Seis años después
Fanny terminó de leer la carta, y antes de volver a guardarla en el sobre, preguntó:
–¿Qué planes se imaginan que tiene Polly para este invierno?
–Ofrecerá conferencias sobre los derechos de la mujer –contestó el joven y elegante caballero que estaba de pie frente a la chimenea, observando, en el espejo, su cabello castaño que aún conservaba tonos rojizos.
–¡No, Tom, nada de eso!
–Se casará con algún granjero –dijo la señora Shaw.
–Más probable es que abra una escuela, o algo así –opinó el señor Shaw, abandonando su periódico, apenas oyó nombrar a Polly.
–Casi adivinaste, papá –afirmó Fanny–. En esta carta me anuncia que viene, que vivirá sola, y que dará lecciones de música para que su hermano Will, que es el estudioso de la familia, pueda ingresar a la universidad. ¿Qué les parece?
–Si está tan bonita como la última vez que nos visitó, es posible que asista a sus clases –bromeó Tom.
–No, la que se convertirá en su alumna soy yo –intervino Maud–. Tú estás de acuerdo, ¿verdad, papá?
–Plenamente. Me hará muy feliz que una de mis hijas cante como Polly. Especialmente esas canciones que tanto le gustaban a mi madre.
El señor Shaw miró con nostalgia hacia el lugar donde ahora estaba el sillón vacío de la anciana dama, y por unos momentos sobrevino un silencio lleno de evocaciones.
–Yo haré lo que pueda por ella –ofreció la señora Shaw, apartando el recuerdo de la abuela–. Si logramos que la tomen como maestra de algunos niños de buena familia, puede tener éxito. Polly tiene modales y aspecto distinguidos.
No terminaba de decir esto, cuando el sol, que asomó inesperadamente en ese atardecer nublado y frío, iluminó la puerta. Todos se volvieron, guiados por el rayo de luz, y vieron a la hermosa joven que se detuvo en el umbral, sonriendo.
–¡Polly! ¿Polly, cuando llegaste? –gritó Fanny, corriendo a recibirla.
–Ayer. He estado ordenando mi nuevo hogar; por eso no vine de inmediato.
El señor Shaw se levantó, tendiéndole los brazos:
–¡Hasta el sol salió para darte la bienvenida, querida Polly! –exclamó, mientras ella lo besaba con ternura.
Tom pensó que estaba más bonita que nunca, y quizás ese pensamiento fue el que retuvo su impulso de abrazarla. Efectivamente, era muy bonita, con sus ojos azules, y su rostro de una armonía perfecta, enmarcado por los rizos castaños. Pero había algo más en Polly; había una serenidad, una finura espiritual que sobrepasaba su belleza física.
Fanny y Maud la llevaron hasta el centro de la sala, y se atropellaron para interrogarla. Polly les informó que contaba con doce alumnos, y que iniciaría sus cursos el día lunes.
–¿Y qué alumnos tienes? –averiguó la señora Shaw– ¿Es gente que te puede pagar bien?
Polly leyó la lista con los nombres de los alumnos, y los Shaw se mostraron muy impresionados.
–¡Todos pertenecen a familias con mucho dinero! –exclamó Fanny.
–¿Cómo conseguiste a los Grey y a los Davenport? –preguntó la señora Shaw, sin reponerse de su asombro.
–Mi mamá es prima de Helen Davenport –explicó Polly–, así es que le escribí, y ella me buscó a todos los alumnos que tengo.
–También nosotros lo hubiéramos hecho, querida –aseveró la señora–. Además, queremos que aceptes a Maud en tus clases. Necesita educar su voz, que es muy linda.
Polly dio las gracias, pero no pudo dejar de acordarse de esos días en que la madre de los Shaw encontraba sus canciones inadecuadas para el gran mundo en que ellos se desenvolvían. Ahora, al contrario, después de enterarse de que la joven estaba emparentada con los Davenport, demostraba gran interés por ayudarla. Cuando supo que estaba viviendo en casa de la señorita Mills, que alquilaba habitaciones, quiso saber si no le faltaban muebles, e insistió en ofrecerle lo que necesitara. Agradecida, Polly le contó que había traído cuanto podía hacerle falta, y, con gracia y picardía, les relató cómo había viajado en un carromato, sentada sobre un sofá, rodeada de canastos, paquetes, baúles, una jaula con un canario y una cesta con un gatito. Todos rieron con los pormenores del viaje, y ni Fanny ni su madre se escandalizaron ante aquella forma muy poco elegante de llegar a la ciudad.
