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Pese a que, desde las primeras clases, los alumnos le tomaron cariño a Polly, al poco tiempo ella comenzó a sentirse muy sola. Las pequeñas labores domésticas se fueron transformando en una rutina un tanto monótona; las comidas, sin otra compañía que el gato y el canario, le resultaban tristes; además, su hermano Will solo podía venir una vez por semana, y en sus horas libres lo único que hacía era visitar a Fanny o recibir la visita de ésta.

Polly era una joven sociable, y tuvo que reconocer que echaba profundamente de menos su verdadero hogar, el de sus padres, con sus hermanos, sus discusiones, sus risas y sus pequeños problemas siempre compartidos. Tuvo que reconocer que necesitaba algunas diversiones. A veces, se desvelaba, y se quedaba a oscuras, oyendo el ruido de los coches que pasaban por la calle, murmullos de voces, o una canción lejana, e imaginaba a la gente alegre, que regresaba de la ópera, o se dirigía a alguna fiesta.

También le dolía que el hecho de que una mujer trabajara para ganarse la vida le cerraba muchas puertas, aun estando en la democrática América. Mientras actuó como la amiga de Fanny Shaw, era bien recibida en todas partes, pero como la maestra de música su sitio era bastante marginado.

Fanny no dejaba de invitarla a sus fiestas; sin embargo, Polly solo aceptaba ir a las reuniones estrictamente familiares. El vestido más nuevo que tenía, de seda negra, no era apropiado para recepciones elegantes.

Una mañana en que regresaba a casa, vio venir a Tom y a Trix. Contenta de divisar esos rostros conocidos, atravesó la calle para saludarlos. Fue muy notorio que Trix la observó desde lejos, pero al verla aproximarse clavó los ojos en un punto distante. Por su parte, Tom se hallaba demasiado preocupado de un hermoso caballo que se acercaba trotando, y, aunque lo seguro es que no reparó en la presencia de Polly, ésta creyó que la veía. La pareja siguió avanzando directamente hacia ella, y cuando se cruzaron, nadie le dirigió ningún saludo. Una bofetada en pleno rostro no habría ofendido tanto a Polly, como la ofendió aquel desdén. Las lágrimas rodaron por sus mejillas, pero antes de que alcanzara a enjugarlas, un apuesto caballero se detuvo ante ella, quitándose el sombrero.

–¡Señorita Polly, qué alegría verla! –Al mirarla más de cerca, su sonrisa desapareció–. ¿Qué le pasa? ¿Puedo ayudarla en algo?

–No se preocupe –dijo ella, buscando su pañuelo–. Es solo que me hiere que mis amigos finjan no conocerme.

El señor Sydney contempló a la pareja que se alejaba, y su rostro se ensombreció. Luego, mientras Polly borraba las huellas de sus lágrimas, se esforzó por sonreír.

–Yo me dirigía hacia su casa –confió–. Mi hermana quiere que Minnie, su hija, estudie canto, y me pidió que hablara con usted...

Polly aceptó dar clases a la sobrina de Sydney, y continuaron hablando sobre música hasta llegar a la puerta de la casa. Allí, él se inclinó para despedirse, con tanta cortesía y respeto, como si ella hubiese sido una gran dama.

Fue innegable que ese encuentro con Sydney levantó el decaído ánimo de Polly, y hasta almorzó con buen apetito. Sin embargo, la herida que había ocasionado el desaire de Tom y Trix, requería un poco más de tiempo para cicatrizar, y esa tarde, durante las clases, se sorprendió repetidas veces evocando el desagradable asunto. Fue por eso que decidió aplicar la vieja receta de hacer una buena acción, o tener una gentileza con alguien, para aliviarse de sus problemas personales. Entonces recordó que Fanny asistiría a un baile que ofrecía Belle esa noche, y decidió ir a ayudarla a vestirse, y llevarle unas camelias que un alumno le había regalado.

En cuanto llegó, la mucama la hizo subir a las habitaciones de Fanny. Ésta se hallaba soportando la tortura a que la sometía el peluquero, quien le estaba convirtiendo la cabeza en una torre, donde se equilibraban postizos, trenzas y rizos.

–¡Polly, eres un encanto! ¡Qué maravilla esas camelias, gracias! Mira mi vestido y dime si te gusta –fue el recibimiento de Fanny, señalando una nube de sedas y encajes en diferentes tonalidades de color rosa, extendida sobre el sofá.

–Es precioso –dijo Polly–. Pero ignoro cómo te vas a meter dentro de él.

–Ya lo verás. Me queda perfecto. Pensaba vestirme de celeste, pero Trix se mandó hacer un traje verde para que yo desluciera a su lado. Afortunadamente, Belle corrió a contarme las intenciones de mi futura cuñada, y rápidamente encargué este. Ahora quiero ver la cara que va a poner Trix.

Polly ayudó a vestirse a Fanny, quien insistió en que le colocara algunas camelias en el pelo. Cuando estuvo lista la contempló, encontrándola excesivamente recargada de adornos.

