le tendió una tartera con dos asas a los lados y otra arriba. Al aduanero casi se le saltan las lágrimas al caer en la cuenta de que su contenido sería probablemente el último alimento que tomarían allí, y eso si les quedaban ganas de comer algo.

—Gracias, Pilar. —Laurent no quiso alargar más aquel momento. Él sabía que era una despedida pero ella no. Tuvo que darle la espalda. Aquella mujer generosa, amable, comenzó a cantar con un chorro de voz, ajena a lo que en aquellos momentos le sucedía a la familia francesa a la que tanto estimaba.

50

     

PUENTE

Juste necesitaba despedirse de Durandarte, no se perdonaría abandonar Canfranc sin abrazarlo. Por ese motivo lo mandó llamar a través de los insólitos conductos habituales, que a pesar de la incertidumbre hacían que siempre acudiera cuando lo necesitaba.

Esteve había ido ganando terreno dentro de la red. Cada vez participaba más, no solo se ocupaba, con alguno de sus hombres, de los alemanes mientras Juste había simulado los apagones para que los judíos atravesaran la playa de vías, era también correo, contacto con algunos marselleses y tolosanos y proveedor de las mercancías más difíciles de encontrar. A Durandarte le resultaba duro no poder acercarse mucho a Juste, a quien consideraba un hombre cabal, recto, buen padre y esposo. La guerra lo separaba todo, aunque no hubiera estado nada bien vista la amistad entre un contrabandista y el jefe de la aduana francesa, entre quien burlaba la vigilancia para dedicarse al comercio ilegal de mercancías y quien se dedicaba a todo lo contrario, incluso en tiempos de paz. Pero en aquellos momentos era aún más difícil.

En aquella ocasión también apareció allí, sobre el puente, como lo vio Jana la vez que le pidió que buscara a Valentina. Ambos tenían mucho que contarse, pero ya llegaría el momento, cuando todo acabara. Esteve tenía enfrente al jefe de la aduana francesa, aún no había cumplido los cuarenta y cinco años, casi diez más que él. El bretón solo le dijo una frase:

—Ya me ha llegado el telegrama. —Al bandolero le quedó muy clara la situación. Tanto pensar en aquellos a los que los nazis habían expulsado de sus hogares, esquilmado, expoliado y sobre todo humillado, y se había olvidado de sí mismo. Tanto que había terminado por arriesgarse demasiado sin medir el peligro real que Gröber constituía. Algunos días incluso se había olvidado de él.

Pero lo que más le dolía a Laurent no era que lo hubieran descubierto, sino lo que esto suponía para Arlette, Solange y Auguste. Solo tenía esperanzas de que se salvara su hija mayor. A los demás los había sacrificado, y esta certeza que lo había consumido desde el principio en aquellos momentos lo devastaba.

Jana Belerma siempre podría alegar que ella no hacía más que cumplir con su trabajo, que no tenía por qué saber de dónde llegaban los alojados en el Hotel Internacional y en qué condiciones habían alcanzado la estación de los Pirineos. Juste estaba convencido de que no se la llevarían. De todas formas le pidió a Durandarte que cuidara de ella.

—Está muy sola —añadió—. Y sin nosotros también va a estar muy triste.

Continuó hablándole de Didier, que no le preocupaba porque tenía también una buena coartada y no podrían probarle nada. Tampoco le preocupaba Étienne Guinart, que estaba en Londres, fuera del alcance de la policía alemana, aunque llevara semanas sin saber de él no le cabía ninguna duda de que estaba bien. Al escuchar este nombre, Esteve sonrió.De todos, los más preparados eran ellos dos, serían capaces de afrontar cualquier adversidad.

A Esteve le gustó que Laurent le pidiera que se ocupara de Jana, ese gesto decía mucho, lo decía todo, que lo consideraba digno de ella en primer lugar. Aquella joven era para él también de su familia, otra hija, una hermana; por tanto, ese encargo significaba sobre todo que lo apreciaba, que le parecía un hombre de ley, que confiaba en él, alguien que para otros muchos era solo un buscavidas.

Toda la conversación, como la presentían breve, se desarrolló con Esteve a caballo, pero este descabalgó para abrazar a Laurent. Luego se tocó el bolsillo de la camisa y sacó el papel que siempre llevaba allí, junto al romero; era una nota que Laurent le había escrito al poco tiempo de conocerse y que decía al final: «Solo nos ha sido dada una vida, pero con esta podemos salvar muchas otras. Recuérdalo». Con aquel gesto ambos se exponían mucho, pero no les importó. Ante Juste el bandolero comenzaba a desdibujarse y crecía otro héroe más de la Resistencia. Pero aún le quedaba mucho por demostrar para ser admitido así, sin más, como miembro de pleno derecho.

—Aún la conservas —le dijo el francés.

—Llévatela, que te acompañe, ya me la devolverás.

Durandarte se la tendió. El puente sobre el río Aragón, que unía el ferrocarril con la carretera, que conectaba desde allí dos países a través del túnel, significaba mucho para Esteve. Era el punto que marcaba la vida a ambos lados de la frontera.

—Una cosa más, Laurent, cuando termine toda esta pesadilla nos encontraremos en esta dirección.

El jefe de la aduana vio que en el reverso de aquel papel había escrito un par de líneas que solo miró de soslayo, sin darles mayor importancia. Que quienes trabajaban a favor de los aliados mantuvieran reuniones en cualquier lugar no era nada infrecuente, incluso que alguna de estas sedes improvisadas estuviera relacionada con alguno de ellos, tampoco. Que se cumpliera aquel deseo, que el mundo recobrara la cordura, que volvieran tiempos más amables, era lo que más deseaba. Y en lo que menos podía creer en aquellos momentos.

Juste no sabía aún dónde se ocultaba Durandarte cuando le oscurecía en Canfranc, cuando no le era posible ya adentrarse en la cordillera, pero sabía que aquella noche la pasaría en el pueblo porque estaba seguro de que al día siguiente cumpliría con su cometido: paliar de la mejor forma que se le ocurriera el dolor inmanejable que la ausencia de la familia Juste le desataría a Jana Belerma.

