11

Esa noche, sentada frente a la chimenea, con el gato ronroneando sobre sus rodillas, Polly reflexionó, llegando a la conclusión de que no era imaginación, ni vanidad, lo que le indicaba que Sydney estaba enamorado de ella.

“¿Qué pasaría si me pide que me case con él, y acepto?”, se preguntó. “Sería gracioso ver las caras que pondrían todas las que han intentado atraparlo, entre ellas Trix”. Respiró hondo, y siguió meditando: “Podría sacar a mi familia de la pobreza, darles a mis hermanos todo lo que les falta. Tendría mucho dinero, amigos, diversiones. Sydney es un hombre generoso, bueno, inteligente, y sé que se esforzaría por hacerme feliz, pero... ¡no, yo no lo amo! Le tengo profundo afecto, solo como amigo; no podría enamorarme de él y consagrarle toda mi vida”. Olvidándose del gato, se levantó bruscamente, y fue hacia el balcón.“¡Pobre Fanny!”, se dijo. “Esta es su posibilidad de ser feliz, y yo no puedo interponerme. Sé que si yo no existiera, Sydney podría corresponder a los sentimientos de Fanny. Ella es la mujer ideal para él, y mi único deber es ayudarla”.

El día lunes, en vez de dirigirse a sus clases por las hermosas avenidas que bordeaban el parque, caminó haciendo un rodeo por otras calles poco concurridas, evitando el diario encuentro con Sydney, quien se sintió sumamente defraudado al no divisarla. Durante una semana mantuvo esta táctica, y también se privó de ir a visitar a los Shaw. Para favorecer sus planes, Minnie, la sobrinita de Sydney, cogió un fuerte resfrío, y suspendió su lección, haciendo que el tío perdiera la esperanza de hallar a la maestra de música en su casa.

El sábado siguiente, Polly se encaminó, como era habitual, a donde Becky y Bess. Sin embargo, no resistió el deseo de pasar, siquiera por unos momentos, a ver a Fanny. Al entrar, vio dos sombreros sobre el arrimo del hall. Preguntó quiénes estaban de visita, y la mucama le informó que uno de los sombreros era de Tom, que acababa de llegar, y el otro pertenecía al señor Sydney. Ante el estupor de la criada, Polly fingió recordar un compromiso urgente y salió escapando. Ya en la calle, tuvo una súbita sensación de soledad y ganas de llorar.

No obstante, ya que Sydney se hallaba con Fanny, bien podía caminar libremente por donde quisiera, y echó a andar por la calle que cruzaba el parque, orillada de almendros que principiaban a florecer. El sol se abría paso, dejando atrás las nubes, y por la vereda circulaban cochecitos de altas ruedas, guiados por niñeras o jóvenes madres, llevando niños felices que reían. Parejas de enamorados paseaban, tomándose disimuladamente de las manos, intercambiando promesas en voz baja, mientras que algunos matrimonios, ya entrados en años, buscaban algún escaño donde sentarse a disfrutar del aire tibio. Polly avanzaba tan absorta en esa historia de amor que iba leyendo a lo largo de la calle, en cada rostro que sonreía esperanzado, en los perfumes de la naciente primavera, que no vio cómo surgió Sydney a su lado. Parecía haber corrido mucho, pues estaba sin aliento, pero no escondía la felicidad que experimentaba al verla.

–Está haciendo calor –dijo, y se puso a caminar junto a ella. En seguida preguntó–: ¿No ha ido a dar lecciones donde los Roth?

–Sí, como siempre.

–¿Y de qué manera misteriosa llega a la casa?

–Más misteriosa es la forma como usted apareció aquí.

–Por casualidad la divisé desde la ventana, en casa de los Shaw, y corrí por la calle de atrás –confesó él, con total franqueza.

–Es precisamente el camino que tomo para ir donde los Roth –dijo Polly, conmovida por la sinceridad de Sydney.

–¿Por qué?

–Bueno..., de repente me aburro de hacer lo mismo todos los días...

