17

 

 

 

 

Al llegar a Sacramento, me desmoroné en presencia de José Antonio y miss Taylor, que me estaban esperando. Me detuve en la capital sólo por una hora en el aeropuerto, antes de volar al sur, porque Juan Martín andaba en el norte con otros estudiantes de periodismo, filmando un documental. Les conté de Nieves, maldiciendo a Julián Bravo por el daño que le había hecho a su hija, por la crueldad que le infligió a su hijo y por el maltrato que yo había recibido de él. Me dejaron descargar el resentimiento y llorar a gusto. Después me pusieron al día de la situación del país, a la cual yo le había prestado muy poca atención.

Resulta increíble que yo pudiera haber ignorado lo que estaba ocurriendo, mi única explicación es que andaba sumida en mi propio melodrama; la política no afectaba a mis empresas y disponía de recursos para pagar servicio doméstico y comprar lo que quisiera en el mercado negro. Nunca tuve que hacer una cola para conseguir azúcar o aceite, eso lo hacía la cocinera. En mi barrio, tanto en la capital como en Sacramento, vivía aislada del desorden callejero. Muy rara vez tenía que ir al centro de la ciudad y lidiar con el tráfico y el mal humor de la gente. Me enteraba de las manifestaciones masivas en las calles por la televisión, donde esas escenas de fervor colectivo parecían más festivas que violentas. No les daba una segunda mirada a los afiches de soldados soviéticos arrastrando niños a los gulags de Siberia, que plantaba la derecha, o a los murales de obreros y campesinos entre palomas de la paz y banderas, que pintaba la izquierda.

Mis amigos, familiares y clientes eran de la oposición, y el tema obligado era acusar al gobierno de violar la Constitución, llenar el país de cubanos y armar al pueblo para una revolución que acabaría con los bienes privados. Si el presidente aparecía en las pantallas para defender su programa, yo cambiaba de canal. No me gustaba ese hombre de aire arrogante, era un traidor a su clase, un señorito con trajes italianos proclamándose socialista. ¿Y cuál era la diferencia entre socialismo y comunismo? Eran la misma cosa, según me había explicado José Antonio, y nadie quería ver al país convertido en satélite de la Unión Soviética. Mi hermano estaba preocupado por la crisis económica, que tarde o temprano nos iba a afectar, y por la mala imagen que teníamos en nuestro círculo social por el contrato de Mi Casa Propia con el gobierno. La consigna era sabotear, jamás colaborar, pero no éramos los únicos que se beneficiaban de esa manera. Casi todas las obras públicas se efectuaban mediante contratos privados.

Me reuní con Juan Martín en la capital cuando él regresó del norte. Su documental era sobre las empresas de las compañías norteamericanas, que el gobierno había nacionalizado, negándose a pagar indemnización, porque se habían lucrado de sobra durante más de medio siglo y le debían una fortuna al Estado en impuestos, me explicó. No era así como yo lo había escuchado, pero sabía muy poco de ese asunto y no pude contradecirlo.

—Vives en una burbuja, mamá —me acusó Juan Martín, y sin pedir mi opinión me llevó a unos barrios donde yo nunca había puesto los pies.

Allí vivían los posibles beneficiados de Mi Casa Propia, personas muy humildes que tal vez podrían cumplir su sueño de obtener una vivienda básica. Hasta entonces esas casas habían sido para mí sólo un dibujo en un plano, un punto en un mapa o una construcción modelo para ser fotografiada. Anduve en poblaciones muy pobres, en callejuelas de polvo y barro, entre perros vagos y ratones, entre niños sin escuela, jóvenes ociosos y mujeres envejecidas por el trabajo. Las casas prefabricadas dejaron de ser solamente una buena idea o un buen negocio y entendí lo que significaban para esas familias. En todas partes vi los típicos murales de palomas en ese horrible estilo de realismo soviético, y en las viviendas vi fotos del presidente junto a estampas del padre Juan Quiroga, como santos protectores. El hombre arrogante con traje italiano adquirió otro cariz a mis ojos.