El punto y final, como casi siempre sucedía con ciertos encuentros allí, lo puso la cercanía de una patrulla alemana.

51

     

BAJO LA SOMBRA DEL ÁGUILA DE SAN JUAN

Miércoles, 11 de agosto de 1943

Apenas cinco minutos después de salir de su casa, Arlette, Auguste y Laurent tenían ante ellos la boca sur sin fondo del túnel de Somport. Parecía la entrada a una fortaleza con las dos pilastras, los capiteles sobre ellas, solo le faltaban las cadenas, el puente levadizo, los cocodrilos en el foso para reforzar su apariencia de entrada a un castillo. Dos torres de alta tensión lo flanqueaban, eran las mismas por las que demasiadas veces, según él, dejaba de pasar la electricidad que procedía de la central de Forges d’Abel.

En la parte alta del muro dos leones rampantes levantaban el águila del escudo con el collar en forma de corona. El ave rapaz mostraba sin necesidad de ninguna radiografía el contenido de su estómago: la torre de un baluarte con almenas, otro león, barras verticales rojas y amarillas y una cenefa como de ganchillo. Se apoyaba, como si se tratara de las muletas de un pájaro herido, en las columnas de Hércules; debajo de las plumas de su cola aparecían los restos excretados: el yugo y las flechas de los Reyes Católicos.

—Un pájaro de piedra —dijo Auguste—. Está descansando.

Ni Arlette ni Laurent podían articular palabra, así que fue Didier quien lo entretuvo.

—Vamos a entrar en la montaña, ya verás, y apareceremos en otro sitio —le dijo para darle a todo aquello el cariz de una aventura.

—¿En dónde? ¿En la casa de mi abuela? ¿Y cuántas horas tardaremos? —El niño se refería a los viajes que la familia Juste realizaba hasta la Bretaña.

El obrero ferroviario giró el grifo de agua de la lámpara de carburo y el niño se sorprendió ante tanta luz.

—¿Quieres que te cuente un cuento? —le propuso a la vez.

—Bueno —le dijo Auguste con un entusiasmo que demostraba que a pesar de sus continuas escuchas sobre el caballo de madera no sabía del todo qué sucedía.

—Érase una vez un granjero que se encontró en el bosque un huevo, se lo llevó a su corral para que lo incubara una gallina y así nació un pollito muy feo, bastante negro, desgarbado y mucho más grande que sus hermanos.

—Porque era silvestre —intervino el pequeño.

—Eso. Picaba el grano, imitaba los cacareos de sus hermanos adoptivos, pero a él no le salían bien. Eso no le importaba. Era feliz. Conforme pasaban los días, se hacía más y más grande, igual que sucedía con el niño que los granjeros acababan de tener. Una noche de mucho calor el granero en el que guardaban también la paja comenzó a arder. El hombre no estaba y la mujer trabajaba en el huerto, por lo que cuando vio el humo de la casa ya era tarde para sacar de allí a su hijo de muy pocos meses. Las chispas habían caído sobre la casa, era como una llar gigante.

—¿Y se quemó el niño? —Auguste quería saber el final cuanto antes.

—Pues no, porque el pollo tan feo, pero tan grande, tenía un poder, era el único que sabía volar, así que levantó sus alas, entró por la chimenea y sacó al bebé de su cuna. Los padres lloraron mucho al entrar en la casa destruida, abrasada, nada podía consolarlos porque habían perdido a su hijo.

—Pero estaba vivo, lo había salvado el pájaro —dijo Auguste como si Didier se hubiera olvidado de que lo acababa de contar.

—Así fue. Oyeron un llanto en el corral y corrieron hacia allí. Rodeado por los pollos y un poco sucio estaba su hijo. El ave más grande era tan desgarbada porque en realidad era un águila. Imagínate la alegría de los padres. Recoger aquel huevo en el bosque había salvado a su hijo. El águila ya se había dado cuenta antes de que podía volar, pero prefirió vivir como los demás pollos hasta el momento en que necesitó sus alas.

—¡Bien! —Auguste aplaudió y sus padres se miraron a la luz del gas. Su temblor era mayor que el de la llama con forma de mariposa—. Didier, déjame llevar la lámpara a mí.

—Pero con mi mano también, cógela del gancho.

—¿Cuánto falta?

—Tú no puedes estar cansado, Auguste. Esta es una expedición y tú eres un explorador. Habla fuerte. Di algo.

—Soy Auguste Juste y mi caballo se llama Farsante.

—¿Has oído? —El eco les devolvía sus palabras.

—¡Ahí va! Hay más gente. Repiten lo que yo digo, ¿quiénes son?

Arlette y Laurent no rezaban porque no eran capaces de hilar ninguna oración, pero concentraban todo su pensamiento en que a la salida encontrarían esperándolos el coche de Biel. No podía fallarles, de lo contrario no sabían cómo llegarían a Zaragoza.

El jefe de la aduana francesa había recabado información la tarde anterior. Supo que los guardias de la Gestapo a los que se les había encargado su detención llegarían en el tren de las 10.00 de la mañana, dieciséis horas después. Para entonces ellos, o al menos él, ya que era a quien buscaban, tendría que estar muy lejos. Si se separaba de su familia tendría que camuflarlos para evitar que los utilizaran para atraerlo.

Apostado sobre su Adler Trumpf Junior fabricado en 1939 los esperaba Biel. Cuando ya pensaba que no le quedaba nada más que hacer escuchó el ruido de un motor y vio acercarse a una patrulla alemana. Era el sonido más constante por los alrededores. Dos soldados bajaron con mucha agilidad del vehículo.

Frontantrieb. —Así se refirió a la tracción delantera. Mientras uno de ellos acariciaba el capó, el otro guardia se lo tradujo al francés—. Traction avant.

