Julián y yo pasamos esos días en una orgía clandestina, sin otra ocupación que hacer el amor y beber vino blanco. No le di explicaciones a mi hermano, pero entendió que nada podría disuadirme y que lo mejor era esperar a que la pasión se agotara y yo volviera a mis cabales. Me hundí en el pantano delicioso del deseo satisfecho y de inmediato renovado, porque nada podía saciar esa sed primordial por aquel hombre. Imaginaba abandonarme para siempre en sus brazos y renunciar al mundo que existía fuera de esa habitación, un mundo helado, un mundo sin él.
Permanecí en su pieza del hotel, desnuda o cubierta por una de sus camisas, porque sólo tenía lo que llevaba puesto cuando salí del hotel Bavaria, esperándolo, anticipando, contando los minutos y las horas que pasé sola. Fueron muchas, porque Julián no soportaba el encierro y se iba a montar a caballo al Club Hípico o a las fincas de sus amigos. Yo todo lo olvidaba al sentir sus pasos al otro lado de la puerta y verlo de pie en el umbral, viril, sonriente, húmedo de transpiración por el ejercicio, dominante y contento. Los ratos que estuvimos juntos y las noches que dormí apretada a su cuerpo bastaron para espantar mis dudas y alimentar una ilusión de adolescente. Me entregué a la zozobra de amarlo con un sometimiento absoluto que ahora, a la luz de los años, me resulta incomprensible. Perdí la razón y el sosiego; nada me importaba, sólo estar con él.
Después, cuando tuvo que irse, compré la ropa indispensable para sobrevivir y un lápiz de labios rojo para darme ánimo, y me instalé en el apartamento de José Antonio sin intención de volver a mi vida anterior, como le anuncié a Fabian cuando regresó de Argentina y apareció con un ramo de flores a buscarme. Repitió que ni muerto me daría la nulidad, y preguntó cómo me las iba a arreglar sola, porque por lo visto el maldito piloto se había esfumado.
Julián no había desaparecido, como suponía Fabian. Llegaba a verme cuando su trabajo lo permitía, y cada encuentro agregaba un eslabón a la cadena en la que yo misma me había apresado con muy poco esfuerzo de su parte. Después de la guerra trabajó un tiempo como piloto comercial, hasta que pudo comprar su avión anfibio y se dedicó a transportar pasajeros y mercadería en lugares donde no existían pistas de aterrizaje. Era una pintoresca máquina amarilla con la cual recorría América del Sur en contratos privados. Para entonces, el sur de este país era conocido como el paraíso de la pesca y observación de aves, de modo que llegaba a menudo con sus clientes. Yo lo recibía contando las horas y los minutos que estaríamos juntos, y lo despedía marcando su ausencia en un calendario.
Creo que mi ciega inocencia lo confundió, no pudo desprenderse de mí como tal vez planeaba, y se encontró preso en la tela de araña de un amor que no cabía en su existencia aventurera. Me aferré a él con la ansiedad de un huérfano, y me negué a contemplar la montaña de obstáculos que había por delante, pero no fue eso lo que derrotó su resistencia, sino Juan Martín.
En una de nuestras conversaciones íntimas, José Antonio me preguntó si pensaba ser la amante de Julián Bravo hasta el fin de mis días. No, por supuesto que ese no era mi plan. Pensaba ser su esposa apenas pudiera vencer la testarudez de mi marido legítimo, sin imaginar que el despecho iba a durarle a Fabian varios años. Tan segura estaba de que muy pronto podría casarme con Julián, que no puse la debida atención cuando retozábamos en la cama con la pasión desesperada que él lograba provocarme. Nos cuidábamos, pero a medias; a veces usábamos un preservativo y a veces se nos olvidaba o estábamos apurados. Yo tenía la idea sin mucho fundamento de que era estéril y por eso no había tenido hijos en mi matrimonio. La consecuencia lógica de tantos descuidos me tomó de sorpresa.
Julián se enteró de que estaba embarazada en una de sus visitas, y lo primero que preguntó fue si acaso el responsable era Fabian.
—Cómo va a serlo, si no lo he visto en cinco meses —le contesté, ofendida.
Rojo de cólera, se paseaba a largos trancos acusándome de haberlo hecho adrede, y diciéndome que si con eso pensaba atraparlo estaba muy equivocada, que jamás iba a sacrificar su libertad, y dale y dale, hasta que se fijó en que yo estaba encogida en un sillón, llorando aterrada.
Pareció despertar de un trance; el estallido se desinfló en pocos segundos y cayó de rodillas a mi lado, murmurando disculpas, que lo perdonara, había reaccionado por sorpresa, que claro que no era sólo mi culpa, que él también era responsable y que teníamos que decidir cómo íbamos a resolver el problema.
—No es un problema, Julián, es nuestro bebé —le contesté.
Eso tuvo la virtud de acallarlo; no lo había considerado hasta ese instante.
Un rato después, cuando ambos nos habíamos calmado, Julián se sirvió un whisky y me confesó que en sus treinta y tantos años de aventuras amorosas en cuatro continentes nunca se había encontrado ante la disyuntiva de convertirse en padre.
