Facunda me contó que la reforma agraria había expropiado varios fundos de los alrededores de Santa Clara, como el de los Moreau, pero no afectó a los Schmidt-Engler. Mi exsuegro decidió que no iba a vender sus productos al precio oficial impuesto por el gobierno, y cerró la lechería y la fábrica de quesos. Las vacas se esfumaron, creo que se las llevaron al otro lado de la frontera, donde aguardarían hasta que volviera la normalidad en este país.
Circulaban rumores inquietantes sobre la Colonia Esperanza. Un periodista comenzó a indagar, llamándola «un enclave de extranjeros que vivían al margen de la ley», «un peligro para la seguridad nacional», pero nadie le hizo caso. Los colonos no habían cometido ningún delito comprobado, y se estaban ganando el respeto de sus vecinos porque habían abierto un pequeño consultorio de salud para atender gratis a la gente de los alrededores, y entregaban regularmente a la iglesia cajas con hortalizas para repartir entre las familias más pobres.
—No van a tocarla, está protegida por los militares. Allí entrenan a fuerzas especiales —me dijo Julián en uno de sus viajes.
Me enteré de que realizaba vuelos privados a la colonia que no quedaban registrados en ninguna parte. El ejército pensaba construir allí una pista de aterrizaje, pero entretanto el anfibio de Julián podía llegar al lago. Le pregunté qué transportaba para esa gente enigmática, pero no me respondió.
A Juan Martín le faltaba poco para graduarse en la universidad, y había sido elegido presidente de la federación de estudiantes. Andaba de poncho indígena, pelucón y con barba montaraz, como era la moda entre los jóvenes de izquierda. Aparecía en televisión a menudo representando a los estudiantes, y aunque sus ideas eran revolucionarias su tono era conciliador. Advertía contra las maniobras fascistas de la oposición, pero también denunciaba las tácticas de los grupos de ultraizquierda, que hacían tanto daño como los de derecha. Eso le trajo enemigos entre sus propias filas. Se vivía en los extremos de la pasión política, nadie escuchaba las voces razonables que llamaban al diálogo o la negociación.
Once meses después de tu nacimiento, un golpe militar derrocó al gobierno en un baño de sangre, tal como venía pronosticando Julián Bravo desde la elección del presidente socialista. Sus viajes al país se hicieron tan seguidos que fue como si se hubiera trasladado a vivir aquí. Estaba muy ocupado con asuntos de Estado, como me informó, sin aclarar en qué consistían esos asuntos. Nos veíamos poco, porque yo estaba instalada en Sacramento convertida en abuela y él pasaba la mayor parte del tiempo en la capital. Si venía al sur, rara vez me avisaba.
El golpe fue organizado como una estrategia de guerra. Las fuerzas armadas y la policía se rebelaron al amanecer de un martes de primavera, y al mediodía habían bombardeado el palacio presidencial, el presidente había muerto y el país estaba bajo mando militar. La represión comenzó de inmediato. En Sacramento no hubo resistencia, por el contrario, gente que yo conocía aplaudía desde los balcones porque llevaba tres años esperando que los heroicos soldados salvaran a la patria de una hipotética dictadura comunista, pero también allí regía el estado de sitio. Los soldados en camuflaje de guerra, con las caras pintadas como apaches de película para no ser identificados, y las fuerzas de seguridad en coches negros, controlaban la ciudad. Los helicópteros zumbaban como moscardones, los tanques y los camiones pesados desfilaban hiriendo el pavimento y espantando a los perros vagos, que tradicionalmente eran dueños de las calles. Se oían sirenas policiales, gritos, tiros y explosiones. Estaba prohibido circular, se suspendieron los viajes aéreos, en tren y en autobús, pusieron controles en las carreteras para cazar subversivos, terroristas y guerrilleros. No era la primera vez que escuchábamos mencionar a esos enemigos de la patria, la prensa de derecha nos había advertido que eran agentes de la Unión Soviética, que preparaban una revolución armada y que tenían listas de la gente que sería ejecutada.
Las comunicaciones se hicieron muy difíciles, no pude hablar con Juan Martín, que estaba en la capital, ni con José Antonio, que vivía a pocas cuadras de mi casa. Julián, en cambio, llegó de improviso, cuando yo pensaba que estaba en Miami, y me anunció que no tenía problemas para movilizarse; contaba con un salvoconducto porque proveía de servicios esenciales a la Junta de Gobierno.
