Ha llegado el momento en este relato de recordarte que en 1986 reapareció en mi vida Harald Fiske, el noruego observador de aves. Lo había visto años antes, cuando voló desde Buenos Aires para contarme que Juan Martín había escapado de la guerra sucia y estaba asilado en Noruega. Aunque fui a ver a Juan Martín varias veces, no coincidí con Harald porque su profesión de diplomático lo llevaba de un país a otro. A fin de año solía enviarme por correo un saludo de Navidad, una de esas circulares que algunos extranjeros les mandan a las amistades con las noticias domésticas y fotografías de la familia triunfante. En esas cartas colectivas se cuentan sólo los éxitos, viajes, nacimientos y bodas, nadie sufre bancarrota, cárcel o cáncer, nadie se suicida ni se divorcia. Por suerte esa estúpida tradición no existe entre nosotros. Las circulares de Harald Fiske eran aún peores que las fantasías familiares: pájaros y más pájaros, pájaros de Borneo, pájaros de Guatemala, pájaros del Ártico. Es increíble, también hay pájaros en el Ártico.
Creo que ya te conté que este hombre era un enamorado de nuestro país, del que decía que era el más hermoso del mundo y que teníamos todos los paisajes: un desierto lunar, las montañas más altas, lagos prístinos, valles de huertos y viñedos, fiordos y glaciares. Le parecía que éramos amables y hospitalarios porque nos juzgaba con su corazón romántico y con poco conocimiento. En fin, por las razones que fueran, decidió que iba a terminar sus días aquí. Nunca lo entendí, Camilo, porque si se puede vivir legalmente en Noruega, habría que estar demente para hacerlo en este país de catástrofes. Le faltaban algunos años para retirarse de su profesión y consiguió que lo nombraran embajador en nuestro país, donde planeaba jubilarse en un futuro cercano y pasar su vejez. Era la culminación de lo que siempre había deseado. Se compró nuevos lentes capaces de fotografiar a un cóndor en el pico más elevado de la cordillera, se instaló en un apartamento con la sencillez de esos escandinavos luteranos de la que tanto se burla Etelvina, y después me ubicó.
Mi último amor, Roy Cooper, había muerto hacía ya un año. Con su partida me despedí de toda ilusión romántica porque no esperaba que pudiera volver a enamorarme. Tenía salud y energía, las organizaciones femeninas me habían dado un propósito, estaba aprendiendo y participando, me sentía muy contenta con mi vida, y joven para todo menos para los sobresaltos de la intimidad con un hombre. Las hormonas cuentan, Camilo, y a esa edad las mías habían disminuido bastante. En otra época o en otra cultura, digamos alguna aldea de Calabria, una mujer de sesenta y tantos años sería una vieja vestida de negro. Así me sentía en lo que se refiere al sexo, ¡tanto esfuerzo para tan breve satisfacción!, pero mi vanidad seguía intacta y, si bien perdí interés en la ropa, me teñía el pelo y usaba lentes de contacto. Me halagaba que de vez en cuando alguien creyera que yo era tu madre en vez de tu abuela.
Harald se fue acomodando de a poco en mis rutinas. De partida, se las arreglaba para ir conmigo a menudo a la granja Santa Clara. Me llevaba en su Volvo, porque la carretera era tan conveniente como el tren, y nos deteníamos en las cocinerías de las aldeas de la costa, donde nos servían los mejores pescados y mariscos del mundo. «Con esta misma materia prima, en mi país la comida es desabrida», comentaba Harald, que también celebraba nuestros vinos con igual reverencia. Yo iba a ver a Facunda y a las mujeres de la agrupación, y él iba en busca de las mismas aves que ya había visto como cien veces. Nos alojábamos en el hotel de Nahuel, que ya no era el pueblecito de los tiempos de El Destierro, con una sola calle y casas de tablas, sino que había prosperado, tenía un banco, comercios, bares, peluquerías y hasta un sospechoso salón de masajes con ninfas asiáticas. Harald se convirtió rápidamente en mi mejor amigo y compañero, íbamos a los conciertos de la sinfónica, a caminar por los cerros, me invitaba a algunas de las tediosas cenas de la embajada, donde pretendía que hiciera de dueña de casa, ya que él no tenía esposa. Yo retribuía llevándolo a las protestas, cada vez más numerosas y atrevidas.