—Sí, la tracción delantera, se nota, se agarra más. Dicen que Porsche ha diseñado la suspensión. Ya no fabrican estos, una pena —dijo Biel con toda la tranquilidad que fue capaz de fingir. Estaba muy nervioso, tanto que temía que se lo notaran. Le resultaría muy difícil explicarles qué hacía allí solo. Por eso, para evitar preguntas e interrupciones, lo llenaba todo de palabras, le salían a borbotones, no le importaba que no lo entendieran, necesitaba soltarlas para relajarse.

—Alemán, allemand, Deutsch, como ustedes, resistente.

La hora convenida eran las seis y veinte, solo faltaban diez minutos. Si en ese momento aparecían por el túnel, los detendrían de inmediato para interrogarlos. Biel no tenía más remedio que atender a los guardias como otras veces, por su negocio le interesaba mantener relaciones cordiales con todos, pero no en aquel momento. Si aparecían entonces los Juste, su amigo se quedaría con la idea de que lo había traicionado, que lo había entregado a las autoridades nazis por una fuerte suma de dinero. Y nada podría hacer para convencerlo porque aquella imagen hablaría por sí sola. Además pesaría en su contra la conversación que habían mantenido en La Serena cuando lo puso al corriente del ofrecimiento de espionaje que le habían hecho los alemanes.

Le ofrecieron un cigarrillo al que no podía negarse, con lo escasos que eran se trataba de todo un detalle que quisieran compartirlo con él, ya que los tenían muy racionados por la ley antitabaco del gobierno del Reich. Si lo cogió inmediatamente e hizo pantalla con la mano fue porque pudo echarle al humo la culpa de sus lágrimas. No dejaban de brotarle, y así se lo manifestó:

—Es el humo, rauch, tengo los ojos muy delicados —les dijo mientras se los señalaba con las yemas de los dedos índice y corazón, gesto que aprovechó a la vez para secarse.

Biel notaba que se descomponía, el sudor frío le bajaba desde la raíz del pelo hasta los tobillos, sentía un galope en el pecho como si llamaran desde dentro de su cuerpo con un puño cerrado. Uno de los militares le señalaba al otro un pájaro y entonces escuchó el ruido de las pisadas sobre el balasto, las piedras de la vía. Ya se acercaban. Temió que, al ver la claridad, el niño echara a correr hasta donde él estaba. Los alemanes imitaron el sonido de un ave como si fuera un reclamo para que algún ejemplar de la especie que se correspondía con aquel canto descendiera hacia ellos. De pronto, uno miró el reloj y saltaron casi a la vez dentro del vehículo, girando un dedo en torno al otro le hicieron una seña que Biel interpretó como que se iban al relevo. Se sacó un pañuelo, se lo pasó por la cara y después lo utilizó para saludarlos, se vio ridículo y lo volvió a guardar en el bolsillo de su chaqueta. En cuanto tomaron la primera curva de aquel sendero fue hacia el túnel. Los Juste estaban pegados a la pared a menos de veinte metros de la salida. Didier se había adelantado y lo había visto hablando con los alemanes. Menos mal que tomaron aquella precaución.

Auguste se entusiasmó cuando vio el Adler. Comenzó a dar brincos alrededor y a gritar:

Allez, allez, vamos, deprisa, rápido. —Le hacía mucha ilusión subirse a aquel vehículo.

Biel y Juste se abrazaron, pero sin entretenerse. Apenas se palmotearon la espalda para entrar enseguida en el coche. Didier se asomó a la ventanilla del niño:

—Nos veremos. Necesito un ayudante como tú —le dijo como despedida.

—Yo de mayor conduciré trenes. Seré maquinista.

—Bien, porque para entonces yo ya tendré mi propia compañía ferroviaria. Piensa un nombre para ella. Adiós.

El consignatario no podía dejar de llorar. La tensión a la que se había visto sometido lo había desbordado.

—¿Y tú querías ser espía? —le dijo Juste.

Arlette miraba el paisaje, como si se lo quisiera llevar dentro, cuando se alejaban en dirección sur después de haber atravesado el paso fronterizo por uno de los lugares en los que los alemanes aún no habían establecido sus puestos. Con los guardias franceses y españoles, en el caso de que se los encontraran, no tendrían problemas. Una vez que hubieran burlado la vigilancia alemana, que la familia Juste se desplazara en compañía de Biel, con quien sabían que mantenían una estrecha amistad, no sorprendería a nadie.

Auguste advirtió que aquel hombre lloraba y le dijo:

—Que no vas a ver la carretera. ¿No ves que no hay limpiaparabrisas para los ojos?

Después de esas palabras del niño por fin rieron los tres.

52

     

EL TREN EN EL CUARTO DE LOS JUGUETES

Llegaron al piso de Zaragoza del doctor Mallén cuando la familia se disponía a cenar. Después de saludarse de una manera efusiva, pero como si fuera una visita más para que los niños no se dieran cuenta de la situación, los sirvientes les acercaron sillas y se distribuyeron alternados con ellos en torno a la mesa. La criada comenzó a servir la sopa.

—Laurent, ya os he encontrado el taxi. A las cuatro de la mañana vendrá a por vosotros. —Con aquellas dos frases ya quedaba todo claro, enseguida se interesó por Jana—. ¿Cómo está? Espero que algún día se incorpore a nuestro laboratorio en el hospital universitario, eso es lo que he pensado para cuando todo esto acabe. Mientras tanto sé que te ha sido de gran utilidad en Canfranc. Pobre, qué mala suerte ha tenido, primero los padres y después el marido. Apenas estuvo con él cuatro años. Menudo mamarracho, y eso que lo conocía. ¿Sabes que era su primo?

—No mantenemos conversaciones privadas. A Arlette sí que creo que le había contado algo —le dijo Laurent Juste.

Su esposa puso en ese momento una cara de estupefacción tan grande que él supo que eran las primeras noticias que tenía sobre que Jana había estado casada. Y se preguntó por qué no le había dicho nada.

