Mientras el país se precipitaba hacia una tragedia inevitable, pasé tres años viajando a menudo entre Miami, Las Vegas y Los Ángeles, así es que me salté en gran parte la experiencia socialista en mi país. En Estados Unidos la información era tendenciosa, repetían la propaganda de la derecha, que contribuía a pintar al país como otra Cuba. Volvía a casa con frecuencia por negocios, y en cada viaje podía apreciar cómo aumentaban el caos y la violencia y cómo se me escapaba Juan Martín de las manos. Mi hijo se volvió un desconocido. Me hablaba en tono condescendiente, como a una mascota; había perdido entusiasmo por adoctrinarme, me consideraba otra causa perdida, yo entraba en la categoría de «vieja momia». Estaba irreconocible con su barba greñuda y su melena sucia, flaco y apasionado. Poco quedaba del muchacho timorato que había sido.
Nieves desapareció durante unos meses. Julián movió sus contactos para tratar de ubicarla en Miami, donde no había dejado ni el menor rastro. Investigó en líneas aéreas y empresas de autobuses, sin resultado; su nombre no aparecía en listas de pasajeros, pero eso nada significaba, porque hay otros medios de transporte. Buscándola, me metí en el submundo de los mendigos, los adictos y la mala vida callejera. Julián no lo conocía para nada, su participación en el tráfico y la delincuencia era a otra escala, nunca se encontró en un callejón inmundo con unos zombis desarrapados. Yo lo hice. ¿Qué pensarían de mí? Una señorona burguesa, bien vestida y desesperada, que preguntaba llorando por una tal Nieves. Conocí a algunos jóvenes que me partieron el alma, pero no intenté ayudarlos, mi único propósito era conseguir información sobre mi hija. Anduve en eso algunas semanas, las más duras que puedas imaginar, Camilo, y lo único que averigüé fue que nadie conocía a Nieves.
En esto estábamos cuando Roy llamó para decir que creía haberla encontrado en Las Vegas. Había dejado de buscarla, pero vio por casualidad a Joe Santoro y, siguiéndolo a él, dio con Nieves. Fui con Julián de inmediato.
La muchacha que Roy había visto no andaba entre los pocos chicos vagabundos que iban quedando en la resaca del movimiento hippy, sino «trabajando» junto a otros jóvenes de ambos sexos en el famoso Strip. Tenía el cabello muy corto y pintado de un rubio casi blanco, maquillaje teatral y un atuendo provocativo que en cualquier parte hubiera sido un disfraz, pero allí calzaba con el ambiente. Según Roy, no le permitían la entrada a ninguno de los hoteles ni bares de lujo, vivía en la calle, de un cuarto de alquiler a otro, distribuyendo droga, robando y prostituyéndose. Los meses en la clínica de rehabilitación de Miami no le habían hecho efecto a Nieves, que regresó a lo de antes, más sola y más desesperada.
—No me extrañaría que Santoro fuera su chulo —nos dijo el detective.
—¡Juro que se va a arrepentir! —exclamó Julián, demudado.
Julián nos invitó a Nieves y a mí al Caesars Palace, donde compartí la habitación con mi hija escurridiza porque ella se negó a dormir en la suite de su padre, que tenía dos habitaciones, salón, una vista panorámica de esa ciudad artificial y hasta un piano de cola pintado de blanco, que según nos dijeron era del rimbombante pianista Liberace. Me sentía cohibida en su presencia, culpable y avergonzada. Me vi con los ojos de Nieves, juzgada duramente y despreciada; a su padre y a mí nos toleraba porque podía sacarnos dinero, nada más, pero yo no podía reprochárselo porque me había bastado aquel paseo superficial por su mundo para sentir una inmensa compasión por ella. Le habría dado todo lo que poseía en este mundo, Camilo, si eso la hubiera ayudado en algo.
Lo primero que hizo Nieves en el hotel fue darse un largo baño de espuma. Fui a llevarle una taza de té y la encontré dormida en el agua, casi fría. La ayudé a salir de la bañera, y cuando me dispuse a arroparla con una toalla vi que tenía un costurón en la espalda.
—¡Qué te pasó, Nieves! —exclamé, alarmada.
—Nada. Un rasguño —me contestó, encogiéndose de hombros.
Nunca quiso decir cómo ocurrió, tal como se negó a hablar de la existencia que llevaba y de Joe Santoro.