No lo sabíamos aún, pero la dictadura tenía los días contados; el poder monolítico de los militares estaba desmigajándose por dentro y la gente empezaba a perder el miedo. Los partidos políticos estaban prohibidos, pero habían resucitado en la clandestinidad y se movilizaban para exigir el retorno a la democracia. Harald acudía a las manifestaciones callejeras vestido de explorador, con pantalón corto, chaleco de innumerables bolsillos, botas y su cámara al cuello. Era un espectáculo: muy alto y rubio, desenchufado de la realidad, con el entusiasmo de un chiquillo en carnaval. «¡Nada más entretenido!», exclamaba fotografiando a los milicos a corta distancia. Por milagro nunca recibió un palo en la cabeza ni lo volteó un chorro de agua; de los gases lacrimógenos se protegía con gafas de natación y un pañuelo empapado en vinagre. Después mandaba sus fotos a la prensa en Europa.
Entretanto tú te escapabas del colegio para ir a la población obrera donde vivía Albert Benoît, el hombre que abrió la cueva de los muertos. Ese francés era tu héroe. Predicaba el Evangelio del Cristo obrero y de la Iglesia de la Liberación, condenado por subversivo. Se plantaba de brazos abiertos delante de los carros blindados y las metralletas de los soldados para impedir que arrasaran con los pobladores; también atajaba a la multitud furiosa que pretendía combatirlos con piedras, y lograba calmarla antes de que la masacraran. Una vez se tiró de bruces frente a las ruedas de un camión del ejército para impedir que avanzara, tal como ponía el pecho frente a las balas. Y tú, Camilo, ibas detrás, confundido con los muchachos de la población, uno más entre los pobres, enfrentando la violencia institucionalizada con los brazos abiertos, como Benoît. ¿Fue allí, entre piedras, balas y gases lacrimógenos, donde nació la semilla de tu vocación?
Otros religiosos fueron arrestados o asesinados, pero a Benoît, protegido desde el cielo, sólo lo expulsaron del país. Las voces contra el régimen militar aumentaron como un clamor ensordecedor, hasta que se agotaron los recursos salvajes para acallarlas.
En uno de los viernes en la granja, presenté a Harald a las mujeres del grupo, que lo identificaron de inmediato como al forastero lunático que habían visto a veces examinando el cielo con binoculares, espiando a los ángeles. Varias de esas mujeres bordaban ingenuos tapices con pedacitos de diversas telas cosidos sobre una base de arpillera, representando la dureza de la vida, las prisiones, las colas ante los cuarteles y las ollas comunes. A Harald le parecieron extraordinarios y empezó a mandarlos a Europa, donde se vendían bien y hasta se exponían en galerías y museos como obras de arte de la resistencia. Como el dinero iba en su totalidad a las creadoras, se corrió la voz y pronto había centenares de mujeres bordando arpilleras a lo largo y ancho del país. Por muchas telas que las autoridades confiscaran, siempre aparecían más; entonces el gobierno creó un programa para el fomento de arpilleras optimistas, con niños jugando a la ronda y campesinas con atados de flores en los brazos. Nadie las quiso.
Esa noche, hablando con Harald de ese grupo y de otros, le conté que me habían dado una nueva vida, pero sentía que mi contribución era una gota de agua en un desierto de necesidades.
—¡Hay tanto que hacer, Harald!
—Haces bastante, Violeta. No puedes aliviar todos los casos que se te presentan.
—¿Cómo se puede proteger a las mujeres? Una vez, una chiquilla de doce años me dijo que el objetivo final es derrocar al patriarcado.
