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Al revisar el pasado, comprendo que perdí a Nieves mucho antes de lo que yo pensaba. Mi hija tenía catorce años cuando Julián decidió que en vez de las vacaciones obligadas en Santa Clara pasaría ese tiempo con él, los dos solos, una luna de miel de padre e hija. Había perdido la esperanza de hacer «un hombre» de Juan Martín, es decir, un hombre a su imagen. Su hijo era un adolescente desmañado y romántico que parecía más interesado en leer a Albert Camus y Franz Kafka que en las revistas Playboy que su padre le traía de Miami, y prefería discutir de marxismo y de imperialismo con un puñado de amigos tan atormentados como él antes que manosear a las amigas de su hermana en un rincón privado.

En los años siguientes, Julián llevó a Nieves de viaje y le enseñó a manejar el auto y a copilotar el avión. Cuando la pilló fumando y bebiéndose los conchos de cócteles en los vasos, empezó a abastecerla de cigarrillos mentolados y la instruyó en el arte de beber con moderación, aunque él mismo se sobrepasaba con el alcohol. Muy pronto Nieves se vestía con ropa provocativa y usaba maquillaje de modelo para salir a lucirse con su padre en cabarets y casinos, donde apostaban juntos en las mesas de juego sin que nadie sospechara su edad; la broma de ambos era que la confundían con la última conquista de Julián. Las quemaduras que había sufrido de niña le dejaron cicatrices muy leves gracias, supongo, a la intervención de Yaima. Su belleza, según Julián, detenía el tráfico. A los dieciocho años cantaba canciones de moda en hoteles y casinos, donde los clientes le daban propinas, lo que a Julián le parecía muy divertido. Le gustaba ese juego de provocar deseo en otros hombres luciendo a su hija a prudente distancia, pero espantaba a cualquier joven que se acercara a ella. «Así nunca voy a conseguir un novio, papá», se quejaba Nieves. «A tu edad, lo último que necesitas es un novio. Tendría que pasar por encima de mi cadáver», le respondía él. Era celoso como un amante.

Entretanto, yo vivía en nuestro país con Juan Martín, que estaba estudiando filosofía e historia. A los ojos de su padre eso era una pérdida de tiempo, no servía para nada. Como la universidad estaba en la capital, alquilé un apartamento que compartíamos, pero nos veíamos poco; yo tenía un pie en Sacramento y volaba con frecuencia a Estados Unidos a ver a Nieves. Mi hijo pasaba largas temporadas solo.

La nulidad matrimonial me llegó cuando ya no la quería. Me había acomodado a las ventajas de mi situación; para los efectos prácticos disponía de libertad, y para satisfacer las exigencias de la pasión contaba con un hombre impetuoso que después de tantos años de hábitos comunes, complicidad ine­vitable y rencores acumulados aún podía dominarme a besos. ¡Qué larga es la servidumbre del deseo! Nunca fue tan humillante como en la mitad de mi vida, cuando a la mujer del espejo se le notaban los cincuenta años de lucha y cansancio en el cuerpo y el alma. Para Julián, en cambio, la edad era optativa; decidió tener siempre treinta años y casi lo consiguió. Siguió siendo joven, despreocupado, alegre y mujeriego hasta una edad en que el resto de los mortales contempla la muerte inexorable. «De lo único que uno se arrepiente al final es de los pecados que no cometió», decía.

Los períodos en que me juntaba con Julián eran de excitación y sufrimiento. Me preparaba para esos encuentros como una novia, anticipando el momento en que estaríamos solos, nos abrazaríamos con renovados bríos y haríamos el amor con la sabiduría que da la mucha práctica, dormiría pegada a su espalda aspirando su olor a hombre sano y vigoroso, despertaría aturdida de caricias y sueños, compartiríamos desnudos el primer café de la mañana y andaríamos por las calles de la mano, poniéndonos al día de todo lo ocurrido en nuestra ausencia. Así era por unos días. Después comenzaba el tormento de los celos. Me observaba en el espejo, comparándome con las jóvenes de la edad de mi hija que él seducía sin disimulo. Por su parte, Julián me reprochaba mi independencia, el tiempo que pasaba lejos de él, la fortuna que tenía escondida para evitar compartirla. Me acusaba de ambiciosa; entonces eso era un insulto aplicado a una mujer. De hecho, siempre se las arreglaba para echarle el guante a una parte de mis ahorros. Por sus manos pasaba un chorro de dinero, pero vivía a crédito y acumulaba deudas.

