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Facunda me dio la noticia por teléfono antes de que apareciera en la prensa, perdida en un pie de página, para que pasara desapercibida. Ella se había enterado por sus familiares indígenas, que empleaban el mismo método desde la época de la conquista, hace quinientos años, de pasar la información de boca en boca, como una carrera de postas. La censura, tan eficiente y temida, no alcanzó a acallar el clamor. Era la primera vez que se hallaban los cuerpos de desaparecidos; a esos no los lanzaron al mar ni los dinamitaron en el desierto, los metieron en una cueva en un cerro y sellaron la entrada.

Un misionero y activista francés llamado Albert Benoît, que vivía en una población marginal donde la represión del gobierno era particularmente dura, se enteró de la existencia de la tumba colectiva en el secreto de la confesión. Era uno de esos curas disidentes que llevaban la cuenta de las víctimas de la represión, había sido detenido y torturado un par de veces y recibió orden del cardenal de no hacer bulla y mantenerse invisible, pero no la cumplió. A diferencia de la Iglesia católica de Argentina, la nuestra no colaboraba con la dictadura y mantenía un precario equilibrio entre denunciar los abusos y proteger a quienes desafiaban al régimen. Uno de los asesinos, un policía de la zona rural cercana a Nahuel que se había jubilado y vivía en la población, le contó a Benoît lo que había hecho, le indicó la ubicación de la cueva, en la ladera del cerro en una zona boscosa, y lo autorizó para comunicárselo a sus superiores.

Benoît quiso comprobar la veracidad de la confesión antes de acudir al cardenal, y viajó al sur. Con una mochila a la espalda, una brújula en el bolsillo y un pico atado a su bicicleta, se aventuró en la dirección que le habían indicado, evitando los controles policiales. Una vez que quedaron atrás los pueblos, dejó de preocuparse por el toque de queda, porque no había vigilancia. Siguió un sendero apenas visible, aparentemente abandonado hacía años, y cuando desapareció tragado por la vegetación, se orientó con la brújula y con ayuda de la oración.

Pronto el terreno lo obligó a dejar la bicicleta y siguió a pie, agradecido del verano, ya que habría sido difícil avanzar con lluvia. Durmió la primera noche a la intemperie y caminó buena parte del día siguiente antes de encontrar finalmente la entrada de la cueva, tapiada con tablones y rocas, como le había indicado su feligrés.

Empezaba a oscurecer y prefirió esperar hasta el otro día. Había calculado mal el tiempo que podía demorar en el trayecto, se habían terminado sus escasas provisiones y llevaba varias horas con hambre, pero un poco de ayuno le vendría bien, pensó. El terreno era irregular, verde y más verde, flora tupida y agua. Agua por todas partes, charcos, lagunas, riachuelos, cascadas que venían de las montañas, agua de lluvia y de nieve derretida. A diferencia de la selva tropical, que él había conocido en su juventud, cuando lo destinaron a la frontera de Venezuela con Brasil, esta era fría incluso en verano; en invierno solamente los baquianos expertos sabían transitarla.

El aire olía a humus, a las hojas fragantes de los árboles nativos, a los hongos que crecían adheridos a los troncos. De vez en cuando podía ver, en las alturas, colgando de las ramas, las flores rojas y blancas de las plantas trepadoras. Todo el día había escuchado la bulla tremenda de los pájaros, el grito del águila, el rumor de la vida animal en la vegetación, pero al caer la noche el mundo se calló.

Sintió un abismo de soledad en ese paisaje inhabitado, y rezó en voz alta: «Aquí estoy, Jesús, metiéndome en problemas de nuevo, porque si encuentro lo que busco tendré que deso­bedecer la orden de invisibilidad. Tú entiendes, ¿verdad? No me abandones en esta empresa, mira que te necesito más que nunca». Por fin se durmió en su saco, tiritando, hambriento, dolorido. No estaba acostumbrado al agotamiento físico, el único deporte que practicaba era el fútbol con los niños de la población, y cada músculo de su cuerpo clamaba por descanso.