—De acuerdo, pero por el momento es un proyecto algo ambicioso. Aquí hay que derrocar primero a la dictadura.
—Lo que debo hacer es crear una fundación para financiar programas, en vez de casos individuales. Hay que cambiar las leyes…
Me aseguré de que tendría suficiente para vivir con decencia y proteger a mi nieto, y el resto lo puse en la Fundación Nieves. Cuando me vaya de este mundo será lo único que quede de mí, porque la dotación, bien invertida, dará intereses y seguirá funcionando por un buen tiempo. Mailén Kusanovic está a cargo, aunque eso debiera ser tu responsabilidad, Camilo. Podrías hacer mucho bien con mi dinero, pero careces de talento para llevar adelante la fundación, eres muy despistado. Tu teoría es que Dios proveerá, pero Dios nada provee en materia de dinero. Muy encomiable es eso de elegir la pobreza, como has hecho tú, pero si quieres ayudar a otros, más vale que te avives. No debo adelantarme, porque me confundo. En esta parte de mi relato, Mailén todavía está en la pubertad, le faltan algunos años para entrar en nuestras vidas, todavía es una mocosa tres años menor que tú, pero mucho más inteligente y madura.
Estabas interno en el colegio San Ignacio, donde supuestamente los curas te mantenían a salvo de ti mismo. ¿Cómo podías escaparte a cada rato sin que te pillaran? Habías puesto a prueba mi paciencia desde chico con tus travesuras, siempre protegido por Etelvina, que te cubría las espaldas. Te puse interno porque no podía controlarte y no porque quisiera deshacerme de ti, como me has reprochado. Parece que hubieras olvidado las maldades que cometías. La gota de agua que rebalsó el vaso fue cuando te metiste con un amigo a robar en una casa que creían desocupada, les salió al encuentro una señora con una escopeta y por poco les vuela la cabeza a tiros. ¿Qué quieres que hiciera? Ponerte interno en el colegio de curas, claro. El castigo corporal ya no se usaba; una lástima, porque te hubieran hecho mucho bien unos cuantos palmetazos en el trasero.
Volvamos a Harald Fiske. Quién iba a imaginar que ese escandinavo se convertiría en mi marido. Suelo decir que es mi único marido porque se me olvida que estuve casada con Fabian Schmidt-Engler en mi juventud. Ese veterinario no me dejó huellas, ni siquiera me acuerdo de haberme acostado con él alguna vez, ya ves cuán selectiva es la memoria. Antes llevaba la cuenta de los amores breves y los furtivos, escribía nombres, fechas, circunstancias y les ponía nota de uno a diez por el desempeño, pero dejé de hacerlo porque era una lista patética que solo ocupaba dos páginas de la libreta.
Llevaba un buen tiempo viendo a Harald varias veces por semana como buenos amigos, viajando juntos al sur y divirtiéndonos en las manifestaciones callejeras, cuando Etelvina me plantó en la cabeza la idea de que él estaba enamorado de mí.
—Cómo se te ocurre, mujer, es mucho más joven que yo. Nunca me ha insinuado nada por el estilo.
—Será que es tímido, pues —insistió ella.
—No es tímido, Etelvina, es noruego. En su país nadie sufre los arrebatos de pasión de tus telenovelas.
—¿Por qué no le pregunta, señora? Así nos sacamos la duda y quedamos claras.
—¿Qué tiene que ver esto contigo, Etelvina?
—Yo también vivo en esta casa, ¿no? Tengo derecho a conocer sus planes.
—No tengo planes.
—Pero puede ser que el señor Harald los tenga…
No pude quitarme la duda de la mente, y empecé a observar a Harald con atención en busca de señales reveladoras. Quien busca, encuentra. Me pareció que aprovechaba cualquier pretexto para tocarme, que me miraba con expresión de cachorro, en fin, se me acabó la tranquilidad. Poco después estábamos en una de aquellas pescaderías de la playa que te he mencionado, compartiendo una corvina al horno y una botella de vino blanco, cuando ya no soporté más la incertidumbre.