—Pues bueno. —El doctor Mallén volvió al tema anterior—. Imagínate el corredor que hemos establecido desde aquí: nos mandan a los tuberculosos y, a través de la Resistencia, nos envían también sulfamidas y estreptomicina para todos ellos; a cambio nosotros les enviamos los antibióticos, las gasas y el cloroformo para la maternidad de Elna. Así reparamos algo del mal que otros han hecho. No quiero ni imaginar cómo será un hospital militar, y menos a la hora de la cena. Y eso que soy médico. Te veo bien, Laurent. —A Juste aquellas palabras le parecieron una excentricidad en aquellos momentos.

—No sé si me lo dices de broma. —No se resistió a comentárselo.

—¿Cómo están Solange y Maude? A Auguste ya lo veo hecho un hombrecito.

Juste bajó mucho la voz:

—Víctor, escucha. —Lo llamó por su nombre en vez de por su apellido, como era habitual que se refirieran a él—. Mañana llegará mi hija. Se ha quedado en la estación para aparentar normalidad, para que aún no se descubra que no estamos. Estará aquí antes de la hora de comer. Nuestras pertenencias las hemos facturado a Madrid.

Auguste se echó a llorar, entonces sí que parecía que lo había entendido todo. El pequeño de los Mallén le dijo que lo acompañara al cuarto de los juguetes, que le enseñaría su tren eléctrico.

Arlette se dirigió a la pareja en francés, idioma que hablaban igual de bien que el castellano, ya que residieron en París durante el tiempo que duró la especialización médica de Víctor antes de la Guerra Civil:

—Tengo que pediros un favor. ¿Llamaríais mañana a la fonda La Serena? Que se ponga Pilar, le decís que hemos salido ya hacia Madrid, solo eso. Ella ya se encargará de decírselo a Jana con mucha discreción. Estará sufriendo. Ahora es como si yo tuviera cuatro hijos en vez de tres. Maude está en el liceo. Dentro de lo malo me ilusiona saber que mañana voy a verla. Mi pequeña. Y Solange llegará, estoy segura. —A Arlette se le agolpaban las ideas, le circulaban como un torbellino y necesitaba expresarlas todas a la vez con la esperanza de que sus deseos se concretaran en acciones favorables.

Madrugada del jueves, 12 de agosto de 1943

El doctor bajó con ellos al portal para despedirlos. Laurent Juste le dio una carpeta de piel negra cerrada con una cremallera.

—¿Qué es esto? —dijo mientras miraba dentro—. De ninguna manera puedo aceptarlo, aquí hay miles de libras.

—No te lo tienes que quedar tú si no quieres —le dijo mientras le sonreía—; compra medicinas, más camas para el hospital, contrata enfermeras. Tú sabrás en qué emplearlo. Los enemigos de Pétain nos pagan muy bien, pero tú sabes que no lo hacemos por eso. Al menos no solo por eso. —Y rieron.

Esa era la imagen que quería guardar de su amigo, el hasta entonces jefe de la aduana francesa en la estación de Canfranc. No se veían demasiado, al menos no todo lo que le hubiera gustado, solo durante algunos días de las vacaciones, pero el aprecio mutuo era inmenso. Lo que más deseaba el doctor Mallén era que el destino le permitiera disfrutar más adelante alguna vez de la grata compañía del hombre que en aquel momento se marchaba lejos.

Aquel jueves 12 de agosto, la hija menor de Juste debía hacer como que iba al colegio francés igual que cualquier otra mañana. Jana había hablado con ella la noche anterior, con el fin de tranquilizarla en la medida de lo posible y evitar que alterara sus rutinas. La veía demasiado joven para creerla capaz de hacer frente a todo aquello sola y temió que a mitad de la noche no pudiera soportar la tensión y saliera. Daba por hecho que entonces los guardias la harían regresar a su casa, en aquella especie de toque de queda que habían impuesto para el recinto de la estación, y advertirían que sus padres no estaban en casa. Por eso decidió que lo más prudente era quedarse a dormir con ella y ocupó la cama del mismo dormitorio que compartía Solange con su hermana Maude, antes de que esta se fuera a estudiar a Madrid. Aunque permanecían quietas bajo las sábanas con las luces apagadas, ambas sabían que estaban despiertas. Era imposible conciliar el sueño en aquellas circunstancias.

Aquella mañana Jana y Solange desayunaron juntas mientras repasaban el plan de nuevo:

—Recuerda —le decía Jana—, no te pongas nerviosa. Te vas al colegio a tu hora y a media mañana le dices a la maestra que te encuentras mal y le pides permiso para volver a casa. En lugar de eso irás a la estación y tomarás el tren a Zaragoza. Y ya está. ¿Ves qué fácil?

Parecía que Solange lo había entendido y estaba tranquila, así que Jana fue a su cuarto a asearse antes de bajar a la cafetería del hotel y empezar a trabajar. Le había dicho a Montlum que no hiciera el reparto de las pastas, que lo haría ella porque así podría salir y vigilar a Solange.

Recogió las pastas y salió al andén dispuesta a hacer el primer viaje al pueblo cuando, al atravesar el vestíbulo, vio algo que la horrorizó. El mayor Gröber sujetaba a Solange del brazo frente a la puerta de su vivienda. Estaba poseído. A Jana se le vino el mundo encima porque pensó que habían interceptado a los Juste. Lo acompañaban los tres agentes de la Gestapo que estaban allí para detener a Laurent. Se acercó a ellos.

—Contéstame, quiero que me contestes, mírame a los ojos. —Mientras le decía esto el oficial la zarandeaba como si Solange fuera de trapo—. ¿Esta es la buena educación que te han enseñado? En francés o hasta en español, como quieras, pero respóndeme antes de que pierda la paciencia y te haga trizas. ¿Dónde están tus padres?