Después fuimos a tomar té en la casa de un maestro de escuela, que me contó del vaso de leche y el almuerzo que daba el Ministerio de Educación a sus alumnos, lo que para algunos era el único alimento del día; de su mujer, que trabajaba en el hospital San Lucas, el más antiguo del país, donde los médicos estaban en paro protestando contra el gobierno y los estudiantes de medicina los habían reemplazado; de su hijo, que estaba haciendo el servicio militar y quería estudiar topografía, y de sus parientes y vecinos, una clase media baja que se había educado en buenas escuelas públicas y universidades gratuitas, politizada e izquierdista.

—Y también podría llevarte a donde alguna gente de la clase media acomodada que también votó por este gobierno, mamá, estudiantes, profesionales, curas y monjas y varias personas de esas que tú llamas «gente como uno» —me dijo Juan Martín, y procedió a nombrarme varios primos, sobrinos, amigos y conocidos con apellidos aristocráticos—. ¡Ah, mamá! Por si acaso: el maestro que acabas de conocer es ateo y comunista —añadió, socarrón.

 

 

Varios meses más tarde recibí en la oficina una llamada telefónica de Roy Cooper. No había sabido de él y no esperaba que me recordara, aunque a menudo pensaba en él con inevitable nostalgia. No era hombre de gastar tiempo en banalidades, y me comunicó en pocas palabras el propósito de su llamada.

—He encontrado a Nieves, y necesita ayuda. ¿Puedes venir a Los Ángeles pronto? —me preguntó.

Respondí que estaría allí lo más rápido posible.

—No le digas nada a Julián Bravo —me advirtió.

Roy me estaba esperando en el aeropuerto y casi no lo reconocí, llevaba vaqueros desteñidos, sandalias y una cachucha de béisbol. En el largo trayecto por las calles atoradas de tráfico de esa ciudad, le pregunté por qué había buscado y cómo había ubicado a mi hija.

—No la busqué, ella me llamó, Violeta. Cuando ayudé a Bravo a raptarla en Las Vegas, le puse mi tarjeta en la cartera a Nieves. Me dio pena, pobre muchacha… En mi trabajo me toca lidiar con gente deleznable. Tu hija es la excepción.

—¿Cuál es tu trabajo, Roy?

—Digamos que arreglo entuertos. Alguien se mete en un problema, y yo lo resuelvo a mi manera.

—¿Alguien? ¿Quién, por ejemplo?

—Alguna celebridad o un político, o cualquier otro que no quiere ser arrestado, chantajeado o aparecer en la prensa. El caso más reciente fue un predicador de Texas, que acabó con un cadáver en su pieza del hotel.

—¿Mató a alguien?

—No. Llevó a un chico a su habitación en el hotel, y se le murió por accidente. Tuvo un shock diabético, y el predicador no pidió ayuda para evitar el escándalo. Sus feligreses no perdonan la homosexualidad. A mí me tocó mover el cuerpo a otra habitación, sobornar al personal y a la policía, ya sabes, lo habitual.

—¿Por qué te llamó Nieves?

—Ella no tiene idea de lo que yo hago, Violeta. Me llamó por desesperación. No quiere recurrir a su padre. Cree que Bravo hizo matar a Joe Santoro.

—¡Por Dios! Eso es imposible.

No respondió. Pensé que Roy Cooper podría haber llamado a Julián y venderle a buen precio la información sobre Nieves, pero prefirió trasladarse hasta Los Ángeles para ayudarla. Me llevó a una parte de la ciudad, que él llamó «el gueto mexicano», de viviendas chatas, negocios básicos con letreros en español y sucuchos de comida barata. Me explicó que había conseguido instalarla en casa de una vieja amiga suya.

Nieves nos aguardaba, y al verme corrió a abrazarme como no había hecho en una eternidad. «Mamá, mamá…», repetía. Por un momento retrocedió a la infancia y volvió a ser la niña mimada que se sentaba en mi falda para que le cepillara el cabello. Lucía mucho mejor aspecto que la última vez que la había visto, no estaba esquelética ni demacrada, había engordado un poco y su rostro sin maquillaje parecía muy joven y vulnerable. Llevaba el pelo corto, de su color natural, con las puntas todavía blanqueadas por la tintura anterior.

—Estoy embarazada, mamá —me anunció Nieves con voz temblorosa.

Y recién entonces me fijé en su barriga, que no había notado bajo el vestido suelto. No atiné a responder, la mantuve abrazada, sin sentir las lágrimas que me corrían por la cara.