—Obedece las instrucciones que dan por la televisión, Violeta, quédate en la casa, no vayas a la oficina hasta que la situación se calme. Si quieres ubicarme, déjame recado en el hotel.
Los primeros tres días hubo toque de queda absoluto en todo el país, no se podía salir a la calle sin un permiso especial o, en caso de una emergencia grave, enarbolando un pañuelo blanco. Los soldados, enardecidos, echaban gente a empujones y culatazos en camiones del ejército y se la llevaban a un destino desconocido, y encendían hogueras en la plaza donde quemaban libros, documentos y registros electorales, porque la democracia quedaba suspendida hasta nueva orden, ya se vería en su debido momento si volveríamos a votar. Los partidos políticos y el Congreso fueron declarados en receso indefinido, y la prensa, censurada. Las reuniones de más de seis personas quedaron prohibidas, pero en varios clubes y hoteles, incluso en el Bavaria, se juntaba gente a beber champán y cantar el himno nacional. Me refiero a la gente pudiente que esperaba el golpe militar con ansia, en especial los agricultores de la zona, que aspiraban a recuperar sus tierras confiscadas por la reforma agraria. Los defensores del gobierno socialista, obreros, campesinos, estudiantes y pobres en general, estaban callados en sus guaridas, me explicó Julián Bravo. En las pantallas sólo veíamos a cuatro generales entre la bandera y el escudo nacional dando órdenes a la ciudadanía, y dibujos animados de Disney. Los rumores iban y venían con fuerza de huracán, pero eran contradictorios e imposibles de confirmar. Me encerré en mi casa, como me mandó Julián. Estaba muy ocupada con mi nieto, que ya se arrastraba por los rincones metiendo los dedos en los enchufes y comiendo tierra con gusanos. Pensé que pronto retornaría la normalidad.
Tres días más tarde, cuando se levantó el toque de queda por algunas horas, miss Taylor vino a verme con el pretexto de traerme leche en polvo para el niño, que no habíamos podido conseguir desde hacía varios meses. De pronto los anaqueles de los comercios estaban repletos de los artículos que habían faltado antes. Nos sentamos en la sala a beber el consabido té Darjeeling, preferido de mi antigua institutriz, y entonces me planteó la verdadera razón de su visita.
—Allanaron la universidad en la capital, Violeta. Se llevaron detenidos a varios profesores y estudiantes, especialmente de periodismo y sociología. Dicen que las paredes de la facultad están chorreadas de sangre.
—¡Juan Martín! —exclamé, y mi taza se estrelló en el suelo.
—Tu hijo está en la lista negra. Tiene que presentarse a un cuartel de policía, lo andan buscando. Como presidente de la federación de estudiantes, encabeza la lista.
—¿Qué pasó con él?
—Llegó a nuestra casa anoche, en pleno toque de queda. No sé cómo pudo atravesar varias provincias. No vino a tu casa porque será el primer lugar donde lo busquen. Lo tenemos escondido, pero hay que sacarlo del país.
—Julián es el único que nos puede ayudar en eso.
—No, Violeta. Tu hijo dice que Julián es cómplice de los militares y trabaja para la CIA, que está detrás de esto.
—¡Jamás denunciaría a su propio hijo!
—De eso no estamos seguros. José Antonio cree que podemos esconder a Juan Martín en Santa Clara, al menos por un tiempo. Nadie lo buscará en la granja. ¿Cómo podríamos mandarlo hasta allá? El tren no funciona, hay controles por todas partes.
—Yo me haré cargo de eso, Josephine.
Mi único recurso para salvar a Juan Martín era acudir a su padre, que estaba en el país desde hacía dos semanas. Logré que viniera a Sacramento a hablar conmigo, aunque estaba muy ocupado en esos días turbulentos, según me dijo.
—¿Cuántas veces le advertí a ese muchacho que tuviera cuidado? ¡Y ahora vienes a pedirme ayuda! ¿No es un poco tarde?
—Ese muchacho es tu hijo, Julián.
—Mira, Violeta, no puedo hacer nada. ¿Quieres que arriesgue mi carrera? Me vigilan. Si Juan Martín pudo llegar hasta Sacramento en pleno toque de queda, también puede arreglárselas para encontrar un lugar seguro.
