Estuve trece días en Santa Clara esperando noticias de mi hijo y de Torito, en compañía de Facunda, Etelvina y sus hermanos. Narcisa había partido detrás de su último novio, dejando a su camada de críos a cargo de su hija mayor y su madre, y no pudo regresar; quién sabe dónde la pilló el estado de sitio. Cada hora transcurrida era un tormento, contaba los minutos, marcaba los días en el calendario sin comprender por qué Torito demoraba tanto en regresar; a menos que hubiera ocurrido una desgracia, le habría sobrado tiempo para ir y volver de la frontera. Pasaba la mayor parte del día oteando el camino y los alrededores, tan ansiosa que me faltaba ánimo para ocuparme de mi nieto, que gateaba semidesnudo entre las gallinas, comiendo tierra como un salvaje. Los otros niños eran mucho mayores y les fastidiaba que el mocoso los siguiera a todos lados. Tratando de alcanzarlos, diste tus primeros pasos, Camilo. No supe de eso ni de la primera palabra que pudiste articular: Tina, porque no podías pronunciar Etelvina. Así la has llamado desde entonces.
Facunda mantuvo sus rutinas de siempre: atendía el huerto y las labores domésticas, hacía empanadas y tartas para vender, iba al mercado, conversaba con las comadres de Nahuel y volvía con las últimas noticias. Había un contingente de soldados acuartelados a dos kilómetros de Santa Clara, me dijo. Se habían llevado a varios campesinos en camiones del ejército y nada se sabía de ellos; los patrones habían recuperado a la fuerza sus fundos confiscados, y estaban tomando represalias contra los inquilinos que las ocuparon; todos fueron despedidos, muchos golpeados, otros arrestados.
En la región no había un solo veraneante o turista, aunque ya habían comenzado los calores del verano; las plazas y playas estaban vacías, también los hoteles, menos el Bavaria, a donde solían llegar militares y funcionarios del gobierno. En Nahuel los soldados juntaron a un grupo de jóvenes a culatazos y los hicieron blanquear con cal los muros pintados con propaganda política. A un hombre le quebraron la mandíbula en el mercado por pronunciar la palabra «compañero», que ahora estaba prohibida, al igual que «pueblo», «democracia» y «golpe militar». El término correcto era «pronunciamiento militar».
—A los hombres con barba o pelo largo los arrestan, les pegan y los pelan. Las mujeres no podemos usar pantalones, porque no les gustan a los milicos, pero ¿cómo vamos a arar la tierra y limpiar el establo con falda, pues? —comentó Facunda.
La gente estaba asustada, nadie quería problemas; lo más prudente era mantenerse puertas adentro. Por eso nos sorprendió que un día entrara en la granja un extranjero, alto como un jugador de baloncesto, con pies enormes, la piel oscura del sol, el pelo casi blanco y los ojos celestes, que hablaba un español de diccionario. Se presentó como Harald Fiske y preguntó si teníamos teléfono, porque la central de Nahuel estaba cerrada a esa hora. Era uno de los observadores de pájaros que cada año llegaban inexplicablemente, porque nuestra variedad es patética comparada con la orgía de aves multicolores de la cuenca amazónica o la selva centroamericana.
Harald Fiske tenía unos cuarenta años, el cuerpo desgarbado de un muchacho que ha crecido en un solo estirón y arrugas prematuras por exceso de sol. Andaba con una mochila descomunal, tres binoculares, varias cámaras fotográficas y una gruesa libreta con anotaciones en clave, como un espía. Era tan despistado que pensaba dedicarse a las aves en el clima amenazante de los comienzos de la dictadura, cuando el país había sido declarado en estado de guerra y hasta el aire que respirábamos estaba bajo control de las armas. Incluso pensaba montar una carpa y acampar en la playa.
—Oiga, no sea tonto. ¿Quiere que lo maten? —le pregunté.
—Llevo varios años viniendo a este país todos los veranos, señora. Nunca me han asaltado —insistió el hombre.
—A falta de asaltantes, ahora tenemos soldados.
—Soy diplomático —dijo.
—Su pasaporte le va a servir de poco si le disparan antes de preguntar. Mejor se queda a dormir aquí.
—Le voy a prestar la cama de Torito, pero si él vuelve esta noche tendrá que acostarse en el suelo —le ofreció Facunda.