—De modo que tú también creías ser estéril —le dije, y los dos nos echamos a reír, súbitamente aliviados y alegres, dándole desde ya la bienvenida al ser que navegaba a la deriva en mi barriga.
Creí que al enterarse de la noticia Fabian recapacitaría. ¿Para qué iba a permanecer casado con la mujer preñada por otro? Y le di cita en una pastelería de Sacramento para llegar a un acuerdo. Estaba nerviosa, preparándome para una pelea, pero me desarmó de entrada al tomarme de ambas manos y besarme en la frente. Estaba contento de verme, dijo, me había echado mucho de menos. Mientras nos servían el té hablamos de trivialidades, nos pusimos al día sobre la familia, y le conté de la tía Pía, que sufría de dolores de estómago y estaba débil. En vista de que los rituales y remedios de Yaima resultaron inútiles, la tía Pilar la iba a traer al hospital de Sacramento para que la examinaran. Siguió un silencio incómodo, que aproveché para informarle de mi estado, de sopetón, con media cara oculta por la taza.
Se puso de pie, sorprendido, con una sonrisa esperanzada bailándole en los ojos, pero antes de que alcanzara a preguntar le aseguré que él no era el padre.
—Vas tener un niño ilegítimo… —murmuró, dejándose caer en la silla.
—Depende de ti, Fabian.
—No cuentes con la nulidad matrimonial. Sabes lo que pienso sobre eso.
—Esto no es cosa de principios, sino de maldad. Quieres hacerme daño. Está bien, no volveré a pedírtelo. Pero tienes que darme la mitad de nuestros bienes, aunque en realidad me corresponde el total, porque te mantuve desde que nos casamos y lo que hay en la cuenta común de ahorro lo gané yo y me pertenece.
—¿De dónde sacaste que al abandonar el hogar tienes derecho a algo?
—Lo voy a reclamar, Fabian, aunque sea en un juicio.
—Pregúntale a tu hermano a ver cómo te iría con eso. ¿No es abogado? Las cuentas del banco están a mi nombre, como la casa y el resto de lo que tenemos. No es mi intención hacerte daño, como dices, sino protegerte, Violeta.
—¿De qué?
—De ti misma. Estás desquiciada. Soy tu marido y te quiero con toda mi alma. Te voy a querer siempre. Puedo perdonarte todo, Violeta. No es tarde para que nos reconciliemos…
—¡Estoy embarazada!
—No importa, estoy dispuesto a criar a tu hijo como si fuera mío. Déjame ayudarte, te lo ruego…
No volví a ver a Fabian hasta año y medio más tarde. José Antonio me confirmó que nada podría conseguir del dinero al cual yo creía tener derecho; cualquier cifra que obtuviera dependía de la buena voluntad de mi marido. Pasé los meses siguientes entre el apartamento de mi hermano y la oficina, sin ver a nadie más que a unos cuantos clientes de Casas Rústicas. Por teléfono avisé a mis tías, a los Rivas, a Josephine y Teresa. Todos me felicitaron, menos mis tías, que ya habían sufrido bastante cuando supieron que había dejado a Fabian y esa noticia les cayó como un garrotazo. El único consuelo de ellas era que estábamos lejos de la familia y la chismografía de la capital.
—Niña, por Dios, nunca hubo bastardos entre nosotros —me dijo la tía Pía entre sollozos.
—Hay docenas, tía, pero como son de los hombres de la familia nadie lleva la cuenta —le expliqué.
Cuando empezó a notarse mi panza, me mantuve medio escondida para evitar a la familia de Fabian y los amigos comunes.
Mi hijo nació en el hospital de Sacramento el mismo día en que internaron a la tía Pía para hacerle una serie de exámenes; gracias a eso estuve acompañada por esas dos viejas queridas, y por José Antonio, que se hizo pasar por mi marido. Miss Taylor y Teresa no acudieron porque las mujeres acababan de obtener el derecho a votar en elecciones presidenciales y parlamentarias. Teresa había luchado por eso durante años, y la victoria la pilló en la cárcel, a donde había ido a dar de nuevo por provocar disturbios e incitar a la huelga. La soltaron esa misma semana y pudo celebrar el voto femenino bailando en la calle.
Julián andaba en Uruguay y se enteró una semana más tarde, cuando el bebé ya estaba bautizado e inscrito en el registro civil con el nombre de Juan Martín Bravo del Valle. Le puse Juan en honor al padre Quiroga, para que lo protegiera en la vida, y Martín porque ese nombre siempre me ha gustado.