La dueña de casa, una señora mexicana, nos dio tiempo de serenarnos y después me saludó con sendos besos en las mejillas. Se presentó como «Rita Linares, modista», y el saludo habitual, «mi casa es su casa». La suya era similar a otras de la misma calle, de cemento, modesta, cómoda, con un angosto jardín y techo de tejas. Los muebles, ordinarios y pretenciosos, estaban cubiertos con fundas de plástico, había un televisor enorme y un refrigerador en la sala, y una profusión de adornos, desde flores artificiales hasta calaveras pintadas del día de los Muertos.

Me condujo a una habitación con una cama ancha, un crucifijo colgado sobre la cabecera y varias fotografías sobre la cómoda. Nieves me explicó que nos había cedido su cama y ella dormiría en la otra pieza, donde tenía su taller de costura. Rita nos invitó a la mesa y, sin aceptar ayuda, nos sirvió una cena deliciosa de tacos de pescado, arroz, frijoles y aguacate. A Roy y a mí nos ofreció cerveza, a Nieves le puso por delante un vaso de leche. Noté que al pasar cerca de ella le acarició la cabeza en un gesto tan íntimo y maternal que sentí una punzada de celos.

Nieves me contó que había salido de la clínica de Utah durante la noche con la complicidad del portero, que le indicó la dirección de la carretera, donde pidió un aventón al primer camión que pasó, y así, de un vehículo a otro, se las arregló para llegar a California. Pude imaginar que en los meses siguientes se ganó la vida en la forma en que lo había hecho antes.

—La buena noticia es que no está consumiendo —aclaró Roy.

Nieves me dijo que cuando confirmó el embarazo decidió que esta vez no abortaría, y se aferró a la idea del niño o la niña que estaba gestando para combatir la adicción. Lo que no pudieron los tratamientos carísimos que había soportado, lo consiguió el deseo de tener un bebé sano. Me aclaró que para paliar la ansiedad fumaba tabaco y marihuana, bebía cantidades de café y comía demasiados dulces.

—Voy a terminar obesa —se rio.

—Tienes que comer el doble, por ti y por el bebé —le rebatió Rita, sirviéndole otro taco.

Cuando Nieves se vio sin dinero y en la miseria, porque no consiguió trabajo y ya no traficaba ni buscaba clientes, recurrió a diferentes programas de las iglesias y refugios para mujeres sin techo, donde podía pasar la noche, pero a las siete de la mañana estaba en la calle de nuevo, y eso le iba resultando cada vez más difícil a medida que avanzaba en su estado. Un día apareció en su cartera la tarjeta de Roy Cooper, y en un impulso lo llamó por teléfono a Las Vegas. Para tantearlo, le preguntó por Joe Santoro, pero Roy nada sabía y eso le dio confianza.

—Le dieron un tiro en la nuca —le dijo Nieves, que lo había sabido por la misteriosa red de información de los traficantes.

Roy le aseguró que él nada tenía que ver con eso, no era un asesino a sueldo; había perdido de vista al chulo y tampoco estaba en contacto con Julián Bravo. Le ofreció enviarle dinero de inmediato.

—Lo que necesito no es dinero, sino un amigo —replicó ella—. No le digas a mi papá dónde estoy —agregó.

Roy no se hizo esperar. Acostumbrado a resolver entuertos, como decía, se fue a Los Ángeles y se hizo cargo de la situación. Resultó que había nacido en esa ciudad, la conocía bien y allí contaba con amigos, conocidos y más de un cliente de Hollywood a quien había sacado de un apuro. Tuvo un padrastro mexicano, que llevó a la familia a vivir en el barrio de los inmigrantes latinos, donde Roy creció hablando español y peleando duro. Los Ángeles era la segunda ciudad del mundo con mayor población mexicana.

—Aquí nunca me van a encontrar, mamá —me dijo Nieves.

—¿De quién andas huyendo, hija, por Dios?

—De mi papá. Él mató a Joe Santoro.

—No puedes acusar a tu padre de un crimen así, Nieves, es una sospecha monstruosa.

—Él no apretó el gatillo, pero es responsable. Sabes que es capaz de cualquier cosa. Le tengo miedo.

—Nunca te haría daño, Nieves, te adora.

—Tienes mala memoria, mamá. Si me encuentra, va a tratar de imponerme su voluntad de nuevo. Jamás me dejará tranquila.