Te confieso, Camilo, que más de una vez rogué al cielo para que Julián se estrellara en uno de sus aviones, y hasta llegué a soñar con asesinarlo para librarme de él. No hubiera sido la primera ni la última mujer que mata al amante porque ya no lo soporta más.

 

 

Tanto insistió Julián en que viviéramos juntos otra vez, que me trasladé a Miami. No lo hice por complacerlo, sino para intentar acercarme a Nieves, que había abandonado los estudios antes de terminar la secundaria, dormía el día entero, desaparecía de noche y nunca estaba disponible cuando la llamaba por teléfono. Había perdido el poco respeto que alguna vez tuvo por mí, y pulido a la perfección el arte de usar a su padre para humillarme. A él lo adoraba; yo era quien le impedía pasarlo bien: anticuada, severa, avara, remilgada, una vieja jodida, como me llamaba a la cara.

Para entonces, la ciudad estaba llena de cubanos exiliados, algunos con mucho dinero. Había tantos yates en las marinas como Cadillacs en las calles y bares restaurantes con la mejor cocina de la isla; el aire vibraba con música latina y conversaciones a gritos en ese acento de consonantes que suenan como vocales. Ya no era ni sombra de la sala de espera de la muerte para ancianos jubilados que había sido antes.

Julián alquiló una villa aislada cerca del mar, con una cortina de palmeras y una piscina con chorros de agua y luces, que requería numeroso personal doméstico. Era una imitación de la arquitectura mediterránea de Italia, adaptada al gusto de nuevos ricos: vasta, desparramada, con terrazas de baldosas pintadas, toldos azules y plantas desmayadas por el calor en maceteros de cerámica. La decoración interior era tan pretenciosa como su aspecto externo de pastel rosado. En honor a la tradición, me levantó en brazos para cruzar por primera vez el umbral, y me llevó a recorrerla, orgulloso de la cocina digna de un hotel —no me gusta cocinar, ni a él tampoco—, los seis baños con motivos de sirenas y delfines, los salones con olor a musgo y desinfectante, y el torreón con un teles­copio para espiar a las embarcaciones, que solían anclar de noche en las proximidades de la playa.

La villa se convirtió en el centro de las actividades comerciales de Julián y de las reuniones con quienes él llamaba sus socios. Algunos de los socios tenían pinta de burócratas en trajes con chaleco, a pesar de la humedad y el calor; otros eran americanos en camisa de manga corta y sombrero, o cubanos con sandalias y guayaberas. También desfilaban tipos con anillos ostentosos y cigarros, que hablaban inglés con acento italiano, acompañados por guardaespaldas patibularios, grotescas caricaturas de mafiosos.

—Trátalos con amabilidad, son mis clientes —me advirtió Julián cuando quise indagar, pero casi nunca traté con ellos; la casa era grande y no nos topábamos.

A las veinticuatro horas de convivencia en el pastel rosado, Julián puso sobre la mesa del comedor dos cajas de cartón llenas de papeles y me pidió que lo ayudara a sortear el contenido. Entonces comprendí que su interés en tenerme a su lado no era sentimental, sino práctico; yo había sido siempre su administradora, secretaria y contadora. En esas cajas había de todo, desde cuentas pendientes, boletas de compra, direcciones e itinerarios hasta anotaciones a mano cuyo significado ni él mismo podía descifrar. Al tratar de poner cierto orden en aquella maraña fui dándome cuenta de la índole de las actividades de mi compañero, en su mayoría ilegales, como suponía.

Pesados maletines negros entraban y salían regularmente llenos de fajos de billetes. En las piezas había un arsenal, pero Julián, que nunca andaba armado, me explicó que nada de eso le pertenecía, sólo lo guardaba para sus amigos. Al cabo de una semana abandonó su intento de engañarme y me contó de los cubanos que complotaban contra la revolución de Fidel Castro, de la mafia que controlaba el crimen en Florida y Nevada, y de la CIA, cuyo propósito era impedir por cualquier medio el avance de las ideas de izquierda en América Latina.