Así entró ese hombre en nuestras vidas, Camilo. Era funcionario del Servicio Exterior de Noruega, encargado de negocios en Holanda, donde lo esperaban su esposa y dos hijos. Dijo ser un enamorado de América Latina, y que la había recorrido de norte a sur durante sus vacaciones, en especial de nuestro país. Facunda lo adoptó como a un hijo bobalicón, y durante los años en que siguió yendo al sur tras sus pájaros siempre se alojó en Santa Clara.
Al cabo de trece días de inútil espera, apareció Yaima montada en una mula. La curandera indígena, que durante décadas resistió incólume el paso del tiempo, había sucumbido finalmente al deterioro de su edad. No la había visto desde el funeral de la tía Pilar, y en verdad pensaba que habría muerto, pero a pesar de su aspecto de bruja milenaria seguía tan fuerte y lúcida como siempre. Me conocía desde que yo era una chiquilla en la pubertad, pero nunca había demostrado ni el menor interés en mí, por eso me extrañó que se presentara a darme un recado, que Facunda tradujo, porque su español era tan precario como mi conocimiento de su lengua.
—Fuchan, el amigo grande, se lo llevaron los soldados.
Facunda cayó de rodillas, sollozando, y yo sólo pensé en mi hijo.
—Fuchan iba con otro hombre, un joven. ¿Qué pasó con él, Yaima? —La sacudí.
—A Fuchan lo vimos. Al otro no lo vimos. Habrá ceremonia para Fuchan. Avisaremos.
Eso quería decir que los indígenas ya daban por muerto a Torito.
Si Torito iba solo, seguramente venía de regreso y eso significaba que mi hijo podía haber escapado. No quise imaginar ni por un instante que el buen hombre había cumplido su promesa de impedir por cualquier medio que Juan Martín cayera vivo en manos de los militares. Había que rescatar a Torito, y lo único que se me ocurrió fue recurrir a Julián. Con sus conexiones, seguramente podría averiguar su suerte y la de su hijo. Temíamos que los teléfonos estuvieran intervenidos, que espiaran a cada ciudadano, lo cual era imposible, por supuesto, pero nadie se atrevía a comprobar si el rumor era una exageración. Yo no tenía otra opción.
Julián vivía en Miami y carecía de residencia fija en este país; cuando venía, se alojaba en un hotel de la capital o de Sacramento, siempre los mismos. Lo llamé a ambos desde el teléfono público de Nahuel, porque todavía, después de tantos años, no teníamos teléfono en la granja, y le dejé el recado de que volvería a intentarlo esa misma noche.
—Supongo que me llamas para lo del bautizo de Camilo. Su tío será el padrino, ¿no? —me preguntó antes de que yo alcanzara a decir ni una palabra.
—Sí… —respondí, desconcertada.
—¿Cómo está el tío?
—No sé. ¿Puedes venir?
—Estaré mañana en el hotel Bavaria, tengo una reunión por esos lados. Te pasaré a ver.
Este absurdo diálogo en clave me confirmó la dimensión de violencia en que vivíamos, como me había advertido Juan Martín. Si Julián no se sentía seguro, nadie lo estaba. La propaganda de la oposición había vaticinado durante tres años el terror de una dictadura comunista; ahora experimentábamos el terror de una de derecha. La Junta de los generales había anunciado que se trataba de medidas temporales, pero indefinidas, hasta nueva orden, mientras se restablecían en la patria los valores cristianos y occidentales. Me aferré a la ilusión de que nuestro país tenía la más sólida tradición democrática del continente, de que habíamos sido un ejemplo de civismo en el mundo, de que pronto tendríamos elecciones y volvería la democracia. Entonces Juan Martín podría regresar.
Julián me aseguró que nada pudo descubrir sobre la suerte de Torito, pero no le creí; tenía contactos en los círculos más altos del poder, seguramente le bastaba hacer una llamada telefónica para averiguar quiénes lo habían detenido, si había sido la policía, los cuerpos de seguridad o los militares, y dónde estaba. A él debía interesarle tanto como a mí rescatarlo, aunque fuera sólo para preguntarle qué había pasado con nuestro hijo. Era un suplicio imaginar las diversas formas en que Juan Martín podría haber muerto.
—Siempre piensas lo peor, Violeta. Lo más probable es que esté bailando tangos en Buenos Aires —me dijo.
El tono socarrón con que abordó la suerte de su hijo me confirmó la sospecha de que algo sabía y me lo ocultaba. Lo odié por eso.