—No sé nada de él, hace un año que no lo veo —mintió.
Mi hija llegó sin nada más que una bolsa con un par de pantalones, zapatillas de gimnasia y maquillaje; ni siquiera contaba con un cepillo de dientes. Mientras yo procuraba acompañarla, mejor dicho, vigilarla, Julián le compró una maleta y se la llenó con ropa de diseñadores de las tiendas de lujo del Strip. Su forma de soportar la angustia espantosa que le oprimía el pecho era gastar en ella.
Nieves se quedó en el hotel con nosotros cerca de una semana, lo suficiente para que Julián creyera que podía salvarla, pero yo no compartí su optimismo. Había percibido con claridad los síntomas que ya había visto antes en otros: comezón en el cuerpo, insomnio, escalofríos, calambres, dolor de huesos, náuseas, las pupilas dilatadas, confusión y angustia. En un descuido, Nieves dejaba la habitación y regresaba apaciguada; siempre había proveedores, y ella sabía encontrarlos. Creo que incluso le traían droga a la habitación, disimulada en la bandeja de la comida o en la bolsa de la lavandería. La breve tregua en el Caesars Palace terminó súbitamente una vez que consiguió suficiente dinero de su padre. Me robó el reloj, una cadena de oro y mi pasaporte, y volvió a desaparecer.
Esta vez Julián sabía dónde ubicarla, y con la ayuda de Roy y otro hombre la raptaron a la bruta, no hay otra forma de decirlo, como lo habían hecho antes. Se abstuvo de advertírmelo, porque sabía que me habría opuesto. Nieves estaba paseando en la calle al atardecer cuando se detuvo un coche y ella se acercó, creyendo que se trataba de un posible cliente. Roy y su secuaz se bajaron simultáneamente, le tiraron una chaqueta a la cabeza y la metieron de viva fuerza en el coche. Se resistió como fiera atrapada, pero la chaqueta ahogó sus gritos y nadie intervino, aunque estoy segura de que varias personas, incluso guardias de seguridad, presenciaron el espectáculo; era la hora más concurrida de los casinos y restaurantes.
Su padre internó a Nieves en una clínica psiquiátrica, en las afueras de una ciudad de Utah, donde le pusieron una camisa de fuerza y la encerraron en un cuarto acolchado. Ya era mayor de edad y su padre carecía de autoridad para tomar semejante medida, pero nada era imposible para Julián, siempre existía alguna manera de conseguir sus propósitos, a veces con dinero, otras con sus extrañas conexiones, que funcionaban con el sistema de hacer y pagar favores.
Al día siguiente, Julián me contó lo que había hecho y me dijo que íbamos a regresar a Miami, ya que Nieves no nos necesitaba; la clínica nos avisaría cuando la dieran de alta y pudiéramos ir a buscarla. Para entonces tendríamos un plan para ayudarla, primero había que curarla de la adicción. Una vez más, me excluía de la vida de mi hija.
—No, Julián. Voy a estar cerca de ella —le anuncié.
Discutimos, como era habitual, pero al fin cedió.
—En ese caso, le pediré a Roy que te lleve, no quiero que vayas en autobús.
Hicimos el trayecto de dos horas por un paisaje desértico y caliente, en silencio, sudando, con todas las ventanas abiertas, porque Roy fumaba un cigarrillo tras otro y nos habríamos asfixiado con el aire acondicionado. La clínica era una construcción de dos pisos de cemento con cierto aire de convento, en medio de un jardín de cactus y rocas, rodeado de un cerco de madera y matorrales. No había nada habitable en las cercanías, solo un inmenso desierto de arena, piedra y depósitos de sal.
Nos recibió una mujer, que se presentó como la administradora y me explicó que sólo podía hablar del caso con el señor Bravo, que no había dejado instrucciones respecto a mí.
—¡Soy la madre de la paciente! —grité, a punto de agredir a esa arpía, como habría hecho cualquiera de los lunáticos de su clínica.
—Vamos, Violeta, ven conmigo; volveremos mañana —me rogó Roy, abrazándome.
Hundí la nariz en su camisa mojada de sudor y fétida a tabaco, y me eché a llorar.
Roy consiguió un par de habitaciones en una pensión que ofrecía cama y desayuno, me mandó a ducharme y cambiarme de ropa, y después me llevó a comer a un restaurante para camioneros a un lado de la autopista.
