El terremoto de 1960 me sorprendió con mis dos hijos en Santa Clara. La granja de los Rivas seguía siendo mi refugio, mi lugar favorito de veraneo y descanso, lejos de Julián, que nunca nos acompañaba en esas escapadas. De los antiguos habitantes de Santa Clara sólo quedaban la tía Pilar, Torito y Facunda. Los Rivas habían muerto unos años antes, y los echábamos mucho de menos. Por propia iniciativa, los habitantes de Nahuel pusieron una placa de bronce con sus nombres en la estación del ferrocarril. Anda a verla, Camilo, todavía debe de estar allí, aunque ya no hay trenes, ahora se viaja en buses.
La granja pertenecía a Teresa, única heredera porque su hermano Roberto le cedió su parte, pero como ella no podía mantenerla yo asumí los gastos, y aunque nunca me lo propuse con el tiempo llegó a ser mía. Los dos potreros se alquilaban a los Moreau, que habían plantado viñedos; teníamos una sola vaca, los caballos y las mulas habían sido reemplazados por bicicletas y una camioneta, y la cochinera se redujo a una sola cerda, que Torito cuidaba como a una hija, porque las crías eran su única fuente de ingresos. Todavía teníamos gallinas, perros y gatos. Facunda contaba con una moderna cocina de gas y dos hornos de barro para hacer sus pasteles y empanadas, que se vendían en Nahuel y en otros pueblos cercanos.
No conocí al marido que Facunda decía tener. De hecho, como nadie lo vio nunca, creíamos que lo había inventado. Ella mantuvo a sus dos hijas con la ayuda de sus padres; las niñas vivieron con los abuelos, mientras la madre trabajaba, hasta que pudieron independizarse. Una de ellas, Narcisa, tuvo tres niños en cinco años, tan diferentes entre sí que resultaba obvio que no compartían el mismo padre. «Esta chiquilla me salió suelta de piernas», suspiraba Facunda para explicar el desfile de hombres que sacaban de paseo a su hija, y la tendencia de esta a quedarse embarazada sin novio responsable.
Cuando murió el tío Bruno y la casa quedó medio vacía, Facunda llevó a Narcisa y los nietos a vivir con ella, así podía criar a los niños tal como sus padres habían criado a los suyos. Los padres que esos niños no tenían fueron reemplazados por Torito, aunque por edad podía ser su abuelo. Este debía de tener alrededor de cincuenta y cinco años, pero sólo se le notaban en que había perdido algunos dientes y andaba más encorvado. Seguía haciendo sus largas excursiones para «ir conociendo», y para entonces creo que ya tenía en la memoria un mapa detallado de toda la provincia y más allá.
Facunda lloró la muerte del tío Bruno como una madre, y yo lo lloré como una hija. Ese hombre me adoptó de corazón cuando llegué a la granja en tiempos de El Destierro y me dio amor incondicional, como el que recibí de Torito. Facunda habría de llevarle flores a su tumba todos los sábados hasta su propia muerte, en 1997. Lo enterramos junto a la tía Pía, donde también quiero que me entierres a mí, Camilo. Nada de incinerarme y echar las cenizas en cualquier parte, mejor sería que mis huesos fertilicen la tierra. Ahora se puede disponer de los cuerpos en una caja biodegradable o envueltos en una manta, ¿sabías? Eso me gusta; debe ser barato.
La tía Pilar se quebró cuando murió el tío Bruno. Ella decía que llegaron a ser como hermanos gemelos, pero prefiero pensar que fueron amantes. Cuando quise sonsacarles la verdad a Torito y Facunda, me respondieron con evasivas que confirmaron mis sospechas. En buena hora. A la tía Pilar le pesaban mucho sus setenta y siete años, andaba con bastón porque le dolían las rodillas, y ya no le interesaban las labores de la tierra, los animales o la gente. Ella, que había sido un prodigio de energía y optimismo, se volcó hacia adentro. Pasaba horas callada, con las manos ociosas y la vista perdida. Más de una vez la sorprendí hablándole al tío Bruno. Cuando le sugerí que algún día tendríamos que instalar un teléfono en Santa Clara, me contestó con plena convicción que, si ese aparato no comunicaba con los muertos, para qué diablos lo necesitábamos.
