El señor Shaw demostraba gran simpatía por Polly. Le encantaban sus modales simples y respetuosos, su disposición para hacer pequeños favores en todo momento, e íntimamente deseaba que Fanny se le pareciera. Una noche, cuando las dos jóvenes iban a acostarse, Polly se despidió dándole un beso a la abuela. Esto motivó la risa de Fanny:
–¡Qué infantil eres! –exclamó– Ya no estamos en edad para despedirnos así.
–La edad no es un impedimento para besar a los padres o a los abuelos –respondió Polly.
–Tienes toda la razón –aseguró el señor Shaw, estrechando las manos de la niña y mirándola con sincero afecto.
–Siempre pensé que a ti no te agradaban esas demostraciones de cariño, papá –murmuró Fanny, sorprendida.
–Significa que siempre te has equivocado –dijo él–. A todo el mundo le gusta sentir que lo quieren.
Fanny lo abrazó y lo besó. En el fondo, ella amaba mucho a su padre.
La señora Shaw era una mujer prácticamente inválida a causa de sus nervios. Su carácter variable la hacía necesitar diferentes cosas a cada rato. Por lo tanto, Polly se dedicó a servirla y complacerla en sus caprichos, hasta llegar a serle indispensable. También dedicó tiempo a la abuela, acompañándola en sus habitaciones, otorgándole momentos de alegría, y recibiendo de ella grandes enseñanzas.
Tom era el único con quien no había vuelto a lograr un acercamiento. No obstante, Polly no perdía las esperanzas de hallar una ocasión para ser su amiga. Esta se produjo una noche, en que ella pasó casualmente frente a la biblioteca, y vio a Tom allí, contemplando con fastidio un alto de libros. Polly le preguntó si se trataba de un lección muy difícil. La respuesta del muchacho fue descargar un puñetazo sobre un texto de latín. Polly le propuso de inmediato que le permitiera ayudarlo. Y, aunque él se opuso, argumentando que las chicas no sabían de esas cosas, Polly insistió. Ella había estudiado latín junto a su hermano Jimmy, y no era ignorante en la materia. Finalmente Tom cedió, y se dedicó con gran tesón a sus lecciones, hasta dominarlas perfectamente. Después probaron con el álgebra, en la que él aventajaba a Polly, y decidieron seguir estudiando juntos.
–¿Así lo haces con tu hermano Jimmy? –averiguó Tom.
–Lo hacía –rectificó ella, dejando de sonreír–. Jimmy está muerto.
A la noche siguiente retomaron las lecciones, y en un momento de descanso, Tom se quejó de que su padre no lo quería. Polly rebatió aquella idea, asegurándole que solo imaginarlo era un disparate.
–Tengo mis razones para pensar así –se lamentó Tom–. ¿Te has dado cuenta de que a mis hermanas mi padre les regala todo lo que piden? A mí, en cambio, prometió comprarme un velocípedo, si mejoraba mis notas, y no ha servido de nada que me haya esforzado y obtenido calificaciones excelentes. Yo no existo para él.
–Tu deber es estudiar sin esperar recompensas –murmuró ella.
–No, Polly, no es eso. Si a mi papá le importaran mis progresos, es posible que yo me olvidara de ese regalo. Pero a él no le interesa nada mío. Por ejemplo, yo me aprendí La Batalla del Lago Regillus, porque a mi padre le gustaba, y cuando supo que lo recité en el colegio, ni siquiera se enteró de todas las felicitaciones que recibí.
Polly no dejaba de encontrarle razón, y para animarlo, le rogó que declamara aquel poema para ella. Tom comenzó a recitar sin mucho entusiasmo; sin embargo, el sonido de su propia voz le fue dando bríos, y finalizó en forma brillante. Ella lo aplaudió calurosamente. Los dos se volvieron hacia la puerta, al escuchar que alguien más aplaudía desde allí. Era el señor Shaw, que estaba detenido en el umbral, y había oído las quejas de Tom con respecto a él.
