Decididamente Polly se encontraba en un mundo extraño, y principió a arrepentirse de haber realizado ese viaje. No tenía más ocupaciones que andar por las calles mirando escaparates, conversar sobre frivolidades y leer novelas de amor. Sin embargo, reconocía que estaba impresionada por el lujo que la rodeaba, y entre las muchas cosas que le costaba entender, estaba la razón por la cual la familia Shaw no era una familia feliz. ¿En qué residía lo malo, lo que no funcionaba?
Las amigas de Fanny le producían una invencible desconfianza. Siempre hablaban de asuntos que no le quedaban claros, y que, explicados por Fanny, solían escandalizarla. Esto motivó que se acercara a Maud, aunque la niñita imitaba en todo a los mayores que la rodeaban, llegando al extremo de sufrir de los nervios, igual que su madre. No obstante, Polly le relataba cuentos de hadas, jugaba con ella, y de este modo logró conquistarla plenamente.
En lo que se refería a Tom, había llegado a estimarlo, pese a que seguía haciéndole algunas bromas pesadas, como agarrarle un pie cuando iba subiendo las escaleras, o aullar como lobo desde algún rincón oscuro, provocándole diversos sobresaltos. El muchacho le parecía muy abandonado. La madre solo prodigaba su ternura a las niñas, y el señor Shaw, aparte de criticarlo, no manifestaba mayor interés por su hijo. En cuanto a las hermanas, no tenían más que reproches y quejas para Tom. La única que lo defendía y lo mimaba era la abuela, y, aunque él fingía esquivar las demostraciones de afecto de la anciana, en el fondo correspondía su cariño. Por otro lado, la abuela también se hallaba bastante olvidada y sola.
Como la falta de ejercicio de aquella vida que transcurría en los salones, o sobre las ruedas de un carruaje, desesperaba a Polly, a veces se escapaba a dar una caminata por el parque; a ver las competencias de los chiquillos en sus trineos, o las batallas con bolas de nieve. Así fue cómo una tarde muy fría, en que observaba a varios niños resbalando por una cuesta nevada, escuchó a unas niñitas que se lamentaban porque la pendiente era demasiado empinada, y les daba miedo el descenso.
–Préstenme el trineo –propuso Polly–. Yo las bajaré sentadas sobre mis rodillas.
Las pequeñas aceptaron, y Polly se lanzó feliz cerro abajo. Una a una fue llevando a las niñas, que la miraban como si fuera un ángel. Después de acarrearlas a todas, subiendo y bajando, escuchó un silbido que reconoció al instante.
–¿Qué diría Fanny si te viera? –preguntó Tom.
–No sé, y no me interesa.
–Entonces, descendamos juntos. Yo te seguiré.
–No puedo. La niñitas tienen que irse, y se llevarán el trineo.
–En ese caso, ven en el mío.
Polly se instaló en el trineo de Tom, y se deslizaron velozmente por la cuesta. En aquel lugar, en medio de la naturaleza, sin nada ficticio entre ellos, el muchacho mostraba un aspecto totalmente distinto de su carácter, franco y entusiasta. A su vez, Polly se veía libre de toda timidez o recelo, y actuaba con absoluta espontaneidad, comunicando una alegría contagiosa. Conversando, riendo, paseando en el trineo, se les fue la tarde y comenzó a anochecer.
Cuando entraron en el comedor, ya estaba toda la familia reunida. El señor Shaw encontró que las mejillas de Polly tenían un color muy saludable, pero Fanny observó que también tenía la nariz roja. Al preguntarle a Tom en qué se entretuvo hasta esa hora, él respondió que había salido a disfrutar de la nieve en su trineo, pero Maud agregó algo más.
–Sí, Tom y Polly se estaban lanzando desde el cerro –contó–. Yo los vi cuando volvía del colegio con Blanche.