Ese verano Teresa y miss Taylor llegaron con varios baúles y un loro enjaulado a quedarse por un tiempo para tomar aire, dijeron. La verdad es que Teresa había estado presa en confinamiento solitario por sus actividades en favor de los comunistas, y esos dieciocho meses en una celda de castigo le minaron la salud. Estaba flaca y gris, con tos de tísica y mareos que la dejaban desorientada. Las fuimos a esperar al tren, y Torito tuvo que bajarla en brazos, porque el largo trayecto la había dejado extenuada. Habían rehusado a viajar en un anfibio de Air Gaviota, como les ofrecí.
Esa noche, después del festín de bienvenida que preparó Facunda para recibirlas, miss Taylor me confesó con lágrimas que Teresa se estaba muriendo de a poco. Tenía cáncer en los pulmones muy avanzado.
Para mi hijo Juan Martín esas semanas que pasábamos anualmente en Santa Clara eran paradisíacas. Se curaba de forma milagrosa de las alergias y el asma, y pasaba el día al sol a la siga de Torito, que le enseñó a manejar el camión y cuidar los cochinillos. Se nos perdía durante horas cuando leía, tirado en el suelo de La Pajarera, que todavía estaba en pie y tenía el letrero en la puerta que prohibía la entrada a personas de ambos sexos. «Déjame aquí en Santa Clara, mamá», me pedía Juan Martín cada año, y yo adivinaba el resto de la frase: «lejos de mi papá». En la pubertad renunció a tratar de complacer a Julián, y la ansiosa admiración que había sentido por él en la niñez se transformó en aprensión. Le tenía miedo.
Nieves, en cambio, detestaba el campo. En una ocasión le comentó a Julián que la tía Pilar era una vieja seca y Torito un hombrón tarado, lo cual fue recibido con risotadas. Quise mandarla castigada a su pieza por atrevida, pero su padre me lo impidió porque la niña tenía razón, dijo: Pilar era una bruja y Torito un idiota. Pero a pesar de su insolencia y su aparente cinismo, mi hija era admirable. Al pensar en ella, la veo como un ave de plumaje colorido y voz ronca, alegre, grácil, lista para emprender el vuelo y dejar todo atrás, desprendida.
Su temple quedó probado ese día del terremoto, el más fuerte que se haya registrado jamás; duró diez minutos, destruyó dos provincias, provocó tsunamis de olas gigantescas que llegaron hasta Hawái y pusieron un barco pesquero en medio de una plaza de Sacramento, y dejó un saldo de miles de víctimas. Fue una tragedia, incluso en este país, donde estamos acostumbrados a que la tierra tiemble y el mar se enfurezca. La vieja casa de Santa Clara se bamboleó un buen rato antes de desplomarse, y eso nos dio tiempo para escapar con la jaula del loro en medio de densas nubes de polvo, el estrépito de vigas y pedazos de paredes que caían por todos lados, y el ronquido terrible que surgía del vientre del planeta.
Se abrió una grieta enorme en el suelo, que se tragó a varias gallinas, mientras los perros aullaban. No podíamos mantenernos en pie, todo daba vueltas, el mundo se volvió del revés. Siguió temblando por una eternidad, y cuando creíamos que por fin había pasado venía otro sacudón formidable. Y entonces sentimos un estallido y vimos las llamas. La cocina de gas había explotado y lo que quedaba de la casa estaba ardiendo.
En medio del caos, la humareda y el terror, Nieves se dio cuenta de que la única que no estaba entre nosotros era Teresa. No vimos a la niña correr hacia la casa en llamas, si la hubiéramos visto, la habríamos atajado. Tampoco sé cómo ocurrieron las cosas, sólo sé que minutos más tarde la oímos llamar a Torito, pero no podíamos ubicar la dirección de sus gritos y nadie pensó que provenían de la casa. De pronto vislumbré a través del humo y el polvo a mi hija, arrastrando a duras penas a Teresa por la ropa. Torito fue el primero en alcanzarla. Levantó el cuerpo inerte de Teresa con un brazo y a Nieves con el otro, y las alejó del incendio con su fuerza de gigante, multiplicada por la emergencia. Nieves no tenía ni diez años.
