Ahora es el fin. Aquí estoy esperándolo en compañía de Etelvina, mi gata Frida, los perros de la granja que no pertenecen a nadie y vienen de vez en cuando a echarse a mis pies, y los fantasmas que me rodean. Torito es el más persistente, porque esta es su casa y yo soy su huésped. No ha cambiado, los muertos no cambian, es el mismo hombrón dulce que vi alejarse por última vez hacia las montañas con Juan Martín. Se sienta en la banqueta del rincón a tallar animalitos de madera, callado. Le he preguntado qué pasó en la montaña, cómo lo apresaron, por qué lo mataron, pero se encoge de hombros por respuesta, no quiere hablar de eso. También le pregunté cómo es el otro lado de la vida y me dijo que ya tendré tiempo para ir conociéndolo.
Llevo varios días agonizando y recordando, por lo menos una semana. La hemorragia ocurrió de repente, sin aviso, cuando estaba viendo las noticias del virus en la televisión; no alcancé a prepararme como se debe, y ahora una señora, que debe de ser la muerte, está sentada a los pies de mi cama, invitándome a seguirla. Ya no distingo claramente entre el día y la noche, y da lo mismo, porque el dolor y la memoria no se miden en los relojes. La morfina me adormece y me transporta a la dimensión de los sueños y las visiones. Etelvina tuvo que quitar el cuadro de los campesinos chinos que siempre estuvo frente a mi cama porque esa pareja habitualmente inmóvil, con su canasto de pícnic y sus sombreros cónicos de pajilla, se salió del marco y se paseaba en mi pieza arrastrando sus alpargatas. Efecto de la morfina, supongo, porque estoy lúcida, siempre lo he estado; el cuerpo ya no me da para más, pero tengo el cerebro intacto. Los campesinos peripatéticos se fueron a la casa grande de las camelias, donde los esperaba mi padre fumando en la biblioteca. Le llevaron el arroz de la esperanza.
Si el médico se equivocó y no me muero, nos chingamos los tres, sería un tremendo chasco. Pero eso no va a ocurrir. A ratos me elevo como una columna de humo y desde arriba me veo en esta cama luchando por respirar, tan reducida que apenas se perfila mi forma bajo la cobija. ¡Ah! ¡Esa magnífica experiencia de desprenderse del cuerpo y flotar! Libre. Cuesta mucho esfuerzo morirse, Camilo. Supongo que no hay apuro porque voy a estar muerta por mucho tiempo, pero esta espera me fastidia. Lo único que me da pena es que ya no estaremos juntos, pero mientras me recuerdes seguiré contigo de alguna manera. Cuando te pregunté si me vas a echar de menos, me contestaste que estaré siempre sentada en una mecedora en tu corazón. A veces te pones bien cursi, Camilo. No creo que me eches de menos, porque vives muy ocupado con tus pobres irremediables y no tendrás tiempo para pensar en mí, pero espero que te hagan falta mis cartas. Si mi ausencia te pone un poco triste, Mailén te va a consolar; se me ocurre que está enamorada de ti. Estoy segura de que no va a durar mucho ese arreglo que hicieron de ser sólo amigos; he vivido demasiado para creer en el voto de castidad y otras tonterías. Además, te he oído decir que no es lo mismo celibato que castidad. Jesuita tenías que ser.
Etelvina llora cuando cree que no la oigo. Ella ha sido mi mejor amiga y es mi sostén en esta edad de huesos torpes en que necesito ayuda hasta para ir al baño. Pronto abandonaré este cuerpo desarmado que tan bien me ha servido durante un siglo entero, pero está finalmente derrotado.
—¿Me estoy muriendo, Etelvina?
—Sí, señora. ¿Tiene miedo?
—No. Estoy contenta y siento curiosidad. ¿Qué habrá al otro lado?
—No sé.
—Pregúntale a Camilo.
—Ya lo hice, señora. Dice que él tampoco lo sabe.
—Si Camilo no lo sabe, es que no hay nada.
—Venga a penarnos, señora, y nos cuenta cómo es morirse —me pidió con esa socarronería suya.
Es cierto que estoy contenta y siento curiosidad, pero a ratos también tengo algo de temor. Al otro lado podría haber solamente desolación, eterno vagar en el espacio sideral llamando y llamando. No. No será así. Habrá luz, mucha luz. Estas ráfagas de incertidumbre son muy breves. Es la vida que me tira de vuelta y me cuesta dejarla.
Etelvina quiere que me confiese y comulgue, aprovechando que tú estás aquí; teme que mis pecados sean muchos y me condene. Estoy de acuerdo contigo en que la confesión no debiera ser un hábito, bastaría confesarse un par de veces en la vida, cuando hay necesidad imperiosa de descargar el alma de culpa. Además, me ha faltado ocasión de pecar en los últimos veinte años, y ya he pagado por los errores anteriores. Me he guiado por una simple norma de conducta: tratar a los demás como quiero que me traten a mí. Sin embargo, les hice daño a algunas personas. Fue sin mala intención, excepto a Fabian, a quien traicioné y abandoné porque no pude evitarlo, y a Julián, porque se lo merecía. No me arrepiento de lo que le hice, porque era el único castigo que se me ocurrió.
Siento los pies más helados que nunca. No sé si es de noche o de día, a veces la noche parece tan larga que se pega con las noches anteriores y la siguiente. Si le pregunto a Etelvina qué día es hoy, me contesta siempre lo mismo: «El que usted quiera, señora, aquí todos los días son iguales». Es sabia, ha adivinado que solo existe el presente. ¿Y tú, Camilo? ¿Qué piensas de la muerte? El tema te hace sonreír; todavía tienes esos hoyuelos y se te achican los ojos cuando te ríes; también en eso te pareces a tu madre. Pronto cumplirás cincuenta años y has visto más crueldad y sufrimiento que el común de los mortales, pero mantienes tu aire inocente de chiquillo.
Después de vivir un siglo, siento que se me escurrió el tiempo entre los dedos. ¿Adónde se fueron estos cien años?
No puedo confesarme contigo, Camilo, eres mi nieto, pero, si te parece, puedes darme la absolución para tranquilizar a Etelvina. Las almas sin culpa se van flotando livianas al espacio sideral y se convierten en polvo de estrellas.
Adiós, Camilo, Nieves ha venido a buscarme. El cielo está precioso…