Era inútil seguir esperando noticias en la granja. Me despedí de Facunda, que quedó convertida en dueña nominal de Santa Clara, a cargo de lo poco que iba quedando de la propiedad, y volví a Sacramento. En el último momento, Facunda me pidió que me llevara a Etelvina, porque enterrada en el campo su nieta iba a tener una vida de trabajo, pobreza y sufrimiento.
—La puede ayudar a criar a Camilo. No tiene que pagarle mucho, pero enséñele todo lo que pueda, ella quiere aprender —me dijo.
De eso hace cuarenta y siete años, según mis cálculos, Camilo. Nunca imaginé que Etelvina sería más importante en mi vida que mis dos maridos y la suma de todos los hombres que me han querido.
Mi hermano José Antonio me necesitaba en Sacramento, teníamos mucho trabajo por delante para salvar lo que nos quedaba. La Junta Militar estaba investigando a fondo nuestra colaboración con el gobierno anterior, y entretanto congeló el contrato de Mi Casa Propia. Nos citaron varias veces a la oficina de un coronel, que nos interrogó como si fuéramos criminales, pero finalmente nos dejó en paz. Perdimos mucho, porque habíamos invertido en maquinaria y material para producir las viviendas en un tiempo récord, pero manejábamos otros negocios. No puedo quejarme, nunca me ha faltado dinero, he podido vivir bien con mi trabajo.
Pasé años atormentada por las dudas respecto a la suerte de Juan Martín; estaba de duelo por la muerte de mi hija y por la muerte posible de mi hijo. Tú eras mi consuelo. Fuiste un mocoso muy travieso, Camilo, no me dabas tregua. Eras muy bajito y flaco, te estiraste en la adolescencia, cuando debía comprarte el uniforme escolar tres tallas más grandes de la que te correspondía para que te durara el año, y zapatos nuevos cada siete semanas. Tenías el coraje de tu madre y el idealismo de tu tío Juan Martín. A los siete años llegaste un día con sangre de las narices y un ojo en tinta por enfrentar a un grandote que abusaba de un animal. Lo regalabas todo, desde tus juguetes hasta mi propia ropa, que me robabas sigilosamente. «¡Chiquillo del diablo! ¡Te voy a mandar preso, a ver si aprendes!», te decía. Pero nunca pude castigarte, en el fondo admiraba tu generosidad. Eras mi hijo/nieto, mi compinche, mi amigo del alma. Lo eres todavía, eso hay que decirlo.
Para qué me voy a extender demasiado contándote de los largos años de la dictadura, Camilo, es historia antigua y bien conocida. Hace ya treinta años que tenemos democracia, y lo peor del pasado ha salido a la luz: los campos de concentración, la tortura, los asesinatos y la represión que padeció tanta gente. Nada de eso se puede negar, pero entonces no lo sabíamos, no había información, sólo rumores. Todavía hay gente que lo justifica, que cree que eran medidas necesarias para imponer orden y salvar al país del comunismo. Había dictaduras en muchos países de América Latina, no fuimos el único. Eran los tiempos de la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética, y nosotros estábamos en el área de influencia de los norteamericanos, que no iban a permitir ideas de izquierda en el continente, tal como me había advertido Julián Bravo con una década de anterioridad. Los rusos también imponían su ideología en la parte del mundo que controlaban.
En la superficie, el país nunca había estado mejor. Los visitantes quedaban maravillados de los rascacielos, las autopistas, la limpieza y la seguridad; nada de muros pintarrajeados, de disturbios callejeros o estudiantes atrincherados en los colegios, de mendigos pidiendo limosna o perros vagos, todo eso desapareció. Nadie hablaba de política, era peligroso. La gente aprendió a ser puntual, a respetar las jerarquías y la autoridad, a trabajar; quien no trabaja, no come, era la consigna. Con la mano dura del régimen se terminó la politiquería y avanzamos hacia el futuro, dejamos de ser un país pobretón y subdesarrollado, nos convertimos a golpes en uno próspero y disciplinado. Ese era el discurso oficial. Por dentro, sin embargo, éramos un país enfermo. Por dentro, Camilo, yo también estaba enferma de pena por el hijo fugitivo, por Torito desaparecido y porque habría tenido que ser ciega para desconocer la precaria situación de mis obreros y empleados, empobrecidos y con miedo.