Rita y Roy salieron al patio a fumar y nos quedamos solas.

—¿Me vas a preguntar quién es el padre de este niño, mamá?

—Es tuyo, eso es lo único que cuenta. Supongo que es de ese joven, ¿cómo se llamaba? Joe Santoro…

—No. Eso es imposible. No sé quién es el padre, pudo ser cualquiera. Tampoco sé exactamente cuándo nacerá, porque mis reglas eran muy irregulares.

—¿Por las drogas?

—Eso pasa a veces. La matrona que me está controlando calcula que nacerá en octubre. ¿Sabes, mamá? No quiero que nazca tan pronto, quiero tenerlo mucho tiempo adentro, quiero descansar en esta casa con Rita, dormir y dormir…

 

 

José Antonio asumió mi trabajo y pude quedarme en Los Ángeles. Sólo les conté de Nieves a él, Josephine y Juan Martín, con el compromiso de que no divulgaran ninguna información. Cuando Julián Bravo viajó a sus misiones con la Colonia Esperanza, le dijeron que yo andaba de vacaciones en un crucero por el Mediterráneo. Tal vez le extrañó que el crucero durara varios meses, pero no indagó porque nada necesitaba de mí y prefería no verme. Supe, por el correo de los chismes, que andaba con una chica veintitantos años más joven que él, a quien presentaba como su novia, y deduje que no podía ser Zoraida Abreu, porque no habría viajado con ella. Más tarde me enteré de que era una tal Anushka.

Para mí, la estadía en la casita del barrio mexicano fue uno de los mejores momentos de mi vida, una vacación del espíritu mil veces mejor que cualquier crucero de lujo, en la que pude al fin restablecer con mi hija el cariño que se nos había desmigajado por el camino. Compartí la cama con ella, al principio algo cohibida, porque hacía muchos años que no teníamos contacto físico, pero pronto nos acostumbramos. Recuerdo la sensación de dormir lado a lado con ella, y despertar con su brazo descansando en mi pecho, una dicha dulce y triste, porque no podía durar.

Roy Cooper iba y venía con frecuencia de Las Vegas y otros sitios a donde lo llevaba su curioso oficio de componedor de embrollos. Se alojaba en un motel cercano porque no había otra cama disponible en la casa, y según él había demasiado estrógeno flotando en el aire, pero aprovechaba los momentos libres para llevarnos a las tres mujeres a comer en restaurantes mexicanos o chinos, a la playa o al cine. Escogía películas de acción, con sangre y puñetazos, pero también se sometía a las románticas que nosotras le imponíamos. Me invitaba a su motel a pasar la noche, y yo iba sin ofrecerles explicaciones a Nieves y a Rita, porque supusimos que nada que les dijéramos les iba a gustar.

Rita Linares había llegado a Estados Unidos a pie, por el desierto de Sonora, a los doce años, buscando a su padre, y llevaba más de treinta viviendo indocumentada en Los Ángeles. Era amiga de Roy desde siempre.

—Era el único chico blanco de la escuela. Si viera usted, Violeta, cómo lo golpeaban los otros, hasta que aprendió a correr recio y pegar de vuelta —me contó.

Estaba viuda, sus hijos vivían en otros estados y sólo se juntaban para Navidad y Año Nuevo; se sentía sola, y por eso aceptó a Nieves cuando Roy le pidió que albergara temporalmente a una chica embarazada y sin familia. La acogió en su regazo sin vacilar; necesitaba compañía y alguien a quien cuidar.

Nieves pasó las últimas semanas echada en el jardín, bronceándose sistemáticamente al sol, voluminosa y agotada, dormitando. Rita y yo cosíamos a su lado y hablábamos de nuestras vidas y de las de otros, de las telenovelas, de mi país y del de ella. Le pregunté si alguna vez estuvo enamorada de Roy Cooper y me respondió escandalizada que ella era mujer de un solo hombre, su marido, «que en paz descanse». En la cocina, donde Nieves no pudiera oírnos, hablábamos de ella. Rita estaba tan ilusionada como yo con la próxima llegada del bebé; le había preparado una cuna y le estaba haciendo ropa.

