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Últimamente, Fanny, Maud y, a veces, Tom, solían acompañar a Polly a las habitaciones de la abuela, y escuchaban con interés las viejas anécdotas que iban brotando de sus recuerdos. La anciana dama solía abrir una antigua vitrina, permitiéndoles que admiraran los objetos guardados allí. Cada uno tenía su historia, y, entre estas, una de las que más gustaron a los jóvenes fue aquella de la almohadilla para alfileres y agujas.

El cuento se remontaba a los tiempos de la guerra de 1812, cuando el tío Joe, aprovechando una licencia de breves horas, llegó a la casa de su prometida, la tía Dolly, y le anunció que el sacerdote esperaba en la sala para casarlos de inmediato. Dolly, que estaba cosiendo en ese momento, no tuvo tiempo para cambiarse de ropa, y bajó con la almohadilla y las tijeras colgadas de una huincha en la cintura. Al marchar nuevamente hacia el frente, el tío Joe se llevó aquella almohadilla como recuerdo, y la guardó junto a su pecho. Más tarde, solía contarles a sus hijos que la pequeña almohadilla de su amada Dolly le había salvado la vida. Efectivamente, ella atajó la bala que debió recibir en el corazón.

Todo este acercamiento a la anciana lo había logrado Polly, y fueron muchas las horas alegres que los hermanos Shaw disfrutaron frente al fuego de la chimenea, en aquellos aposentos que antes nadie visitaba. Pero los días iban pasando rápido, y se aproximaba el de la partida de Polly.

–¿Por qué tienes que irte el sábado? –preguntó Fanny.

–Se acerca la Navidad, y lo que más quiero es estar con mis padres y mis hermanos para esa fecha.

–Yo tenía la esperanza de que compartirías con nosotros las fiestas navideñas y la llegada del Año Nuevo.

–No insistas, Fanny –dijo Tom–. Es natural que ella esté al lado de su familia. Mejor ocúpate de organizar la fiesta de despedida de Polly.

Sin pérdida de tiempo, se iniciaron los preparativos para la gran fiesta, y la más entusiasmada fue la propia Polly. No obstante, cuando la esperada noche llegó, no pudo evitar cierta decepción. Su vestido nuevo de muselina le parecía el más elegante que se podía tener, hasta que lo comparó con el maravilloso traje de seda color rosa de Fanny, de corte perfecto, lleno de vuelos y cintas. También Maud se veía preciosa con su túnica blanca, y ambas usaban valiosos collares, aretes y anillos. A su lado, Polly consideró que su vestimenta era decididamente infantil y pasada de moda. Sin embargo, la única que captó lo que ocurría fue la abuela. Cuando las tres chicas se presentaron ante ella, y Fanny preguntó cómo las encontraba, la anciana opinó que sus nietas se veían elegantísimas, pero que el vestido que más le gustaba era el de Polly, ya que era exactamente el indicado para su edad. Además, afirmó que le agradaba mucho que Polly hubiera cumplido la promesa hecha a su mamá, de no usar ropas ajenas ni joyas prestadas.

–Las niñas como tú, querida –le dijo–, no requieren más adornos que los que a ti te hacen resplandecer esta noche: tu modestia, tu juventud y tu natural belleza.

–Polly es tan bonita, que da lo mismo lo que se ponga –añadió Tom, observándola con admiración.

El señor Shaw le pidió a su hijo que distribuyera los ramilletes que debían llevar las niñas. Éste obedeció, entregando el más suntuoso a Fanny, el más alegre y colorido a la pequeña Maud, y el más fino y delicado a Polly.

Los primeros en acudir fueron los tres mejores amigos de Tom, muy tiesos dentro de sus trajes y sus zapatos nuevos, y algunas niñitas convidadas especialmente para entretener a Maud. Luego fueron haciendo su entrada los jóvenes caballeros y las refinadas señoritas.

Cuando estaba a punto de iniciarse el baile, Fanny le ordenó a Tom que fuera el primero en invitar a bailar a Polly. Él se resistió, como si fueran a llevarlo a una sala de torturas, pero su hermana fue inflexible. Por último lo convenció, apelando a la promesa que habían hecho de ser gentiles con Polly, y lograr que regresara feliz a su casa. Como si bailar no fuera suficiente, lo conminó a ponerse los guantes, como correspondía a un caballero.

–¿Quiere hacerme el honor de concederme este baile, señorita Milton? –preguntó Tom, haciendo una reverencia.

–Por supuesto –contestó ella, riéndose–. Pero dime a qué estás jugando.

–A portarme como un caballero –contestó él–. Y ahora sujétate firme, porque no tengo la menor idea de bailar.

