En las semanas que siguieron, los Shaw fueron aprendiendo muchas cosas nuevas, entre las que la principal era la rapidez con que desaparecía la fortuna. El señor Shaw mantuvo una enorme energía, y su honestidad conmovió a la mayoría de los acreedores, que concedieron plazos para cubrir las deudas. En pocos días abandonaron la gran mansión, y se trasladaron a la casa pequeña. También comprobaron que los grandes amigos no huían junto con la riqueza, ya que durante el remate muchas personas se quedaron con objetos valiosos, para devolverlos más tarde a sus dueños. Fue lo que ocurrió con la colección más valiosa de libros del señor Shaw, con el piano de Fanny, y con algunos cuadros, porcelanas y joyas de la señora Shaw.
Por desgracia, no se cumplieron las esperanzas de Polly con respecto a la señora. Lejos de convertirse en una mujer luchadora, se recogió en su lecho el mismo día que se mudaron, y ahí se instaló a llorar miserias. Fanny, en cambio, aunque ignoraba todo lo relacionado con trabajos domésticos, superó momentos de desaliento, y se esmeró por lo que jamás le había interesado cuando tenían dinero: construir un hogar acogedor. Maud no tuvo problemas. El cambio de ambiente y de medios era una novedad, a la que se entregó contenta, colaborando con la mejor voluntad en los quehaceres. Polly prestó toda la ayuda que se requería de ella; clavó alfombras, lavó y colgó cortinas, dispuso una y otra vez la ubicación de los muebles, y no descansó hasta que la casa se convirtió en un lugar realmente agradable. Tom fue el que menos se adaptó. Aparte de los problemas de su familia, él tenía que sobrellevar los propios. Ahora que no disponía ni de posibilidades para seguir una carrera universitaria, ni de dinero para malgastar, valoraba tardíamente lo perdido, y se revolvía entre la depresión y los remordimientos. Su orgullo lo obligaba a esconderse, ya que sufría igual si lo criticaban por haber sido un irresponsable, que si lo compadecían. Además, tenía la sensación de que sobraba en la casa. Las chicas estaban siempre ocupadas, y lo rechazaban cuando él pretendía compartir sus labores. Por suerte, todo el amor de la señora Shaw, que ya se había volcado en su hijo desde que él se transformara en un joven elegante, pareció aumentar en esos días, y el saberse indispensable para su madre, ayudó a Tom a recobrar sus decaídas energías.
Una mañana, en que acompañaba a la señora en su habitación, vio por la ventana a su padre que se alejaba por la calle. “Ha envejecido de repente”, comprobó, observando la espalda levemente encorvada y el paso lento del señor Shaw. “Pero así y todo, va a su oficina todos los días, y hace lo posible por sostenernos, mientras que yo, el joven, me quedo de ocioso en la casa, entre las mujeres. Tendría todo el derecho para sentirse avergonzado de mí”. Sin pensarlo más, le dio un beso a su madre, cogió su sombrero, y salió corriendo.
–¿Me permites que te acompañe, papá?
–¡Por cierto, Tom, encantado!
La expresión del señor Shaw fue una mezcla de sorpresa y alegría, y rápidamente se tomó del brazo de su hijo, y su manera de caminar se volvió más ágil, en tanto que comenzó a charlar animadamente sobre nuevas perspectivas de negocios.
Tom observó que muchas personas con que se cruzaban en la calle saludaban con gran respeto a su padre, y que a él le dirigían frías miradas interrogantes.
“Debería irme lejos de aquí, donde nadie me conozca”, reflexionó. “Mejor habría sido que hubiera aprendido un oficio que ahora nos pudiera sacar de apuros, en vez de tanto latín y griego”.
Esa tarde, al regresar a casa, se puso a calcular cuánto costaría viajar a Australia. Sin embargo, las voces que venían desde la cocina lo distrajeron. Fue hacia allá, y encontró a Polly y a Maud, muy ocupadas preparando un pastel de ciruelas.
–¿Necesitan un pinche de cocina? –preguntó desde la puerta.
–Entra si quieres, y ponte ese delantal para que no te ensucies –indicó Maud.
–Siempre me gustó ayudarle a la abuela cuando preparaba tortas –manifestó Tom, dejando que Polly le amarrara un delantal en la cintura y le pusiera un tazón con claras de huevo entre las manos.