—Hay movimientos guerrilleros en casi todos los países del continente. Comprenderás que no se puede permitir otra revolución como la cubana entre nosotros —me explicó.

—¿Qué tienes que ver tú con eso? ¿Qué haces para la CIA?

—Transporte, de vez en cuando, algunos vuelos que no deben conocerse. Recojo información de los cubanos y de los contactos que tengo en otros lados, nada importante.

—¿Te pagan?

—Poco, pero tengo muchas ventajas. Los americanos me dejan hacer, no me molestan.

—Dice Juan Martín que con el pretexto de la Guerra Fría la CIA derroca democracias y apoya dictaduras brutales, que benefician a las élites e imponen el terror en el pueblo. Hay tanta injusticia, desigualdad y miseria que con razón prende el comunismo en nuestros países.

—Es una lástima, pero eso no nos incumbe. Juan Martín está metido en un nido de rojos que le están lavando el ce­rebro.

—¡Es la Universidad Católica, Julián!

—Así será, pero tu hijo es muy blandengue.

—También es hijo tuyo.

—¿Estás segura? No lo parece…

Así eran las conversaciones que conducían rápidamente a una batalla cruenta, empezábamos con cualquier tema y terminábamos agrediéndonos.

 

 

Recuerdo con admiración, por razones que ya te contaré, a Zoraida Abreu. En esa época ella era una joven puertorriqueña exuberante, que podía ser confundida con una tonta bonita por su ropa provocativa y su voz chinchosa, pero en realidad era una amazona. Julián se enamoró de ella en uno de sus viajes y, tal como le sucedió conmigo, no pudo dejarla. En mi caso fue porque quedé embarazada, en el de ella no puedo saberlo, pero supongo que esa mujer era más aguerrida que él. Zoraida, que a los diecisiete años había sido reina de la belleza en un concurso del Ron Boricua, siguió a Julián cuando este se fue a vivir a Miami. Julián abominaba cualquier atadura, y la mantuvo a raya diciéndole que estaba casado conmigo y en su país no había divorcio, que adoraba a sus hijos y que nunca los dejaría.

La conocí porque se atrevió a invitarme a tomar un trago en el bar del hotel Fontainebleau. Era alta, fachosa, con una melena abundante, que alcanzaba para dos pelucas, y llegó vestida con pantalones capri ajustados, sandalias de tacones altos y una blusa amarrada con un nudo en la cintura, que resaltaba sus senos. A pesar de esa pinta de pindonga en busca de combate, no era vulgar. Todos los hombres del recinto se volvieron a mirarla cuando entró, y más de uno le silbó. Pedimos un par de cócteles y ella procedió a decirme sin preámbulos que era la amante de mi marido desde hacía cuatro años y dos meses.

—Perdona, necesitaba decírtelo porque no puedo vivir de mentiras.

—¿Quieres mi autorización? Adelante, mujer, es todo tuyo —le dije, ya que en ningún caso podía impedirlo, y para entonces ya no me importaban los amoríos de Julián.

—Julián me contó que ustedes están juntos porque no se pueden divorciar, pero no se aman.

—No estamos casados. Si quiere casarse contigo, es libre de hacerlo.

Pasamos una hora en extraña complicidad. Zoraida se repuso de la sorpresa y la ira con la segunda copa, y decidió dejar la situación como estaba, no iba a enfrentar a Julián con la verdad que había descubierto porque sólo conseguiría perderlo. Esa información podría servirle en el momento apropiado. Le convenía que él fingiera estar casado, así alejaba a otras rivales, y a mí me convenía que ella lo mantuviera ocupado.

—No soy puta, no quiero su dinero ni nada de él, tampoco pienso chantajearlo. Soy sana y católica —me explicó, con una lógica impecable.

Por lo visto, yo no entraba en la categoría de rival; era inocua, una mujer madura vestida con un traje de dos piezas al estilo de Jacqueline Kennedy, que ya estaba pasado de moda, porque se usaba la minifalda. Me pareció cruel aclararle que en ese mismo momento, mientras bebíamos martinis, posiblemente él estuviera con otra. Zoraida creía que tarde o temprano Julián se casaría con ella. Tenía veintiséis años y mucha paciencia.

