10

 

 

 

 

Julián Bravo había sido piloto en la Real Fuerza Aérea de Gran Bretaña durante la guerra, uno de los pocos latinoamericanos que participaron de esa manera en el conflicto. Fue condecorado por actos de valentía y su habilidad suicida para batirse a duelo en el aire con los aviones alemanes. Según la leyenda, que él no repetía, pero seguramente echó a rodar, con su Spitfire derribó más de ochenta aviones enemigos. Un día cayó del cielo a mi vida, precedido por esa fama de guerrero, pero incluso sin aquel pasado romántico la impresión que me hubiera causado habría sido igualmente poderosa. Era el héroe de las novelas.

Acuatizó en el lago en un avión anfibio, trayendo como pasajeros a dos miembros de la realeza de Dinamarca y a sus acompañantes, que andaban en visita oficial en el país y pretendían pescar en nuestros ríos. Fueron a dar al hotel Bavaria, el mejor de la región, donde los recibieron sin aspavientos, como si se tratara de huéspedes habituales. Esa estudiada sencillez fue idea de mi suegra y resultó ser un acierto, porque los nobles daneses prolongaron su visita y se quedaron una semana con nosotros. Allí, en el hotel Bavaria, ante la mirada astuta de mi suegra y las risillas sofocadas de mis cuñadas, conocí a Julián.

Estaba sentado en la baranda de la terraza, con un pie en el suelo, un cigarrillo en una mano y un vaso de whisky en la otra, y vestía pantalones color caqui y una camisa blanca de mangas cortas, que ponía en evidencia su tórax y brazos de atleta. Irradiaba algo sexual y peligroso, como la fuerza conte­nida de un animal grande, que percibí claramente a varios metros de distancia. No puedo definirla de otra manera. Esa irresistible energía viril de Julián, que lo caracterizaba en su juventud, permaneció inmutable hasta su muerte, cuarenta y tantos años más tarde.

Incapaz de moverme, acepté con una mezcla de terror y urgente anticipación que en ese instante mi vida daba un vuelco irrevocable. Él debió de sentir la intensidad de mi presentimiento, porque se volvió en mi dirección con una media sonrisa de curiosidad. Demoró largos segundos en poner el otro pie en el suelo, dejar el vaso sobre la baranda y avanzar con esa manera suya de caminar pavoneándose, como los vaqueros de las películas del Oeste. Más tarde me aseguró que había sentido lo mismo que yo: la certeza de que habíamos vivido hasta entonces buscándonos, y por fin nos encontrábamos.

Se detuvo a dos pasos de mí, recorriéndome de la cabeza a los pies con mirada de subastador. Me sentí desnuda en mi discreto vestido blanco de verano.

—Nos conocemos, ¿verdad? —preguntó.

Asentí, muda.

—Ven conmigo —agregó, aplastando el cigarrillo con el pie y cogiéndome de la mano.

Bajamos casi corriendo hasta la playa por el sendero que culebreaba entre las terrazas del jardín; lo seguí hipnotizada, sin soltar su mano y sin pensar que podía ser vista por mi marido y la mitad de su familia. No me resistí cuando se dejó caer de rodillas en la arena, me atrajo a su lado y me besó con una intensidad nueva y aterradora.

—Es inevitable que nos amemos —me aseguró, y yo asentí de nuevo.

Así comenzó la pasión que habría de acabar con mi matrimonio y determinar mi futuro. Julián Bravo me dio cita en su habitación, y media hora más tarde estábamos desnudos a plena luz del día, explorándonos con desesperación perversa en el hotel de mi suegra, a pocos metros de mi marido, que estaba bebiendo cerveza con los daneses y explicándoles mediante un intérprete su técnica fascinante de inseminación artificial. Y en el segundo piso, entre cuatro paredes de madera olorosas al bosque nativo, bajo la luz apenas tamizada por una rústica cortina de arpillera cruda, sobre una cama de plumas con sábanas de lino, como todas las del hotel, aprendí a los veintiocho años las sorprendentes posibilidades del placer y la di­ferencia fundamental entre un marido poco inspirado y un amante de novela.

