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Te graduaste en el San Ignacio con las peores notas de tu clase, pero con el premio al mejor compañero, y convertido en el favorito del rector, con quien debatías mano a mano sobre Dios y la vida.

—A veces su nieto me saca de quicio, Violeta, pero lo aprecio mucho porque me desafía y me hace reír. ¿Sabe qué se le ha ocurrido últimamente? Que, si Dios existe, lo cual según él no es un hecho, sino sólo una opinión, sería marxista. Lamento que ya no lo tendré en el colegio el próximo año —me comentó.

A esa edad nada sabías de Dios ni de la vida, en cambio sabías bastante de mujeres, me parece. Desde chico andabas siempre enamorado de alguien con melodramática intensidad. A los nueve años amenazabas con suicidarte por una joven vecina de diecisiete que ni siquiera estaba enterada de tu existencia hasta que te robaste mi anillo de brillantes para regalárselo. Supongo que te acuerdas de ella. La pobre chica, roja de vergüenza, vino a devolvérmelo.

—Camilo me pidió que lo espere para casarse conmigo cuando salga del colegio —me confesó.

Después de esa grave desilusión amorosa cambiabas de novia cada dos semanas. Etelvina te las espantaba a todas. «¡No me traiga pindongas a esta casa, Camilito!» Se refería a niñas con calcetines y uniforme escolar.

Poco después de terminar el colegio, cuando te habías inscrito en la universidad para estudiar ingeniería mecánica, te enamoraste de una señora que te doblaba en edad, te gustaban las mujeres mayores. Por suerte no me acuerdo de su nombre, y espero que tú tampoco. Pretendías casarte con ella y todavía eras incapaz de sonarte los mocos, como decía Etelvina con mucha razón. Separada de su marido, con hijos adolescentes, gerente de un supermercado, francamente no sé qué veía ella en ti; debía de estar muy necesitada para ponerle el ojo encima a un chiquillo pelucón y desarrapado como eras tú. Bueno, todavía eres así.

Tuve que intervenir en ese asunto, porque mi deber siempre ha sido protegerte, como le prometí a Nieves. Primero fui a darme una vuelta por el supermercado con la intención de hacer entrar en razón a la dama en cuestión. Me recibió en su oficina, un cuchitril detrás de la sección de carnes y pollos. Era bastante ordinaria, a mi parecer, pero se portó respetuosa conmigo cuando le advertí que por su bien dejara de ver a mi nieto, que era un tarambana descocado y mujeriego, alcohólico, ratero y de carácter violento.

—Le agradezco que me lo diga, señora Del Valle, lo tendré muy en cuenta —me respondió, conduciéndome delicadamente hacia la puerta.

En vista de que la señora del supermercado no me hizo caso, me puse de acuerdo con Juan Martín para que te recibiera de vacaciones en Noruega, con la idea de que te distrajeras con algunas doncellas escandinavas. El ofrecimiento que recibiste de trabajar en verano en la industria del salmón no cayó del cielo por tus méritos, como te hicimos creer, te lo consiguió Harald con alguna dificultad, porque en ese tiempo tú no servías para nada y bastaba darte una mirada para adivinar que eras un revoltoso. El plan era retenerte allá lo más posible. Resultó, pero no supuse que de paso te iba a alejar de la ingeniería mecánica. Heredaste esa inclinación por vía materna. La tía Pilar, como te he dicho era un genio de la mecánica. Podía arreglar desperfectos e inventar máquinas, como aquel artilugio para secar botellas, una especie de enorme escultura aérea con aspecto de fósil prehistórico. Te transmitió su don a través de los complejos vericuetos de la sangre ancestral, y gracias a eso has podido hacer más bien que con la oración. Te ha servido de mucho en el basural, quiero decir, en tu comunidad.

 

 

Con algún motivo que ya no recuerdo, puede haber sido el caso de aquella niña de once años, preñada por el padrastro, a quien le negaron un aborto terapéutico y se murió en el parto, salimos miles de mujeres a desfilar en las calles de varias ciudades. Para entonces se podía hacerlo sin riesgo. En la multitud me topé con Mailén Kusanovic y no la reconocí, la mocosa flaca y fea se había transformado en una amazona que marchaba a la cabeza de un grupo enarbolando un estandarte.

—¡Violeta! ¡Soy yo, la hija de Anton! —me saludó a gritos.

Por una parte me trató con familiaridad, como si fuéramos de la misma edad, y por otra me felicitó por participar en la manifestación, como si yo fuera una anciana decrépita.