 

 

La CIA me preocupaba mucho menos que los gángsteres responsables de los maletines negros, el arsenal de guerra que había en la casa y los paquetes sin identificación que aparecieron un par de veces frente a nuestra puerta. Julián me ordenó que no los tocara, porque podían explotar. Allí quedaron, tostándose al sol, hasta que Julián trajo a un hombrecito con cara de ratón que se encargó del problema. El ratón era un veterano de guerra experto en bombas, que auscultaba el paquete y después procedía a abrirlo con delicadeza de cirujano. La primera vez se trataba de botellas de whisky, la segunda, de varios kilos de la mejor carne de vacuno —filete, costillar, chuletas—, que venía envuelta en hielo, pero la espera al sol la había convertido en una masa sanguinolenta y fétida. Eran regalos de clientes agradecidos.

Volví a sentir el puño cerrado del miedo en la boca del estómago, como me ocurría siempre que pasaba tiempo con Julián; me preguntaba qué diablos estaba haciendo yo en Miami.

En el verano nos pegó uno de esos huracanes que ponen al mundo patas arriba. Estábamos sobre una colina elevada, así es que no temíamos a las olas; nos limitamos a tapiar las ventanas y asegurar las puertas contra el vendaval. Fue una experiencia memorable; la ventaja de un huracán sobre un terremoto es que avisa con cierta anticipación. El viento y el agua azotaron la casa, arrancaron varias palmeras y se llevaron todo lo que estaba suelto. Cuando se calmó la tormenta, la mesa de ping-pong de alguien que vivía a medio kilómetro de distancia estaba flotando en nuestra piscina, y encontramos en la terraza del segundo piso a un perro aterrorizado que llegó volando, pobre animal.

Dos días después, cuando la tierra empezaba a secarse, Julián se dio cuenta de que el pozo séptico se había rebalsado y se puso frenético. Se negó a llamar a alguien para que lo reparara y trató de destaparlo él mismo, con guantes y botas de goma, metido hasta las rodillas en una sopa asquerosa, maldiciendo a pleno pulmón. Pronto vi por qué no podía pedir ayuda. Extrajo del hoyo una bolsa inmunda, la arrastró a la cocina y desparramó su contenido en el suelo: fajos de billetes mojados y sucios de caca.

A punto de vomitar, vi que Julián planeaba limpiar el dinero en la máquina lavadora.

—¡No! ¡Ni se te ocurra hacer eso! —le grité, histérica.

Él debió de adivinar que yo iba a impedírselo con sangre, porque sin pensarlo cogí el cuchillo más grande de la cocina.

—¡Okay, Violeta! ¡Cálmate! —me suplicó, asustado por primera vez en su vida.

Hizo una llamada telefónica, y poco después teníamos a dos matones de la mafia a nuestra disposición. Fuimos a una lavandería y los mafiosos les pusieron un billete de diez dólares en la mano a las tres señoras que estaban lavando la ropa de sus familias, las sacaron del local con instrucciones de esperar afuera y se plantaron en la puerta a vigilar, mientras Julián lavaba los billetes cagados. Después hubo que secarlos y meterlos en una bolsa. A mí me llevó porque no tenía idea de cómo operar una de esas máquinas.

—Ajá, ahora entiendo lo que es el lavado de dinero —le comenté.

Eso fue lo que me faltaba para entender de una vez para siempre que más convenía ser la amante de Julián que su esposa. Me volví a Sacramento al día siguiente.

 

 

Me he demorado en contarte más de Nieves porque es un tema muy doloroso, Camilo. Tal vez injustamente, he culpado a Julián por la suerte de mi hija. La realidad es que cada uno es responsable de su propia vida. Nacemos con ciertas cartas del naipe, y con ellas jugamos nuestro juego; a algunos les tocan malas cartas y lo pierden todo, pero otros juegan magistralmente con esas mismas cartas y triunfan. El naipe determina quiénes somos: edad, género, raza, familia, nacionalidad, etcétera, y no lo podemos cambiar, sólo podemos usarlo lo mejor posible. En ese juego hay obstáculos y oportunidades, estrategias y trampas. A Nieves le tocaron cartas extraordinarias: tenía inteligencia, coraje, audacia, generosidad, encanto, una voz cautivadora y belleza. Yo la quería con toda mi alma, como quieren las madres normales a sus hijos, pero mi amor no podía igualarse a la adoración de su padre. Nieves fue la única persona en este mundo a quien Julián quiso más que a sí mismo.