–Creo que con este peinado y este vestido, más las flores, no necesitarías usar tantas joyas –opinó.

–Si no las uso, pensarían que mi padre está arruinado –comentó Fanny, riendo.

Acordaron que el coche llevaría primero a Fanny a casa de Belle, y luego iría a dejar a Polly. Cuando se detuvieron frente a la entrada principal, Tom y Trix, y un caballero que aguardaba para escoltar a Fanny, se aproximaron a recibirla. Polly contempló el parque iluminado, en el que se advertía el movimiento de gente y de carruajes, propio de las grandes recepciones; oyó la música que venía desde el interior, y se sintió como esos niños que miran detrás de los escaparates de una juguetería. Entonces tuvo que admitir que le habría fascinado ponerse un vestido de Fanny, y haber bailado toda la noche con Sydney o con Tom. “¡Lo pasaría mejor si fuera vieja y fea!”, recapacitó.

No obstante, su tristeza disminuyó al llegar a la casa, y ver a la señorita Mills inclinada sobre su costura. Antes de subir a su habitación, Polly fue a saludarla, y ella la invitó a acompañarla un rato. Pese a que era una mujer mayor, y a lo avanzado de la hora, la señorita Mills no demostraba cansancio.

–Perdona, querida, que siga con mi trabajo –dijo–. Tengo que terminarlo esta noche.

Polly le ofreció ayudarla, y la señorita le pasó una falda para que le hiciera la bastilla.

–¿Qué es esto? –preguntó Polly, examinando la falda blanca de franela–. Parece una mortaja.

–Afortunadamente no. Aunque podría haberlo sido, si no hubiéramos alcanzado a salvar a la pobre niña.

Se refería a Jane Bryant, una jovencita pobre que vivía sola, sin alternar con nadie. La señora Finn, la mayordoma, la había notado muy pálida y demacrada, así es que, al no verla salir de su cuarto el día anterior, supuso que se encontraba enferma, y fue a visitarla. Como Jane no le abrió la puerta, la señora Finn usó su llave y entró. Sobre la cama de la pequeña habitación, casi sin muebles, se hallaba la muchacha, aparentemente sin vida. Había dejado una carta explicando que no conseguía un trabajo decente, y no quería ser una carga para nadie. Decía saber que estaba cometiendo un pecado, pero que en el mundo no existía sitio para ella. La señora Finn corrió en busca de la señorita Mills, y de inmediato fueron a llamar al médico.

–¡Qué terrible! –exclamó Polly, al enterarse de la historia.

–Sí, es muy triste que una niña de diecisiete años sienta que no tiene lugar en el mundo. Quedó huérfana hace un año, y ha batallado sola, aceptando ocupaciones con salarios míseros, con los que no podía sostenerse. Todo esto la deprimió hasta el extremo de no ver más salida que el suicidio. Tú eres sana y valiente, Polly, y sería muy bueno que conocieras a Jane, y la apoyaras.

–¡Por supuesto que lo haré! ¿Dónde está ella?

–La traje conmigo –confió la señorita, señalando la puerta de su propio dormitorio–. En adelante será como mi hija, y este será su hogar.

–¡Usted es una santa! –aseguró Polly.

Avanzó en puntillas por la habitación tenuemente iluminada, y se detuvo junto al lecho. Aquel rostro intensamente pálido la atrajo. Pese a los rasgos casi infantiles, había en él una huella de dolor, una sombra misteriosa marcada por el encuentro con la muerte. Los ojos oscuros de la niña se abrieron y, sorprendida, miró a Polly. Ésta se inclinó y la besó en la frente. Entonces, Jane le echó los brazos al cuello, y lloró calladamente, desahogando su corazón. Después le preguntó si vivía allí. Polly le contó que arrendaba una habitación en el piso superior, que la compartía con su gato y su canario, y la invitó para el día siguiente. Cuando Jane supo que era profesora de música, la observó admirada.

–¡Qué feliz debes ser dedicándote a la música! –afirmó.

Estas palabras hicieron que Polly captara súbitamente el contraste entre su vida y la de Jane Bryant, logrando que todos sus deseos frívolos y sus pequeñas amarguras se esfumaran.

–Sí, soy muy feliz –admitió–. Ahora duerme, querida. Yo tocaré, desde arriba, una canción para ti.

Ya en su habitación, se sentó al piano, y ejecutó una canción de cuna muy dulce, para que la niña la escuchara y se durmiera tranquila. Al acostarse, apreció lo confortable de su cama, y consideró que su habitación era muy bonita. Había entendido lo que era la verdadera pobreza y los verdaderos sufrimientos, y no podía permanecer impávida frente a ellos. “¿Pero por dónde empezar?”, se preguntó. Como una respuesta, volvieron a sus oídos las palabras de Jane: “¡Qué feliz debes ser dedicándote a la música!”

Sí, eso era. Ayudaría convirtiendo su existencia entera en una canción, que llevaría paz y armonía a todos.