Entonces Jana se arrepintió de haberle anticipado todo el plan. En esos momentos se sintió muy estúpida porque vio muy claro que lo que tendría que haber hecho era cenar con ella, que se acostara, dejar que fuera a estudiar como cualquier otro día y acercarse a recogerla al colegio con alguna excusa. A la profesora no le habría extrañado si le decía que iba de parte de monsieur Juste. Pero nada había sucedido así. El mayor estaba enfervorecido. Los otros agentes hablaban entre ellos. El oficial estaba fuera de sí:

—Si no me dices ahora mismo dónde están, prepárate a morir. Reza si sabes. —Quería arrancarle el pelo, retorcerle el cuello, que hablara.

La amenaza de Gröber a la hija del jefe de la aduana demostraba que ya no le importaba nada más. Solange tenía lágrimas en los ojos, pero no lloraba, tal vez por efecto de la rabia. Le había retorcido el brazo hasta colocárselo detrás de la espalda. Jana confiaba en que la guardia civil, la policía armada o los gendarmes, si es que los otros pretextaban que la joven era francesa, hicieran algo, que impidieran que se la llevara. Pero nadie actuaba.

—Suéltela —le dijo Jana avanzando entre los que miraban petrificados.

—Lárgate, mucama —le dijo Gröber—. Vete a fregar los suelos. —La apartó de un manotazo. Jana perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer al suelo, pero antes chocó contra alguien, notó su espalda contra otro cuerpo y sintió que la sujetaban por ambos brazos. Se volvió y vio a Esteve Durandarte.

—Mayor, déjela, no le ha hecho nada —le dijo el bandolero—. Es solo una niña. —Tanto Solange como Valentina estaban en la edad en la que unas veces se las consideraba así y otras como mujeres—. Ya podrá… —Esto último lo dijo Durandarte con un tono muy provocador. Lo llamaba cobarde y consiguió lo que quería, que se dirigiera a él. Los recién llegados de Berlín no sabían de quién se trataba ni cómo actuar.

—¿Tú? Ladrón, miserable, ¿cómo te atreves? —Los ojos del oficial en ese momento volvían a parecer de cobalto fundido.

—Si no le van bien las cosas no es asunto nuestro y menos de ella. ¡Déjela o tendrá que vérselas conmigo!

—¿Eso es una orden? ¿Quién te has creído que eres? —Gröber lo empujó también a él, pero Esteve no se tambaleó—. Eres lo peor, ¡perro inmundo!

Solange corría en dirección al pueblo y Jana la seguía a un par de metros.

—No sabes lo que has hecho, desgraciado. Vas a desear no haber nacido —le dijo el mayor en cuanto se dio cuenta de que Solange había escapado. Como le pareció ridículo salir en su persecución, también renunció a mandar a ninguno de sus hombres detrás de ella. Las órdenes eran claras, debían detener a Laurent Juste y llevarlo a Berlín. Y estaba decidido a encontrarlo aunque para eso tuviera que dinamitar toda la corteza terrestre.

Mandó llamar a todos los empleados de la aduana y los hizo formar delante de la fachada de la estación para interrogarlos uno a uno. Ninguno lo había visto desde el día anterior cuando se despidió de ellos para ir a almorzar. El oficial no podía soportar una sola derrota más, ni la vergüenza de saber que en el informe que redactarían los agentes que lo acompañaban en ese momento se reflejaría la fuga de Juste cuando lo había tenido siempre al alcance de la mano. No podría culpar a la rígida burocracia del régimen de que no le había permitido detenerlo a él, Eberhard Gröber, de la oficina IV de Investigación de Oponentes, grupo IV C, sección IV C 2, de asuntos de custodia preventiva. Mano derecha del comandante Karl Otto Koch en el campo de concentración de Buchenwald, que había llegado a Canfranc con la esperanza de conseguir un ascenso rápido y que, en cambio, perdería el favor de sus superiores y tal vez también su rango. Comenzó a darle patadas con sus botas de puntera metálica al neumático de uno de los Renault Vivaquatre estacionados allí que habían sido requisados en Francia por los alemanes para convertirlos en coches comando de la Wehrmacht. Aporreó la chapa hasta que dejó sus puños marcados en ella varias veces. Bajo su fuerza, el metal se convertía en papel arrugado.

Mientras, Durandarte comenzó a recorrer la distancia entre Canfranc Estación y Jaca con Solange a lomos de Farsante. Allí, en el edificio simétrico de puertas rojas de la estación de Jaca, bajó a Solange del caballo y no se movió del andén hasta que el tren arrancó en dirección a Zaragoza con ella dentro. En cuanto volviera a Canfranc se encargaría de comprobar que Jana se encontraba bien.

La familia Juste llegó a Madrid casi al mismo tiempo que Solange a casa de sus amigos de Zaragoza. Se acomodaron en un piso de la calle de Valverde que les proporcionó la embajada británica. Bastó que le pasaran el recado a Samuel Hoare para que enseguida contaran con aquel alojamiento. Aquella noche durmieron los cuatro juntos porque Arlette fue a la puerta del liceo a recoger a Maude. Esta no se lo esperaba y su madre tuvo que rogarle que no gritara. No dejaba de decir que aquello era un espejismo. Avisaron en la residencia donde vivía de que se marchaba con su familia y de esta forma se reunieron. Solo faltaba Solange.

Cuando se levantaron a la mañana siguiente, Laurent ya no estaba. Encontraron una bandeja con churros, porras y chocolate en el centro de la mesa camilla que había delante de uno de los tres balcones junto a una nota:

Estimadas Arlette y Maude (no le leáis esto al pequeño Auguste):

No he tenido fuerzas para despedirme. Espero que me perdonéis. Os he mirado mientras dormíais y tengo que deciros que, junto con nuestro hijo, sois lo más bonito que hay en este mundo. Si pregunta, decidle que estoy comprando un coche para irnos a América, bueno, mejor un avión.

Sé que os dejo en buenas manos. La secretaria del embajador Hoare sabe al detalle de nuestra situación. No dudéis en pedirle ayuda. Mientras, se acabará la guerra y nos reuniremos de nuevo los cinco. Tenéis que ser fuertes, más que nunca. Confío en vosotras. Esto es solo un compás de espera.

Hasta pronto.

Vuestro padre y marido.