Dicen que todas las niñas se enamoran de sus padres en la primera infancia, creo que eso se llama «complejo de Electra», y lo superan con naturalidad. A veces, sin embargo, los padres se enamoran de las hijas y entonces se enredan los sentimientos como ovillo de lana en las garras de un gato. Algo así sucedió entre Nieves y Julián. Él se obsesionó con la niña apenas adivinó que ella tenía las cualidades que él admiraba y que su hijo no tenía; ella era como él, de su sangre y espíritu, a diferencia de Juan Martín, a quien consideraba enclenque y afeminado. Su hijo no podía competir con su hermana, y llegó un momento en que dejó de intentarlo y se resignó a ocupar un rincón invisible a la sombra de ella. Lo hizo con tal eficiencia que a su padre prácticamente se le olvidó su existencia.

En una ocasión, en la piscina, vi a Julián poniéndole bronceador a Nieves, como lo había hecho muchas veces, pero algo en la escena me inquietó y la llamé para echárselo yo.

—Mi papá lo hace mejor —me contestó con una expresión burlona.

Más tarde me atreví a enfrentar a Julián, y como respuesta me cruzó la cara de un bofetón. Hacía mucho que no me golpeaba, y nunca me había marcado la cara. Me acusó de ser una arpía inmunda que todo lo manchaba con mis sospechas, mis celos y mi envidia, que me había soportado durante años, pero no iba a soportar que destruyera la inocencia de Nieves con mi maldad.

 

 

En el año que conviví con Julián en la horrenda villa rosada de Miami, en compañía de mafiosos, conspiradores y espías, Nieves estaba con nosotros en teoría, pero en la práctica la vi muy poco. La propiedad quedaba alejada del centro de la ciudad, y con frecuencia mi hija se quedaba a dormir con sus amigas, decía. A veces la encontraba echada en una poltrona junto a la piscina, bebiendo piña colada y descansando después de una parranda. Algunas noches estaba en tal estado de aturdimiento por el alcohol, y supongo que también por drogas, que no podía conducir, y si no encontraba alguien que la llevara a la casa llamaba a Julián para que la fuera a buscar. Aliviaba la resaca con cocaína, que él siempre tenía a mano y consideraba tan inocua como el tabaco.

Mi hija cantaba en cabarets y casinos, que seguramente estaban controlados por la mafia, a donde Julián me llevó algunas veces a oírla. La estoy viendo como era en esas noches, una niña pintada como una cortesana, con un vestido ajustado de lentejuelas y chorreada de falsos diamantes, acariciando el micrófono y seduciendo al público con su voz ronca y sensual. Su padre la aplaudía enardecido y le chiflaba piropos como otros hombres del público, mientras yo me retorcía con calambres en el vientre, rogando al cielo para que el espectáculo terminara pronto.

Dos años más tarde, un tipo «descubrió» a Nieves en uno de esos antros y se la llevó a Las Vegas de la noche a la mañana con la promesa del amor y del éxito en las tablas. Se llamaba Joe Santoro y se presentaba como agente, pero era sólo un actor de poca monta, uno de esos jóvenes americanos guapos, de pocas luces y menos escrúpulos, que se dan a montones. Nieves empacó sus cosas sigilosamente y se fue sin decirle nada a su padre. Dos días más tarde, cuando él ya había recurrido a la policía para encontrarla, ella lo llamó desde Las Vegas. Sin vacilar, Julián fue a buscarla, enloquecido de rabia y celos. Tenía conexiones en esa ciudad, a donde hacía viajes para sus clientes y de donde provenían algunos de los maletines negros. Su plan consistía en contratar a un matón que le pulverizara las rodillas a tiros al tal Santoro, y traer a su hija por una oreja de vuelta a su lado.

