Los nombres de las víctimas de la cueva no se divulgaron oficialmente durante varios meses, y la prensa no se atrevió a desafiar a la censura y publicarlos, aunque ya se conocían porque las mujeres los habíamos identificado en aquel cuartel. La estrategia del gobierno consistía en controlar esa información el mayor tiempo posible, alegando razones de seguridad, así se evitaba el bochorno de las familias reclamando los huesos para enterrarlos con dignidad. Al retirar los restos de la cueva, los metieron mezclados en las bolsas, y la tarea de recomponer cada esqueleto resultaba muy engorrosa. Lo mejor hubiera sido tirarlos a una fosa común y olvidarlos para siempre, pero era tarde para eso.
Supongo que Facunda les contó de Torito a su familia y a algunas amistades, pero yo sólo pude comentarlo con Etelvina y miss Taylor, que todavía vivía, las únicas que recordaban a ese gigante querido, y, por carta, a Juan Martín, que llevaba años preguntándose qué había pasado con el hombre que lo ayudó a cruzar la frontera y luego no se supo más de él. Por eso me sonó una campana de alerta cuando Julián Bravo lo mencionó.
Llegó a la capital de paso en uno de sus viajes apresurados por asuntos de negocios, como describía sus actividades, incluido el lavado de dinero y el transporte de mercancía ilegal. Por costumbre pasó a vernos y se quedó a cenar, porque Etelvina había preparado pato con cerezas, su plato favorito. Seguía siendo el hombre guapo y atlético de antes, el seductor alegre y seguro de sí mismo.
—¿Me has echado de menos? —se rio.
—Para nada. ¿Cómo está Anushka?
Anushka era una modelo eternamente lánguida, porque no comía, pobre mujer, vivía hambrienta. A ella también le prometió matrimonio, como a Zoraida, y la tuvo engañada durante años.
—Aburrida. Y tú, Violeta, ¿en qué has andado últimamente?
—Estuve en Nahuel…
—¡Ah! Por el asunto de los muertos en la cueva, supongo.
—¿Cómo sabes de eso si ni siquiera vives en este país? Encontraron los restos de quince hombres desaparecidos. Los detuvo la policía en los días del golpe militar, los asesinaron y escondieron los cuerpos.
—No es la primera vez ni será la última —comentó, examinando la etiqueta de la botella de vino.
—En el cuartel exhibieron pedazos de ropa y otras cosas de la cueva. Fui con Facunda…
—¿Encontraron algo de Torito? —me preguntó distraídamente, llenando su copa.
Fue exactamente en ese momento, sentada a la mesa ante una fuente de pato con salsa de cerezas y una botella de cabernet sauvignon, que por fin calzaron los pedazos sueltos del rompecabezas que era Julián Bravo. Por años y años tuve señales, indicios, evidencias, pero no quise ver lo obvio porque significaba admitir mi propia complicidad. Recordé a mi pobre hija, su trágica vida, las drogas, la miseria, la prostitución, Joe Santoro muerto de un tiro en la nuca, el temor que ella le tenía a su padre, similar al que Juan Martín también sentía. Recordé también mi propio miedo, los golpes y humillaciones del pasado, los tipos patibularios de la mafia, los agentes de la CIA, los fajos de billetes y las armas, su conexión con la dictadura. ¿Cómo pude dejar pasar todo eso?
Julián conocía la suerte que corrió Torito, lo supo siempre, tal como supo que Juan Martín había encontrado refugio en Argentina y me lo ocultó durante más de cuatro años. No puedo probar que fuera culpable de la muerte de Torito, pero es posible que lo denunciara para deshacerse de él una vez que puso a Juan Martín a salvo. Era preferible que no hubiera testigos. En cualquier caso, sabía que sus restos estaban en la cueva y sabía también que allí había otros cuerpos.
En esos días Juan Martín me había enviado la traducción al inglés de un extenso reportaje sobre la Colonia Esperanza, que salió publicado en Alemania y se reprodujo en Europa.
—Mi papá hace vuelos especiales para esta gente, ¿verdad? —me preguntó.
De acuerdo con ese reportaje, no era la comunidad agrícola paradisíaca que suponíamos, sino un recinto hermético de inmigrantes que llegaron tras una utopía y terminaron controlados por un psicópata que imponía disciplina bestial a las doscientas y tantas personas de su feudo, muchos de ellos niños y adolescentes. Nadie entraba ni salía sin autorización, los colonos recibían entrenamiento paramilitar y soportaban castigo físico y abuso sexual. Uno de ellos, que escapó de alguna manera y logró salir del país para declarar en Alemania, contó que desde el golpe militar la colonia era un centro de tortura y exterminio de disidentes del gobierno. Nada de esto se conocía en nuestro país, la censura se encargó de evitarlo.