 

 

Hasta esa tarde con Julián Bravo, la ignorancia de mi propio cuerpo era tan monumental que sólo se explica por el tiempo y el lugar en que me tocó nacer. Me crie con una madre remilgada que tuvo seis hijos traídos del cielo por el Niño Jesús, como me aseguraba en susurros, y dos tías solteronas que jamás mencionaban «los países bajos», es decir, la zona entre la cintura y las rodillas. La tía Pía murió virgen y la otra, bueno, quién sabe, porque en la vejez se pudo haber acostado con Bruno Rivas, pero nunca me lo confesó. En cuanto a Josephine Taylor, se limitó a mostrarme ilustraciones del cuerpo humano en un libro, porque a pesar de sus ideas revolucionarias era tan mojigata como mis tías. Con ella aprendí a quitarme y ponerme la ropa con contorsiones de circo para evitar la vulgaridad de la desnudez. No tuve amigas de mi edad, no fui a la escuela; mi escaso conocimiento provenía de los animales apareándose en la granja. Al casarme, seguí desvistiéndome como había aprendido de miss Taylor, y con Fabian hacíamos el amor a oscuras y en silencio; yo no imaginaba otras opciones, y creo que para él esos encuentros entre nosotros eran menos interesantes que la reproducción entre bovinos.

Julián me arrebató el vestido de dos zarpazos, con naturalidad de puma, sin darme oportunidad de protestar. Apagó con un beso mi primera exclamación de susto, y de allí en adelante abandoné cualquier asomo de resistencia, queriendo deshacerme y desaparecer en sus manos, y queriendo quedarme allí mismo con la puerta cerrada para siempre y no ver a nadie nunca más, sólo a él. Me observó por todos lados, midiendo y sopesando y comentando con halagadora admiración la forma de mis pechos y caderas, el brillo de mi pelo, la suavidad de mi piel, mi olor a jabón y otros aspectos en los que yo jamás me había fijado y que, francamente, no eran excepcionales.

Se dio cuenta de que esa enumeración me abochornaba y me llevó casi en vilo hasta el espejo grande del armario, donde vi a una desconocida desnuda, temblorosa y desmelenada, la imagen misma de la depravación que hubiera espantado a mis tías y que tuvo la virtud de relajarme, porque a esas alturas ya no cabían remilgos y nada me importaba. Entonces me condujo de vuelta a la cama y se dio todo el tiempo del mundo para acariciarme entera con un atrevimiento lento y delicioso, sin esperar nada a cambio, murmurando una retahíla de insensateces, mimos y cochinadas. El contraste entre mi torpeza y la sabiduría de él debió de ser cómico, pero eso no le enfrió el entusiasmo, sólo aumentó su esfuerzo por darme placer.

Espero que no te escandalices por esta leve referencia al sexo, Camilo. Es necesaria para que entiendas por qué me sometí al dominio de Julián Bravo durante muchos años. He tenido algunos amantes en mi vida, pero no voy a jactarme, no fueron muchos. La experiencia perfecta es hacer el amor amando, pero ese no fue el caso con Julián esa tarde. Nada hubo de amor, sólo deseo simple y puro, deseo brutal, descarnado, sin ambages ni remordimientos, deseo sin consideración por nada ni por nadie; éramos el único hombre y la única mujer en el universo, abandonados al placer absoluto. La revelación del orgasmo fue tan drástica como la revelación de la mujer que llevaba escondida dentro, la desconocida del espejo, la impúdica, la infiel desafiante y feliz.

 

 

Pasamos la tarde juntos, y supongo que en esas horas Fabian debió de preguntar si alguien me había visto. Oí la campana anunciando que el comedor estaba abierto para cenar y comprendí que debía sacudirme la modorra que me impedía abrir los ojos o moverme, estaba extenuada. Julián me dejó acurrucada en la cama, se vistió rápidamente y salió. No sé cómo se las arregló para conseguir que en la cocina le dieran pan, queso, salmón ahumado, uva y una botella de vino, ni cómo hizo para subir con esa merienda a su pieza sin levantar sospecha. Comimos sentados en el suelo, desnudos; bebí vino de su boca y él comió uvas de la mía.

