Ese año en que te mandé a Noruega para arrancarte de las zarpas de la gerente del supermercado fuimos a verte con Harald antes de ir a la cabaña del bosque. La industria del salmón ya tenía más de veinte años de prosperidad, y el país era el mayor exportador de ese pescado en el mundo. Estos noruegos son admirables, Camilo. Eran pobretones hasta que encontraron petróleo en el norte y les cayó una fortuna en las manos. En vez de malgastarla, como sucedió en tantas otras partes, la utilizaron para darle prosperidad a toda la población. Y con el mismo talento práctico, amor a la ciencia y buen gobierno que usaron en los campos petroleros, crearon las salmoneras.
Como en esos fiordos donde tú estabas el verano demoraba en llegar, andabas con parka color naranja, chaleco salvavidas verde loro, gorro, bufanda, botas y guantes de goma. Te vimos desde lejos trabajando en la delgada pasarela circular de las jaulas flotantes del salmón; parecías un astronauta bajo esos cielos de nubes rosadas, rodeado de montañas cubiertas de nieve, que se reflejaban en el mar calmo de aguas cristalinas y heladas. El aire era tan puro que dolía respirar. La vida en las salmoneras era muy ruda, y me gustó que hubiera muchas mujeres haciendo el mismo trabajo que los hombres. Si algo de machismo tenías por culpa de Etelvina, jamás por culpa mía, allí lo perdiste.
En teoría podías ahorrar tu sueldo completo, pero nunca has sabido manejar dinero, se te escurre entre los dedos como la arena, en eso también te pareces a tu madre. Allí lo gastabas en cerveza y aquavit para todos tus compañeros. Eras muy popular. Me preocupaba que no tuvieras una o varias novias, porque el propósito de ese viaje era justamente mantenerte distraído para que se te olvidara la señora aquella. Harald adivinó antes que yo que tus distracciones eran otras.
En el procesamiento del pescado las mujeres se veían todas iguales, enteramente cubiertas con delantales celestes y el pelo metido en gorras de plástico, pero a la hora del aquavit se podía apreciar que algunas eran chicas bellas de tu edad que hacían trabajo de verano o una práctica de la universidad.
—¿Te has fijado en que Camilo ni las mira? —me comentó Harald.
—Tienes razón, ¿en qué andará pensando?
—Nos sermonea sobre la injusticia, las infinitas necesidades de la humanidad y su angustia por no poder remediarlas. Anda inquieto y sombrío, cuando debería estar eufórico en este paisaje —me dijo Harald.
—Y no menciona a las chicas para nada. ¿Tú crees que este chiquillo es gay? —le pregunté.
—No, pero puede ser comunista o piensa meterse a cura —me respondió, y nos echamos a reír al unísono.
Al segundo día nos preguntaste si creíamos en Dios, y entonces la broma del día anterior ya no me resultó tan divertida. Para Harald la religión ocupaba un lugar mínimo en su vida. De chico asistía con sus padres al servicio luterano, pero hacía muchos años que se había alejado de la religión. En cuanto a mí, me criaron en una especie de paganismo católico, en constante regateo con el cielo entre mandas, rosarios, velas y misas, adorando cruces y estatuas. Pensamiento mágico. Cuando rompí con Fabián y me junté con Julián, fui expulsada de la Iglesia por adulterio. Lo sentí como un castigo, porque me marcaba con un estigma de paria en mi familia y mi comunidad, pero no tuvo impacto espiritual. La Iglesia no me hacía falta.
Ese año 1993, antes de ir a verte a Noruega, pagué la manda que le hice al padre Juan Quiroga cuando te detuvieron por vandalizar el Monumento a los Salvadores de la Patria, que ahora se llama Monumento a la Libertad, y que fui postergando año tras año. En aquella ocasión le prometí al santo, de rodillas, que si recuperaba a mi nieto con vida haría una buena parte del camino de Santiago de Compostela a pie. Debía hacerlo sola, así es que Harald aprovechó para irse al Amazonas mientras yo viajaba a España. Con los setenta y tres años, era una de las personas de más edad en el peregrinaje entre Oviedo y Santiago, pero anduve con pie firme durante dieciséis días, con un báculo y una mochila a la espalda. Fueron días de agotamiento y euforia, de paisajes inolvidables, de encuentros emocionantes con otros caminantes y de reflexión espiritual. Pasé revista a mi vida completa, y al llegar finalmente a la catedral de Santiago de Compostela llevaba la certeza de que la muerte es un umbral hacia otra forma de existencia. El alma trasciende.
Esa fue la primera de muchas reflexiones que he tenido sobre la fe, Camilo.