No me permitieron ver a Nieves ni hablar con los médicos. Esperaba en la sala de recepción de la clínica desde la mañana hasta que me echaban, convencida de que mi hija estaba sufriendo. Sospechaba que, en vez de ayudarla, el método consistía en castigarla. La arpía se compadeció de mí al verme allí día tras día, me ofrecía tazas de té con galletas y me contaba que Nieves estaba tranquila, descansando y reponiéndose, pero no quiso aclararme en qué condiciones la tenían, si estaba en aislamiento, maniatada o aturdida con narcóticos.
—¿Cómo se le ocurre, señora? Esta es una institución moderna, no estamos en la Edad Media.
En esa prolongada y dura espera tuve por compañía al más inesperado amigo: Roy se quedó conmigo todo ese tiempo. Déjame contarte de él, Camilo, porque fue muy importante para tu madre y para ti.
Decía llamarse Roy Cooper, pero es posible que su nombre fuese otro, porque era un tipo sigiloso que no facilitaba ninguna información sobre sí mismo. No supe de dónde era, ni nada de su pasado, su estado civil o su verdadera ocupación, aunque pasábamos horas juntos. Julián me había dicho que se especializaba en chantaje, pero nadie vive de eso. Roy debía de ser más o menos de mi edad, alrededor de cincuenta años, y se mantenía en muy buena forma; tal vez era uno de esos fanáticos que levantan pesas y corren como fugitivos al amanecer. Tenía facciones toscas, expresión hostil y la piel marcada de viruela, pero me parecía guapo; había cierta belleza en ese rostro de gladiador sufrido. Me iba a dejar y a buscar a la clínica, me llevaba a comer y, de vez en cuando, al cine, a una piscina o a jugar a los bolos.
—Tienes que distraerte un poco, Violeta. A tu hija no le sirve de nada que andes llorando —me decía.
Al contártelo, Camilo, suena como si me hubiera importado poco la suerte de Nieves, pero allí los días eran muy largos y calientes, y sobraba mucho tiempo después de las horas eternas en la clínica. Roy era mi único apoyo, y le tomé cariño y admiración, aunque teníamos muy pocos temas de conversación o intereses comunes. Sin proponérmelo, fui contándole mi vida a ese hombre extraño, que tal vez era un sicario de los narcos o de la mafia.
—Sabes todo de mí, Roy, tienes material de sobra para hacerme chantaje, pero yo no sé nada de ti —le dije una vez.
—No hay nada que contar de mí, Violeta, soy solo un desalmado de poca monta.
—¿Te paga Julián para vigilarme?
—Bravo me contrató para vigilar a su hija en Las Vegas, nada más. Estoy aquí porque me da la gana.
—¿Tanto te gusta mi compañía? —le pregunté, en un impulso de coquetería.
—Sí —me contestó, seriamente.
Esa noche fui a su habitación. No te espantes, Camilo, no siempre fui una anciana desvalida, a los cincuenta y un años todavía era atractiva y me funcionaban las hormonas. ¿Para qué voy a mencionarte otras relaciones amorosas que tuve en mi larga vida, la mayoría breves y poco memorables? De ninguna me arrepiento; al contrario, lamento las oportunidades que dejé pasar por mojigatería, por andar apurada o por temor a los chismes. Pasé la mayor parte de mi vida soltera y no le debía fidelidad a nadie, pero a una mujer de mi generación le estaba negada la libertad sexual que los hombres consideraban su derecho. Un buen ejemplo era Julián, que siendo crónicamente infiel se daba el lujo de ser celoso. Para la época en que conocí a Roy Cooper, sus celos ya no me afectaban; Julián y yo habíamos dejado de ser pareja mucho antes y para entonces le tocaba a Zoraida Abreu lidiar con él.
Te ahorraré los detalles, basta decir que no había tenido a quien abrazar desde hacía un par de años y que Roy Cooper me devolvió la alegría del cuerpo, esa que viene al hacer el amor. A partir de ese momento estábamos juntos buena parte del día y todas las noches. No habría soportado esas semanas sin él. Era un compañero agradable, nada pedía, me ayudaba a sobrellevar la aflicción y me hacía sentir joven y deseada, lo cual era un regalo estupendo en esas circunstancias.
