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El mundo, el país y nuestras vidas cambiaron mucho a comienzos de la década de los noventa. En 1989 cayó el muro de Berlín y pudimos ver en la televisión la euforia de los berlineses derribando a martillazos, en una sola noche, la muralla que durante veintiocho años dividió Alemania. Poco después se terminó oficialmente la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética, y por un tiempo demasiado breve algunos respiramos aliviados con la esperanza de paz, pero siempre hay guerra en alguna parte. Nuestro sufrido continente, con algunas tristes excepciones, empezaba a sanar de la plaga de caudillos, revoluciones, guerrillas, golpes militares, tiranías, asesinatos, tortura y genocidios del pasado reciente.

Aquí la dictadura cayó por su propio peso, empujada desde abajo por el esfuerzo colectivo, sin violencia ni estrépito, y amanecimos una mañana con la novedad de la democracia, que los jóvenes no conocían y los otros habíamos olvidado. Salimos eufóricos a celebrar en las calles, y tú desapareciste un par de días en la población donde tantos amigos tenías. Estaban preparando una fiesta para darle la bienvenida a Albert Benoît, que nunca desarmó su maleta en Francia porque esperaba el momento de volver a la tierra de su adopción. La misma gente que él había defendido plantándose de brazos abiertos frente a los tanques y las balas le dio un recibimiento de héroe. Algunos, que eran niños imberbes cuando marchaban con él armados de piedras, como tú, ya eran hombres y mujeres, pero Benoît recordaba a cada uno por su nombre.

Primero fue un gobierno de transición, una democracia condicionada y cautelosa que habría de durar varios años. La democracia no trajo el caos que la propaganda de la dictadura había pronosticado; quienes se beneficiaron del sistema económico en forma escandalosa siguieron teniendo el poder; nadie pagó por los crímenes cometidos. Emergieron los partidos políticos que habían sobrevivido en la sombra, y otros nuevos; resucitaron las instituciones que creíamos muertas, y aceptamos el tácito acuerdo de hacer el mínimo de bulla para no provocar a los militares. El dictador se fue tranquilamente a su casa, vitoreado por sus seguidores y defendido por la derecha. La prensa se sacudió de encima el peso de la censura y poco a poco fuimos conociendo los aspectos más siniestros de los años anteriores, pero la consigna era tapar con un manto de olvido el pasado para construir el futuro.

 

 

Entre los secretos que se ventilaron cuando hubo libertad de prensa se hallaba el de la Colonia Esperanza, que había estado protegida por los militares durante años, y finalmente el gobierno pudo abrirla. Se había convertido en una prisión clandestina donde hacían experimentos médicos con los prisioneros políticos, y muchos fueron ejecutados. El jefe escapó ileso, y creo que vivió apaciblemente en Suiza hasta su muerte. ¿Ves lo que te digo, Camilo? Los malos tienen suerte. Fue un escándalo tremendo, porque se confirmó lo que se había publicado en Alemania varios años antes, que los colonos, incluso los niños, también eran víctimas de un régimen de terror.

Salieron en la televisión algunas personas asociadas con la infame colonia, entre ellos Fabian Schmidt-Engler. Se veía muy diferente al marido de mi juventud. Tenía unos setenta y seis años, había engordado y le quedaba muy poco pelo; si no hubieran dicho su nombre, tal vez no lo habría reconocido. Mencionaron a la respetada y honorable familia Schmidt-Engler, que había establecido una dinastía de agricultores y hoteleros prósperos en el sur. Dijeron que Fabian había servido de enlace entre la colonia y los aparatos de seguridad de los militares, pero desconocía las atrocidades que se cometían en ese recinto, y no fue acusado de ninguna felonía en particular. Busqué por todas partes alguna información sobre Julián Bravo y sus misteriosos vuelos, pero no la encontré. Sólo mencionaron a los helicópteros del ejército que transportaban prisioneros, pero nada de las avionetas privadas que él piloteaba.

Esa fue la última vez que supe de Fabian hasta que murió en el año 2000 y leí su obituario en el periódico. Dejó una esposa, dos hijas y varios nietos. Según me contaron, las hijas eran adoptadas porque tampoco tuvo descendencia con la segunda mujer. Me alegré de que hubiera podido formar la familia que no pudo tener conmigo.

Juan Martín vino con su mujer y mis nietos a celebrar el cambio político. Ya no existía la infame lista negra. Su plan era quedarse un mes, ir al norte y al sur, aprovechar lo mejor del turismo, pero antes de cumplir dos semanas se dio cuenta de que ya no pertenecía aquí y encontró un pretexto para volver a Noruega. Allí se había sentido extranjero muchos años, pero le bastaron esas dos semanas para curarse de la nostalgia, el mal de los exiliados, y echar raíces definitivas en el lugar que lo había acogido cuando le falló su patria. Desde entonces ha venido a visitarnos en contadas ocasiones, y siempre viene solo. Creo que a su esposa y a sus hijos este país no les causó tan buena impresión como a Harald Fiske.

