10

Después de muchos días lluviosos, el sol entró una mañana por el balcón de Polly, haciéndola sentirse con ánimos de romper la rutina y salir a divertirse. Decidió, entonces, comprar dos entradas, de las más económicas, para la ópera, e invitar a su hermano.

Sin embargo, cuando llegó a la boletería del teatro, se encontró con que estaban agotadas todas las localidades. Para no sentirse demasiado decepcionada, se fue a tomar una copa de helados, en vez de volver a la casa, y luego se encaminó a dar su lección de canto a Maud. Al llegar, Fanny salió a recibirla; parecía estarla esperando:

–¿Podrás venir? –preguntó.

–¿Adónde?

–¿Es que no te entregaron mi nota?

–Salí en la mañana y no he vuelto a casa.

–Tom quiere que vayamos con él a la ópera.

–¿A la ópera? ¡Maravilloso! Justamente estuve tratando de conseguir entradas.

–Me alegro. Te prestaré mi capa blanca, y todo lo que necesites –ofreció Fanny–. Tomaremos el té, y te vestirás aquí.

–Antes iré a buscar un vestido y otras cosas –contestó Polly, pensando en comprarse un sombrero y guantes nuevos.

Al terminar la clase de Maud, se dejó llevar por un impulso, y se compró la armazón de un sombrero, tules, una rosa de terciopelo y un par de guantes muy finos.

“Tengo que verme muy elegante, aunque me alimente de pan y agua la próxima semana”, se dijo, confeccionando aquel sombrero que cualquiera confundiría con uno recién importado de París.

Maud estaba interpretando un vals en el piano, en el momento en que Polly regresó a la casa de los Shaw, y, en cuanto Tom la vio, la cogió por la cintura, haciéndola girar al compás de la música. Se sentía más animado y alegre desde que Trix se había marchado por una semana a Nueva York. Después, cuando Polly iba subiendo hacia las habitaciones de Fanny, lo escuchó comentar:

–Vestida elegantemente, su belleza deslumbraría.

Quizás estas palabras fueron el principal motivo por el cual se arregló con exagerado esmero. El sombrero le quedaba perfecto, y, por último, al envolverse en la capa blanca, orlada de plumas de marabú, reconoció que estaba muy hermosa, y le fue imposible rechazar los brazaletes de oro y perlas y el gran abanico blanco de Fanny.

–¡Eres una diosa! –exclamó Tom, dándole su total aprobación.

Por rara coincidencia, en el palco vecino al de los Shaw, se encontraban Sydney y Frank Moore. Al contestar el saludo de los caballeros, Polly notó una expresión pícara en el rostro de Tom. También captó esa mirada de Sydney, atónita por la transformación de la tímida joven. Y, pese a que ella no tenía intenciones de coquetear, la atmósfera del teatro, las luces, el saberse bonita y elegante, hicieron posible que demostrara verdadera destreza en el arte de la coquetería. Tom se hallaba un tanto desconcertado, pero admitía que la insospechada actitud de su amiga la volvía más encantadora. Sydney, por su parte, pensó que Polly dejaba de ser una jovencita hermosa para convertirse en una mujer exquisitamente atractiva. “¿Y por qué no una excelente esposa?”, se preguntó, recordando que su hermana le insistía en que ya era tiempo de sentar cabeza.

Al caer el telón, al final de una escena que arrancó estruendosos aplausos, Tom comentó:

–Menos mal que en la vida real los hombres no somos tan ciegos como el galán. Es absurdo que ignore que ella lo ama.

–En la vida real a veces son más ciegos –sostuvo Polly.

–¿Qué puede saber usted de esa ceguera? –inquirió Sydney, sonriendo incrédulo.

–No mucho, en verdad –contestó ella, mirándolo a los ojos.

–Es difícil imaginarte arrastrándote en un mar de lágrimas por un amor imposible –opinó Tom.

–Tienes razón. Yo no haría tal cosa. Lucharía con todas mis fuerzas para sobreponerme. Las mujeres no deben volverse tontas por una desilusión amorosa.