Para el transporte de prisioneros de la dictadura, la colonia contaba con una pista de aterrizaje para avionetas privadas y helicópteros militares. La relación de Julián con la Colonia Esperanza se me reveló con indiscutible certeza, y entendí la causa de que estuviera tan bien informado y conectado: la Operación Cóndor, su colaboración con la CIA y con la dictadura.
—Mi papá es capaz de cualquier cosa —decían mis hijos.
El lema de Julián Bravo era que el fin justifica los medios. Había empleado los medios más dudosos para obtener sus fines con total impunidad. Él mismo se declaraba invulnerable, invencible, libre de las limitaciones de otros mortales; obedecía sólo las normas que le convenían porque las leyes las hacen los poderosos para controlar a los demás. Había llegado el momento de que yo aplicara su axioma: su fin justificó mis medios.
Al día siguiente de esa cena reveladora tomé el avión a Miami para hablar con Zoraida Abreu antes de que Julián regresara. Habíamos estado siempre en contacto esporádico y sabía que el amor que ella había sentido por él se le había ido desgastando. Como en ocasiones anteriores, la esperé en el bar del hotel Fontainebleau, que había adquirido nueva vida después de ser remodelado. Zoraida tenía poco más de cuarenta años y seguía siendo la dorada reina del Ron Boricua, con las mismas caderas desafiantes, piernas de corista y senos frutales. Llegó vestida con una solera amarilla de verano más apropiada para la playa. Nos abrazamos con ese afecto que nace del desencanto compartido; ella también había perdido la ilusión que alguna vez le inspirara Julián. Se quitó los lentes ahumados y le noté la edad en la cara; la cirugía plástica le había estirado la piel sin quitarle la expresión de fatiga.
Nos pusimos al día de la vida de cada una. La de ella seguía siendo más o menos la misma de antes en su papel de secretaria, contadora, ama de llaves, amante y confidente de Julián Bravo. Había cedido a la presión de ligarse las trompas, tal como hice yo, porque él quería asegurarse de que no traería hijos suyos al mundo. Zoraida habría de lamentar siempre haber renunciado a la maternidad por amor a ese hombre. Cuando me lo contó, me pregunté a cuántas mujeres Julián les habría exigido lo mismo para evitarse la molestia de usar un preservativo.
—Soy su empleada de todo servicio —me dijo Zoraida en tono amargo.
—Te paga bien…
—El dinero no compensa el abuso. No tengo más vida que él, es celoso. No me permitió tener hijos y ya no me quiere, ni siquiera se acuesta conmigo.
—Podrías dejarlo.
—Jamás lo permitiría, me necesita demasiado.
—¿Por qué sigues con él? —insistí.
—Un día se casará conmigo, aunque sea para que yo lo cuide en la vejez.
—¿Le tienes miedo?
—Antes le tenía miedo, pero ya no. Ahora quiero castigarlo, estoy harta —me dijo.
—Por eso vine, Zoraida —y le conté de Anushka, que según Julián era la mujer más cara de su vida.
Anushka resultó más lista que Zoraida y yo. Lo convenció de que era estéril, y a su debido tiempo lo sorprendió con un embarazo; se lo anunció cuando ya era tarde para un aborto. Era el fin de su carrera de modelo, dijo, aunque en realidad había cumplido treinta y cinco años y ya no era fácil conseguir trabajo. Julián se negó a casarse y nunca vivió con ella, pero la mantenía generosamente a ella y a la niña que tuvieron. Zoraida había soportado las múltiples traiciones de Julián, amoríos sin gloria ni permanencia, pero no imaginaba que durante años hubiera tenido una amante y una hija. Dedujo de inmediato que si él no se había casado con la madre de esa niña tampoco lo haría con ella. No comprendía cómo Julián pudo ocultárselo durante tanto tiempo ni cómo mantenía a esa mujer sin que se reflejara en sus finanzas. Los gastos no aparecían en ninguna parte. Ella llevaba la contabilidad oficial y la otra, la que nadie más que ella veía, la contabilidad secreta de las transacciones ilegales. Se ufanaba de que ni un dólar pasaba por las manos de Julián sin que ella lo supiera, pero acababa de descubrir que existía una tercera contabilidad a sus espaldas. Tal vez no era la única, podía haber otras. Le dolió más el engaño del dinero que el despecho de la infidelidad. Me preguntó si tenía una foto de Anushka y le mostré varias que había recortado de una revista de moda de hacía unos cinco años. Zoraida las examinó con la atención de un entomólogo.