Laurent

Arlette se apoyó de espaldas contra la cenefa de yeso que rodeaba el salón a media altura. Su hija le acarició un hombro.

—Mamá, no llores, te va a oír Auguste. Después de lo que me habéis contado creo que es lo mejor. Él tiene que huir. Si nosotros nos quedamos escondidos aquí hasta recibir algún aviso no nos pasará nada. Estamos a salvo. Yo no iré al liceo. Mañana llegará Solange. Nos arreglaremos. Ya verás.

—No, no puedes dejar de ir y quedarte aquí sin salir. —Arlette dijo esto sin titubeos, pero enseguida le volvieron las lágrimas porque cayó en la cuenta de que su hija tenía razón—. Tu padre se va al frente. Lo conozco. Ya quiso luchar al lado de De Gaulle, se ofreció voluntario y entonces lo enviaron a la estación de Canfranc, le dijeron que les resultaría más útil allí y así ha sido, pero mira el precio que hemos pagado. Aún es reservista a pesar de su edad. Además, ahora están movilizando a todos.

—Ya no queda nada para que acabe la guerra. Alemania se rendirá pronto y nos volveremos a reunir todos como él dice. Tenemos que tener mucho ánimo y procurar que Auguste no note nada, es demasiado pequeño.

—Maude, eres fuerte. Como él, como tu padre, menos mal.

—Y tú también eres fuerte. Más incluso. La más fuerte de todos nosotros.

53

     

VISIÓN

Viernes, 13 de agosto de 1943

Durante aquella mañana a Jana se le hizo más difícil que nunca sonreír a los clientes y mostrarse amable porque solo quería llorar, gritar, deshacer aquel manojo de nervios en que se había convertido desde que comenzó la huida de la familia Juste. Lo peor fue tener que atender a los guardias que la Gestapo había mandado para detener a Laurent. Ocuparon una mesa en un rincón, delante de dos helechos; se les veía despreocupados, como si los hubieran enviado a cumplir un mero trámite, como si la vida de un hombre con su familia al completo no valiera nada. Tuvo ganas de arrojarles un vaso de agua a la cara, de escupirles, pero en vez de eso les sirvió los cafés. Dejó la bandeja sobre la mesa redonda de caoba. Gröber les dijo:

Frau Belerma, einer meiner Lieblings-Landschaften.22 —Y los tres rieron.

Cuando por fin terminó aquella noche, subió a su cuarto, se descalzó y se dejó caer sobre la cama con el uniforme todavía puesto. Abrió El conde de Montecristo y releyó uno de los pasajes que más le habían gustado de aquella novela.

—Además —añadió Faria—, en los doce años que llevo de calabozo he recordado las fugas célebres y, aunque pocas, las que han coronado el éxito fueron las meditadas a sangre fría y preparadas lentamente. Así huyó de Vincennes el duque de Beaufort, así de Fort Peveque el abate de Buquoi, y así Latude de la Bastilla. Ha habido además otras fugas deparadas por la casualidad, y esas son las mejores. Creedme, esperemos una ocasión y, si se presenta, aprovechémosla.

—A vos os ha sido fácil esperar —dijo Dantés suspirando—, vuestra continua tarea os ocupaba todos los instantes, y cuando no, teníais esperanzas para consolaros.

Buscaba evasión y esa historia la distraía, pero le recordaba demasiado en cada momento lo que estaba viviendo. Desde el principio le había pasado así. Siguió leyendo que el abate se fabricaba su propia tinta y su propio papel en su calabozo del castillo de If.

Estaba desazonada, no sabía qué hacer. Desde que los Juste habían salido el día antes a las cuatro de la tarde ya habían pasado treinta y seis horas. Lo primero que había hecho, incluso antes de que Laurent, Arlette y Auguste, en compañía de Didier, alcanzaran el túnel, fue descolgar todas las piezas que aleteaban cuando abría la puerta o la ventana sobre el tendedero improvisado de pared a pared en su habitación. No tenía demasiados lugares donde ocultarlas allí, pero había aguzado la imaginación para encontrar unos cuantos escondites que no fueran ni el colchón ni un hueco bajo una baldosa suelta. Ató algunos papeles debajo de los cajones y otros los metió enrollados dentro del sifón siempre vacío y en la barra del toallero a la que quitó los dos remates. Con algunas herramientas habilitaría otras cavidades para los objetos que había allí. Desde ese momento ninguno quedaba a la vista.

Sábado, 14 de agosto de 1943

A primera hora de la tarde del segundo día desde la fuga de los Juste, bajó al vestíbulo para recoger del quiosco los periódicos vespertinos y llevarlos a la cafetería. Imaginaba la furia de Eberhard Gröber. Esta vez cuando la viera no solo la agarraría del brazo, sino que se lo retorcería hasta que hablara, como le había visto hacer con la joven Solange. Aquellas paredes de la entrada le devolvían la música del violín de Montlum, las notas del charlestón cuando llegó Joséphine Baker. Su amigo músico estaba más triste que nunca, de Didier no sabía nada desde que lo vio de lejos entrar con la familia Juste en el túnel. Cuando iba a subir a la segunda planta de la estación, uno de los empleados de la oficina de correos y telégrafos la interceptó al pie de la escalinata del edificio de viajeros.

—Ha llegado un paquete para usted, parece un libro —le dijo con una sonrisa grande. Era muy joven, tanto que Jana pensó que trabajaría aún de aprendiz. Tal vez le hiciera gracia que siempre recibiera lo mismo, igual aún no sabía que cada libro era distinto.