Con la primera luz del amanecer bebió agua y masticó lentamente las últimas almendras que le quedaban; luego comenzó la tarea de mover las rocas, arrancar los arbustos y quitar los tablones que tapiaban la boca de la cueva, usando el pico como palanca. Al desprender el último obstáculo, un soplo de aliento fétido del interior lo obligó a retroceder. Se quitó la camiseta y se la amarró cubriéndose media cara. Invocó una vez más a Jesús, su amigo, y entró. Se encontró en un túnel angosto, pero con suficiente altura para avanzar agachado. Llevaba la linterna en la mano y la cámara fotográfica colgada en bandolera sobre el pecho. Le costaba respirar, con cada paso el aire era más denso y la pestilencia más intensa, le pareció que se adentraba en una cripta, pero siguió adelante porque el lugar era tal como se lo habían descrito. Pronto el túnel se abrió a una bóveda amplia, donde pudo ponerse de pie. Entonces el haz de la linterna iluminó los primeros huesos.

 

 

Los detalles de lo que te he contado, Camilo, no fueron publicados hasta varios años más tarde, cuando por fin la historia de Benoît salió a la luz. Nadie supo el nombre de ese hombre ni el papel que jugó, porque de haberse sabido su identidad habría pagado muy caro su atrevimiento. En su declaración judicial el cardenal se negó a responder a las preguntas que podían incriminarlo, protegido por el secreto de confesión. La verdad completa se conoció cuando recuperamos la democracia. Entonces Benoît escribió un recuento de lo ocurrido, hubo una exhibición de las fotografías que él tomó ese día y muchas más, algunas de los huesos en la Fiscalía y otras de los despojos expuestos en el cuartel, incluso hicieron una película.

Con las pruebas en la mano, el cardenal actuó tan hábilmente que el gobierno no alcanzó a impedírselo. Era consciente de que, además de su autoridad moral, estaba respaldado por dos mil años de ejercicio del poder terrenal. Una cosa era arrestar y a veces asesinar a curas y monjas, y otra mucho más grave hubiera sido para el gobierno enemistarse con la jerarquía de la Iglesia católica y el representante del Papa. En los años de la represión, el cardenal había aprendido a maniobrar con astucia para cumplir la misión que se había propuesto de ayudar a las víctimas, que sumaban varios miles. Para eso creó una vicaría especial y la instaló dentro de la catedral. Para investigar la cueva juntó en secreto a una delegación, que incluía a un diplomático de la nunciatura del Vaticano, a la directora de la Cruz Roja, a un observador de la Comisión de Derechos Humanos y a dos periodistas.

El cardenal ya no tenía edad para ir de excursión montaña arriba, pero viajó con su secretario hasta Nahuel, donde esperó a los otros, que habían salido separados de la capital para no llamar la atención. A pesar de las precauciones, la gente del pueblo se dio cuenta de que algo serio debía de ocurrir para que apareciera el cardenal por esos lados. Llegó con ropa deportiva, pero lo reconocieron; su rostro de viejo zorro era bien conocido.

La primera declaración a la prensa la hizo el cardenal desde Nahuel cuando regresaron sus emisarios de la cueva. Para entonces ya circulaba en susurros entre la gente de los alrededores la noticia de que habían encontrado restos humanos. Facunda me llamó a Sacramento.

—Dicen que son de los campesinos desaparecidos, los que se llevaron días después del golpe, ¿se acuerda?

La versión oficial fue que se trataba de un accidente, posiblemente turistas que perecieron asfixiados por gases venenosos dentro de la cueva; después lo atribuyeron a una venganza entre guerrilleros, o a delincuentes que se mataron entre ellos; finalmente, presionados por la opinión pública, por la Iglesia católica y por el hecho de que todas las calaveras presentaban un hueco de bala, lo atribuyeron a ejecuciones cometidas por uniformados que actuaron por iniciativa propia en el fragor de la batalla, ansiosos por salvar a la patria del comunismo, sin el conocimiento de sus superiores. Serían debidamente reprendidos, aseguraron, calculando que la gente tiene mala memoria y habría que darle tiempo al asunto para embrollar las pruebas.