—Esta tipa sufre de anorexia —fue su comentario.
Al despedirnos, me aseguró que Julián iba a maldecir el día en que la conoció.
La venganza de Zoraida Abreu fue rápida y drástica. Había servido con lealtad y paciencia a Julián Bravo durante dieciséis años, amándolo, a pesar de todo, con el entusiasmo de su corazón apasionado. La misma pasión le sirvió para hundirlo, tal como supuse que ocurriría cuando fui hasta Miami a reclutarla. La reina de belleza era demasiado inteligente para ceder al impulso de contratar a un matón, provocar un accidente o envenenar a Julián, como en las novelas y como yo fantaseaba a veces. El plan que elaboró en menos dos horas, con tres martinis en el cuerpo, era mucho más sofisticado.
Mientras yo volaba de vuelta a mi casa, barajando la culpa de lo que había desencadenado con la satisfacción de haber hecho justicia, Zoraida Abreu llamó por teléfono a su primer amor, un abogado a quien dejó plantado con el anillo de bodas cuando conoció a Julián. El hombre estaba casado y tenía tres hijos, pero al recibir la llamada de Zoraida se puso a sus órdenes sin vacilar. Nadie podía olvidar a una mujer como esa. Juntos elaboraron la estrategia que ella había discutido conmigo.
Zoraida se protegió con el anonimato, mientras él la representaba ante el agente especial a cargo de investigación criminal de la Oficina de Impuestos Internos, para denunciar a Julián Bravo por conspiración de fraude y evasión de impuestos. Para probar la credibilidad de su cliente y conseguirle inmunidad, el abogado contaba con la evidencia que hubiera tomado años conseguir de otra manera: los libros de la contabilidad secreta, los nombres de las corporaciones fraudulentas en Panamá y Bermudas, los números de las cuentas bancarias en Suiza y otros países, las combinaciones de las cajas fuertes con dinero en efectivo, drogas y documentos, los contactos con el crimen organizado. Solamente en impuestos atrasados de los últimos cinco años el caso valía varios millones, como le explicó el agente especial al fiscal federal correspondiente.
Zoraida también facilitó información sobre el tráfico de narcóticos en el avión de Julián Bravo, lo que sirvió para arrestarlo, mantenerlo encerrado e impedir que escapara de Estados Unidos. La investigación, que en circunstancias normales demoraría dos o tres años, tomó solamente once meses gracias a las pruebas entregadas por el abogado de Zoraida.
Desconozco los detalles legales, que poco importan. Han pasado treinta y cinco años desde entonces y creo que la única que todavía saborea esa deliciosa venganza es Zoraida Abreu. Me parece verla convertida en una mujer madura, satisfecha y bella, recordando en el bar de algún hotel de lujo con la aceituna del martini entre los dientes. Espero que haya tenido una buena vida.
Julián pagó la multa y los impuestos que debía, con intereses, y contrató a una firma de abogados, conocida por defender a criminales, que logró reducir su sentencia a cuatro años en una prisión federal de poca seguridad para delincuentes de cuello blanco. Merecía una pena mucho mayor, pero no fue juzgado por sus pecados capitales, sólo por algunos de sus pecados veniales.
En esos años perdió la confianza de sus antiguos clientes, quienes lo último que deseaban eran problemas con la ley, y creo que hasta los agentes americanos lo abandonaron, pero había hecho mucho dinero y gran parte estaba a salvo. Salió de la prisión delgado, fuerte y saludable, porque pasó el aburrimiento en el gimnasio, y casi tan rico como antes. Un día llegó a verme como si nos hubiéramos visto la semana anterior. Para entonces yo me había mudado a otro barrio, pero le fue fácil ubicarme. Venía a contarme que se había retirado de los negocios y se había comprado una hacienda en la Patagonia argentina para pasar su vejez criando ovejas y caballos finos, y prefería hacerlo en buena compañía.
—Los dos estamos bastante mayores y solteros, nos deberíamos casar, Violeta —me propuso.
Comprendí que no sospechaba mi participación en el desastre que había sufrido en Miami.
—Casémonos. A Camilo le gustaría la Patagonia —insistió.
Rehusé su oferta y le pregunté de nuevo por Anushka. Me contó que se había casado con un industrial brasileño después de confesarle que él no era el padre de la niña a quien había mantenido durante varios años.