Ese día y esa noche, que pasamos a la intemperie, temblando de frío y pavor, tuve la medida del carácter de mi hija. Lo había heredado de su padre; tenía su misma índole heroica. No recordaba bien cómo lo hizo y contestaba a nuestro interrogatorio encogiéndose de hombros, sin darle ninguna importancia. Sólo averiguamos que entró gateando en las ruinas, sorteó los obstáculos ardientes, atravesó los restos de la salita y llegó al sillón de mimbre donde había visto a Teresa momentos antes del terremoto. Estaba medio asfixiada por el humo, sin conocimiento. Nieves se las arregló para cruzar de nuevo el infierno halando un peso muy superior al suyo, siempre a gatas porque, según dijo, se podía respirar mejor a ras del suelo.
Teresa estaba agonizando. Sus pulmones, debilitados por el cáncer, no resistieron el incendio y murió unas horas más tarde en brazos de miss Taylor, su compañera de vida. Nieves salió con quemaduras de segundo grado en la espalda y las piernas y el pelo chamuscado, pero la cara intacta y sin ningún trauma emocional. El terremoto que hizo historia, para ella fue apenas un incidente curioso que iba a contarle a su papá. La llevamos ese mismo día a donde Yaima, porque la carretera estaba cortada y los rieles del tren se enroscaron; era imposible llegar al hospital más cercano.
En la comunidad indígena se habían deshecho las chozas como desbaratadas por un viento terrible que llenó el aire de paja y polvo, pero no hubo víctimas, la gente estaba tranquila, recogiendo sus míseras pertenencias y juntando a las ovejas y los caballos despavoridos. La Madre Tierra y la Gran Serpiente que habita en los volcanes se habían enojado con los hombres y las mujeres, pero el Espíritu Primordial iba a restaurar el orden. Había que convocarlo. Yaima postergó los preparativos de la ceremonia para atender a Nieves con un breve ritual y sus ungüentos prodigiosos.
Después de la muerte de Teresa, miss Taylor se despidió de nosotros y se fue de vuelta a Irlanda, donde no había puesto los pies en cuatro décadas. Pensaba encontrar a sus hermanos dispersos desde la infancia, pero a la semana de estar allá desistió porque ese ya no era su país, y su única familia éramos nosotros, como le anunció a José Antonio mediante un telegrama. Mi hermano le respondió con una sola línea: «Espérame, voy a buscarte».
Se la trajo en un transatlántico que demoraba veintinueve días de puerto a puerto, eso le dio tiempo para convencerla de que había cometido un error al rechazarlo sistemáticamente, pero aún estaba a tiempo de remediarlo, y le presentó el anillo de granate y brillantes que había conservado desde siempre. Ella le hizo ver que estaba muy vieja y triste para casarse, pero aceptó el anillo y lo guardó en su bolso.
José Antonio era muy privado y jamás me habría contado los detalles de ese viaje, pero supe por miss Taylor que habían acordado tener un matrimonio blanco. Ante mi expresión de ignorancia, me explicó que era una unión platónica, como una buena amistad. El propósito de la castidad les duró hasta Panamá. José Antonio tenía cincuenta y siete años, y ella, sesenta y dos. Vivieron juntos durante más de veinte años, los más felices de mi hermano.
Torito y Facunda cuidaron a la tía Pilar en Santa Clara los dos años que le quedarían de vida. Se fue apagando día a día sin ningún mal visible, simplemente perdió interés en lo humano y lo divino. Había rezado miles de rosarios y novenas a lo largo de su existencia, pero justo cuando más necesitaba el sostén de la fe dejó de creer en Dios y el cielo. «Lo único que quiero es cerrar los ojos y dejar de existir, disolverme en el vacío, como la niebla del amanecer», escribió en una carta de despedida que le entregó a Facunda. Han pasado muchos años desde entonces y todavía el recuerdo de mis tías me arranca llanto; esas mujeres fueron las hadas de mi infancia.