 

 

Mi vida también cambió en esos años, entré en otro tramo de mi sendero. Según el poema de Antonio Machado, «no hay camino, se hace el camino al andar», pero en mi caso no hice camino, sino que he transitado dando tumbos por senderos angostos y tortuosos que a menudo se borraban y desaparecían en la espesura. De camino propiamente, nada. Entré en mi década de los setenta con espíritu liviano, libre de ataduras materiales y con un nuevo amor.

Harald Fiske era el compañero ideal para esa etapa, y puedo decirte con pleno conocimiento de causa que es posible enamorarse en la vejez con la misma intensidad y pasión que en la juventud. La única diferencia es que hay una sensación de urgencia: no se puede perder tiempo en tonterías. A Harald lo amé sin celos, peleas, impaciencia, intolerancia y otros inconvenientes que ensucian las relaciones. El amor de él por mí fue tranquilo, muy diferente al drama constante que compartí con Julián Bravo. Cuando se jubiló del servicio diplomático, optamos por vivir en Sacramento, donde podíamos llevar una existencia apacible y visitar la granja a menudo para respirar aire de campo. Después de que murió Facunda, su hija Narcisa cuidaba la propiedad. Puse en alquiler la casa de la capital, y no volví a vivir en ella, así es que me dolió muy poco que se derrumbara en un terremoto. Por suerte los inquilinos andaban de vacaciones y nadie quedó aplastado en los escombros.

En Sacramento compré una casa antigua para que Harald se entretuviera arreglando sus múltiples desperfectos. Se crio ayudando a su padre y a su abuelo en la carpintería de la familia; su primer trabajo, cuando era un adolescente, fue como soldador en un astillero, y su hobby, aparte de los pájaros, era la plomería. Podía pasar horas de dicha debajo del lavaplatos. De electricidad sabía poco, pero improvisaba, y solo una vez estuvo a punto de perecer electrocutado. Estaba orgulloso de sus manos callosas, con las uñas partidas y la piel reseca y enrojecida, «manos de obrero, manos honestas», decía.

 

 

Con la vuelta a la democracia, varias de las agrupaciones femeninas que ayudaba mi fundación se sacudieron el peso machista de la mentalidad militar, florecieron y existen hasta hoy. Gracias a ellas ahora hay divorcio y han legislado sobre el aborto. Es cierto que avanzamos, pero a paso de cangrejo: dos para adelante y uno para atrás.

La fundación encontró por fin su misión. Antes repartía dinero sin una estrategia, hasta que pude darle el enfoque que ha tenido desde entonces y espero que siga teniendo después de que me muera: trabajar contra la violencia doméstica. Lo inspiró una joven llamada Susana, hermana menor de Etelvina. Sabes de quién te hablo, Camilo.

En su juventud, Narcisa, la hija de Facunda, tuvo varios niños de diferentes hombres que le dejaba a su madre para que los criara mientras ella partía de aventura con otro enamorado. Estaba con uno de ellos cuando la sorprendió el golpe militar y se perdió de vista durante dos o tres meses. Rea­pareció sola y embarazada, como había ocurrido varias veces antes, y a su debido tiempo tuvo a su hija Susana. Vi a la niña en muchas ocasiones en la granja, creciendo bajo el manto protector de su abuela, rodeada de hermanos mayores. Acababa de cumplir dieciséis años cuando se fue con un policía a un pueblo que quedaba a unos treinta kilómetros de Nahuel; yo sólo tenía noticias de ella por Facunda. Me contó que su nieta llevaba una vida miserable porque el tipo bebía como un cosaco y le pegaba. Tenía alrededor de dieciocho años y ya le faltaban varios dientes por los bofetones.

Un día, una mujer llegó a Santa Clara con un bebé y una niñita que apenas caminaba, todavía en pañales, y los dejó para que los cuidaran Facunda y Narcisa. Eran los niños de Susana, que estaba en el hospital con un brazo y varias costillas quebrados. En una rabieta, el hombre había arremetido a correazos contra ella y la había aturdido a patadas. No era la primera vez que Susana terminaba en el hospital. Esa semana me tocó estar en la granja cuando la mujer nos contó lo sucedido. Dijo que al escuchar los gritos llamó a otras vecinas, que se presentaron en tropel armadas de sartenes y palos de escoba para rescatarla.

—Tenemos que defendernos entre todas, siempre estamos preparadas, pero a veces no oímos o llegamos tarde —agregó.

Acompañé a Facunda a ver a Susana, y la encontramos en una sala común, con un brazo enyesado, tendida en una cama sin almohada, por los golpes en la cabeza. Una doctora comentó que lo peor de su trabajo era atender a las víctimas de violencia familiar que llegaban una y otra vez a la sala de emergencia.

—Un día ya no vuelven. Muchas mujeres son asesinadas por el marido, el amante, a veces el padre.

—¿Y la policía?

—Se lava las manos.

—En el caso de Susana, el agresor es policía.

—A ese no le va a pasar nada, aunque la mate. Dirá que fue en defensa propia —suspiró la doctora.