Esto bastó para que Fanny se alterara. Consideró incalificable el comportamiento de Polly, y declaró que se moriría de vergüenza, si alguna de sus amigas la había visto.
–Solo me vio Tom y unas niñitas –se defendió Polly–. Por lo demás, es algo que mi madre me permite, y no veo nada malo en ello.
–Por supuesto que no, y podemos ir en el trineo todos los días –la apoyó Tom–. ¿Verdad que sí, abuela?
Antes que la abuela diera su opinión, la señora Shaw emitió la de ella, que fue tajante:
–En un pueblito como el tuyo, Polly, se pueden hacer muchas cosas que aquí no son bien miradas –puntualizó.
–¡Eres una pícara! –susurró Fanny en el oído de su amiga– Lo que pasa es que estás coqueteando con Tom.
Esta suposición indignó a Polly. Se mantuvo en silencio por el resto de la cena, y en seguida pidió permiso para retirarse a su habitación. Tom la alcanzó en la mitad de la escalera:
–¿Iremos mañana a ...?
–No –lo interrumpió ella–. A tu madre le disgusta.
–Estoy seguro de que esa no es la razón –advirtió él–. ¡Dime la verdad, Polly! ¿Qué te hizo cambiar tan de repente?
–No puedo decírtelo. Perdóname.
–Me desagrada la gente cobarde –afirmó Tom, con tono desafiante.
–¡Yo no soy cobarde!
–¡Lo eres, desde el momento en que te da miedo lo que piensen de ti los demás! –exclamó él– ¡Yo creí que eras distinta a las otras chicas!
Tom dio media vuelta y bajó la escalera. Polly se encerró en su dormitorio. Se sentía humillada y muy triste. Aquel mal pensamiento de Fanny lo había echado todo a perder, porque ella era incapaz de esos juegos. El amor era algo muy serio y respetable para Polly, y jamás se le había pasado por la mente eso de coquetear, que parecía ser una diversión más de Fanny y sus amistades.
A partir de esa noche, Tom se apartó de Polly, y pareció ignorarla. Ella se refugió más que nunca en la amistad de la pequeña Maud, con la que jugaba a la escondida, a las muñecas o saltaba a la cuerda. Pero existía algo que la hacía sentirse muy inconfortable, y era lo simple y anticuado de su vestuario. A pesar de que nadie se lo decía, Polly sabía que se hacían comentarios al respecto, y le molestaba llamar la atención precisamente por vestir en forma exageradamente sencilla. Le escribió a su madre, pidiéndole autorización para transformar sus vestidos, asemejándolos un poco a los trajes de Fanny, y la respuesta fue negativa. La mamá le recordó que era mejor que la gente la apreciara por sus propios valores, y no por sus ropas; que un corazón en paz y un rostro alegre eran adornos más valiosos que los que se encargaban a París. Junto con la carta recibió un relicario con los retratos de papá, por un lado, y mamá, por el otro. Polly lo colgó de su cuello, y nunca se olvidó de besarlo antes de dormir. Tampoco echó al olvido aquello de mantener el rostro alegre y el corazón en paz.
Sin embargo, cedió a una tentación: se compró un par de botas doradas. Tanto insistió Fanny, usando los más variados argumentos para convencerla, que lo consiguió. Gastó así, en menos de una hora, los diez dólares con los que pensaba adquirir distintos regalos para su familia. Fanny le aconsejó no preocuparse, ya que la solución era recurrir a la abuela, quien le enseñaría a confeccionar diferentes objetos. Efectivamente, la abuela le prestó toda su ayuda, y hasta le proporcionó materiales. Pero, por muy bonitos que resultaran aquellos regalos confeccionados por sus manos, no podrían reemplazar el libro para papá, ni el bolso para mamá, ni la pelota para Will, ni los patines para Ned. Polly se sintió profundamente egoísta, y reflexionó acerca de lo que significaba ceder a la tentación. Aquellas botas doradas pesaban sobre su conciencia.