Regresaste de Noruega antes de lo previsto, sin ninguna intención de volver a la universidad y decidido a empezar el noviciado, contra mi voluntad, porque ni yo ni nadie que te conociera podía sospechar que ibas a escoger ese arduo camino.
—¡Eso no es vocación, es un capricho! —te grité.
Me lo has recordado como cien veces desde entonces. Estuve a punto de ir a donde el provincial, o quien quiera que estuviese a cargo de los jesuitas, a decirle lo que pensaba sobre ese asunto, pero me atajaron Harald y Etelvina. Tú ibas a cumplir veintidós años y no les pareció adecuado que tu abuela interviniera.
—No se preocupe por Camilito, señora, no va a durar nada con los curas, seguro que lo van a echar por malcriado —me consoló Etelvina.
Pero no fue así, como sabemos. Te esperaban catorce años de estudio y preparación, y una vida de sacerdocio.
La única forma en que puedo explicarme tu transformación espiritual, Camilo, es releyendo algo que me escribiste varios años después, desde el Congo, cuando ya estabas ordenado. Tal vez no recuerdas esa carta. Los mismos hombres con quienes trabajabas, y a quienes servías, atacaron el recinto de la misión, le prendieron fuego y destrozaron a machetazos a las dos monjas maravillosas que vivían contigo. Te salvaste de milagro; creo que habías ido a conseguir provisiones para los niños de la escuela. Salió en la prensa del mundo entero, y yo casi me vuelvo loca de angustia sin noticias tuyas.
Tu carta demoró un mes en llegar. Me escribiste: «Para mí la fe es un compromiso total. Mi compromiso es por todo lo que dijo Jesús. Lo que aparece en el Evangelio es verdad, abuela. Nunca he visto la fuerza de gravedad, pero tengo evidencia de que existe en cada momento. Así siento la verdad de Cristo, como una fuerza prodigiosa que se manifiesta en todo y le da sentido a mi vida. Puedo decirte que, a pesar de las dudas que tengo sobre la Iglesia, con todas mis fallas y limitaciones, soy profundamente feliz. No temas por mí, abuela, porque yo no temo por mí».
Te fuiste al seminario y dejaste un vacío inmenso. Etelvina y yo te lloramos como si te hubieras ido a la guerra; nos costó seguir adelante con nuestras vidas en tu ausencia.
En 1997 murió Facunda con ochenta y siete años, tan fuerte y sana como siempre. Se cayó del caballo que te regaló tu abuelo Julián, ese hermoso animal que tuvo una existencia feliz en la granja Santa Clara y era su medio de transporte. Dijeron que no murió del golpe, sino que se le detuvo el corazón sobre la montura. En cualquier caso, mi buena amiga tuvo el final súbito y sin dolor que merecía. La velamos en la propiedad donde pasó la mayor parte de su vida, y durante dos días desfilaron amigos, vecinos de Nahuel y de otros pueblos cercanos, y los indígenas de la zona, muchos de los cuales eran sus parientes. Había tanta gente que tuvimos que hacer el velorio en el patio, donde pusimos el ataúd bajo un toldo fragante de flores y ramas de laurel. Lamento que no hubieras podido asistir, Camilo, porque estabas haciendo el noviciado; Harald tomó cientos de fotos y películas, pídeselas a Etelvina.
El párroco de Nahuel dijo misa y después hubo una ceremonia indígena para despedir a Facunda. Los participantes llegaron con sus trajes ceremoniales y sus instrumentos musicales, porque la despedida se hace cantando. Como no podía faltar alimento, asamos al palo varios corderos, servimos maíz tierno en la mazorca, ensalada de cebolla y tomate, pan recién horneado, dulces y mucho aguardiente y vino, porque las penas se soportan mejor con alcohol. La regla del velorio es que los animales sacrificados deben consumirse por completo; la comida no puede desperdiciarse. Un anciano de la comunidad que había reemplazado a Yaima hizo la exhortación en su lengua, que no pude comprender, pero me explicaron que le dijo a Facunda que había dejado de existir y que no debía volver en busca de sus hijos o nietos, que debía entregarse al sueño de la Madre Tierra, donde estaban los que se fueron antes.