Para entonces yo llevaba varios años trabajando en agrupaciones de mujeres, y había adquirido algo de humildad para buscar la forma de ayudar, en vez de arremeter contra la realidad como había hecho al principio. Ellas tenían experiencia y podían aportar soluciones, mi papel era contribuir en lo que me pidieran, pero el caso de Susana, por ser nieta de Facunda y hermana de Etelvina, me hizo hervir la sangre. Me fui a Sacramento a hablar con un juez, que había sido colega de mi hermano José Antonio, aunque era varios años más joven que él.

—La policía no puede entrar en una vivienda sin una orden de allanamiento, Violeta —me respondió cuando le expuse lo ocurrido.

—¿Aunque estén golpeando brutalmente a alguien?

—No exagere, amiga mía.

—Este es uno de los países con más violencia familiar del mundo, ¿lo sabía?

—La mayor parte de las veces se trata de un asunto privado en el seno del hogar, que no les incumbe a las fuerzas del orden público.

—¡Se empieza con palizas y se acaba asesinando!

—En ese caso interviene la ley.

—Ya veo. Hay que esperar a que ese degenerado mate a Susana para que usted emita una orden de restricción. ¿Es eso lo que me está diciendo?

—Cálmese. Me ocuparé personalmente de que el agresor reciba una fuerte reprimenda, que puede significar su expulsión del Cuerpo de Policía.

—Si se tratara de su hija o su nieta, ¿se quedaría tranquilo sabiendo que anda suelto y puede atacarla de nuevo?

 

 

Susana estaba todavía en el hospital cuando el hombre se presentó en la granja con el pretexto de ver a sus niños, porque los echaba mucho de menos, dijo. Iba de uniforme y con un arma al cinto. Explicó que Susana era muy torpe y se había caído de una escalera. Facunda y Narcisa no le permitieron ver a los niños, y lo echaron a gritos destemplados; el hombre se fue jurando que iba a volver y entonces verían quién era él. Comprendí que la promesa del juez sólo había servido para sacarme de su oficina.

—Susana tiene que dejar a ese hombre ahora mismo. La violencia va siempre en aumento —le dije a Facunda.

—No se atreve, Violeta. El tipo la ha amenazado con matarla, y a los niños también.

—Tendrá que esconderse.

—¿Dónde?

—En mi casa, Facunda. La iré a buscar cuando la den de alta en el hospital. Ten listos a los niños.

Me llevé a Susana enyesada, flaca y aterrorizada, y a sus dos niños a mi casa, donde Etelvina los esperaba. En el trayecto tuve tiempo de reflexionar sobre mi propia historia. Soporté durante años el maltrato de Julián Bravo sin llamarlo «violencia doméstica», más bien disculpándolo: fue un accidente; se le pasó la mano porque bebió demasiado; lo provoqué; tiene problemas y se descargó conmigo, pero no se repetirá, me lo aseguró, me pidió perdón. Nada me ataba a él, no lo necesitaba, era libre y me mantenía sola, sin embargo, me costó años terminar con ese abuso. ¿Miedo? Sí, había temor, pero también inseguridad, dependencia emocional, inercia y la regla del silencio que me impedía hablar de lo que me pasaba; me aislé.

Etelvina me hizo ver que Susana tenía suerte porque en nuestra casa estaba segura, pero había millones de mujeres que no podían escapar. La Fundación Nieves financiaba algunos refugios para mujeres víctimas de abuso, repartidos por aquí y por allá, pero se necesitaba hacer mucho más. Conversando con una mujer que manejaba una de aquellas casas de acogida y conocía bien la situación de las víctimas a su cargo porque había sufrido lo mismo, concluimos que aunque multiplicáramos los refugios nunca serían suficientes. Me dijo que la violencia contra la mujer era un secreto a voces que se debía ventilar para que fuera conocido de todos.

—Denunciar, informar, educar, proteger, castigar a los culpables, legislar, eso es lo que tenemos que hacer, Violeta —me dijo.

Y así es, Camilo, como le di una misión concreta a la fundación. Eso me ha mantenido activa y entusiasta en lo que llaman la «tercera edad», aunque en mi caso viene a ser la cuarta o quinta. Ahora esa es la tarea de Mailén Kusanovic, que en ese tiempo era una adolescente enardecida por la sed de justicia. Mientras esa chiquilla dedicaba su tiempo libre al activismo feminista, tú andabas babeando detrás de una empleada del supermercado. ¡Qué dolores de cabeza me has dado, Camilo!

Susana y sus niños, que llegaron a mi casa con el plan de esconderse por unos días de aquel maldito policía, se quedaron con nosotros varios años porque era peligroso que volvieran a Nahuel, donde el hombre podía encontrarlos. Harald financió los dientes nuevos de la muchacha, y una vez que dejó de taparse la cara con la mano y pudo sonreír con dentadura completa, descubrimos que se parecía mucho a su abuela Facunda en la juventud. También heredó de ella la seriedad y fortaleza. Se repuso del trauma, y apenas pudo mandar a la niña al jardín infantil empezó a trabajar en una de las casas de acogida de la fundación. Al bebé lo cuidaba Etelvina con el mismo cariño que invirtió en ti cuando eras chico, Camilo. Hoy ese niño tiene treinta años y es maestro de biología. No tengo idea de qué pasó con el policía, simplemente se esfumó en el olvido.