Desde ese día la he tenido en la mira, Camilo. Mi idea original, antes de que se te ocurriera meterte a cura, era que te casaras con ella, pero ahora tengo que conformarme con que sea tu mejor amiga, a menos que en el futuro cuelgues la sotana y eches la castidad por la borda. A propósito, la castidad es un lastre; tal vez antes inspiraba respeto, pero ahora es sospechosa, nadie deja a un niño solo con un cura. Tenemos trescientos curas pedófilos reconocidos en este país. Invité a Mailén a tomar té, como se usaba entonces, para examinarla antes de presentártela. Tendríamos privacidad, porque Harald andaba con un par de amigos pescando. No apruebo ese deporte cruel de atrapar a un desafortunado pez, arrancarle el anzuelo, dejarle la boca en carne viva y devolverlo al agua, donde sufrirá una muerte lenta o será devorado por un tiburón atraído por la sangre. En fin, me parece que estoy divagando, volvamos a Mailén.

Esperaba a la joven gritona y sudorosa que había visto en la marcha callejera, pero había hecho un esfuerzo por causarme buena impresión y llegó maquillada, con el pelo recién lavado, pantalones de marinero, ajustados arriba y anchos abajo, como era la moda, y botas blancas con plataformas. Etelvina nos había preparado una torta de merengue, que la invitada repitió sin fijarse en las calorías; ese detalle terminó de convencerme de que era la chica ideal para mi nieto, me gusta la gente que engorda contenta.

Supe que estaba estudiando psicología y le faltaban tres años para graduarse. Me preguntó si me había hecho psicoanálisis y no lo interpreté como impertinencia de su parte, sino curiosidad profesional. Resultó que sabía del doctor Levy porque sus libros eran textos de estudio en la facultad, y le impresionó que yo lo hubiera conocido personalmente. Había muerto antes de que ella naciera. Creo que en ese momento sacó la cuenta de mis años y concluyó que era tan antigua como las pirámides, pero no cambió su tono de camaradería.

Aproveché para contarle de mi nieto, un joven estupendo, de buenos sentimientos y sólidos principios, guapo, trabajador y muy inteligente. Etelvina, que estaba sirviéndole otro pedazo de torta, se quedó con el cuchillo en el aire y preguntó a quién me refería. Le dije a Mailén que tenías un fabuloso contrato en Noruega, sin especificar que se trataba de destripar salmones, que habías comenzado a estudiar ingeniería antes de partir y que pensabas terminar la carrera cuando regresaras, y que pronto vendrías a verme a Sacramento.

—Me gustaría que lo conocieras —agregué en tono casual.

Etelvina dio un resoplido sarcástico y se fue a la cocina.

La madre de Anton Kusanovic era indígena pura, pero él sacó los rasgos de su padre croata. Se casó con una canadiense, que andaba recorriendo América del Sur como turista, aquí se enamoró y no regresó nunca más a su país. Mailén me contó que fue amor a primera vista y que sus padres seguían tan enamorados como el primer día, después de haber echado siete hijos al mundo. Ella es la única que tiene algo de la abuela indígena: el pelo liso color azabache, los ojos negros y los pómulos prominentes; el resto de su familia es de aspecto europeo. La mezcla de razas la hace muy atractiva.

No podía imaginar que en ese momento, mientras te buscaba novia, tú estabas haciendo planes para entrar en el semi­nario.

 

 

En esa época yo estaba viviendo a fondo el amor con Harald, que con su entusiasmo me mantenía joven. Una de las aventuras que me impuso fue ir a la Antártida. Viajamos en un barco de la Armada con un permiso especial que le dieron a Harald por ser diplomático, y porque se hizo pasar por científico. Ese mundo blanco, silencioso y solitario es transformador, puede cambiar a una persona para siempre. Se me ocurre que así es el territorio de la muerte, donde pronto andaré en busca de mis amores pasados; allí voy a encontrar a Nieves y a tantos otros que se fueron antes. Ahora que hay viajes turísticos, deberías ir, Camilo, antes de que se deshiele ese continente y hasta las focas se extingan. Mi marido vio pájaros desconocidos y pudo pasearse con su cámara entre una multitud inmensa de pingüinos. Huelen a pescado. Una de las diversiones a bordo era lanzarse al mar entre cascotes de hielo azul; te rescataban rápidamente antes de que perecieras de hipotermia. Para salvar nuestro honor, Harald y yo nos vimos obligados a imitar a los jóvenes marinos y zambullirnos en las aguas más frías del planeta. Desde entonces tengo los pies helados. A Harald se le ocurrían esas extravagancias, y yo lo seguía sin quejarme porque comprendí que él llevaba el amor al aire libre en la sangre. La verdad es que pasé mucho susto y dolor de huesos con él.