Encontró a Nieves en una casa cochambrosa que Joe Santoro compartía con un montón de hippies y vagabundos en tránsito que pasaban unas cuantas noches allí y desaparecían, dejando una estela de mugre y estropicio. Mi hija estaba echada con su joven amante en una colchoneta pringosa en el suelo, en un desorden de ropa tirada, latas de cerveza y restos de pizza fosilizada. Ambos volaban en otros universos con una combinación de LSD y marihuana, pero a Nieves le quedaba suficiente lucidez para adivinar el objetivo de su padre. Semidesnuda, con ojeras de maquillaje y desgreñada, se plantó delante del gángster a sueldo, sujetó el cañón de la pistola a dos manos, y le juró a su padre por lo más sagrado que si tocaban a Joe no volvería a verla nunca más en su perra vida, porque se iba a suicidar.

Su hija le asestó a Julián el único golpe que podía minar su fortaleza de titán. Nieves simplemente lo abandonó con la ferocidad de quien trata de alejarse de un riesgo de muerte. Creo que Nieves sintió a nivel celular aquello que su mente no podía admitir; debía escapar de la pasión de su padre y de su propia fijación y dependencia. Cortó los lazos de un solo tijeretazo, negándose a volver a Miami con él o a aceptar cualquier forma de ayuda.

La ira que dominaba a Julián al llegar a Las Vegas se le trocó en desesperación al ver a Nieves enfrentarlo como a un enemigo. Le ofreció lo que ella quisiera, le prometió que le daría gusto en todo, le dijo que estaba dispuesto a mantenerla a un nivel adecuado con ese Joe Santoro o cualquier otro desgraciado que escogiera, porque no era posible que su hija viviera en una pocilga; le suplicó, se humilló, lloró, pero nada conmovió la voluntad pétrea de su hija. Entonces comprendió que ella era exactamente como él, indómita, atrevida y dispuesta a hacer lo que le diera la gana sin consideración por nadie. Nieves podía sembrar infortunio a su paso con la misma indiferencia suya. Su hija era el espejo donde contemplaba su propia imagen.

Nieves se quedó en Las Vegas. Julián intentó instalarse cerca, para intervenir cuando fuera indispensable, pero debió desistir porque ella no quiso verlo ni de lejos, y él tampoco pudo desprenderse de sus asuntos en Miami. Supongo que sus clientes no estaban dispuestos a soltarlo, porque era problemático conseguir pilotos capaces de volar de noche por debajo de la señal del radar en territorio enemigo o acuatizar en un pantano infestado de caimanes para entregar o recoger paquetes misteriosos.

Para vigilar a su hija, contrató a un detective, Roy Cooper, quien habría de jugar un papel fundamental en tu vida, Camilo. Era un exconvicto que se especializaba en chantaje, según supe, pero no me quedó claro si se ganaba el sustento haciendo chantaje o resolviendo casos de chantaje.

Los informes de Roy le partieron el corazón a Julián. Su hija iba resbalando por una pendiente directa a la muerte. Estuvo con Joe Santoro por un tiempo, pero pronto lo dejó, o él la dejó a ella; el hecho es que Nieves se encontró en la calle. El famoso Verano del Amor en San Francisco había ocurrido un par de años antes, pero la contracultura de los hippies todavía florecía en muchas ciudades del país, entre ellas Las Vegas. Esos jóvenes pelucones, tatuados, ociosos y felices que vagaban por toda California y pronto harían historia en Woodstock, en otras partes no eran bien tolerados y corrían peligro de recibir una paliza o ser arrestados. Julián no había visto ninguno en Miami.

Nieves se sumergió en ese vistoso grupo de chicos y chicas blancos de la clase media que escogían vivir como pordioseros, con promiscuidad, música psicodélica y drogas. Roy le iba pisando los talones, mandándole frecuentes informes a Julián. En las fotografías aparecía Nieves vestida de harapos decorados con espejitos y flores en el pelo, en una manifestación con un puñado de jóvenes contra la guerra de Vietnam, sentada en la posición de loto a los pies de un gurú greñudo, o cantando baladas y pidiendo limosna en un parque público. Dormía en comunas, en la calle, en un coche destartalado, una noche aquí, otra allá, con el espíritu errante de tantos otros muchachos en esa época. Se abandonó al atractivo de la libertad sin rumbo, al amor de un día y a la embriaguez del relajo. Abrazó la estética inspirada en la India, la igualdad y la camaradería, pero no tenía interés en la filosofía oriental o los planteamientos políticos y sociales del movimiento. Protestaba contra la guerra para divertirse y desafiar a la policía, pero no sabía dónde quedaba ese lugar llamado Vietnam.