–Excelente, Tom –dijo–. Puedes llegar a ser un magnífico orador. Confía en que iré a escucharte la próxima vez que recites.
–Gracias, papá –susurró Tom, emocionado.
–Mañana podrás estrenar tu velocípedo –añadió el señor Shaw.
Al día siguiente, Tom fue dueño de aquel vehículo con el que tanto había soñado, y, en pocos días, llegó a manejarlo con mucha destreza. No obstante, una tarde en que Polly lo observaba bajar, a gran velocidad, por la calle que bordeaba el parque, un perro se atravesó inesperadamente en el camino. Por esquivar al animal, el muchacho fue a dar violentamente contra la cuneta.
Polly no sospechó la gravedad del accidente hasta que vio a Tom bajo las ruedas del pequeño vehículo, intensamente pálido, con un tajo en la cabeza del que manaba sangre. Ayudada por algunos vecinos, la niña lo hizo trasladar a la casa. En seguida mandó llamar al médico. La madre y la abuela habían salido, y Fanny estaba donde la modista; así es que ella era la única que podía tomar decisiones. Por suerte, el doctor no demoró en acudir, pero cuando pidió que alguien le sirviera de ayudante para suturar la herida, la mucama y la cocinera se aterraron, y Polly fue la única dispuesta a cumplir esta tarea.
–¡Eres maravillosa! –musitó el muchacho, mientras ella le sonreía, tratando de infundirle ánimo.
Tom necesitó quedarse en cama durante más de una semana, y el mundo entero, en el hogar de los Shaw, giró en torno a él. El médico había dicho que si el golpe recibido en el parietal hubiese fracturado el hueso, el joven habría estado en serio peligro de morir en el accidente. El haberse hallado tan cerca de perder a Tom, hizo reaccionar a la familia, manifestando los sentimientos que acallaban; todos extremaron su cariño y devoción por el enfermo.
No obstante, aquel período de paz y armonía sufrió algunos altibajos con el tiempo. Con razón la abuela estaba muy asombrada por la cortesía y el respeto que reinaban entre los jóvenes.
Todo comenzó con lo que Fanny calificó como “la estupidez de Polly”. Ésta se hallaba en el hall, ayudando al señor Shaw a quitarse el abrigo, cuando entró la mucama con un lindo ramo de rosas. Polly lo recibió, dio una mirada al mensaje escondido entre las flores, y las dejó sobre el arrimo. El señor Shaw sonrió con picardía, y comentó que no sabía que tuviera admiradores a tan temprana edad. Impulsada por su naturaleza honesta, Polly aclaró que las rosas no eran para ella, sino para Fanny. La expresión del señor Shaw cambió de inmediato, y se volvió más grave cuando leyó los versos con que Frank Moore acompañaba el ramo.
–Anda a buscar a Fanny. Las espero en la biblioteca –comunicó.
No sirvió de nada que Polly tratara de disculpar a su amiga. El caballero abandonó la habitación sin oírla.
–¡Eres una estúpida! –le gritó Fanny cuando Polly le contó lo que acababa de suceder– ¡Una completa estúpida! ¿Qué te costaba dejar que papá creyera que el ramo de rosas era para ti?
–¡Habría sido una mentira!
–¡Callar no es mentir! ¡Lo que pasa es que eres una indiscreta, incapaz de guardar un secreto!
El señor Shaw las aguardaba en la biblioteca. Le había escrito una nota a Frank Moore, y anunció que esperaba que, después de recibirla, aquel petimetre se haría humo. No le parecía un joven recomendable, y no quería que se aproximara a su hija. Amenazó a Fanny con llevarla a un internado, si se enteraba de que seguía alternando con Moore.
Cuando las dos muchachas quedaron solas, Fanny se encolerizó con Polly, y la trató con tanta dureza, que la pobre estuvo por hacer sus maletas y regresar a su casa. Solo la detuvo pensar en las explicaciones que debería dar, lo cual, sin duda, traería más desagrados. Por este motivo, prefirió callarse y sobrellevar en silencio la gran pena que le causaba la actitud de Fanny. No obstante, las dificultades continuaron.