–Ni quedarse solteronas cuando son bonitas.

–Nada de eso le ocurrirá a la bella y dulce señorita Milton –aseguró Sydney.

Al finalizar la función, mientras iban saliendo del teatro, Polly escuchó a Fanny preguntarle a su hermano:

–¿Cuál supones que será la reacción de Trix al enterarse de esto?

–No entiendo de qué hablas –respondió él.

–De tu comportamiento de esta noche.

–No me preocupa.

–Tú sabes que Trix detesta a Polly.

–Yo pienso en forma totalmente opuesta. Además, no hay ninguna razón para que no pueda pasarlo bien, mientras ella está en Nueva York.

–Ten cuidado con las consecuencias. Por lo que he visto hoy, Polly ha despertado.

–Me alegro. Ya era tiempo. También creo que Sydney se alegra. Por favor, Fanny, no quiero oír sermones; necesito descansar de ellos, por lo menos esta semana. –Diciendo esto, Tom se volvió hacia Polly, ofreciéndole su brazo.

Ella disfrutó caminando lentamente hasta que llegaron al carruaje, rodeada de la algazara general y los comentarios de la gente.

–Les agradezco mucho –dijo al despedirse–. Lo pasé maravillosamente.

–Igualmente yo –respondió Tom, reteniéndole la mano–. Salgamos mañana de nuevo.

–No. No se debe abusar de los momentos felices.

–Ya discutiremos eso. Buenas noches, “bella y dulce señorita Milton”, como te llamó Sydney. Que sueñes con los ángeles. –Tom hizo una reverencia, en tanto que ella entraba en la casa, y subió al coche.

“Bueno, hasta aquí llegaron las vacaciones”, se dijo Polly al meterse en su cama. “Mañana hay que recuperar la cordura”. Y apagando la luz se dispuso a dormir.

Sin embargo, no todo era tan simple, y aquella noche de diversión costó un precio más alto que el sombrero y los guantes. Polly había querido pasar un buen rato, y hubo otras consecuencias: Tom principió a desear que Trix fuera como Polly, la amistad de Fanny se enfrió, y Sydney se puso a construir castillos en el aire.

Tres semanas más tarde, Tom le preguntó a su hermana por qué Polly no venía tan seguido como antes. Fanny contestó que parecía estar ocupada con amistades nuevas, tales como modistillas, la anciana señorita Mills y gente por el estilo.

–Mi impresión es que no se trata solamente de modistillas y ancianas –rebatió él, y, ante la mirada interrogante de Fanny, agregó–: Creo que Sydney se cuenta entre las amistades que le quitan más tiempo.

–¿De dónde sacas esa tontería?

–Últimamente los he encontrado no menos de cinco veces caminando juntos.

Un relámpago de ira encendió las pupilas de Fanny.

–Si es así, sería una gran suerte que ese romance se formalizara –dijo con voz áspera.

–Suerte para Sydney.

–¿Y para ella no? El es rico, inteligente, bien parecido... ¿Qué más puede pedir Polly?

–No la veo desempeñándose como señora dedicada a la vida social. Polly tendría que casarse con uno de esos hombres que pretenden reformar el mundo...

–¡Por favor, no te comportes como el perro del hortelano, Tom! –interrumpió su hermana.

–No es mi intención –esclareció él–. Mi interés por Polly es completamente fraternal. ¿Acaso lo dudas?

En ese momento le avisaron a Tom que su caballo estaba listo, y el joven se marchó. Fanny permaneció en la habitación, moviéndose de un lugar a otro, angustiada.

–¡Bueno, lo único que me queda es esperar –reflexionó en voz alta. Pero luego pensó–: “Hoy es el día libre de Polly. Iré a verla, y descubriré si toda esta historia es verídica”.

Polly destinaba las mañanas de los sábados a limpiar a fondo su habitación, y cuando Fanny llegó estaba terminando esta tarea.

