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En esos días, Lucinda y Abel se preparaban para otra gira por los caseríos de la zona. Habían establecido que yo tenía mucha más educación que la que ellos podían impartir, y que ya era hora de que pusiera mis conocimientos al servicio del prójimo. Me enseñaron a montar a caballo, venciendo el terror que esas bestias grandes de narices humeantes me provocaban, y me reclutaron como ayudante en la escuelita itinerante. «Volveremos a fines del verano», anunciaron.

Torito quiso sumarse a la expedición para protegerme, no fuera a ser que me raptaran los indios, como dijo. Le explicaron que, si de indígenas se trataba, todos por esos lados eran mestizos, excepto los inmigrantes extranjeros, que llegaban con permiso del gobierno para colonizar el sur. A los indí­genas puros los habían ido expulsando mediante el sistema expedito de comprarles la tierra a un precio ridículo o emborrachándolos y haciéndoles firmar documentos que ellos no podían leer. Si eso fallaba, recurrían a la fuerza. Desde la Independencia, el gobierno se había propuesto conquistar, integrar, someter a los «bárbaros» y convertirlos en individuos civilizados, y en lo posible católicos, mediante ocupación y represión militar. El asesinato de indígenas se había practicado desde el siglo XVI, primero por los conquistadores españoles y después por cualquiera que pudiera hacerlo con impunidad. El pueblo originario tenía buenas razones para odiar a los forasteros en general y al gobierno de la República en particular, pero no andaban raptando niñas, no había que temerles, le dijeron los Rivas a Torito.

—Además, tienes que quedarte para ayudar a Bruno y cuidar a las mujeres. Violeta va segura con nosotros.

 

 

Pasé el verano de mis trece años impartiendo clases en los villorrios y las hijuelas de la ruta de los Rivas. Los primeros días iba sufriendo, porque me dolían las asentaderas y echaba de menos a mi madre, a miss Taylor y a las tías, pero tan pronto me acostumbré al caballo le tomé el gusto a la aventura. Con los Rivas era inútil quejarse, no me ofrecían consuelo ni simpatía, y así fue como se me quitaron los últimos resabios de las pataletas y los desmayos de la infancia. Puedo decir con orgullo que tengo una salud ejemplar, y buen ánimo, pocas cosas me amedrentan.

La escuelita ambulante se movilizaba sin apuro, al paso de la mula que cargaba el material escolar, mantas para dormir y el escaso equipaje personal. El itinerario nos permitía llegar casi siempre a un lugar habitado antes del anochecer, pero en varias ocasiones dormimos al aire libre. Yo invocaba al padre Juan Quiroga para que nos librara de alimañas y bestias de presa, aunque me habían asegurado que las culebras eran inofensivas y que el único felino peligroso era el puma, que no se acercaba si había fuego.

Abel padecía el mal de los pulmones, tosía todo el tiempo y a veces se quedaba sin aire, como un moribundo. Su vocación didáctica era una segunda naturaleza; aprovechaba las noches a la intemperie para mostrarme las constelaciones, tal como de día me enseñaba los nombres de la flora y la fauna. Lucinda conocía un sinfín de historias del folclore y la mitología, que yo no me cansaba de escuchar. «Cuénteme de nuevo eso de las dos serpientes que crearon el mundo», le decía.

Buena parte del trayecto era por senderos angostos, y en otras el invierno había borrado las huellas y nada indicaba la dirección a tomar, pero los Rivas no se perdían, podían internarse en los bosques sin vacilar y cruzar los ríos sin correr peligro. Sólo una vez mi caballo resbaló en las piedras y me tiró al agua, pero allí estuvo Abel listo para agarrarme de la ropa y arrastrarme hasta la otra orilla. Ese mismo día me dio mi primera clase de natación.