Ese niño transformó a Julián; no sospechaba que había alcanzado la edad de desear la trascendencia. Su hijo representaba la continuidad, la oportunidad de vivir de nuevo a través de él, de darle las oportunidades que no tuvo, de crear una versión más completa de sí mismo. Julián iba a criar a Juan Martín para que fuera una extensión de él: audaz, corajudo, aventurero, amante de la vida y de espíritu libre, pero con un corazón sereno. Había perseguido la felicidad desde chico, pero se le escabullía en el último instante, cuando creía tenerla al alcance de los dedos. Así le sucedía también con sus proyectos, siempre había otro más interesante un poco más allá. Nada le bastaba, ni sus medallas de héroe de guerra o de campeón de equitación, ni su máquina de volar, ni el éxito en todo lo que emprendía, ni su voz de tenor o su talento para ser el centro de atención dondequiera que se hallara. Esa búsqueda constante de algo mejor se aplicaba también a sus afectos y amores. No tenía familia, se desprendía de los amigos apenas dejaban de servirle para sus fines, seducía a las mujeres con afán de coleccionista, y las abandonaba porque otra más atractiva se le cruzaba por delante. Por eso deseaba un corazón sereno para Juan Martín. Su hijo no sufriría de esa perenne ansiedad, iba a ser un hombre contento, él se encargaría de eso.
Nos instalamos en una casa pequeña en el barrio antiguo de Sacramento, con árboles centenarios y rosas silvestres que crecían por obra de magia en las aceras, incluso en invierno, a pesar de la lluvia y la neblina. Julián empezó a seleccionar a sus clientes por ubicación geográfica, para que sus ausencias fueran breves y poder disponer de tiempo con su hijo.
Cuando empezamos a convivir como una familia normal, Julián me reclutó para que lo ayudara a manejar racionalmente su pequeña empresa de transporte aéreo. Como admitía muerto de risa, no sabía sumar dos más dos. Llevábamos dos registros, uno oficial y otro que sólo nosotros conocíamos. En el primero, que revisaba el departamento de impuestos y, a veces, la policía, se anotaban los detalles de cada vuelo, fecha, lugares, distancia, pasajeros o mercadería; en el segundo llevábamos la identidad de cada persona, dónde había sido recogida y desembarcada, y la fecha. Eran judíos sobrevivientes del Holocausto, rechazados en casi todos los países latinoamericanos, que entraban por rutas sin vigilancia y se establecían con ayuda de grupos simpatizantes o mediante sobornos. Después de la guerra el país había recibido cientos de inmigrantes alemanes, acogidos por el partido nazi nacional, que debió cambiar su nombre con la derrota de Alemania, pero no su ideología. De vez en cuando, sin embargo, se trataba de un criminal acusado de atrocidades, que huía de la justicia en Europa, y Julián se encargaba, por el precio adecuado, de introducirlo en el país en su avión. Judíos o nazis, a Julián le daba igual, mientras pagaran lo que él estipulaba.
La tía Pilar regresó a Santa Clara, donde la esperaba el trabajo del verano, pero la tía Pía se quedó con nosotros para recibir tratamiento contra el cáncer en el hospital. Apenas tuvo a Juan Martín en brazos por primera vez, olvidó su condición de ilegítimo y se entregó al placer de mimarlo como abuela. Ese sería su consuelo en los once meses que le quedaban en este mundo. Se echaba en la cama o en el sofá con el niño encima, cantándole bajito para dormirlo, y así calmaba el dolor mejor que con las píldoras de los doctores, decía.
Me habían asegurado que, mientras amamantara a Juan Martín, estaba protegida de otro embarazo, pero resultó ser otra de las patrañas tan difundidas entonces. Esta vez, Julián, dulcificado por la influencia de su hijo, reaccionó sin escándalo, pero me hizo saber sin lugar a interpretaciones que sería la última. No pensaba llenarse de chiquillos, ya con uno estaba atrapado en responsabilidades y había perdido su libertad, me dijo.
En verdad, Julián seguía tan libre como antes; jamás me opuse a sus viajes, y en cuanto a verse atrapado, creo que exageraba, porque contribuía muy poco a las necesidades de la familia. Iba y venía con la disposición amable de un pariente cercano. Invertía sin vacilar en la última versión de una cámara fotográfica o una joya para mí, pero no pagaba las cuentas de luz y agua. Me hice cargo de los gastos, tal como había hecho durante mi matrimonio, sin que me pesara, porque ganaba suficiente, pero con Fabian había aprendido una lección que habría de recordar siempre: no basta con ganar dinero, hay que saber manejarlo. Eso, que ahora me parece indiscutible, en mi juventud era una novedad. Se suponía que las mujeres éramos mantenidas, primero por el padre y después por el marido, y en caso de que tuviéramos bienes propios, ya fuera por haberlos heredado o adquirido, necesitábamos a un hombre que los administrara. No era femenino hablar de dinero ni ganarlo, y mucho menos invertirlo. A Julián nunca le informé de cuánto disponía ni cómo lo gastaba, tenía mis propios ahorros y hacía negocios sin consultarlo ni darle participación. El hecho de que no estuviéramos casados me daba una independencia que hubiera sido imposible de otra manera. Una mujer casada no podía abrir una cuenta en el banco sin consentimiento y firma de su marido, que en mi caso era Fabian, y para obviar ese obstáculo mis cuentas estaban a nombre de José Antonio.