Dos días más tarde, mientras terminaban de desayunar, Fanny le indicó a Polly que subiera a arreglarse, porque irían a la escuela donde ella tomaba clases de francés. Polly preguntó si no estaba correctamente vestida, y Tom se largó a reír, diciendo que le faltaban muchos detalles importantes, como el postizo.
–¿Qué es eso? –indagó Polly.
–Un enorme mechón de pelo ajeno que cuelgas en tu cabeza –explicó él, riendo todavía.
Después, en tanto que Fanny se acicalaba para salir, Polly no apartó los ojos de ella:
–¿Por qué tienes que ir tan elegante? –averiguó.
–Generalmente nos vamos de paseo al final de las clases, y nunca se sabe con quién nos podemos encontrar, así es que conviene ir bien vestida. Todas las chicas cuidan mucho de su apariencia. Tú deberías hacer lo mismo –advirtió–. Ponte tu traje más bonito y tu mejor sombrero. ¡Y, por lo que más quieras, no seas tímida! Eso causa mala impresión.
Pese a estas recomendaciones, Polly no pudo evitar la sensación de desconfianza que solía dominarla, cuando entraron en aquella sala llena de señoritas, que competían unas con otras en elegancia. Todas se hallaban sentadas en torno a una larga mesa, en tanto que esperaban al maestro de francés. Fanny y Polly se unieron al grupo. Las chicas comían caramelos, y hablaban, arrebatándose las palabras de los labios, sobre asuntos que a Polly le eran totalmente desconocidos: novelas de amor e historias sentimentales de la vida real, sobre las que se tejían infinidad de comentarios. Entre estas últimas, el romance de una colegiala que se había fugado con su profesor de música.
Por fin, la llegada de Monsieur las obligó a abandonar aquella charla en que, por cierto, Polly no participaba. Las jóvenes contestaron preguntas, escribieron ejercicios, y leyeron varios trozos en la lengua de Molière, mientras Monsieur se afanaba por que lograran una pronunciación correcta. Durante el recreo, algunas chicas salieron al jardín, donde se pasearon tomadas del brazo, y otras retomaron los temas que las apasionaban, y que a Polly le producían una mezcla de temor y desconcierto.
Más tarde, ciertas alumnas pasaron a otra sala, a recibir lecciones de piano. Fanny y dos compañeras, llamadas Belle y Trix, decidieron almorzar en una confitería próxima. Polly fue con ellas, aunque no llevaba más dinero que para un trozo de pastel de manzanas. Fue en esa confitería donde se les acercó un caballero de baja estatura y rostro juvenil, con el cual Fanny anunció que iría a dar un paseo.
Sin saber qué hacer, Polly los siguió a cierta distancia, hasta que Fanny recordó que era una señorita bien educada, y la invitó a visitar una galería de arte. Allí, le propuso que aprovechara de conocer los cuadros, mientras ella y su acompañante conversaban.
Una y otra vez, recorrió Polly las salas de exposición de la galería, tratando de interesarse en cada una de las obras que colgaban de las paredes, antes de que Fanny y el joven caballero se despidieran. Cuando lo hicieron la joven prometió no faltar al concierto.
En el camino de regreso, Fanny introdujo una mano en el manguito de Polly, oprimiendo las de ella:
–No hagas ni el menor comentario sobre Frank Moore –recomendó–. Papá haría un escándalo si se entera. Por lo demás, a mí no me interesa, y a él le gusta Trix.
–¿Y por qué va de paseo contigo?
–Él pretende darle celos conmigo, ¿entiendes?
No, una vez más Polly no entendía. Esta clase de juegos y enredos no encajaban dentro de su manera clara y recta de pensar. No obstante, prefirió no hacer más preguntas.
Todas las chicas asistirían al concierto de esa tarde. Sin embargo, cuando la abuela averiguó quién acompañaría a Fanny, ella se limitó a contestar que iría con Polly, sin nombrar a nadie más. La abuela pareció contenta, y les deseó que disfrutaran de la música.
Fanny se cambió de ropa y se puso más elegante que en la mañana, pero en cuanto salió a la calle volvió a inquietarse por su peinado, su sombrero y otros accesorios.
–¿Qué te pasa? –preguntó Polly.
–¡Cállate! Ahí viene Gus, el hermano de Belle –susurró Fanny, al mismo tiempo que le sonreía al joven que se aproximaba.
Gus las saludó y se puso a caminar al lado de Fanny. Así llegaron al local donde se ofrecía la sesión musical. Este se encontraba muy concurrido, en especial por gente joven. Lamentablemente, muy pronto Polly descubrió que la mayoría de esas personas no se entregaban al placer de escuchar la música, ya que un zumbido permanente de susurros envolvía la sala. Este zumbido crecía como una ola en los entreactos, que los jóvenes caballeros aprovechaban para contar los últimos chismes de moda, y a veces era interrumpido por la risilla aguda y nerviosa de una señorita.
El concierto terminó al anochecer, y Polly respiró, aliviada, al ver que un carruaje de la familia había venido a buscarlas.
–¿Te divertiste? –averiguó Fanny.
–Me costó concentrarme –confesó Polly–. Para oír música hay que guardar silencio.
–¿Y cuál de los jóvenes te gustó más? ¿Frank, Gus, Sydney...?
–Sydney me pareció agradable. Fue el único que me prestó atención, y solo me habló en un intermedio para referirse a un tema musical. A los demás no los hallé muy bien educados.
–Lo que pasa es que te creyeron una niñita. Es lo que pareces por tu forma de vestir y de actuar. Pero no te molestes con mis amigos; yo me encargaré de que se porten mejor la próxima vez que salgamos –aseguró Fanny, y sonriendo en forma despectiva, agregó–: ¡Lo que me extraña es que no te quejes de la mala educación de Tom!
–Él es un muchacho, y se comporta como muchacho.
Fanny no alcanzó a responder, porque el canto estridente de un gallo resonó en el interior del coche.
–¿Qué es eso? –gritó Fanny, dando un salto– ¡Oh, es Tom!
Efectivamente, Tom apareció desde debajo de uno de los asientos desocupados, y se sentó frente a ellas, atacado de la risa.
–¿Qué tal, chicas? –dijo.
–¿Oíste todo lo que conversamos? –indagó Fanny, alterada.
–¡Claro que sí! Y pienso qué irá a decir papá cuando sepa que andas con esos amiguitos.
–¡Tom, papá no debe saber nada! Haré un trato contigo –propuso su hermana–. No es mi culpa que esos jóvenes vinieran al concierto.
–¿Qué clase de trato? –inquirió él.
–Te ayudaré a conseguir lo que le pidas a papá, y Polly me ayudará. ¿Verdad?
–Yo no tengo nada que ver en este asunto, y todo lo que haré es quedarme callada –declaró Polly.
–¿Y es muy importante lo que debes callar? –averiguó él, poniéndose serio.
–Para mí sí, porque yo no podría engañar a mis padres.
–¿Vas a decirnos que les cuentas todo?
–Todo. Por eso no tengo problemas con ellos.
Al llegar a la casa, Tom ayudó muy gentilmente a bajar del coche a Polly, mirándola como a una persona que inspira respeto.