Miss Taylor, que había heredado la granja de Santa Clara de Teresa, decidió que no valía la pena venderla, aunque había una buena oferta de los Moreau, quienes después de despojar a varias familias indígenas se estaban tragando de a poco los terrenos cercanos para expandir su propiedad. José Antonio reemplazó la casa incendiada por lo mejor que podíamos ofrecer en Casas Rústicas, y yo seguí corriendo con los gastos, que eran mínimos. Torito había estado allí la mayor parte de su vida, era su mundo, no podía vivir en ningún otro lugar. Cumplí mi propósito de pasar cada año un par de semanas en la granja, incluso cuando el destino se me enredó; así mantuve las raíces en mi tierra.
La gente de la zona dividió sus vidas en antes y después del terremoto. Perdieron casi todas sus posesiones y costó años reponerlas, pero a nadie se le pasó por la mente irse lejos del volcán o de la falla geológica en que estábamos asentados. El barco pesquero quedó en el centro de la plaza como recordatorio de la falta de permanencia de lo humano y la inseguridad del mundo. Treinta años más tarde, patinado de óxido y carcomido de tiempo, fue fotografiado en una revista como monumento histórico.
José Antonio acuñó un lema que a mí siempre me pareció demasiado cínico para repetirlo: «Cuando hay catástrofe, se compran propiedades». La realidad es que nunca tuvimos más demanda para nuestras casas prefabricadas que entonces, cuando hubo que levantar del suelo a pueblos y ciudades, y nunca hubo más oferta de terrenos para construir nuestras villas.
Empecé a comprar oro con mis ahorros, porque la inflación se había disparado en el país y nuestra moneda se estaba devaluando tanto que a Julián se le ocurrió comprar fichas del casino y llevarlas a un casino de Las Vegas, donde las fichas eran idénticas y las cambiaba por dólares. Hizo esta gracia un par de veces en las narices de la mafia, pero a la tercera se asustó; el riesgo de acabar cosido a balazos en el desierto de Mojave superaba al placer del peligro. Entretanto, el valor de mi oro crecía legalmente en la oscuridad de la bóveda del banco. El único que estaba al tanto de que yo iba camino de ser rica era mi hermano, que tenía la segunda llave de la caja de seguridad.
Fabian Schmidt-Engler llegó un domingo a casa de José Antonio a consultarlo como abogado en un asunto confidencial, le dijo. Mi hermano, que siempre le tuvo lástima por la desgracia de haberse casado conmigo, lo recibió con amabilidad. Se había establecido en la zona un grupo numeroso de inmigrantes alemanes en una comunidad agrícola y necesitaban los servicios de un abogado discreto, le explicó Fabian.
Habíamos oído rumores contradictorios sobre la Colonia Esperanza. Decían que estaba bajo el mando de un criminal de guerra fugitivo; allí sucedían cosas misteriosas, y parecía una prisión, rodeada de alambres de púas, sin que nadie pudiera entrar o salir. Fabian descartó esas patrañas. Le dijo a mi hermano que él conocía al jefe y había estado varias veces en la propiedad como veterinario. Esos inmigrantes vivían en paz, de acuerdo con sólidos principios de trabajo, orden y armonía. La colonia no tenía problemas legales, pero a veces había que tratar con las autoridades, que solían ponerse quisquillosas.
A José Antonio le pareció que ese asunto era turbio y se disculpó con el pretexto de que estaba muy ocupado con su empresa. Al despedirse, le preguntó en tono casual si acaso había pensado en el asunto de la nulidad matrimonial.
—No hay nada que pensarle a eso —respondió Fabian.
Sin embargo, pocos años más tarde, mi marido se presentó en la oficina de Casas Rústicas a vender la nulidad porque necesitaba dinero para financiar un laboratorio. Se había descubierto la forma de congelar el semen por tiempo indefinido, y eso abría incalculables posibilidades en el universo de la genética animal y humana. José Antonio regateó el precio, redactó un acuerdo, le dio la mitad del dinero a Fabian y el resto se lo depositó cuando el juez firmó la nulidad. Para eso sirvió una parte de mis monedas de oro. Cuando menos lo esperaba, me convertí en una mujer soltera.