—Dime, Harald, ¿cuáles son tus intenciones respecto a mí?
—¿Por qué? —me preguntó, perplejo.
—Porque tengo sesenta y seis años y estoy pensando en mi vejez. Además, Etelvina quiere saberlo.
—Dile que estoy esperando que pidas mi mano en matrimonio —me respondió con un guiño.
—Harald Fiske, ¿deseas a Violeta del Valle por esposa? —le propuse.
—Depende. ¿Promete esa mujer respetarme, obedecerme y cuidarme hasta el fin de mis días?
—Bueno, por lo menos se compromete a cuidarte.
Brindamos por nosotros y por Etelvina, contentos porque el futuro se nos abría con un abanico de posibilidades. En el auto, de regreso, me tomó la mano y se fue todo el camino canturreando, mientras yo visualizaba con temor el momento en que tendría que quitarme la ropa delante de él. No había ido jamás a un gimnasio, tenía colgajos de carne en los brazos, un rollo en la barriga y los senos iban descendiendo hacia las rodillas. Sin embargo, ese momento no llegó tan pronto como suponía, porque en casa me esperaba una pésima noticia.
Encontramos al rector del colegio San Ignacio consolando a Etelvina, que lloraba a sollozo partido porque habían arrestado a la luz de sus ojos. No era la primera vez que el rector te acusaba de alguna diablura; antes me había amenazado con expulsarte cuando te cagaste encima de la mascota del colegio, una tortuga, y cuando trepaste como una araña la fachada del Banco Central, te colgaste del palo de la bandera y los bomberos tuvieron que rescatarte. Pero esta vez era algo mucho más serio.
—Camilo escapó una vez más del colegio y lo sorprendió una patrulla pintando consignas contra la dictadura. Había otros dos muchachos con él, pero no eran alumnos nuestros. Ellos escaparon, pero a su nieto lo cogieron con la lata de pintura en aerosol en la mano. Nos hemos movilizado para averiguar adónde se lo llevaron, señora Violeta, y pronto tendremos alguna información —me dijo el rector.
Perdí la razón, debo admitirlo. Los métodos de la policía eran de sobra conocidos, y el hecho de que mi nieto fuera menor de edad no era un atenuante. En un instante desfilaron frente a mí las historias terribles que había escuchado a través de mi fundación, y el recuerdo de las víctimas de la cueva en Nahuel. En las pocas horas que habían pasado podían haberte destrozado.
Jamás voy a perdonarte la estupidez que cometiste, Camilo. Eras un mocoso idiota y casi me matas de un síncope; todavía me enojo cuando me acuerdo. Eras completamente irresponsable, sabías cómo funcionaba la represión, pero pensaste que una vez más podías darte el gusto de una travesura sin pagar las consecuencias. Escogiste la base de mármol del Monumento a los Salvadores de la Patria, una monstruosidad del más puro estilo Tercer Reich, coronada por una antorcha eterna humeando en el cielo de la capital, para atacarla con pintura negra. Quiero pensar que no fue idea tuya, sino de tus compinches. Jamás confesaste sus nombres, ni al rector, ni a mí, ni a nadie; sólo me dijiste confidencialmente que eran de la población de Albert Benoît. Los policías te partieron la cara a golpes. «¿Quiénes eran los otros?» «¿Dónde los conociste?» «¡Sus nombres! ¡Habla, mocoso de mierda!»
En esa situación yo hubiera dado la vida por tener a Julián Bravo a mi lado. Tu abuelo había sido un hombre de infinitos recursos y contactos, y en otro tiempo él hubiera sabido qué hacer, a quién acudir, a quién sobornar, pero por mi culpa había perdido su poder y estaba alejado del mundo en su hacienda de la Patagonia. En caso de que acudiera a mi llamado y todavía tuviera algunos contactos en las esferas del gobierno, no llegaría a tiempo. Me fui con el rector a la catedral a ver si podíamos conseguir ayuda de uno de los abogados de la Vicaría. Yo estaba en tal estado de nervios que a él le tocó llenar el formulario, mientras me moría de impaciencia contando los minutos que perdíamos en ese trámite.