Nos acostumbramos a ser prudentes en el lenguaje, a evitar ciertos temas, a no llamar la atención y obedecer las reglas. Incluso nos acostumbramos al toque de queda, que duró quince años, porque obligaba a los maridos mariposones y a los adolescentes rebeldes a llegar temprano a su casa. Bajó mucho la criminalidad. Los crímenes los cometía el Estado, pero se podía andar por la calle y dormir por la noche sin ser asaltados por delincuentes comunes. Fue una época muy dura para los trabajadores, que no tenían derechos y podían ser despedidos de la noche a la mañana; había mucho desempleo, era el paraíso de los empresarios. Esa prosperidad de algunos tenía un enorme costo social. El auge económico duró varios años, hasta que se vino al suelo con estrépito. Por un tiempo fuimos la envidia de los vecinos y los favoritos de Estados Unidos. Se habla de corrupción, que ahora la llaman «enriquecimiento ilícito», pero en la dictadura era legal. José Antonio y yo hicimos mucho dinero, y no me avergüenzo de eso porque no cometimos ningún delito, sólo aprovechamos las oportunidades que se presentaron. Los militares estaban en todo y cobraban sus comisiones; había que pagarles, era la norma.
José Antonio había sufrido un ataque al corazón y estaba retirado en su casa, cuidado por miss Taylor, pero siguió siendo el presidente de nuestras empresas. Conocía a medio mundo en Sacramento, tenía amigos por centenares, era querido y respetado. Su experiencia y sus contactos eran indispensables para conseguir contratos y préstamos, pero el trabajo lo hacíamos Anton Kusanovic y yo. Le dábamos el mejor trato posible a nuestra gente, pero debíamos mantener los costos bajos para competir en un mercado feroz.
—Al menos tienen trabajo y los tratamos con dignidad, Violeta —me recordaba Anton.
Mantener el equilibrio entre la justicia, la compasión y la codicia me disgustaba tanto que al fin convencí a José Antonio de venderle nuestra parte del negocio de casas prefabricadas a Anton, así él podría pasar sus últimos años en paz y yo podría dedicarme a otra cosa. Era el momento ideal para especular en propiedades y hacer otros negocios. Mucha gente vendía a precio de ganga para irse al extranjero, unos exiliados y otros porque aborrecían el régimen o buscaban afuera oportunidades económicas. Se podía comprar barato y vender caro, como había sido el lema de mi padre.
Me instalé en la capital, donde el mercado de viviendas y locales comerciales era más variado e interesante que en las provincias. Me iba bien. Había mucha oferta y yo tenía buen ojo para elegir y sabía regatear; compraba propiedades muy bien ubicadas, aunque estuvieran en mal estado, las modernizaba y las vendía con una ganancia sustancial. Al poco tiempo me convertí en experta en construcción, remodelaciones, decoración interior y préstamos de los bancos; esa es la base de lo que tú llamas mi fortuna, Camilo, pero ese término aplicado a mí es ridículo. Lo mío es despreciable comparado con la forma inmoral en que otros se enriquecieron en esa época. Esos son los billonarios de ahora.
A ti te cuidaba Etelvina, porque eras muy chico todavía para ir al colegio San Ignacio, el mejor del país, aunque fuera de curas. Tanto te mimábamos esa buena mujer y yo que, de haber sido cualquier otro niño, habrías sido un monstruo de egoísmo y mal comportamiento, pero tú eras encantador. Tenía en la conciencia haber descuidado a mis hijos cuando eran chicos, y me hice el propósito de que eso no me iba a ocurrir con mi nieto. Me las arreglaba para estar contigo, te ayudaba en las tareas, íbamos con Etelvina a tus eventos deportivos y representaciones teatrales, que eran un horror, y pasábamos las vacaciones en Santa Clara, donde Facunda nos recibía con lo mejor de su cocina. Sólo te dejaba para ir a ver a Roy, ese hombre lleno de secretos, a Estados Unidos.