Roy tenía instrucciones de cuidar que la muchacha no pasara hambre, y de protegerla como pudiera, sin que ella sos­pechara que era un enviado de su padre, lo cual resultaba fácil, porque Nieves vivía perdida en una nube de marihuana y ácido. Con su afán de experimentarlo todo y tragarse la vida a bocanadas, también empezó a esnifar heroína. La idea de Julián era darle soga a Nieves para que tocara fondo sin sufrir daño, para entonces poder rescatarla. A Roy le era imposible llevar la cuenta de los hombres con quienes Nieves tenía relaciones casuales, no valía la pena averiguar sus nombres porque, si permanecía con alguno, era sólo por tres o cuatro días. En las fotos que le enviaba a Julián, tomadas de lejos o al pasar, todos parecían ser el mismo sujeto: barbudo, con larga melena, collar de cuentas o flores, sandalias y guitarra.

El único diferente era Joe Santoro, que entraba y salía de la existencia de Nieves con cierta regularidad. No era un hippy del montón. Vendía metanfetamina y heroína en un negocio de hormigas, tan insignificante que la policía no lo molestaba. Sus compradores eran oficinistas, gente de tercer orden en la industria del entretenimiento y huéspedes de los hoteles. Los hippies preferían marihuana y alucinógenos, que se repartían gratis; la mayoría despreciaba las drogas duras y el alcohol. Nunca sabremos si él inició a Nieves en la heroína o si tan sólo la abastecía cuando ella estaba desesperada. El camino de la adicción es recto y bien pavimentado; Nieves lo recorrió rápido.

Nada supe de esto hasta un año más tarde, porque Julián me aseguraba por teléfono y cuando venía a nuestro país que Nieves estaba bien, que compartía un apartamento con dos amigas y estudiaba arte. Hablaba con ella un par de veces por semana, me dijo, pero no la visitaba porque ella quería probar sus alas sola por un tiempo, era normal a su edad. Tampoco deseaba que yo fuera a verla. No debía preocuparme si no contestaba mis cartas porque Nieves siempre había sido mala para comunicarse. En una ocasión en que volé a Miami a poner al día los papeles de Julián, él se las arregló para disculpar la ausencia y el silencio de mi hija. Pude haber indagado más y no lo hice. También yo soy culpable.

 

 

A Julián y a mí sólo nos mantenía juntos el largo hábito de detestarnos y desearnos. Y Nieves, por supuesto. Juan Martín no cuenta porque, si hubiera sido por mi hijo, Julián y yo tendríamos que habernos separado quince años antes. Es imposible de explicar esa mezcla obscena de atracción y rechazo, de pasión y rabia, esa costumbre necesaria de querellarnos y reconciliarnos; yo misma no lo entiendo, porque con el tiempo se recuerdan los hechos, pero se borran las emociones. Ya no soy la mujer que fui entonces.

De cada viaje a Miami que hice en esos años, volvía a mi casa en Sacramento o al apartamento que compartía con mi hijo en la capital determinada a no acudir nunca más a la convocatoria de Julián, pero reincidía inevitablemente, como un perro adiestrado a golpes. Me llamaba cuando el caos lo ahogaba para que pusiera orden, y me venía a ver cuando huía de un lío de faldas o de dinero. Su presencia era un tifón que alteraba por completo mi bien regulada existencia y la paz del ánimo que sentía en su ausencia. Esas eran las únicas ocasiones en que bebía hasta la embriaguez y usaba marihuana, que según Julián yo necesitaba para gozar de la vida como una persona normal. «Me gustas cuando estás relajada. No puedo pasarlo bien contigo si lo único que tienes en la cabeza son tus preocupaciones y tus negocios», me decía.

Esa era una causa recurrente de pelea: mis negocios. Tengo olfato para hacer dinero, como sabes, Camilo; ahorraba, sabía invertir y vivía frugalmente. Para Julián esa prudencia en materia de dinero era avaricia, otro de mis defectos, pero mientras me criticaba podía burlarme las ganancias de un año en cinco minutos.