—Pensé que podría ir…
—¡No me digas nada! No quiero saber dónde está ni adónde va. Mientras menos yo sepa, mejor. No puedo ser cómplice de esto.
—Por una vez no se trata de ti, Julián. Ahora el único que importa es Juan Martín. ¿No ves que están matando gente?
—Es la guerra contra el comunismo. El fin justifica los medios.
Julián Bravo era un bandido y tenía mala relación con su hijo, pero, tal como yo suponía, a regañadientes me ayudó a escamotear a Juan Martín fuera de Sacramento. Demoró menos de dos horas en traerme una autorización del comandante de la zona para viajar. Eran otros tiempos, Camilo. Ahora se puede averiguar en menos de un minuto la identidad de alguien y hasta los detalles más íntimos de su vida, pero en los años setenta eso tardaba, y no siempre era posible. El segundo salvoconducto estaba a nombre de Lorena Benítez, empleada doméstica.
Treinta y seis horas más tarde, apenas se levantó el toque de queda a las seis de la mañana, eché en el automóvil a mi nieto, la ropa indispensable y algo de comida, y pasé a buscar a Juan Martín a una de las bodegas de Casas Rústicas, donde mi hermano lo había ocultado. La última vez que lo había visto parecía un profeta hirsuto, pero la persona que me esperaba era una mujer alta y flaca, con moño en la nuca y delantal celeste: Lorena Benítez. A pesar del disfraz, tú reconociste a tu tío sin vacilar y le echaste los brazos al cuello. Menos mal que todavía no sabías hablar.
No cruzamos ni una palabra hasta que salimos de Sacramento, pasamos el primer control y enfilamos por la carretera al sur. Los soldados de guardia eran unos muchachos nerviosos y agresivos, armados hasta los dientes, que leyeron los salvoconductos con la lentitud de los semianalfabetos, examinaron mi carnet de identidad, nos hicieron bajar del automóvil y lo revisaron por completo, incluso quitaron los asientos, pero le dieron sólo una mirada superficial a la supuesta empleada. El infalible sistema de clases sociales y el desprecio machista por las mujeres nos ayudó en ese control y en los otros que enfrentamos por el camino.
Le pregunté a Juan Martín por qué no se había entregado; quienes se presentaban voluntariamente nada tenían que temer, eso habían dicho por televisión.
—¿En qué mundo vives, mamá? Si me entrego, puedo desaparecer para siempre.
—¿Cómo es eso de desaparecer? No te entiendo.
—Cualquiera puede ser arrestado, no necesitan un pretexto, y después niegan haberte detenido; nadie sabe de ti, te conviertes en un fantasma. Mataron a varios estudiantes de mi facultad y se llevaron a más de veinte profesores.
—Bueno, algo malo habrán hecho, Juan Martín —murmuré, repitiendo lo que había oído decir tantas veces en el círculo de mis amistades.
—Lo mismo que he hecho yo, mamá, defender al gobierno elegido democráticamente.
El viaje en tren de Sacramento a la granja demoraba poco más de dos horas, y en automóvil, tres o cuatro, pero nos pararon tantas veces por el camino que echamos casi siete horas en llegar a Nahuel, y para entonces estábamos con los nervios en ascuas y extenuados. Por suerte tú dormiste casi todo el camino en los brazos de Lorena Benítez, la niñera, que en ningún momento levantó sospechas.
Llegamos un par de horas antes del toque de queda, que nadie hacía cumplir en esas lejanías. Torito y Facunda nos recibieron sin comentarios, aunque debió de sorprenderles ver a Juan Martín vestido de mujer. Creo que entendieron sin necesidad de explicaciones que era un asunto de vida o muerte. Mi hijo les contó en pocas palabras lo que sucedía en la capital y en el resto del país. Santa Clara era un oasis de paz.
—Tengo que cruzar la frontera —les dijo.
Tú, Camilo, llegaste hambriento, medio muerto de sed y con los pañales empapados, directamente a los brazos de Etelvina Muñoz, la nieta mayor de Facunda. Narcisa, su madre, la tuvo a los quince años. La joven había ayudado a su abuela a criar a sus hermanos y cultivar la granja; era ancha de espalda, hábil de manos y redonda de cara, con una inteligencia prodigiosa para los aspectos fundamentales de la existencia. No había ido a la escuela, apenas sabía leer y escribir gracias a Lucinda Rivas, que le enseñó lo que pudo antes de ser derrotada por la vejez y, finalmente, la muerte.