Pude observarlo, como él había hecho antes conmigo, y apreciarlo. Sin duda era el hombre más atractivo que he visto de cerca en toda mi vida: musculoso, flexible, bronceado de la cabeza a los pies por los deportes y el aire libre, como si se asoleara sin ropa, y tenía una risa irresistible que le achicaba los ojos como dos rayas, pelo oscuro, iris claros, que según la luz eran verdes o azulados, y algunas arrugas profundas como esculpidas a cincel en el rostro. No lo supe ese día, pero descubrí muy pronto que tenía una acariciadora voz de tenor, y en alguna época de apuro económico se había ganado el sustento cantando en cabarets en Inglaterra y Estados Unidos.

Esa noche no regresé a mi casa. Desperté al amanecer, arropada en los brazos de Julián en un nido de sábanas arrugadas, húmeda de transpiración y sexo, aturdida, sin recordar claramente dónde estaba. Me tomó más de un minuto comprender que ya nada volvería a ser como antes. Tendría que enfrentar a Fabian y explicarle lo ocurrido.

—Calma, Violeta. Esto tiene arreglo. Dile a tu marido que no te sentías bien y dormiste en el hotel —me sugirió Julián al ver mi agitación, pero era una coartada absurda.

—Estamos en el hotel de mi suegra. Si hubiera dormido sola, ella lo sabría, porque habría ocupado una habitación.

—¿Qué piensas decirle a Fabian?

—La verdad. Comprenderás que no puedo volver con él.

—Mira, muchos maridos hacen la vista gorda para evitar problemas. Cualquier cosa que le digas la va a creer —replicó, alarmado.

—¿Es esa tu experiencia? —le pregunté, con la vaga sensación de pisar terreno resbaladizo.

—No soy cínico, Violeta, soy práctico. Nadie nos ha visto, podemos evitar problemas. No pretendo desbaratar tu vida…

—Ya está desbaratada. ¿Qué hacemos ahora?

Nos vestimos deprisa y él salió antes que yo. Me pasé el peine de Julián por el pelo y salí sin lavarme, de puntillas, por los pasillos, rogando para que nadie me viera. Esperé oculta en el jardín, y momentos después Julián me recogió en uno de los automóviles que había a disposición de los daneses y me llevó a la estación a tomar el tren a Sacramento. A las diez de la mañana ya estaba en la oficina de Casas Rústicas con mi hermano.

—¿Qué haces aquí, Violeta? Pensé que estarías en el hotel Bavaria con los daneses.

—Dejé a Fabian.

—¿Dónde?

—Lo abandoné, José Antonio. No voy a volver con él, se fue al diablo el matrimonio.

—¡Por Dios! ¿Qué pasó?

Mi hermano me escuchó con el horror y la incredulidad pintados en su cara de patriarca sustituto, responsable del honor de la familia, pero tal y como yo había calculado, en vez de juzgarme o tratar de convencerme de que ese error podía repararse, preguntó simplemente, secándose la frente con el puño de la camisa, cómo me podía ayudar. Después cogió el teléfono y le dejó recado a Fabian en el fundo de los Schmidt-Engler y en el hotel Bavaria.

Al mediodía mi marido se comunicó con la oficina, tranquilizado al saber que estaba con mi hermano en la ciudad. En fin, todo estaba aclarado; pidió que avisara de mi llegada y él me esperaría en la estación.

—Me temo que tendrás que venir aquí, Fabian. Violeta tiene algo serio que comunicarte —le anunció José Antonio.

Mi marido llegó a Sacramento horas más tarde, y nos enfrentamos en la oficina, con mi hermano montando guardia en la pieza de al lado por si mi marido me daba una paliza. A José Antonio le habría parecido plenamente justificada.

—Pasé una noche de perros buscándote por todas partes, Violeta. Fui hasta Nahuel a preguntarles a tus tías. ¿Por qué te fuiste sin avisarme?

—Perdí la cabeza y salí escapando.

—Nunca te voy a entender, Violeta. Bueno, no importa, volvamos a casa.

—Quiero que nos separemos.

—¿Qué dices?

—Que no voy a volver contigo. Estoy enamorada de Julián Bravo.

—¿El piloto? ¡Pero si lo conociste ayer! ¡Estás loca!

El impacto de la noticia lo obligó a sentarse. La posibilidad de que su mujer lo dejara era tan remota como que desapareciera por combustión espontánea.