El anciano le mandó las últimas instrucciones al espíritu de Facunda para ayudarla en su paso al plano de los antepasados mediante una gallina, a la que le sopló humo de un cigarro y mojó con gotas de licor antes de torcerle el cuello y tirarla al fuego, donde se redujo a ceniza. Varios de los hombres que aún estaban sobrios levantaron el ataúd y lo llevaron en andas al cementerio de Nahuel, porque ella había dicho a menudo que quería ser enterrada junto a los Rivas y no en el cementerio indígena. Quienes pudieron, siguieron el cortejo a pie, los otros fueron en dos buses que contraté para la ocasión. La distancia era muy corta, pero habíamos bebido demasiado. La ceremonia concluyó en torno al hueco cavado para el ataúd, donde le dimos el último adiós al cuerpo de Facunda y le deseamos un buen viaje a su espíritu.
Además de Facunda, a quien tantos lazos me unían, ese año perdimos a Crispín. El perro tenía trece años, estaba sordo, medio ciego y bastante loco, como suelen ponerse los ancianos. El veterinario dudaba de que los animales sufrieran de demencia, pero yo vi a mi hermano José Antonio internarse más y más en el laberinto del olvido y te digo, Camilo, que los síntomas de Crispín eran idénticos. Murió en brazos de Etelvina, después de devorar un filete molido, porque le quedaban muy pocos dientes, gracias a una inyección misericordiosa que le puso ese mismo veterinario que negaba su condición. Me escondí en el último rincón de la casa; no fui capaz de presenciar el fin de ese leal amigo. A ti no te avisamos porque te habría dado una tremenda pena no poder estar con él en ese momento; te dijimos que se había apagado dulcemente echado en mi cama, donde dormía desde que te fuiste al internado.
Cuando entraste en el seminario tuve que aprender a quererte de lejos. Ni te cuento lo difícil que fue eso, Camilo, hasta que me habitué a las cartas. Un día podrás leer las tuyas de entonces y revivir la efervescencia de tu juventud con Jesús por compañero, y esos años de intenso estudio de la filosofía, historia y teología, ventanas abiertas de par en par al conocimiento humano. Tuviste suerte con los profesores que te tocaron, te enseñaron a aprender, a saber lo que no sabes y a preguntar. Algunos eran verdaderos eruditos. ¿Te acuerdas del anciano que enseñaba derecho canónico? En la primera clase te dijo que ibas a aprender el tema al revés y al derecho… para que pudieras encontrar el resquicio para liberar al ser humano. Me parece que eso es lo que has hecho siempre, aprendiste la lección al dedillo.
También encuentras el resquicio para ti mismo. Supe que hace poco te llamó el obispo para regañarte por casar a una pareja de mujeres gay, ambas vestidas de blanco, dichosas. Te puso ante las narices la foto de la boda, que salió en Facebook.
—Eso parece una primera comunión —te burlaste.
—¡Tiene que retractarse y pedir disculpas! —te conminó el obispo.
Tú recurriste a un resquicio del voto de obediencia.
—Me guardo la opción de comunicarle a la prensa lo que me ha ordenado, eminencia. No puedo retractarme, iría contra mi conciencia, porque creo que todo ser humano tiene derecho al amor. Asumo las consecuencias.
Me lo contaste por teléfono, y lo escribí para no olvidarlo, porque esa era exactamente tu respuesta cuando eras chico y te pillaba en alguna truhanería: «No puedo pedir disculpas porque iría contra mi conciencia, abuela. Todo ser humano tiene derecho a lanzar huevos con una honda, pero si te da placer, castígame». Ya entonces, a los diez años, alegabas como un jesuita.
Nunca me has querido contar por qué te mandaron a África, pero supongo que fuiste castigado para silenciarte cuando trataste de denunciar la pedofilia de algunos de tus colegas, o bien tú pediste ir de misionero por amor al riesgo, es decir, por lo mismo que convenciste a tu abuelo Julián de que te llevara a bucear entre tiburones cuando tenías once años. Casi me muero cuando me enteré de que te bajaron en una jaula con una máquina fotográfica en un mar infestado de esas bestias carnívoras, mientras tu abuelo bebía cerveza con el capitán en el bote.
Al principio esa misión cristiana en el Congo me pareció un proyecto poético, daba para una novela inspiradora del siglo XIX: jóvenes idealistas van a difundir su fe y mejorar las condiciones de vida de gente bárbara. Me conmovió que hubieras estudiado suajili, tú que apenas aprendiste inglés y lo chapuceas con acento de bandido. Te entusiasmaba más darles buen uso a tus manos que decir misa, pero el tono demasiado optimista de tus cartas me puso alerta. Algo me ocultabas.