Esa misma tarde, Polly entró en el dormitorio de su amiga a buscar un libro que había dejado allí, y casi en seguida apareció Tom. Preguntó por Fanny, y Polly le contestó que estaba en el salón, con algunas amigas. Tom se paseó por la habitación, y, de pronto, se detuvo ante la cómoda de Fanny. Abrió los cajones, y por curiosidad comenzó a revolver los objetos que estaban guardados allí. En vano, Polly le rogó que no desordenara las cosas. Tom no le prestó atención, e inventó un nuevo juego que consideró muy gracioso: se probó collares y cintas, se puso polvos de arroz en la cara, los rizos postizos, y se vació encima el frasco de agua de colonia. Como si todo esto fuera poco, haciendo caso omiso de las súplicas y protestas de Polly, se vistió con el traje que Fanny había dejado sobre una poltrona, y dio el toque final a su disfraz con un sombrero de su hermana y el manguito de armiño.
–¡Fanny no te perdonará jamás! –exclamó Polly.
–¡Qué importa! ¡Ven, bajemos al salón! –propuso él, riendo a gritos– Quiero ver las caras que ponen las amiguitas.
Polly reconocía que el aspecto del muchacho era divertidísimo, y de buenas ganas se habría largado a reír. Sin embargo, tenía miedo a la reacción de Fanny y a que surgieran más problemas.
–¡No, no te permitiré que hagas eso! –afirmó, y le puso llave a la puerta.
El temperamento arrebatado de Tom explotó apenas vio que ella apretaba la llave en su mano derecha.
–¡Dame esa llave! –ordenó.
–Siempre que no bajes a molestar a tu hermana y te saques esas ropas.
–¡Si no me la das, te la quitaré!
–Sería una cobardía que abusaras de tu fuerza.
Pese a su determinación de no dejarlo salir, la ira de Tom, en contraste con su facha, resultaba algo tan cómico, que Polly no aguantó más la risa. Pero esto, en vez de aflojar la tensión, activó más la furia de él. Sin reflexionar, aferró la muñeca de la niña, haciéndola dar un grito de dolor y soltar la llave.
–¡No quise hacerte daño! –murmuró, mientras ella abandonaba la habitación.
Lentamente, Tom se despojó del vestido y los adornos de su hermana, y puso todas las cosas en su lugar. Había perdido el ánimo de hacer bromas. Lo único que le interesaba era pedirle perdón a Polly.
Con este objeto se dirigió hacia el dormitorio de ella, pero solo encontró a Maud allí. La niñita estaba inspeccionando el baúl donde Polly guardaba los regalos para su familia. Segundos más tarde, entró Fanny, quien venía a recriminar, una vez más, a su amiga, pues se había enterado de que Frank Moore estaba muy ofendido por la nota enviada por el señor Shaw.
–¿Qué hacen ustedes aquí? –preguntó al ver a sus hermanos.
–Necesito conversar con Polly –contestó Tom.
–Y yo la estoy esperando para jugar con ella –dijo Maud.
Fanny hizo un gesto de impaciencia, y dirigió una mirada de soslayo a las ropitas para muñecas, confeccionadas con sobras de encajes; a los juguetes dados de baja, que Polly había reparado para sus hermanos menores; a las figuritas talladas en madera.
–¡Qué colección de baratijas! –comentó con desprecio.
–¡No te burles de las cosas que hace Polly! –protestó Maud– Ella sabe coser y bordar, y dibuja y escribe mejor que Tom. ¡Miren, aquí hay un libro en que ha escrito mucho, y ha llenado de dibujos.
Maud, que no sabía leer, colocó en su falda un álbum que llevaba por título: Diario de mi Vida.