—¡Nadie se separa, Violeta! Los problemas de pareja son normales y se resuelven de puertas adentro, sin escándalo.

—Vamos a anular el matrimonio, Fabian.

—Has perdido el juicio por completo. No puedes tirar por la borda el matrimonio por una calentura.

—Quiero la nulidad —insistí, tan nerviosa que la voz me temblaba.

—No digas tonterías, Violeta. Estás confundida. Soy tu marido y mi deber es protegerte. Me haré cargo de la situación. Quédate tranquila, voy a arreglar este entuerto, nadie tiene por qué saber lo que ha sucedido. Hablaré con ese desgraciado.

—Esto no tiene nada que ver con Julián, es entre tú y yo. Vamos a tener que anular el matrimonio, Fabian —repetí por tercera vez.

—¡Jamás consentiré esa patraña! ¡Estamos casados ante la ley, Dios, la sociedad y, sobre todo, ante nuestras familias! —dijo, tartamudeando.

—Piénsalo, Fabian, la nulidad te dejaría también a ti en libertad —intervino mi hermano, que se presentó al escuchar que la situación iba escalando de tono.

—¡No necesito libertad! ¡Necesito a mi mujer! —gritó mi marido, y de súbito se le agotó la ira y se desmoronó en una silla con la cara entre las manos, sollozando.

Como sabes, Camilo, en este país no hubo divorcio hasta el siglo XXI, cuando yo tenía ochenta y cuatro años y ya no me servía de nada. Antes, la única salida legal del matrimonio era anularlo con triquiñuelas de leguleyo, probando la incompetencia del oficial del registro civil, generalmente por un ma­lentendido en el domicilio de los contrayentes. Era fácil, siempre que ambas partes consintieran, bastaba contar con dos testigos dispuestos a cometer perjurio y un juez complaciente. Fabian se negó siquiera a contemplar esa idea, que le parecía perversa en su origen y escandalosa en su ejecución. Estaba seguro, dijo, de que podría reconquistarme, que le diera una oportunidad, que me había amado desde que me vio, que nunca había querido a otra mujer, que sin mí la vida no tenía sentido, que estaba dedicado por entero a su trabajo y me había descuidado, y así siguió descargando el alma hasta que se le acabaron la voz y las lágrimas.

José Antonio sugirió que nos diéramos tiempo para pensar, y entretanto yo podía quedarme con él en Sacramento, eso acallaría las preguntas de la familia.

Por último, Fabian accedió a que nos diéramos una tregua hasta que se enfriaran los ánimos. Coincidió con que tenía un viaje a Argentina, donde iba a inseminar novecientas vacas en un rancho de la Patagonia mezclando razas Holstein, Jersey y Montbéliarde, como explicó sin que viniera a cuento en aquellos momentos. Estaría ausente varias semanas y yo tendría oportunidad de recapacitar. Al despedirse me besó en la frente y le pidió a mi hermano que me cuidara hasta su regreso, para que no hiciera más locuras.

Mi hermano llamó a Julián al fundo de mis suegros, donde lo habían invitado a la doma de caballos. Resultó que era campeón de salto, otro de sus talentos que yo ignoraba, y tanto sabía de caballos que nunca había perdido dinero apostando a las carreras.

—Mejor se viene de inmediato a Sacramento, joven. Tenemos que hablar —le ordenó mi hermano en un tono amenazante que no admitía postergación.

Era imposible intimidar a Julián Bravo. Se había jugado la vida durante varios años en la guerra, amaba los deportes extremos, se lanzaba en paracaídas en el corazón del Amazonas, hacía surf en las olas más altas del mundo en Portugal, escalaba sin cuerdas los picos inaccesibles de los Andes. Bailaba con la muerte. Su temeridad implacable lo conduciría naturalmente a los negocios ilícitos, pero eso fue más tarde, cuando lo reclutó la mafia. No acudió a la convocatoria de mi hermano por temor, sino porque la noche que pasamos juntos lo dejó conmovido y se quedó pensando en mí.

Llegó a Sacramento en el primer tren del día siguiente, y permaneció conmigo el resto de la semana, hasta que debió volver al hotel Bavaria y a su anfibio en el lago para transportar a los daneses de regreso a la civilización.