Me mandabas fotos del vehículo inútil que arreglaste con repuestos hechos por ti en una forja, de los niños en el comedor escolar que habías construido con tus manos, del pozo que estabas instalando en la aldea, de la monja vasca de invencible coraje, de la monja africana que te hacía reír y del perrito que resultó ser hembra, pero evitabas mencionar el ambiente en que estabas. Yo nada sabía de África, de su diversidad, su historia o sus infortunios, era incapaz de distinguir un país de otro y suponía que había elefantes y leones en todo el continente. Me propuse investigar y descubrí que el Congo es un país enorme y riquísimo en recursos, pero es también el lugar más violento del mundo, más que cualquiera de las zonas en guerra.
Te fui sonsacando la verdad carta a carta y comprendí que, en otro contexto, estabas emulando al misionero Albert Benoît, que había muerto hacía unos años en la población a la cual le dedicó su vida. Fui al funeral en tu nombre; se paralizó la capital con la muchedumbre acongojada que lo acompañó al cementerio. Pretendías, como ese cura francés, compartir hasta las últimas consecuencias la suerte de la gente más vulnerable. Supe de las peleas tribales, la guerra, la pobreza, los grupos armados, los campos de refugiados, el maltrato brutal que sufren las mujeres, que valen menos que el ganado, el hecho de que se puede perder la vida en cualquier momento sin otra causa que la mala suerte. Me contaste de los dos muchachos que habían sido niños soldados, reclutados a los ocho años a la fuerza y obligados a cometer un acto tan atroz como asesinar a la madre, al padre o a un hermano, de modo que la sangre en sus manos los uniera a la milicia y los separara para siempre de su familia y su tribu; de las mujeres violadas cuando iban a buscar agua al pozo, y de cómo los hombres no iban porque a ellos los mataban; de la corrupción, la codicia y el abuso de poder, la terrible herencia de la colonización.
Aquí habías estado siempre contrariado. Te enfurecía la injusticia, el sistema de clases, la pobreza; te rebelabas contra la jerarquía de la Iglesia, contra la religión supersticiosa, contra la estupidez y estrechez de criterio de los políticos, los empresarios y tantos curas. En el Congo, donde había problemas mucho más graves, estabas contento; eras carpintero y mecánico, impartías clases a los niños, plantabas vegetales y criabas cerdos. No era tu país, no pretendías cambiarlo, solamente ayudar en lo que pudieras. «Lo mío es trabajar con las manos y tratar de resolver asuntos prácticos, abuela, no sirvo para predicar. Como misionero soy un fracaso», me escribiste. Te volviste humilde, Camilo, esa fue la gran lección del Congo.
Ahora vives en esa comunidad que antes de tu llegada era un basural. Me emocionó mucho cuando me llevaste a conocerla, tan limpia y ordenada, con viviendas muy modestas, pero decentes, una escuela, talleres de diferentes oficios y hasta una biblioteca. Me emocionó sobre todo la casucha con piso de tierra apisonada donde vives con la perra y la gata que te han adoptado. ¿Sabes, Camilo? Sentí una punzada de envidia, un deseo de ser joven y volver a empezar, de echar por la borda todo lo superfluo y quedarme solo con lo esencial, de servir y compartir. Sé que entre esas gentes eres totalmente feliz. Has aceptado que no puedes cambiar al país ni mucho menos al mundo, pero puedes ayudar a algunos. Te acompaña el espíritu del padre Albert Benoît. No sabes cuántas veces he dado gracias al cielo de que fueras tan joven durante la dictadura y de que, a pesar de tantas imprudencias, hubieras escapado del zarpazo de la represión. Ahora el obispo te tira de las orejas y hay quienes te acusan de comunista por trabajar con los pobres; en aquellos años te hubieran exterminado como a una cucaracha.
Te prometo que abandoné hace mucho tiempo el plan de arreglarte con Mailén Kusanovic. Por supuesto que estoy bromeando cuando te pido que te cases con ella cuando cuelgues la sotana. Me queda apenas un soplo de vida y no lo voy a malgastar en sueños infundados; sé que seguirás de cura hasta la muerte. La tuya, no la mía. Fue casualidad que ella reapareciera en el horizonte cuando estabas en África, yo no salí a buscarla.
Mailén había oído de la Fundación Nieves, que ya llevaba varios años de existencia y tenía buena reputación, y se acercó a presentar una solicitud. Ya no era una muchacha, debía de tener unos treinta y tantos años, pero no tardé en averiguar que estaba soltera. En ese tiempo todo pasaba por mis manos en la fundación, contaba solamente con una secretaria, porque se trataba de gastar lo menos posible en la administración. Mailén se sorprendió al verme detrás de mi escritorio porque no me relacionaba con la filantropía, y yo me sorprendí al comprobar que ella no se había desviado del proyecto feminista que tenía a los doce años. Necesitaba apoyo de mi fundación para un programa de anticonceptivos y educación sexual.