Erigieron vallas y cercaron con alambre de púas la proximidad de la cueva para atajar a los que fueron llegando: periodistas, abogados, delegaciones internacionales, curiosos que nunca faltan, y después las silenciosas peregrinaciones de familiares de desaparecidos, algunos venidos de lejos, con las fotos de las víctimas. No pudieron despacharlos con los métodos habituales. Se instalaron en la ladera del cerro durante varios días con sus noches, hasta que se llevaron los restos. Las autoridades entraron en la cueva cubiertos de pies a cabeza, con mascarillas y guantes de goma, y retiraron treinta y dos bolsas de plástico negro, mientras afuera los peregrinos cantaban las canciones revolucionarias que no se habían escuchado en varios años, pero no habían sido olvidadas. Necesitaban dar clausura a la incertidumbre; llevaban años buscando a sus de­saparecidos, esperando que siguieran con vida y un día regresaran a sus hogares. Entre ellos estaba Facunda, torcida por la artritis, pero tan fuerte como siempre, acampando junto a los demás.

En vista de que el bullicio no se acalló en pocos días, como se esperaba, el gobierno ordenó una investigación y, finalmente, varias semanas más tarde, permitieron a los familiares de las presuntas víctimas participar en la identificación. Fue una manera de darles la clausura que reclamaban, porque en realidad el peritaje forense había determinado exactamente a quiénes correspondían los huesos de la cueva, pero el informe fue sellado hasta nueva orden.

 

 

Facunda me avisó y tomé el tren a Nahuel para acudir con ella al cuartel. El otoño ya se notaba en el color de la naturaleza y el aire frío y húmedo; pronto caerían las lluvias. Habían citado a las familias de los campesinos de la zona detenidos y desaparecidos en los primeros días del golpe militar, entre ellos cuatro hermanos, el menor de quince años, que habían sido inquilinos en el fundo de los Moreau. Por allí todos se conocían, Camilo, no es como ahora, que la agricultura está industrializada, la tierra pertenece a corporaciones y los campesinos han sido reemplazados por trabajadores de temporada, errantes, sin raíces. Entonces la gente de los alrededores estaba emparentada, habían nacido y crecido por esos lados, habían ido juntos a la escuela primaria, habían jugado al fútbol de chicos, se habían enamorado y casado entre ellos. Había poca población porque muchos jóvenes se iban a las ciudades en busca de oportunidades, así es que cualquier ausencia se notaba. Esos hombres que desaparecieron eran parte de una red de relaciones, tenían un rostro, un nombre, una familia y amigos que los echaban de menos.

Esperamos casi dos horas en fila en la calle; éramos unas veintitantas mujeres y algunos niños prendidos de las faldas de sus madres. La mayoría se conocía, eran parientes o amigas; casi todas tenían los rasgos indígenas del mestizaje, tan común en esa región. El trabajo duro y la pobreza las habían marcado; la angustia de muchos años les daba una pátina trágica. Vestían con modestia la ropa descolorida de segunda mano que traían de Estados Unidos y vendían en el mercado de las pulgas. Algunas, las de más edad, y una que estaba embarazada, se sentaron en el suelo, pero Facunda se mantuvo de pie, lo más erguida que la artritis le permitió, vestida enteramente de negro por el duelo anticipado, con una expresión pétrea que no era de pena, sino de rabia. Con nosotras había dos abogados de derechos humanos enviados por el cardenal y una periodista con un camarógrafo de televisión.

Me sentí avergonzada con mis vaqueros americanos, botas de gamuza y bolso de Gucci, más alta y blanca que las demás, pero ninguna de esas mujeres dio muestras de haberse fijado en mi facha de burguesa con plata; me aceptaron como una más, unidas por el mismo pesar. Me preguntaron a quién buscaba, y antes de que alcanzara a responder, Facunda intervino.

—Su hermano, busca a su hermano —dijo.