–¿Querrías darnos clases de música a mí y a mis amigos? –inquirió Tom.
–Si verdaderamente se interesan por aprender, y se comportan seriamente, no me opongo.
–Recuerda que Tom ya no es un niño –dijo Fanny, y añadió en tomo malicioso–: Es todo un caballero, y está comprometido.
–¿De veras? ¿Y quién es la novia feliz? –indagó Polly, tomando en broma la noticia.
–Trix. ¿No te lo conté por carta?
Polly hizo un gesto negativo, y miró a su amiga con expresión sorprendida.
–Das la sensación de no creerlo –murmuró Tom–. ¿Acaso no te parezco el hombre más feliz del mundo?
–No, no me lo pareces –declaró ella, con su habitual franqueza.
–¡Por cierto que lo es, y yo también! ¡Estoy muy contenta con este compromiso! –recalcó la señora Shaw.
Dando por finalizado el tema, Tom se excusó, pues debía marcharse, precisamente a visitar a su prometida. Tal vez no se habría ido tan tranquilo, si hubiera sospechado que, apenas el señor y la señora Shaw dejaron solas a las jóvenes, Fanny relató toda la historia del romance con Trix. A esas alturas, ésta ya llevaba rotos tres compromisos, pero el último no lo había terminado ella, sino el novio.
–Esto ocasionó una verdadera tragedia –confió Fanny, con un tono ligero, que demostraba que no creía para nada en aquel drama–. Para consolar a esta desdichada, que se veía desencajada y pálida, ofreciendo un aspecto penoso, yo la invitaba diariamente, y como, pese a su facha y sus aires de dandy, mi hermano es un sentimental, principió a compadecerla y luego cayó en sus redes. Actualmente Trix está más alegre que nunca, coqueteando con medio mundo, y manteniendo al tonto de Tom pendiente de ella.
–¡Pobre Tom! –suspiró Maud.
–Sí, pobre Tom –asintió Polly.
Pasado un rato, Polly invitó a las dos hermanas a tomar el té en su nuevo hogar. Este no era más que una amplia habitación con el piso cubierto por una alfombra de colores vivos, una chimenea y un balcón que daba hacia un jardín. Sin embargo, los muebles, entre los que el piano ocupaba el lugar principal, estaban distribuidos en forma tan equilibrada y armoniosa, que no requerían más espacio. Como únicas compañías, compartían aquel ambiente el gato y el canario.
–Te envidio, Polly –confesó Fanny, observando aquel lugar en el que no existía nada elegante ni lujoso–. Yo estoy tan hastiada de todo lo que me rodea, que creo que me moriré de aburrimiento. ¿Tú jamás te sientes así?
–Yo no tengo tiempo para aburrirme –declaró Polly–. Te haría bien trabajar un poco, aunque no fuera más que en labores domésticas, como barrer o lavar tu ropa.
–No, no sirvo para esas cosas, y no me permitirían hacerlas.
–Te hace falta ser pobre. Si lo fueras, no conocerías el aburrimiento.
–¡Oh, no! –exclamó Fanny– La pobreza me desagrada mucho. Preferiría que se inventaran diversiones nuevas. ¡Me cansa competir cada temporada para ser la más elegante, e ir a fiestas y bailar la noche entera, y coquetear con todos los caballeros de moda!
Polly presintió que esa confidencia de su amiga y ese tono amargo se debían a un motivo más hondo que el hastío. Pero no era el momento de hacer preguntas. Su deber era estar en guardia para tender la mano en el instante oportuno, y dar más amistad y comprensión.
Tal vez Fanny percibió lo que sentía Polly. El hecho es que pronto volvió a reinar el buen humor en aquella atmósfera ordenada y tibia. Al despedirse, Fanny y Maud besaron y agradecieron a Polly la invitación, pero el abrazo de la primera fue más estrecho, al mismo tiempo que prometió:
–Vendré a verte muy seguido, querida. ¡Me hace mucho bien estar aquí!