–Me sentía preocupada por ti –manifestó Fanny, aparentando serenidad–. No creo que dar lecciones de música te quite tanto tiempo. ¿O es que también estás tomando clases?

–Has adivinado –dijo Polly, con sinceridad–. Es precisamente eso lo que me absorbe.

–¿Clases de amor?

–No exactamente. Solo de amistad y solidaridad.

–¿Y puedo preguntarte el nombre de tu maestro?

–No es una persona la que me enseña. Son varias, y la más importante es la señorita Mills. Las otras son un grupo de mujeres jóvenes, que me encantaría presentarte.

–¿Y una de ellas te manda violetas? –inquirió Fanny, observando el ramo que había sobre el piano.

–No, las violetas me las trae un hombre; un hombre demasiado importante para mí; un ramo todas las semanas.

–¡Jamás pensé que pudiera quererte tanto! –exclamó Fanny, inclinándose sobre el ramo de violetas para disimular su malestar.

–No hablo mucho de nuestro cariño, porque no todos comprenden que dos hermanos se quieran como yo quiero a Will, y él a mí.

–¿Dijiste Will? ¿El te trae violetas? –El rostro de Fanny pasó de un intenso rubor a una exagerada palidez.

Polly la observó fijamente:

–¿Imaginaste que era... Sydney quien me las mandaba?

–Por favor, no te enojes. Es que Tom los ve a ustedes a menudo por la calle, y pensó que existía un romance entre Sydney y tú.

–Debería controlar más su imaginación. El hecho de que una se encuentre con un amigo, no justifica tejer una historia romántica.

El alivio que Fanny experimentó al oír la firme declaración de su amiga, se desbordó en un torrente de lágrimas. Bruscamente, Polly comprendió todas aquellas preguntas, y la actitud distante. “¡Dios mío, esto es lo que la pobrecita me ha estado ocultando!”, pensó, y la abrazó, cariñosa, consolándola.

–Necesitaba llorar –susurró Fanny–. Pero ya estoy mejor. Es que me afectan las continuas jaquecas, y estoy cansada.

–Es muy comprensible. Principiaste a desenvolverte como una señorita de sociedad cuando eras todavía una niña, así es que a los veintiún años tienes que sentir cansancio. Quizás a mí me pasaría lo mismo; aunque creo que si tuviera dinero haría cosas muy útiles.

–Las haces, sin necesidad de dinero. Bueno, ya no me lamentaré más. Arréglate y vamos a dar un paseo.

–Te convido a ver a unas amigas –propuso Polly–. No son elegantes, pero te gustarán.

Bastante cerca, en el ático de un edificio, vivían Becky Jeffrey, una escultora que, a juicio de Polly estaba dotada de extraordinario talento, y Bess Small, excelente dibujante y grabadora. Becky, alta, de hermosos rasgos, y cabellos rizados y cortos, se hallaba en un extremo de la amplia habitación, trabajando en una gran figura hecha en arcilla, mientras Bess, una muchacha rubia y delgada, sentada junto al ventanal grababa algo, sumergida en su labor. Polly les presentó a Fanny, y les pidió que prosiguieran con sus ocupaciones. Ambas saludaron sonrientes, poniéndose a conversar sin abandonar el trabajo.

–¿Qué les parece? –preguntó Becky, quitando el paño que cubría el rostro de su escultura.

–¡Es bellísima! –exclamó Fanny, sinceramente admirada.

–¿Y para usted qué representa, qué es?

–Posiblemente una musa, o una santa –murmuró Fanny, pero mirándola más detenidamente, definió–: No, no es eso. Es una mujer más grande, más hermosa, más atractiva, más plena que todas las que nos rodean.

–¡Muy buena interpretación! –aplaudió Polly– Has captado con exactitud la escultura de Becky.

–Es mi concepto de la mujer del futuro –explicó la artista–. Efectivamente, más bonita y más grande que las mujeres de la actualidad; sin embargo, una mujer auténtica, capaz de ser madre tierna, y a la vez desarrollar su inteligencia y sus posibilidades en distintos campos profesionales. Lo que aún no tengo claro es el símbolo que debe llevar en sus manos.