Era cierto. Tom zarandeó a Polly, la pisó, chocó con otras parejas, y estuvieron a punto de caerse. Por fin la dejó en una silla, y partió en busca de uno de sus amigos para que lo reemplazara. Pero en cuanto se alejó, el joven señor Sydney, que era el mejor bailarín que había en la fiesta, se aproximó a Polly para pedirle que bailara con él. Esta vez la danza resultó excelente, y todos pudieron ver a la niña girando etéreamente por el salón, guiada por el más elegante y distinguido de los jóvenes.

Después, Polly ya no tuvo momentos de descanso. Todos querían bailar con ella, y, como le encantaba hacerlo, se incorporó al entusiasmo general con sincera alegría. El baile podría haber continuado indefinidamente, si no se hubiera anunciado la cena, y fue ese el momento en que volvió a ver a Tom.

–Ven conmigo –le indicó, como si le comunicara un secreto, guiándola por el largo pasadizo que iba desde el comedor a la cocina–. Esta es la cueva de una banda de ladrones, de la que yo soy el jefe.

Asombrada, Polly vio que allí, junto a un mesón repleto con tortas y los platos más exquisitos, se encontraban los amigos de Tom. Cada vez que un sirviente pasaba con bandejas hacia el comedor, ellos se apropiaban de lo que era más grato a su paladar, disfrutando mucho más que el resto de los invitados. Polly fue incorporada al grupo, y realmente se divirtió compartiendo con los muchachos ese banquete íntimo, sin estiramientos ni modales refinados, en el que todos comían y reían felices.

Sin embargo, al regresar al salón, repentinamente se quedó sola junto al ventanal, contemplando a las parejas que bailaban; entre estas, Sydney con una jovencita lujosamente ataviada. Entonces, Polly se confesó a sí misma que deseaba esos vestidos, esas joyas y una casa con un gran salón. Con fuerza desechó aquellos pensamientos, y, con pena, comprendió que un sentimiento hasta ahora desconocido acababa de tocar su corazón. Era un sentimiento negativo, que se llamaba envidia.

Cuando se marcharon los últimos invitados, Fanny le preguntó si le había gustado la fiesta.

–Me encantó –respondió Polly, y después de una pausa agregó, reflexionando–: Pero no quisiera ir a otras.

–No te entiendo. ¿Por qué no?

–Porque no quiero envidiar nunca a nadie. Por eso es una suerte que me vaya mañana.

Al día siguiente todos le demostraron más que nunca su afecto. El señor Shaw le rogó que volviera a visitarlos por unos días cada invierno.

–Te necesitamos, Polly –le dijo–. Tú trajiste alegría y dulzura a esta casa, y espero que eso perdure después de tu partida.

La abuela y Fanny le pidieron que les permitiera arreglarle el baúl, cosa que la niña aceptó, sospechando que iban a esconder alguna sorpresa para ella, ya que había advertido que Maud ocultaba algo en su delantal, y Tom entraba y salía del dormitorio de su madre en forma misteriosa.

Aquella sospecha no era falsa. Sin embargo, si Polly hubiese adivinado lo que llevaría entre su modesto equipaje, hubiera llorado de emoción. Cada uno de aquellos pobres regalos para su familia, de los que Fanny se burlara en una oportunidad, habían sido reemplazados por objetos finos y hermosos. Y quizás no habría cenado tan tranquilamente, de haber sabido que también para ella iba un obsequio: un pequeño reloj de oro, con sus iniciales grabadas, colgando de una delicada cadena.

Todos se despidieron con abrazos y besos. Fanny, Tom y Maud fueron a dejarla a la estación. Pero la despedida del muchacho fue la más emotiva. Esperó a que Polly estuviera ya instalada en su asiento, y en el momento en que el tren iba a partir, le entregó un paquete.

–Adiós, Polly –susurró, con un leve temblor en la voz–. Te echaré mucho de menos.

El paquete era un cartucho de maníes, acompañado de una espantosa fotografía de Tom, que daba la impresión de haber sido tomada a la luz de un relámpago, en medio de una tormenta. Polly no contuvo la risa ante esa graciosa imagen de su amigo. Pero se sintió conmovida por el regalo simple y espontáneo, que reflejaba muy bien el carácter de Tom.

El tren se puso en marcha. Espesas columnas de humo se elevaron en el cielo, y el pitazo, anunciando la partida, resonó como un último adiós. Era el fín del viaje de Polly.

Más tarde, en otra estación, pequeña y solitaria, propia de un pueblo chico, vio los rostros queridos de sus padres y sus hermanos. Poco después volvió a entrar por la puerta de la casa sencilla, donde no existían grandes salones, pero sí el calor de un verdadero hogar: su hogar.