—Espero en Dios que Nieves se quede a vivir conmigo. Mi única nieta vive con sus padres en Portland. Me haría muy feliz tener al bebé en esta casa —me dijo, pero la idea de que Nieves se quedara en Los Ángeles me parecía descabellada; debía volver a su país, donde su familia la ayudaría.

Mi hija había vivido siempre al día, improvisando, confiada en la buena suerte, sin planes, metas ni proyectos. En eso también se parecía a Julián. En varias oportunidades quise indagar sobre lo que pensaba hacer después de dar a luz, pero me respondía con evasivas.

—¿Para qué adelantarse? El futuro nos da sorpresas —decía.

Solo había tomado la decisión del nombre: el bebé se llamaría Camila si era niña, Camilo si era niño.

 

 

El tercer viernes de octubre, Nieves amaneció muy temprano gimiendo de dolor de cabeza, y dos horas más tarde, cuando iba por la tercera taza de café negro, que según ella era el remedio universal para todos sus males, fue a ponerse de pie y un gran charco de líquido amniótico se formó a sus pies. Rita llamó a Roy, que por casualidad se encontraba esa semana en Los Ángeles, y pronto estábamos los cuatro en la antesala de la maternidad. Nieves no tenía contracciones, sólo se quejaba de un insoportable dolor de cabeza.

Al llegar, esperamos un buen rato antes de que la examinaran y descubrieran que tenía la presión por las nubes. Todo sucedió con tal confusión que las horas y los días siguientes se funden en una sola noche larga de imágenes fragmentadas, un caleidoscopio de rostros, pasillos, ascensores, batas celestes y blancas, olor a desinfectante, órdenes, jeringas, la mano grande de Roy Cooper sosteniéndome del brazo. Eclampsia, dijeron. Nunca había oído ese término.

—Estoy bien, mamá —murmuró Nieves, con los ojos cerrados y una mano en la frente, protegiéndose del destello deslumbrador de los focos en el techo.

Fue lo último que vi de ella. Se la llevaron en una camilla, corriendo hacia una puerta doble tras la cual desaparecieron y quedamos solos en un corredor helado.

Nos dijeron que habían hecho todo lo posible por salvarla, pero no pudieron controlarle la presión; tuvo convulsiones, perdió el conocimiento, cayó en coma. Alcanzaron a hacer una cesárea y sacar al bebé, pero a Nieves le falló el corazón y murió minutos después. Lo lamento infinitamente, Camilo. Hubiera querido que alcanzaras a descansar al menos un instante sobre el pecho de tu madre al nacer, que conocieras su olor, su calor, el roce de sus manos y su voz diciendo tu nombre.

¿Cuánto rato esperamos? Una eternidad. En algún momento una enfermera me puso al bebé en los brazos, envuelto en una mantilla blanca, con un gorro celeste en la cabeza.

—Camilo, Camilo… —susurré entre lágrimas.

Diminuto, arrugado, liviano como un puñado de algodón, respirando apenas.

—Usted es la abuela, ¿verdad? Su nieto está bien, pero debe revisarlo el pediatra y hacerle los exámenes necesarios —dijo la mujer.

Debías quedar en observación en el retén de los recién nacidos, donde podríamos visitarte; sería cosa de unos días so­lamente; tenías muy poco peso, ictericia, nada grave, por lo general se resuelve solo, nos dijeron, pero… La enfermera me permitió sostenerte unos minutos, después nos separaron.

Nos trajeron jugo de manzana, y Roy me dio una píldora, que me tragué sin hacer preguntas, supongo que era un tranquilizante. Yo todavía no asimilaba lo ocurrido, no entendía las explicaciones, preguntaba por Nieves como si no hubiera oído de su muerte. Otra persona, que se presentó como capellán del hospital, nos condujo a una pequeña capilla, una sala de madera clara sin imágenes religiosas, iluminada por la luz que se colaba a través de los vitrales, donde ya tenían a mi hija tendida sobre una camilla, para que nos despidiéramos de ella.