Después de firmar el recibo sobre el mostrador de la oficina y dejar los diarios sobre un extremo de la barra de mármol, se llevó sin ningunas ganas el paquete a su habitación. No se trataba de una novela, sino de dos. Las miró con cierta desidia. Se ahogaba. Tendida en la cama tuvo la certeza de que todas sus esperanzas se habían diluido. Sentía que era cuestión de tiempo, de días u horas más que de semanas, que se la llevaran a ella también. Pero pensó en Sieglinde, en el camafeo que le regaló Dagmar, en tantas familias seccionadas, en los niños que acompañaban a quienes se disfrazaron de monjas, enfermeras y curas. Se dijo que daba igual cómo estuviera ella, que se debía a los demás, a los que aún podía salvar. Y como si fuera una fuerza de la naturaleza, o se pusiera en pie por obra de un milagro, se incorporó y sacó enseguida algunos de sus bártulos escondidos. Contaba con su propio libro de códigos, en realidad era un cuaderno en el que había anotado las claves. En ese momento, de forma bastante distraída, abrió las doscientas ochenta páginas de la novela La de los tristes destinos. Era otro de los Episodios Nacionales, en ese caso se trataba del dedicado a la reina Isabel II. En aquel momento era el mejor desafío para su mente. El otro volumen no se lo podía leer porque lo habían vaciado con ayuda de una cuchilla para ocultar dentro unas flores secas, un regalo intrascendente, pero que apuntaba a una pista. Jana advirtió que las cubiertas de cuero eran demasiado gruesas. Cortó con unas tijeras una tira de la parte superior y metió la mano en aquellas tapas convertidas en bolsillos. Contenían el premio por el que tanto habían luchado, las Danger visas prometidas por el comité de Fred Deyermond a cambio de salvar a los intelectuales y artistas que les habían encomendado. Ocupaban bastante menos que los pasaportes; a primera vista Jana calculó que había bastantes, que con ellas podrían salvar a muchas familias. Se entusiasmó con aquel primer recuento. Las sostuvo en sus manos como si fueran dos abanicos y enseguida le subieron hasta los ojos dos ríos de lágrimas porque quiso bajar a la casa de los franceses, apartar la cortina del salón y comunicárselo a Arlette y a Juste, pero ninguno de ellos estaba ya allí.

La euforia le había hecho olvidarse por unos instantes demasiado breves de que de nuevo se había quedado sin familia.

Ante aquello, Jana no tenía otro remedio que tomar las riendas. Con esto contravendría las órdenes de Laurent, quien le había transmitido que dejara en suspenso cualquier actividad y destruyera todas aquellas pruebas que podían incriminarla. Pero ella consideraba que ya habían llegado demasiado lejos y a esas alturas no podían detenerse. No podían desperdiciar aquellas decenas de salvoconductos. Sin contar con la red que centralizaba el bretón, sin su grado de perfección, recurriría a la improvisación, pero sin exponerse.

Le contaría la nueva situación a Étienne Guinart, solo tenía que escribir un mensaje en clave, que Didier se lo entregara al maquinista y este al dentista de Laurent en Pau. En él se ofrecería para ponerse al mando, se entrevistaría con ellos si fuera necesario en Toulouse o donde le dijeran y, sobre todo, buscaría a Durandarte. Didier, Montlum y ella no ostentaban ningún cargo, solo eran personal al servicio de una compañía de ferrocarril, un ayudante de panadería y una camarera del Hotel Internacional gestionado de forma conjunta por las dos empresas del tren, la del Norte y la de Midi, se decía Jana como si el oficio importara para ser detenido. No tenían ninguna prueba contra ellos, se repetía en su cuarto, donde, aunque ya no estaban a la vista, contaba con todo lo necesario: pasaportes fraudulentos de diez nacionalidades al menos puestos a buen recaudo en todos los escondrijos que había ido ideando. Ella, que aprisionaba resmas de papel oficial, que imitaba la caligrafía de los documentos, que falsificaba firmas y estampaba con los sellos de caucho, tallados por el maestro grabador de Jaca, cuanto salvoconducto o visado se le ponía por delante, no lo contaría si la detenían.

No saben nada, se decía. Pronunciaba estas palabras como un conjuro mientras pensaba en la rama de romero sobre el libro de Dumas y el rastro de barro sobre el suelo de su cuarto. Tenía que encontrar a Esteve cuanto antes para los nuevos planes.

Casi a las diez de la noche escuchó que llamaban a la puerta con mucha suavidad. Se acercó y le pareció distinguir al otro lado la voz de Montlum. Con él la confianza era mucha después de tantas tardes compartidas en las que hasta había probado sus cigarrillos y se habían hecho confidencias.

—¿Eres tú? —preguntó, solo por precaución, a la vez que abría, porque estaba segura de que se trataba de él. Pero no era Montlum, sino alguien mucho más corpulento, aunque no era ninguno de los guardias de la Gestapo a los que había servido hacía un rato. Encontrar allí y a aquellas horas a quien tenía enfrente le resultó muy sorprendente.

—¿Puedo pasar un momento? —le dijo Durandarte. Se le notaba la urgencia en la voz.

—Sí, sí, claro —le respondió muy desconcertada.

Miró alrededor. Dentro de su habitación todo estaba en orden. Verlo allí era aún más irreal que sus sueños. Vestía de blanco, como siempre, por el calor iba en mangas de camisa y jugaba con su sombrero como si no supiera qué hacer con él. Jana lo interpretó como una muestra de que pocas veces estaba a cubierto. Por fin lo dejó en la mesita de noche junto al libro de Dumas.

—Me gusta mucho este libro. —Izó la novela con la mano como si fuera un trofeo.

A Jana le resultaba difícil imaginárselo con él en las manos, en el monte, apoyado en el tronco de una carrasca, pero pensó que tampoco había nada que impidiera que la lectura fuera una de sus aficiones. No le cabía duda de que lo había prejuzgado, que se había dejado llevar por las muchas habladurías que sobre él circulaban, sobre todo por una. Y aquella reacción era una muestra más. Ella sentía su prisa, el tiempo escaso. Necesitaba, sin embargo, aunque de momento fuera con dos palabras, comunicarle también su decisión. Y había aparecido como invocado. Pero era otra cosa lo que lo había llevado hasta allí. La más importante para Jana entonces.