–Un cetro –sugirió Fanny.

–La historia está llena de reinas que se quedarán en el pasado.

–Dale la mano de un hombre para que la ayude –opinó Polly.

–No la necesita –replicó la escultora–. La mujer del futuro podrá abrirse camino y defenderse sola. Tiene un cuerpo atlético, una mente clara, un alma libre, un corazón resistente.

–Un lindo símbolo sería un niño en sus brazos –indicó Bess.

–¡Es que ella sirve para muchas cosas más que para dar a luz! – objetó Becky.

La voz potente de una mujer, que había entrado sin que la notaran, se dejó oír desde la puerta:

–¡Pon entre las manos una urna para votar!

–¡Es una brillante idea, Kate! –exclamó Becky, y todas se volvieron hacia la nueva visitante.

–¿Quién es ella? –susurró Fanny en el oído de Polly.

Polly le presentó a Kate King, la escritora de éxito, autora de una novela que estaba de última moda en esos días. A pesar de que su vestuario no la preocupaba para nada, Fanny la miró como si hubiera sido un modelo de elegancia y refinamiento.

Kate traía una canastilla con bollos y naranjas para el almuerzo. A esto se agregaron sardinas, pan y queso, que tenían Becky y Bess, y Polly bajó a comprar dulce de castañas y nueces.

–Considere esto como un picnic, Fanny –aconsejó Becky.

–Eso es –asintió Kate–. Nos sentaremos en el suelo, y trataremos de ensuciar muy pocos cubiertos.

Fanny olvidó las formalidades y las buenas maneras, encantada con la libertad que reinaba en aquel lugar. Tenía la sensación de estar descubriendo un mundo nuevo, poblado por una raza de mujeres diferentes, que en nada se emparentaban con sus amigas que consagraban la existencia a bailar, aburrirse y competir en lujos. Pensó que los hombres debían respetar y admirar a esta clase de mujeres, y que por eso Polly le encantaba a Sydney.

–¿Está por salir otra edición de tu nuevo libro, Kate? –averiguó Polly.

–En esta semana y, sin duda, vendrán muchas más –contestó la novelista–. Pero yo sé que la fama es una trampa que exagera nuestras cualidades y nos inflama el corazón; que nos embriaga como un vino añejo, y que cuando se aleja nos deja igual que a los peces fuera del agua. –Hizo un gracioso gesto, mientras se comía una sardina y, cambiando bruscamente de tema, anunció–: Te traje unas entradas para un concierto, Polly; y a ti, Becky, esta invitación para una exposición de esculturas. Desde que salí del anonimato, me llueven estas cosas.

Fanny observó a Kate, y luego la escultura de Becky:

–¡Quisiera verla en mármol! –exclamó con entusiasmo.

–¡Ojalá fuera posible! –respondió Becky.

Las cinco se quedaron en silencio unos momentos, soñando en que esa mujer ideal fuera en el futuro de carne y hueso.

Cuando el reloj de una iglesia vecina dio la una, Polly se levantó rápidamente.

–Tengo que irme volando –comunicó.

–¿No es tu día libre? –inquirió Fanny.

–Sí, pero se trata de una niña con talento que no puede pagar clases de música; es mi deber enseñarle.

–Eres un personaje que incluiré en mi próximo libro –decidió Kate.

Al abandonar el estudio de Becky y Bess, mientras bajaban por la interminable escalera, Fanny expresó su admiración por las amigas de Polly, a las que consideraba inteligentes y honestas, y quería frecuentar de nuevo.

–Pienso que tú y ellas me pueden indicar el camino para mejorar –reflexionó.

–Estaremos dichosas de mostrarte lo feliz que se puede ser trabajando sin necesidad de fortuna –prometió Polly, deseando que aquella niña mimada y ociosa llegara a apreciar los tesoros que a veces poseen los pobres, y que los ricos jamás ven.