Aparte del vicio de observar pájaros, que parece ser muy popular en su país, a Harald le gustaba trabajar con herramientas; eso lo compartió contigo desde el principio. ¿Te acuerdas de que te enseñó los principios fundamentales de la carpintería? Decía que las herramientas y el trabajo manual son el lenguaje común de los hombres; que no hay barreras de comunicación cuando eso se comparte. Sus antepasados fueron todos carpinteros y ebanistas en la pequeña ciudad de Ulefoss, donde él nació y creció en la misma casa que el abuelo levantó con sus manos en 1880. La última vez que estuve en Ulefoss la población debía de ser menor de tres mil personas, y todavía las ocupaciones principales eran el hierro, la madera y el comercio, igual que en siglos anteriores. De niño, Harald iba con sus amigos a saltar sobre los troncos que flotaban en el ancho río que divide la ciudad, una diversión suicida, porque bastaba un resbalón para perecer aplastado o ahogado.

En el verano noruego, cuando nunca es completamente de noche, fuimos cada año a una cabaña escondida en un bosque a tres horas de Ulefoss. Harald la construyó él mismo, y se notaba en los detalles. Digamos que medía unos sesenta metros cuadrados, y a modo de letrina había un hoyo en una casucha exterior. De noche hacía un frío polar, no quiero pensar cómo sería en el invierno. Carecía de electricidad y agua corriente, pero Harald instaló un generador y contábamos con bidones de agua. Él se daba baños de agua fría, yo me jabonaba de vez en cuando con una esponja, pero compartíamos la sauna, un cuartucho de madera a pocos metros de la casa, donde nos cocinábamos en el vapor de piedras hirvientes; después nos zambullíamos por un minuto o dos en el río de agua helada. Nos calentábamos con leña en estufas de hierro; Harald era hábil para partir troncos a hachazos y encender fuego con un solo fósforo. La mejor leña es la de abedul, y había muchos en el bosque. Él pescaba y cazaba; yo tejía y planeaba nuevos negocios. Comíamos tallarines, papas, truchas y cualquier mamífero que él consiguiera con sus trampas o su escopeta, y para pasar las horas nos aturdíamos con aquavit, 40 por ciento de alcohol puro, la bebida nacional. El carromato de Roy Cooper era un palacio comparado con la cabaña de Harald, pero admito que añoro esas largas lunas de miel con mi marido en aquellos bosques espectaculares.

Al comenzar el otoño emigraban bandadas de gansos silvestres, amanecía un velo de niebla en el aire y un espejo de escarcha sobre la tierra, las noches se volvían muy largas y los días cortos y grises. Entonces nos despedíamos de la cabaña. Harald no le ponía llave a la puerta, por si alguien andaba perdido y necesitaba albergarse por una noche o dos. Dejaba pilas de leña, velas, queroseno, alimentos y ropa abrigada para ese posible huésped. Era una costumbre impuesta por su padre, originalmente para amparar fugitivos durante la guerra, cuando Noruega estaba ocupada por los alemanes.

 

 

Una vez le pregunté a Harald cuál era su deseo más pertinaz; me contestó que siempre había sido pasar su vejez en silencio y soledad en alguna isla pequeña de las cincuenta mil que existen en la fragmentada geografía de Noruega, pero que desde que se había enamorado de mí sólo deseaba morir a mi lado, en el sur de mi país. En algunas ocasiones, muy raras, hablaba como un trovador. Estoy segura de que me quería mucho, pero le costaba expresarlo; era de pocas palabras, ferozmente independiente, como esperaba que yo también lo fuera, y demasiado práctico para mi gusto. Nada de flores o perfumes, sus regalos consistían en un cortaplumas, tijeras de podar, insecticida, una brújula, etcétera. Evitaba manifestaciones románticas o sentimentales, las consideraba sospechosas. Si se ama de verdad, ¿qué necesidad hay de proclamarlo? Le gustaba mucho la música, pero se retorcía de vergüenza con la cursilería de ciertas canciones y los argumentos melodramáticos de las óperas; las prefería en italiano, así podía escuchar a Pavarotti sin enterarse de las tonterías que cantaba. Evitaba hablar de sí mismo, llevaba al extremo el concepto nórdico de janteloven, que significa: «No creas que eres alguien especial o mejor que los otros, acuérdate de que al clavo más prominente le cae el martillazo». Ni siquiera se jactaba de los pájaros que descubría.

En cada viaje pasábamos a visitar a Juan Martín y su familia en Oslo, pero sólo por pocos días. Creo que mi hijo estaba más cómodo queriéndome en la distancia. Había vivido muchos años en Noruega, adaptándose a una cultura muy distinta a la nuestra. Nada queda del joven revolucionario que escapó de la guerra sucia; se convirtió en un señorón con barriga que vota por los conservadores. Claro, los conservadores de allá están a la izquierda de los socialistas de aquí.