Nieves estaba dormida. Lucía serena y más bella que nunca, su rostro delicado de piel dorada y pestañas de muñeca enmarcado por su cabello color miel con las puntas blancas. Roy anunció que iba a llenar los formularios y se llevó a Rita y al capellán, para que yo pudiera hablar con mi hija sin testigos. Fue en ese cuarto de hospital, con el corazón partido de pena, donde le prometí a Nieves que iba a ser madre, padre y abuela de su niño, mucho mejor madre de la que fui para ella, el padre abnegado y recto que ella no tuvo y la mejor abuela del mundo; que iba a vivir los años que ella no alcanzó a vivir para que Camilo nunca fuera huérfano, y que le iba a dar tanto y tanto amor que a él le iba a sobrar para regalar a otros. Eso y mucho más le dije entre sollozos, tropezando con las palabras, una promesa tras otra, para que se fuera en paz.

Al contártelo, Camilo, vuelvo a sentir el cuchillazo de dolor que me atravesó el pecho ese día y que me vuelve con tenacidad, un dolor recurrente que me ataca a mansalva. No puede haber un dolor peor que ese, es tan grande que no tiene nombre. Lo sé, lo sé… ¿de qué me quejo? La muerte de mi hija no fue un castigo, soy solamente una estadística, este es el sufrimiento más antiguo y común de la humanidad; antes no se esperaba que todos los hijos vivieran, varios morían en la infancia, y todavía es así en gran parte del mundo, pero eso en nada atenúa el horror cuando la madre es una misma. Sentí que me había vaciado por dentro, era una cavidad sangrienta, el aire no me llegaba, los huesos de cera, el alma en fuga. Y el mundo seguía rodando como si nada hubiera sucedido; levantarme, dar un paso y otro más, sacar la voz y responder, no he perdido la razón, bebo agua, la boca llena de arena, los ojos ardientes, y mi niña rígida, helada, esculpida en alabastro, mi hija que no volverá a llamarme «mamá», que deja una huella tremenda de su paso por mi vida, la memoria de su risa, de su gracia, de su rebeldía, de su martirio.

Me permitieron quedarme unas horas junto a Nieves en esa desnuda capilla. La luz del día se fue apagando en los vitrales, alguien llegó para prender unas luces que imitaban cirios y quiso ponerme una taza de té en las manos, pero no pude sostenerla. Estuve con mi hija, las dos solas, conversando, y pude decirle por fin lo que no le dije en vida, cuánto la quería, cómo la había echado de menos años y años. Pude despedirme, decirle adiós, besarla, pedirle perdón por los pecados de omisión y negligencia, darle las gracias por haber existido, prometerle que viviría en mi corazón y en el de su hijo, pedirle que no me abandonara, que me visitara en sueños, que me mandara signos y claves, que volviera encarnada en cada joven hermosa que veía en la calle, y que se me apareciera en espíritu a la hora más profunda de la noche y en la reverberación de la luz al mediodía. Nieves. Nieves.

 

 

Por fin Rita y Roy llegaron a buscarme. Me ayudaron a ponerme de pie y me abrazaron formando un círculo; así me sostuvieron hasta que me tranquilicé, envuelta en el calor de su amistad. Nos despedimos de Nieves con un beso en la frente, y me condujeron a la salida. Afuera ya era de noche.

Dos días más tarde, mientras tú estabas bajo observación en el hospital, tu madre fue incinerada. Comprende, Camilo, no iba a dejar su cuerpo abandonado en Los Ángeles, tan lejos de su familia y su país. Tuve sus cenizas conmigo hasta que pude enterrar la urna en el sitio reservado para nuestra familia en el cementerio de Nahuel. Allí me voy a reunir con ella.

Nuevamente fue Roy Cooper quien vino a socorrerme en los momentos más tristes de mi vida. Según el orden natural, en cualquier familia normal yo me haría cargo del niño, pero Roy me hizo ver que, por nacimiento, mi nieto era ciudadano estadounidense y sería engorroso obtener autorización para sacarlo del país. En ausencia de madre y padre, un juez de menores decidiría su suerte, pero ese trámite podía demorar bastante y entretanto el bebé estaría en un hogar designado por el tribunal de menores. No alcanzó a terminar de explicarme el problema antes de que yo perdiera la cabeza; lo primero que se me ocurrió fue robarme a mi nieto del hospital y hacerlo desaparecer. Sin duda, Julián Bravo podría ayudarme a escamotearlo hacia el sur del mundo, sus recursos para burlar la ley eran infinitos.

—No será necesario. Vamos a registrar a Camilo como hijo mío —me interrumpió Roy.

—¿Qué dices?