–¡Bátelas con energía –le ordenó–. Yo iré a buscar más huevos.
Mientras Polly fue a la despensa, Maud dijo:
–Tú que sabes mucha historia, Tom, puedes decirme si existía un Sir Phillips en la época de la reina Isabel.
–Sí, hubo un Sir Phillips Sydney, que vivió en la segunda mitad del siglo XVI.
–¡Ah, ése es, por supuesto! ¡Se referían a él!
–¿De qué hablas, Maud?
–Fanny y Polly estaban conversando anoche, en un tono muy misterioso, sobre una persona, y para despistarme, principiaron a llamarlo Sir Phillips. Está claro que se trataba de Sydney.
–¿Y qué decían?
–No entendí bien, porque hablaban en clave. Se veían muy animadas y contentas.
–¿Y cuál era la más contenta?
–Las dos rieron mucho. La más entusiasmada parecía Polly.
Cuando Polly volvió a la cocina, Tom la observó, tratando de descubrir una señal, algo que revelara sus sentimientos. Sin embargo, la mirada azul y la dulce sonrisa de la joven no transparentaban nada oculto. Sin saber por qué, Tom se sintió súbitamente abatido.
Al día siguiente, a la hora del desayuno, al entrar en el comedor, halló a la familia reunida allí, y lo saludaron con abrazos, deseándole:
–¡Un feliz cumpleaños, Tom!
Había obsequios de todos encima de la mesa. No tan caros y finos como los de otros años, pero elegidos cuidadosamente, con paciencia y sacrificios, y, por lo tanto, más valiosos como símbolos del cariño que permanece inalterable en medio de las dificultades. Tom consideraba que él no merecía nada; no obstante, reconocía que era su deber no defraudar a quienes intentaban ofrecerle un día feliz.
Pero fue en la tarde, al reunirse a tomar el té, cuando recibió el regalo que lo emocionó más. Era un exquisito pastel de ciruelas con un ramo de flores.
–Tú tienes tantas cosas, que no se me ocurría qué regalarte –explicó Polly–. Entonces me acordé que la abuela te preparaba siempre un pastel así, y que tú decías que no sería un buen cumpleaños sin tu pastel. Ojalá me haya resultado igual.
–Tiene que estar muy bueno, porque tú mismo batiste los huevos –le recordó Maud.
El pastel estaba exquisito, y todos lo saborearon felices, hasta la señora Shaw, que se había levantado en honor a su hijo. En medio de la celebración, Maud fue a recibir dos cartas que habían traído para Tom. El examinó los dos sobres, y pidió permiso para retirarse a su habitación.
–¿Quiénes le escribirán? –preguntó Maud, con manifiesta curiosidad.
–Deben ser felicitaciones por su cumpleaños –contestó la señora Shaw.
Transcurrió un largo rato sin que Tom regresara al comedor, tanto que el señor Shaw tuvo que excusarse, ya que tenía una reunión en su oficina, y la señora le pidió a Maud que la acompañara a su dormitorio, pues empezaba a sentirse fatigada.
Fanny y Polly ya comenzaban a inquietarse, pensando en una mala noticia, cuando escucharon la voz de Tom:
–¡Polly, ven, por favor!
Al oír el llamado, Polly se quedó paralogizada.
–¡Anda! ¿Qué esperas? –la apremió Fanny– ¡Me muero por saber qué pasa!
–No, es mejor que vayas tú...
–Es a ti a la que está llamando. ¡Apúrate!
Empujada por Fanny, Polly se dirigió al dormitorio de Tom.
–Entra –la invitó él.
–¿Es algo malo?
–No, no te asustes. Solo quiero tu opinión respecto a un regalo que he recibido. No sé si aceptarlo. –Cogió una carta y se la pasó–. Léela, y dime qué opinas.
Polly leyó la nota, y al llegar al final estaba tan indignada, que arrugó el papel y lo tiró en medio de la habitación.
–¡Opino que esa mujer es despreciable! –exclamó– ¡Una calculadora fría y sin sentimientos!
–¡Oh, me confundí! ¡No era esa la carta que quería mostrarte! –confesó Tom, avergonzado–. Aunque... bueno, de todos modos tenías que saberlo. La que me interesa que leas es esta. –Rápidamente le entregó la otra carta.
–Si es tan horrible como la que acabo de leer, prefiero no hacerlo –murmuró Polly.