El apartamento donde vivimos muchos años era de los antiguos, antes de que los vientos de modernidad redujeran los espacios, impusieran la frialdad del vidrio y el rigor del acero. Quedaba frente al Parque Japonés; lo compré barato porque el barrio había pasado de moda, aunque todavía quedaban algunas mansiones y varias embajadas, y lo vendí a precio de oro porque en su lugar iban a levantar una torre de treinta pisos. Las villas de los nuevos ricos surgían como fortalezas en las laderas de los cerros, rodeadas de altos muros y vigiladas por mastines, mientras la clase media y el comercio ocupaban la zona en que nosotros vivíamos. La entrada de nuestro edificio estaba atendida día y noche por dos porteros amables, los gemelos Sepúlveda, tan parecidos que era imposible saber cuál estaba de turno. Nuestro apartamento ocupaba todo el tercer piso; los pasillos eran tan anchos y largos que aprendiste a andar en bicicleta en ellos. Tenía un aire de nobleza venida a menos, los techos altos, el piso de parquet y los cristales biselados, que me recordaban la casa grande de las camelias, donde nací.
Al principio, el apartamento resultaba demasiado amplio para Etelvina, yo y un niño chico, pero a los pocos meses vinieron José Antonio y miss Taylor a vivir con nosotros, porque a él le seguía fallando el corazón y en Sacramento no podía recibir la misma atención que en la Clínica Inglesa de la capital, donde a cada rato había que llevarlo a las volandas. Llegaba medio muerto y cada vez lo resucitaban milagrosamente. Ambos detestaban el ruido, la bruma tóxica y el tráfico de la ciudad, por eso salían muy poco; se convirtieron en adictos a las telenovelas, que seguían puntualmente con Etelvina y contigo. A los cuatro años estabas enterado de las más violentas pasiones humanas y podías repetir los diálogos más escabrosos con acento mexicano. Yo no veía la hora de que mi nieto tuviera edad suficiente para ir al colegio y ampliara un poco su horizonte.
Esos fueron los años más duros de la dictadura, cuando el poder se consolidó mediante la violencia, pero excepto por la terrible incertidumbre sobre la suerte de Juan Martín, para nuestra pequeña familia fueron años relativamente buenos. Pude ayudar a mi hermano en su vejez, recuperé la estrecha amistad que tuve en la juventud con miss Taylor y aproveché a plenitud la infancia de mi nieto.
Etelvina manejaba la casa sin mi interferencia porque lo doméstico nunca me interesó; ella administraba los gastos diarios y supervisaba a dos empleadas, a quienes les exigía andar de uniformes. Memorizaba las recetas de los programas de comida en la televisión, y llegó a cocinar mejor que cualquier chef. Miss Taylor le enseñó el refinamiento anticuado, que ya nadie practicaba y que ella había aprendido a los diecisiete años de su segunda patrona, aquella viuda en Londres. A falta de un mozo de librea, como en las telenovelas, Etelvina nos impuso rituales palaciegos. «¿Para qué tenemos loza fina si no es para usarla?», decía, y ponía la mesa con candelabros y tres copas por puesto. Tú sabías usar el cuchillo de la mantequilla y las pinzas del cangrejo antes de poder atarte los cordones de los zapatos.
La edad no me pesaba para nada. Me iba acercando a los sesenta años y me sentía tan fuerte y productiva como a los treinta. Ganaba más que suficiente para mantener a la familia y ahorrar sin matarme trabajando; jugaba al tenis para estar en forma, sin entusiasmo, porque el afán de pegarle raquetazos a una pelota me parecía absurdo, y tenía una vida social activa, con más de algún encuentro amoroso que me entusiasmaba por unos días y olvidaba enseguida sin que me dejara huella. Mi amor de entonces fue Roy Cooper, pero nos separaban miles de kilómetros.
A su manera, Julián te quería mucho, Camilo. Se aburría contigo y no lo culpo, porque los niños son un fastidio, pero lo que le faltaba en paciencia le sobraba en entusiasmo. Te hacía regalos de jeque, que producían desconcierto en ti y caos doméstico. Te enseñó todo lo que su hijo Juan Martín rehusó aprender: a usar armas, a tirar con arco, boxeo y a montar, pero le irritaba que no sobresalieras en ninguna de esas actividades. Te compró un caballo, que terminó a cargo de Facunda en la granja, pastando en el campo en vez de saltar vallas y competir en el hipódromo.
Una vez mencionaste que te gustaría tener un perro y tu abuelo te trajo un cachorro. Al poco tiempo se convirtió en una gran bestia negra que sembraba pavor en los otros inquilinos del edificio, aunque era de temperamento muy dulce. Me refiero a Crispín, el doberman pinscher que fue tu mascota y durmió echado a tu lado hasta que te mandé interno al San Ignacio.