—Imaginemos que tuve una breve relación con Nieves. Reconozco mi paternidad y acepto la responsabilidad económica. El niño no llevará mi apellido por deseo expreso de la madre. Ella pidió que fuera inscrito con el nombre de Camilo del Valle, porque tampoco quería usar el apellido Bravo. ¿Entiendes?

—No.

—Yo decido sobre el niño porque supuestamente soy su padre. Puedo entregárselo a la abuela y dar autorización para que ella se lo lleve a su país. Olvídate de Julián Bravo.

—Dime la verdad, ¿eres el padre de Camilo?

—¡No, mujer, por Dios! ¿Cómo se te ocurre que me iba a acostar con Nieves?

—Pero, Roy, entonces por qué…

—¿No te dije que me gano la vida resolviendo problemas ajenos? Este es uno más.

Así fue como ocurrió, Camilo. Roy Cooper figura como tu padre en el certificado de nacimiento por conveniencia, pero por supuesto que no lo fue. Protegió a tu madre en los últimos meses de su vida y se prestó para ese engaño por el cariño que le tuvo a ella y a mí, una mentira compasiva. Gracias a esa estrategia pude sacarte sin problemas de Estados Unidos, y después te inscribí aquí en el registro civil, por eso tienes doble nacionalidad.

 

 

A los siete días de haber nacido, por fin te dieron de alta en el hospital y pude salir de allí contigo en los brazos. Te habías recuperado de la ictericia, que te puso amarillo como la yema de huevo, y se te había estabilizado el peso. Me dijeron que no eras prematuro, aunque lo parecías. Eras muy pequeño y feo, calvo, pálido, orejón y mudo, apenas te movías y ni siquiera llorabas.

—A este ratoncito hay que ponerlo al sol con música latina, a ver si le dan ganas de vivir —recomendó Roy en broma, pero resultó buen consejo.

Me instalé contigo en casa de Rita, porque no estabas en condiciones de viajar, y empezó la tarea de sacarte adelante. Al principio no succionabas y yo me ponía histérica tratando de imponerte el biberón, pero a Rita se le ocurrió darte leche con un cuentagotas. Santa mujer. Pasaba horas en eso.

¿Y tu abuelo Julián? ¿Qué papel tuvo en esto? Le avisé por teléfono de lo ocurrido, era imposible ocultárselo, y por primera vez en los muchos años que hacía que lo conocía lo escuché sollozar. Lloró por su hija adorada un rato largo, sin poder hablar, y cuando lo hizo no fue para pedirme detalles, sino para ofrecer ayuda: nada le iba a faltar a ese nieto mientras él viviera, prometió. No quise decirle que yo iba a hacerme cargo del niño y no lo necesitaba, porque habría sido cruel dejarlo de lado. Tuve que explicarle cómo había vivido Nieves después de que escapó de Utah y el papel que jugó Roy Cooper.

—¿Cooper? ¿Qué tiene que ver Cooper con mi hija?

—Nieves recurrió a él. Se portó como un padre con ella.

—¡El padre de Nieves soy yo!

—No sé qué pasó entre Nieves y tú, pero no quiso que supieras de ella o de su embarazo.

—Yo la habría ayudado.

—Sólo puedo decirte que pasó los últimos meses de su vida tranquila, sin drogas, bien cuidada por una amiga mexicana, y que el niño está sano. Si quieres verlo ahora, ven a Los Ángeles. Apenas pueda, me lo voy a llevar a casa. Allá lo criaremos entre todos.

Tu abuelo no pudo viajar a Los Ángeles, te conoció un par de meses después en Sacramento, pero le mandó un cheque a Roy Cooper y una nota de agradecimiento. Roy, lívido, hizo pedazos el cheque.

Entre el cuentagotas, el sol y las rancheras, joropos y rumbas en la radio, el ratoncito sobrevivió, y seis semanas más tarde nos despedimos de Roy Cooper y Rita Linares, que tanto hicieron por nosotros, y pudimos viajar de vuelta a casa. Un bebé es trabajo de tiempo completo, consume la energía, el sueño y la salud mental, es un grave inconveniente para una mujer de cincuenta y dos años, como era yo entonces, pero me rejuveneció. Me enamoré de ti, Camilo, y eso me ayudó a enfrentar el desafío de criarte y de transformar el duelo por la muerte de mi hija en celebración por la vida de mi nieto.