—Tenga valor, señora, esto puede demorar un tiempo… —trató de explicarme, pero yo no podía oírlo, estaba desesperada.
Entretanto Harald Fiske se puso en acción. La embajada de Noruega, como otras varias sedes diplomáticas, estaba en la mira del gobierno porque llevaban años dando asilo a fugitivos del régimen. Como representante de ese país, Harald carecía de influencia, pero era amigo del embajador de Estados Unidos, con quien trepaba montañas en bicicleta. Para entonces, el gobierno ya no contaba con el apoyo incondicional de los americanos porque la dictadura estaba desgastada y la situación del mundo estaba cambiando. No convenía apoyar a un régimen desprestigiado. El embajador de Estados Unidos tenía la misión secreta de preparar el terreno para la vuelta a la democracia en nuestro país. Democracia condicionada, por supuesto.
—El chico es hijo de mi novia. Hizo una tontería, pero no es un terrorista —le dijo Harald.
En verdad se trataba de mi nieto, yo no era su novia oficial todavía y tú habías sido un terrorista desde que tenías dos años, pero los detalles eran de poca importancia. El americano prometió interceder.
Supongo que te acuerdas muy bien de los dos días que estuviste en manos de la policía. A mí no se me ha olvidado ni un minuto de esos horribles dos días, que podrían haber sido una eternidad si te hubieran transferido a la Dirección de Seguridad, de donde ni siquiera el bendito embajador americano hubiera podido rescatarte. Te pegaron hasta dejarte inconsciente, y habrían repetido la paliza si no tuvieras el apellido Del Valle y no hubieras sido alumno del San Ignacio. También allí, en los calabozos del cuartel policial, funcionaba la jerarquía de clase social, Camilo. Agradece que no eras uno de los otros dos muchachos que estaban pintando el monumento contigo. Con ellos se habrían ensañado más todavía.
Te soltaron en deplorable estado, con la cara hinchada como una calabaza, los ojos en tinta, la camisa ensangrentada y machucones por todo el cuerpo. Mientras Etelvina te aplicaba hielo y te daba besos de amor y, simultáneamente, cachetadas por estúpido, el rector del colegio me explicó que mi nieto presentaba demasiados problemas, sacaba malas notas porque no le daba la gana de hacer las tareas y su conducta era pésima.
—Camilo le puso un ratón dentro de la cartera a la profesora de música y vació el contenido de un frasco de laxante en la comida de los profesores. Fue sorprendido fumando marihuana en el baño y rifando fotos pornográficas entre los alumnos de primaria. En resumen, su nieto estaría mejor en un colegio militar…
—¡Esto es culpa de ustedes! —lo interrumpí a gritos—. ¿Cómo obtuvo marihuana, laxantes y fotos de mujeres en pelotas? ¿Quién vigila a los niños en ese internado?
—Somos un colegio, señora, no una cárcel. Partimos de la base de que los alumnos no son delincuentes.
—No puede expulsar a Camilo, padre —le supliqué, cambiando de táctica.
—Me temo, señora, que…
—Mi nieto se está poniendo marxista y ateo…
—¿Cómo dice?
—Lo que oye, padre. Marxista y ateo. Está en una edad difícil, necesita ser guiado espiritualmente. Ningún sargento de un colegio militar puede hacer eso, ¿verdad?
El rector me dio una de esas miradas que matan, y después de una pausa larga se echó a reír de buena gana. No te expulsó del colegio. Me he preguntado a menudo si esa no fue una de aquellas encrucijadas que deciden nuestros destinos, de las que ya te he hablado. Si te hubieran echado del San Ignacio, posiblemente serías marxista y ateo en vez de cura, en cuyo caso serías un tipo normal, te hubieras casado con una chica muy de mi gusto y me habrías dado varios bisnietos. En fin, soñar no cuesta nada.