Esa noche dormiste acurrucado en un catre entre Facunda y Etelvina, y yo me acosté con mi hijo en la cama de hierro que había sido de mi madre. Pasé horas en la oscuridad, pendiente de los ruidos externos, esperando que en cualquier momento llegara un jeep militar o de la policía a buscar a Juan Martín y pensando en mi papel de madre, en cómo le había fallado tantas veces por andar pendiente del trabajo, en cómo su hermana había acaparado siempre toda la atención, en su espíritu idealista que le había hecho chocar con su padre desde que era un niño. Me dormí al amanecer durante un par de horas, y cuando desperté Facunda ya tenía preparado el desayuno; Etelvina te había llevado, acaballado en una cadera, a ordeñar la vaca, y Juan Martín estaba ayudando a Torito con los animales. Todavía hacía frío por las noches, el rocío brillaba en las hojas de los árboles y un vapor azulado se elevaba de la tierra calentada por el sol. Como siempre, el aroma fresco y penetrante del laurel me trajo los recuerdos más vívidos de mi infancia en Santa Clara, que para mí siempre será sagrada. Pasamos el día sin asomarnos fuera de la casa para no llamar la atención, aunque la propiedad estaba bastante aislada. En un baúl había algo de ropa que había dejado José Antonio años antes, y encontramos pantalones, botas y un par de chalecos apolillados, pero todavía útiles para el fugitivo.
Nos reunimos en torno a la mesa con tazas de té y el pan tibio de Facunda, y Juan Martín nos habló de juicios sumarios y ejecuciones arbitrarias; de detenidos que morían torturados; de miles y miles de personas arrestadas que se llevaban a golpes en pleno día, a la vista de quien se atreviera a asomarse; de los retenes policiales, cuarteles militares, estadios deportivos y hasta escuelas llenos de prisioneros, de que estaban improvisando campos de concentración para encerrar a los detenidos y otros horrores que consideré inverosímiles, porque nosotros éramos un ejemplo de convivencia democrática en este continente devastado por caudillos, dictaduras y golpes de Estado. En nuestro país nada de lo que contaba Juan Martín podía suceder, era propaganda comunista. Aunque en ese momento no creí casi nada de lo que alegaba mi hijo, entendí que debía de tener muy buenas razones para haber huido disfrazado de mujer, y me abstuve de contradecirlo.
Al atardecer, Torito comenzó a empacar lo necesario en su bulto de las excursiones.
—Tú te vienes conmigo, Juanito —le dijo a mi hijo.
—¿Tienes un arma, Torito?
—Esto —replicó el gigante, mostrándole el cuchillo de matarife que le servía para mil usos, y que siempre llevaba consigo en sus escapadas.
—Me refiero a un arma de fuego —insistió Juan Martín.
—Este no es el Lejano Oeste, aquí nadie tiene armas. Supongo que no piensas andar pegando tiros —lo interrumpí.
—No puedes permitir que me agarren vivo, Torito. ¿Me lo prometes?
—Prometo.
—¡Por Dios, hijo! ¿Qué están insinuando? —exclamé.
—Prometo —repitió Torito.
Se fueron apenas oscureció. Era una noche tibia de primavera con luna llena, había suficiente luz y pudimos verlos alejarse en dirección opuesta al camino. Tuve el terrible presentimiento de que esa era una despedida definitiva, pero lo acallé rápidamente porque no se debe llamar a la desgracia, como decían mis tías. A Torito le faltaban un par de años para cumplir setenta, según nuestros cálculos, pero no dudé de que fuera capaz de ascender la cadena de montañas para cruzar a pie una frontera invisible, sin más equipaje que la ropa puesta, dos mantas y utensilios básicos de pesca y caza. Conocía los antiguos senderos y pasos de la cordillera que sólo los viejos baquianos y algunos indígenas utilizaban. En cambio, Juan Martín, que era por lo menos cuarenta y cinco años menor, estaba mal preparado para esa aventura, podía vencerlo la fatiga, el pánico o el frío, podía resbalar en un precipicio. Era un intelectual, nunca destacó en los deportes y tenía un temperamento prudente y cauteloso muy diferente al de su hermana. Nieves habría estado en su elemento huyendo de algún enemigo.