–¿También se aburre de encontrarse con los mismos amigos?

Se produjo un breve silencio, que ella rompió cambiando de tema:

–Esta es la época en que el parque se pone más lindo...

–Comprendo –murmuró Sydney–. Y últimamente se ha privado de disfrutar de él por esquivar mi compañía.

–¡Oh, no, eso no! –negó Polly, temerosa de herirlo.

Sin embargo, Sydney era demasiado honesto, y orgulloso a la vez, y prefería encarar la verdad.

–Me marcharé de la ciudad por un tiempo largo –comunicó–. Así usted podrá pasear por donde quiera, sin dar motivo a los rumores de los que nos ven juntos.

Fue en ese instante cuando Tom, montado en su fino caballo negro, pasó a cierta distancia y, luego de saludarlos, se alejó al galope. Quizás un destello en la mirada de Polly, al ver a Tom, precipitó la despedida de Sydney. Dijo adiós, y se marchó rápidamente, sin dar tiempo a que ella agregara nada.

Polly continuó su camino, pero la calle ya no le narraba una alegre historia de amor. Aunque no estuviera enamorada de Sydney, este no era un final feliz. Al contrario, pensó que había perdido para siempre al único pretendiente que quizás tendría en su vida.

Durante varios días prefirió no ver a Fanny, pero ésta llegó a visitarla una tarde. Después de informarle sobre las conocidas tormentas en las relaciones de Trix y Tom, se refirió a Maud:

–Me preocupan sus ideas extravagantes –se lamentó–. Odia estudiar, y declaró que le fascinaría ser mendiga, para recorrer calles y no tener ninguna obligación.

–Bueno, tiene trece años. Minnie sostuvo que le gustaría ser paloma para andar en los charcos...

–Minnie es la sobrinita de Sydney, ¿no? –interrogó Fanny, y antes de que Polly asintiera, lanzó otra pregunta–: ¿Cuándo regresa su tío?

–No estoy informada.

–Y tampoco te interesa saberlo. ¡No te has portado bien con el pobre Sydney!

–¿Cómo...?

–Ni mi hermano ni yo somos ciegos. Si un caballero sale escapando de una casa para correr tras una dama que divisa por la ventana, y en seguida se lo ve con ella en el parque... ¿qué se puede deducir si luego parte de viaje precipitadamente?

–¿Quién es el autor de esta historia?

–¡Por favor, Polly, sé sincera! ¿Realmente, no lo amas?

–No, no lo amo.

–¿Y él? ¿Él está enamorado de ti?

–No soy yo quien debe responder a esa pregunta. La verdad es que jamás llegó a decirme que me amaba, y ya no lo hará. De lo que estoy segura es de que se sentía comprendido y contento a mi lado, y es posible que este entendimiento se hubiera convertido en un sentimiento más hondo, si yo no le hubiera demostrado que no podía ser.

–¿Eso hiciste?

–Se lo insinué, y como él es un gran caballero, no insistió.

–¿Y no pensaste en lo conveniente que era, para ti, llegar a ser la esposa de Sydney?

–Lo pensé, Fanny, pero yo soy rara, como me califican tus amigas, y prefiero ser una maestra de música solterona antes que venderme por una posición social y económica.

–¡No, ni lo uno ni lo otro! –gritó Fanny, emocionada–. Tú te casarás con el hombre del que te enamores, y tendrás un hogar feliz!

–¡Ojalá fuera así! –suspiró Polly.

–Lo dices como si se tratara de algo imposible –anotó Fanny, sospechando que la sensata Polly podía ocultar penas sentimentales que ella ignoraba–. ¿Por qué no confías en mí, tal como yo en ti?

–¿Tú confías en mí aún?

De golpe Fanny sintió que se le revelaba la verdad:

–¡Oh, Polly! ¡Polly querida! ¡Ahora veo todo claro! ¡Lo hiciste por mí!

–Tenía que elegir entre un pretendiente y nuestra amistad –dijo Polly, abrazando a su amiga.