—Te traigo un recado de Pilar, la de La Serena, me voy enseguida —le dijo Esteve mientras la miraba como si quisiera ver a través de ella o del camisón bastante traslúcido—. Han llegado a Madrid y su hija a Zaragoza. Pero Pilar no me lo dijo así delante de los demás, sino como una copla. A ver qué hubieras interpretado tú: la virgen de la Paloma es la favorita de las lavanderas y la nuestra la de todos los demás. —Y rio. Se dio cuenta de que se estaba entreteniendo demasiado.

—Esta mujer es muy hábil. Ya puedo respirar, al menos la primera etapa ha salido bien.

Jana sonrió con cierto alivio, después se quedó callada y muy quieta porque advirtió que Durandarte allí de pie posaba los ojos en su cama. Y sonrió de nuevo. No sabía cómo comportarse. Se sentía muy extraña, como si en vez de en su cuarto estuviera a la intemperie. Dos rizos hirsutos, negros, duros, como si fueran crines, pero ondulados, se le escapaban a Durandarte de la tira de cuero que le recogía el resto del cabello en la parte baja de la nuca. Jana se fijó en sus labios, pero enseguida apartó la vista de ellos.

Era muy serio lo que se traían entre manos, la conversación sobre el destino de la familia Juste, como para mezclarlo con aquellas frivolidades, pero no podía evitarlo. El mensajero improvisado era la misma persona en la que ella pensaba para saber de una vez qué era capaz de sentir, si estaba preparada para soportar determinadas intensidades. Estaba convencida de que debía andarse con pies de plomo, paso corto y mirada larga, que de esa forma en cualquier momento podría detenerse si no le gustaba lo que iba encontrando. Para ella ya era suficiente aquella vida, en la que se había desprendido de muchas capas, pero no iba a quedarse de momento sin nada que la protegiera frente al abismo que representaba Esteve.

—No quiero que me vean aquí. Sé que tienes de vecino a Gröber —le dijo él.

El cuarto de Jana, al igual que los de sus compañeros, estaba en un pasillo distinto al de las habitaciones de los clientes del Hotel Internacional, a las de los empleados los separaba del resto una puerta sobre la que se leía Prohibido el acceso. Privado.

Durandarte continuó:

—Pero aun así he venido en cuanto lo he sabido para evitarte más horas de angustia.

Como si una cosa fueran sus palabras y otra su deseo, volvió a mirar la cama y a ella vestida de forma tan leve que las caderas se le recortaban dentro de la tela traspasada por la iluminación de la farola del exterior de la fachada. Veía el pecho de Jana subir y bajar con la respiración, como cuando la espió dormida. Quiso llevarla hasta la cama, sin decir nada, y que ella esta vez asintiera cuando la besara. Aquellas situaciones, quedarse a solas con una mujer, no eran muy habituales en su vida montañesa, al menos desde que estaba en el Pirineo. La melena de Jana parecía una aureola y alrededor de ella se había formado otra del mismo tono, pero inmaterial, que la duplicaba por el efecto de la luz.

—Gracias —le dijo Jana, segura de que en aquel momento se despediría. Pero él no se movió.

Sintió cómo la miraba y se estremeció, no tenía muchos precedentes pero, a pesar de eso, sabía reconocer el ansia que notaba en él y no le cupo duda de que en esos instantes detenidos, cerrados de forma hermética, como una cápsula, no existía para ninguno de los dos la guerra, ni la Resistencia, ni los refugiados, ni las Danger visas, ni el tren a Lisboa, sino que, como en cualquier momento de la historia del mundo, eran una mujer frente a un hombre.

—Espera, Esteve —le dijo a pesar de que él no se había movido de la misma losa donde permanecía desde que entró. Jana pensó que una vez que se hubiera marchado comprobaría las huellas de barro de sus botas—. Quería proponerte que sigamos nosotros con los documentos y los fugitivos; tenemos a Didier, a Montlum y al enlace que está en Londres. —Jana no consideró apropiado pronunciar el nombre de Étienne Guinart—. Tienes que llevar un mensaje, que lo entregue Didier en Pau para transmitirles que seguimos adelante con las evacuaciones y el paso de documentos. Nos reuniremos de forma discreta para reorganizarnos. No podemos detenernos ahora. Es lo que Juste habría querido, aunque su deber le obligara a decirme que no siguiéramos arriesgándonos.

A Durandarte le deslumbró aquella reacción de Jana. No se había amilanado. Aunque no le cabía duda de que lamentaba más que nadie la ausencia de los Juste, no la encontró llorosa, compungida, sino dispuesta a luchar. Aquella mujer representaba dos de las cosas que a él más le interesaban: la valentía y la verdad. Era de una pieza, no aparentaba, sino que era tal cual se mostraba. Sintió una sacudida que no solo no lo sacó de su deseo, sino que lo hizo caer en una atracción hacia ella aún mayor.

—¿Dónde dormirás esta noche? —le dijo Jana, a la vez que se sorprendía de escucharse a sí misma porque enseguida se dio cuenta de que aquello podía interpretarse como una invitación. No hubiera sido lo mismo pronunciar aquellas palabras unos momentos antes. De eso no le cabía ninguna duda. Pero después de lo hablado parecía que lo decía con una intención muy concreta.

—En la casa de los padres de Valentina. Como era de esperar, me están muy agradecidos y me dan alojamiento siempre que tengo que quedarme en el pueblo.

—Esteve, buenas noches, gracias por no esperar a mañana. —En cuanto dijo estas palabras advirtió que para ella, y tal vez para ambos, significaban bastante más de lo que en principio parecía, como si no solo aludieran al mensaje que le había llevado.

A pesar de su sigilo al salir de allí, Eberhard Gröber descubrió a Esteve. El mayor tenía la puerta de la sala de reuniones abierta un par de dedos, y lo vio en el pasillo que comunicaba la planta con las habitaciones del servicio. A través de aquella rendija, el oficial lo vio sonreír y entonces sonrió él también. Le faltaba muy poco para acabar de completar aquel rompecabezas a pesar de los fracasos anteriores. Se dijo que importaba más cómo terminaba algo que cómo comenzaba.