Y entonces me di cuenta de que en verdad Apolonio Toro era como mi hermano. Tenía más o menos la edad de José Antonio y había estado en mi vida desde que podía recordar. Recé en silencio pidiendo al cielo que allí no hubiera prueba alguna de que lo habían asesinado, porque en ese caso era preferible la duda que la certeza. Soñaba con que Torito llevaba una existencia de ermitaño en los resquicios de las montañas, adecuada a su carácter y a su conocimiento de la naturaleza. No quería comprobar su muerte.

Salió un oficial a ladrar las instrucciones: disponíamos de media hora, las fotografías estaban prohibidas, no se podía tocar nada, debíamos fijarnos bien porque no nos darían otra oportunidad, debíamos entregar la cédula de identidad, que sería devuelta a la salida. Los abogados y los periodistas tendrían que permanecer afuera. Entramos.

Bajo una carpa, en el centro del patio del cuartel, había dos mesones largos y angostos vigilados por guardias. No vimos huesos, como suponíamos, sino pedazos de ropa en hilachas, carcomida por el tiempo, zapatos, chancletas, una libreta, billeteras, todo numerado. Desfilamos lentamente frente a esos tristes despojos. Las mujeres, llorando, se detenían ante un chaleco de lana, un cinturón, una gorra, y decían «esto es de mi hermano», «esto es de mi marido», «esto es de mi hijo».

Al final del segundo mesón, cuando casi habíamos perdido la esperanza, Facunda y yo encontramos la prueba que no deseábamos.

—Esto es de Torito —murmuró Facunda, y un sollozo le quebró la voz.

Lo había buscado y esperado muchos años. Allí estaba la cruz de madera que yo tallé para el primer cumpleaños que le celebramos a Apolonio Toro, cuando mi madre, mis tías y los Rivas estaban vivos, cuando Facunda era joven y yo era una niña. Estaba colgada de una tira de cuero, la madera pulida por el uso y los años, pero todavía se leía claramente mi nombre, Violeta. Por el otro debía de estar el de Torito. El llanto convulsivo me dobló como una patada en el estómago, y sentí los brazos de Facunda sosteniéndome. En eso sonó un silbato y nos ordenaron salir de la carpa. Sin vacilar, cegada por las lágrimas, cogí en un impulso la cruz y me la escondí en el escote.

Esa cruz es mágica, Camilo. Nada de lo que tengo te interesa, ya lo sé, pero cuando me muera quiero que te quedes con la cruz, te la cuelgues al cuello en vez de la que llevas y la uses siempre, para que te proteja como me ha protegido a mí. Por eso la llevo siempre puesta. Está cargada con la lealtad, la inocencia y la fortaleza de Apolonio Toro, que la llevó sobre el pecho durante muchos años y murió para salvar a tu tío Juan Martín. Torito ha sido mi ángel y va a ser también el tuyo. Prométemelo, Camilo.

Hay encrucijadas en el destino que no podemos reconocer en el momento en que se presentan, pero si se vive tan largo como he vivido yo se pueden ver con nitidez. Allí donde se cruzan o bifurcan los caminos debemos decidir la dirección que vamos a tomar. Esa decisión puede determinar el curso del resto de nuestra vida. Así me ocurrió ese día cuando recuperé la cruz de Torito, ahora lo sé. Hasta entonces había existido cómodamente sin cuestionar el mundo donde me tocó nacer; mi único propósito indiscutible había sido criar al niño que Nieves dejó huérfano.

Esa noche, al desvestirme, vi la marca que la tosca cruz de madera me había dejado, apretada por el sostén contra el pecho, y volví a llorar largamente por Torito, por Facunda, que tanto lo quería, por las otras mujeres que encontraron a sus muertos, por mí. Pensé en mi casa, en las cuentas de los bancos, en las inversiones en propiedades, en el montón de antigüedades y otras tonterías adquiridas en remates, en las amistades de mi clase social, en mis infinitos privilegios, y me sentí agobiada, como si arrastrara una carreta cargada con todo eso y con el peso del tiempo malgastado. No imaginé que esa noche sería el comienzo de mi segunda vida.