Habíamos elegido a la primera mujer presidente de la República, y esta les dio prioridad a los asuntos femeninos, sobre todo a combatir el mal endémico de la violencia familiar, que ella llamaba «la vergüenza nacional». Tuve varias reuniones con ella cuando asumió su cargo, porque mi experiencia podía ser de utilidad. La misión de mi fundación coincidía exactamente con su propósito de denunciar la violencia, informar, educar, proteger a las víctimas y cambiar las leyes. Eso significó que la Fundación Nieves empezó a recibir ayuda del gobierno, adquirió mayor visibilidad y atrajo a donantes que todavía hoy, tantos años después, contribuyen a financiarla.
—Pensé que el nuevo Ministerio de la Mujer tiene ese programa en las escuelas —le dije a Mailén.
Ella me hizo ver que, como siempre pasa, los fondos no alcanzaban para las zonas rurales apartadas y las comunidades indígenas. Me explicó que contaba con voluntarias y el material que le facilitaba el gobierno, pero faltaban camionetas para el transporte y un presupuesto para gasolina y manutención de las voluntarias cuando estaban en ruta. Lo que pedía era razonable; sacamos cuentas y nos pusimos de acuerdo en menos de quince minutos.
De la oficina nos fuimos a cenar a un restaurante donde la comida era un plomazo para la vesícula, pero deliciosa, y antes del postre le propuse que trabajara conmigo en la fundación.
—Dentro de un par de años cumpliré noventa. No pienso retirarme, pero necesito ayuda —le dije.
Así fue como Mailén volvió a entrar en mi vida, esta vez para quedarse.
Desde entonces se ha convertido en mi hija, y se ha sumado a nuestra minúscula familia. Naturalmente, en menos de seis meses dirigía la Fundación Nieves. Asociarme con ella no fue una estratagema de casamentera, Camilo. Me basta con que sea tu mejor amiga y te trate como a su hermano; cuando yo me vaya, ella te cuidará, tiene mucho más sentido común que tú. Su papel es impedir que hagas demasiadas tonterías.
Entré en la última década de mi existencia, pero como tenía salud y tenía a Harald, no sentí que me acercaba al territorio de la muerte. Nos pasamos la vida negando el hecho irrefutable de que nos vamos a morir, y eso no cambia a los noventa. Seguí creyendo que tenía mucho tiempo por delante hasta que falleció Harald. Fuimos un par de abuelos románticos, nos acostábamos en la noche tomados de la mano y amanecíamos con los cuerpos enroscados. Como soy madrugadora, despertaba antes que él y podía pasar una bendita media hora de duermevela en la oscuridad y el silencio de nuestra habitación, dando gracias por tanta felicidad compartida. Esa es mi manera de rezar.
La vanidad me duró mientras él estuvo conmigo, porque me encontraba bonita. ¿Te acuerdas de cómo era yo antes, Camilo? Llegaste a mi vida cuando yo tenía más o menos la edad que tienes ahora, pero me veía mucho mejor que tú. La bondad desgasta mucho, te lo he advertido. Los malos se divierten más y llegan a viejos en mejores condiciones que los santos como tú. Si ya no existe el infierno y hay dudas sobre el cielo, me parece poco razonable esmerarse tanto en ser buena persona.
Echo mucho de menos a Harald. Lo normal sería que estuviera aquí, tomándome la mano en mis últimos días. Tendría ochenta y siete años. Desde la perspectiva del siglo que he cumplido, eso no es nada. A los ochenta y siete yo todavía era una jovencita y estaba aprendiendo a bailar rumba como una forma de ejercicio, ya que la gimnasia me resulta muy aburrida, y lo acompañé a navegar en canoa en las aguas color turquesa del río Futaleufú en la Patagonia, uno de los más bravos del mundo, según supe después. Imagínate, Camilo, ocho personas desquiciadas en un bote de goma amarillo, con chaleco salvavidas, para que flote el cadáver, y casco, para evitar que se desparrame el cerebro en caso de partirse la cabeza contra una roca.
¡Quise tanto a ese marido! No le perdono que me abandonara. Era tan sano que yo no estaba preparada para que de repente se le reventara el corazón. Tuvo la falta de cortesía de morirse antes que yo, aunque era trece años menor. Eso fue cuando cumplí noventa y cinco; se murió en plena fiesta de mi cumpleaños con una copa de champán en la mano. Harald tuvo una linda vida y una linda muerte, porque se fue cantando, bebiendo y enamorado, pero para mí fue un golpe bajo; se me rompió el corazón.