Tom rió al observar un dibujo que lo representaba a él en el momento de su accidente, con el velocípedo encima y el perro ladrando. En la página siguiente había una caricatura de Fanny y Frank Moore. Luego un retrato de la abuela, realizado cuidadosamente, con un parecido muy bien logrado; más adelante, caricaturas de Trix y las demás compañeras de Fanny.
–¡Perfectas! –opinó Tom– Están tan ridículas como son en la realidad.
–No la admirarías tanto, si leyeras lo que dice aquí –dijo Fanny–. Escucha: “No me cuesta querer a Tom cuando se porta bien. Desgraciadamente, es algo que consigue por muy corto tiempo. Generalmente es poco respetuoso con sus padres, y tiene un carácter difícil”. ¿Qué me dices?
–Que mejor te enteres de lo que expresa más abajo –sugirió él, y leyó–: “No creo que Fanny y yo podamos continuar siendo amigas. Es dura y rencorosa. Le mintió a su padre, y no puede perdonar que yo no sea cómplice de sus mentiras. Siempre habla de cortesía, pero es muy descortés tratar a una invitada de la manera en que Fanny me trata a mí. Yo jamás me reiría de las ropas de una amiga, porque es pobre, ni la humillaría diciéndole que es rara y estúpida. Me iría de esta casa hoy mismo, si no existieran la abuela y el señor Shaw, a los que quiero con todo mi corazón y no deseo causar molestias”. Más abajo de aquellas líneas, la escritura aparecía borrosa. Era evidente que habían caído lágrimas en la página.
Fanny iba a decir algo a Tom, y no pudo, ya que, al levantar la vista, sus ojos se encontraron con los de Polly, que, inusitadamente, relampagueaban de furia.
–Maud nos mostró tu Diario, y estábamos mirando los dibujos –murmuró.
–¡Y también lo que he confesado en la más completa intimidad, y burlándose de mis regalos! –exclamó Polly– ¡Es lo más repugnante que pueden haber hecho! –Como si temiera agregar algo más, salió del dormitorio, con una expresión de desprecio y honda tristeza.
Fanny guardó el Diario dentro del baúl y cerró la tapa. Los tres hermanos estaban consternados; la pequeña Maud ni siquiera se atrevía a llorar. Finalmente, fue la arrogante Fanny quien lo hizo. Acusándose de ser culpable de todo, de haber sido cruel y egoísta, sollozó desconsoladamente.
Tom no se detuvo a calmar a su hermana, y salió en busca de Polly. Después de ir a las habitaciones de la abuela y recorrer toda la casa, pensó que la niña podía estar en el parque. Entonces se dirigió al cuartito, debajo de la escalera, donde guardaban las botas para la nieve. Al abrir la puerta, retrocedió, sorprendido: allí se encontraba Polly, ovillaba en el suelo, con la cabeza apoyada en las rodillas. No lloraba, pero él tocó suavemente sus mejillas húmedas, y oyó su respiración agitada.
–Perdóname, Polly –susurró. Y no se sintió humillado por pedir perdón; al contrario, comprendió que era la única actitud propia de un hombre.
Polly perdonó a Tom, y también a Fanny. Jamás se supo cómo se reconciliaron las dos amigas. Al principio derramaron muchas lágrimas, luego conversaron largamente y, por último, se las escuchó reír, como en los mejores tiempos.
Esa noche, Polly se fue a acostar tranquila y contenta, dando gracias a Dios por haber recobrado esa amistad que se había trizado, y por no tener ni resentimientos ni temores. Sin embargo, tuvo un pequeño sobresalto cuando escuchó que llamaban a su puerta. Fue a abrir, pero en el pasillo no vio a nadie. En el suelo halló un frasco azul, con un trozo de franela roja, y un mensaje:
“Querida Polly: el remedio que está en la botella es infalible para sanar los machucones. Hazte un masaje en la muñeca, y envuélvela con la franela. Te prometo que mañana estarás perfectamente. Siento en el alma haberte causado daño. Si realmente me has perdonado... ¿iremos a pasear juntos en trineo? Tom”.