A Nieves no la dieron de alta en la clínica. A los diecisiete días de haberla internado, nos llamaron para avisar de que se había «retirado», porque no quisieron decir que se había escapado. Creo que si hubiera salido tranquilamente por la puerta principal no habrían podido impedírselo, ya que Julián Bravo carecía de poder legal para confinarla en un manicomio, pero Nieves no lo sabía. Debió de serle fácil salir entre gallos y medianoche, una vez que le disminuyeron los sedantes y recuperó su férrea voluntad, pero no pudo haber sido igualmente fácil ubicarse en ese terreno desértico ni conseguir transporte. Dejó en su habitación una nota para su padre, ordenándole que no la buscara porque no quería saber nunca más de él.
Me presenté en la clínica apenas Julián me llamó desde el aeropuerto de Miami. Solo conocía la sala de recepción y los extraños jardines de rocas y cactus, y había imaginado el resto como un lugar siniestro donde falsos médicos sádicos mantenían a los pacientes drogados y los torturaban con chorros de agua helada y golpes de electricidad, pero la psicóloga que me atendió resultó ser amable y estaba dispuesta a responder a mis preguntas. Dijo que esperaríamos a Julián para reunirnos al día siguiente con el psiquiatra que había tratado a Nieves, pero mientras tanto me llevó a recorrer las instalaciones, que no eran los calabozos con barrotes de hierro de mis pesadillas, sino cuartos privados pintados en alegres tonos pastel, salas de juego, gimnasio, spa, piscina temperada y hasta una sala de proyecciones donde pasaban documentales inocuos de delfines y bonobos, nada que pudiera alterar a los huéspedes. No los llamaban «pacientes».
El psiquiatra nos recibió junto a la directora de la clínica, una mujer de la India que no se dejó amedrentar por las amenazas de Julián de meterle juicio a la clínica por negligencia.
—Esto no es una prisión, señor Bravo. No retenemos a los huéspedes contra su voluntad —le anunció secamente, y procedió a explicarnos el tratamiento de Nieves.
Durante la desintoxicación, que era la parte más dura del tratamiento, la habían mantenido sedada para que lo soportara con el mínimo de angustia. Después tuvo unos días de descanso y recreación, con baños y masajes en el spa, hasta que empezó a comer normalmente y se manifestó dispuesta a participar en las sesiones de terapia individual y de grupo. Describieron su actitud como agresiva y burlona al comienzo, pero después se fue relajando, y de la hostilidad pasó al silencio. Finalmente, pocos días antes de irse, había empezado a hablar de su pasado anterior a las drogas duras. Nieves era un caso de inmadurez emocional, estaba trancada en los catorce o quince años y se debatía entre el amor y el odio a su padre, una figura omnisciente en su psiquis, entre la dependencia y la necesidad de separarse de él. Se había ido de la clínica justamente cuando comenzaba a explorar traumas de la infancia y la adolescencia. No pudo enfrentarlos, nos dijeron. En este punto Julián perdió la paciencia.
—¡No veo de qué sirve todo esto! No fueron capaces de ayudar a mi hija. ¡Tiempo y dinero perdidos!
Se puso de pie, y salió con un portazo. Por la ventana, lo vi paseando a grandes trancos por el sendero de piedrecitas del jardín.
Me quedé para recibir el informe sobre la salud de mi hija, que su padre debió haber escuchado de boca de los profesionales y que, cuando quise repetírselo, me hizo callar.
—¡No son médicos, son charlatanes! —me gritó.
—Eso deberías haberlo averiguado antes de internar allí a Nieves a la fuerza —le rebatí.
Aparte del desgaste físico producido por las drogas, mi hija había tenido un par de abortos, sufría de desnutrición, osteoporosis y úlceras en el estómago; debieron darle antibióticos a causa de una cistitis y un contagio venéreo.
Nuevamente Julián trató de ubicar a su hija, pero en esta ocasión Roy se negó a ayudarlo.
—Entienda, Bravo, ya no tiene autoridad sobre ella; déjela en paz. Si Nieves quiere su ayuda, sabe dónde encontrarlo.
Desencajado de frustración y de pena, Julián regresó a Miami.
En nuestra última noche, me despedí de Roy sin hacer el amor, porque el fantasma de Nieves estaba en la habitación, observándonos. Permanecimos despiertos varias horas, abrazados, y me dormí sobre la sirena tatuada en su hombro de levantador de pesas. Al día siguiente me fue a dejar al aeropuerto, y al despedirse me besó en los labios y me dijo que estaríamos en contacto.