–¡No, nada de eso! –Tom acercó un sillón, y le ofreció asiento–. Cada vez que me hallaba en una dificultad, consultaba a la abuela –declaró–. Ella siempre me consolaba, o me daba un consejo sabio. Ahora que ella se fue de este mundo... ¿te importaría ocupar su lugar, y aconsejarme, como lo harías con Will?
–Haré lo que pueda –contestó Polly, sentándose, con la nueva carta entre las manos.
Tom se alejó hasta la ventana para dejarla leer en libertad, y en seguida volvió a su lado:
–¿Qué me dices? –indagó.
–¡Que es el regalo de cumpleaños más maravilloso que alguien podría hacerte! –opinó Polly, llena de alegría–. Además, la delicadeza de Sydney hace imposible que lo rechaces.
–Así es. No solo ha cancelado todas mis malditas deudas, sino que lo ha hecho como si él no fuera más que un simple emisario mío. Únicamente mi padre habría hecho algo semejante, si hubiera podido –reconoció Tom–. Realmente me quita de encima un peso inmenso, ya que muchos de mis acreedores no estaban en condiciones de darme un plazo largo para pagarles. Sydney, en cambio, me podrá esperar.
–¿Significa que no lo aceptarás como un regalo?
–No, Polly, no mientras tenga un par de manos para trabajar. ¿No estás de acuerdo?
–Sí, por cierto. ¿Y ese trabajo, cómo piensas lograrlo?
–Posiblemente marchándome a Australia, o a uno de esos países donde es fácil ganar dinero en forma rápida.
–¡Oh, no! –suspiró ella– ¡No puedes irte tan lejos!
–Comprendo que será un motivo de tristeza para mamá –consideró Tom, sin reparar en la angustia que a Polly le producía la sola idea de que se fuera a otro país–. Lo que no me gusta es que mucha gente lo interpretará como una fuga.
–Sí, eso no me extrañaría.
–A propósito de posibilidades de salir a flote, te escuché hablar sobre lo bien que le va a tu hermano Ned en su negocio, y que deseaba que Will fuera al oeste...
–Es cierto, pero Will no abandonará la universidad. Él se ha trazado una meta, y tiene que alcanzarla.
–¿Y tú crees que yo podría ir al oeste?
–¡Por supuesto! –respondió Polly– Tú y Ned serán grandes amigos, y él estará encantado de que trabajen juntos. ¿Quieres que le escriba?
–Hazlo. Según lo que conteste, hablaré con mi padre. Él me ha dicho que todo trabajo honrado es digno de respeto, y que no olvide que él se inició como chico para los mandados. Por eso es que hoy se siente capaz de reiniciar la lucha, y está seguro de que volverá a salir adelante.
Durante unos momentos, ambos guardaron silencio, reflexionando. Tom recogió la carta de Trix, y la rompió en pedazos que lanzó al canasto de papeles.
–¿Esto te sorprendió mucho? –preguntó.
–Nada.
–A mí sí, porque cuando vino la bancarrota, le propuse romper nuestro compromiso, y ella se negó a hacerlo. Ahora comprendo que solo pretendía darse tiempo para averiguar hasta qué extremo llegaba el desastre económico de mi padre. Hoy ya lo sabe, y en vista de eso declara que no quiere ser una carga, y todas esas palabras huecas.
Lo cierto es que Tom Shaw, el rico heredero, era conveniente, y que Tom Shaw, sin un centavo, puede irse al infierno.
–Lo que no sospecha es que jamás ocurrirá eso, y que Tom Shaw llegará muy lejos –aseveró Polly, desafiante.
–Si he de ser sincero, yo estaba convencido de que Trix y yo no éramos el uno para el otro. Por lo tanto, ni siquiera puedo guardarle rencor –confió Tom–. ¿Mañana le escribirás a Ned?
–Lo haré esta misma noche. –Polly se levantó, dando por terminada la conversación–. ¿Debo informar a tus hermanas sobre la generosidad de Sydney y el final con Trix?
–Sí, es mejor –autorizó él, y añadió–: ¡Gracias por todo lo que has hecho por mí! –Luego, la miró a los ojos y, sorpresivamente, la besó–. ¡Perdona, no pude evitarlo! –musitó– La abuela me pedía siempre que la besara después que yo oía sus consejos.
Polly meditó en que tomar el lugar de la abuela podía resultar muy agradable, pero también peligroso.