Los alumnos estaban dispersos en una vasta extensión, que con el tiempo llegué a conocer tan bien como los Rivas, tal como aprendí a identificar a cada niño por su nombre. Los vería crecer año tras año, y entrar en la vida adulta sin pasar por las incertidumbres de la adolescencia, porque las exigencias cotidianas no dejaban espacio para la imaginación. Estaban atascados en una pobreza más digna que la de ciudad, pero miseria invencible de todos modos. Las muchachas se convertían en madres antes de que el cuerpo les alcanzara a madurar, y los varones trabajaban la tierra como sus padres y abuelos, a menos que pudieran hacer el servicio militar, que les permitía escapar durante un par de años.

Perdí rápidamente la inocencia en que me mantuvieron durante la infancia. Los Rivas no me ocultaban el drama del alcoholismo, las mujeres y los niños golpeados, las riñas a cuchillo, las violaciones o el incesto. La realidad difería mucho de la idea bucólica de la existencia rural que nos habíamos hecho al llegar. Me di cuenta de que también en Nahuel, esa aldea de vecinos hospitalarios, bastaba rascar la superficie para descubrir la fealdad y el vicio, pero los Rivas me repetían que no se trataba de maldad inherente a la condición humana, sino de ignorancia y miseria. «Es más fácil ser altruista y generoso con la panza llena que con hambre», decían. Nunca he creído eso, porque he visto que tanto la maldad como la bondad se dan en todas partes.

En algunos villorrios lográbamos reunir a una docena de chiquillos de varias edades, pero a menudo nos deteníamos en viviendas aisladas, donde sólo había tres o cuatro mocosos descalzos; entonces intentábamos alfabetizar también a los adultos, que por lo general no habían recibido ninguna educación, pero el esfuerzo daba poco resultado, porque si habían vivido hasta entonces sin saber las letras, es que no las necesitaban. Lo mismo sostenía Torito cuando pretendíamos convencerlo de las ventajas de la escritura.

 

 

Los indígenas, pobres y discriminados por el resto de la población, vivían por aquí y por allá en pequeños predios, con sus chozas, unos pocos animales domésticos y huertos de papas, maíz y algunos vegetales. Me pareció una existencia miserable, hasta que los Rivas me hicieron ver que era una manera diferente de vivir; tenían su lengua, su religión, su propia economía, no deseaban las cosas materiales que nosotros valo­rábamos. Ellos eran la gente originaria de esa tierra; los forasteros, con pocas excepciones, eran usurpadores, ladrones, hombres sin palabra de honor. En Nahuel y otros pueblos estaban más o menos integrados con el resto de la población, tenían casas de madera, hablaban español y trabajaban en lo que pudieran conseguir, pero la mayoría vivía en comunidades rurales compuestas por varias familias, que los Rivas visitaban cada año. Allí éramos bien recibidos, a pesar de la desconfianza atávica hacia quienes venían de afuera, porque el oficio de maestro era considerado noble. Los Rivas, sin embargo, no iban a dar clases, sino a recibirlas.

El cacique, un viejo de aspecto compacto y cuadrado, con facciones de piedra, nos acogía en la vivienda comunitaria, una estructura básica de palos, con techo y paredes de paja, sin ventanas. Se presentaba con sus adornos y collares ceremoniales, rodeado de algunos mocetones de expresión áspera y amenazante, niños y perros que iban y venían. Lucinda y yo nos quedábamos afuera con el resto de las mujeres hasta que nos permitieran entrar, mientras Abel ofrecía sus respetos: tabaco y alcohol.

Al cabo de un par de horas bebiendo en silencio, porque no compartían la lengua, el cacique daba la señal de invitar a las mujeres. Entonces Lucinda, que sabía algo del idioma indígena, ayudada por uno de los jóvenes que habían aprendido español en la conscripción, servía de intérprete. Hablaban de caballos, de cosechas, de los soldados que estaban acampados en las cercanías, del gobierno, que antes se llevaba como rehe­nes a los hijos de los caciques y ahora pretendía que los niños olvidaran su idioma, sus costumbres, sus ancestros y su orgullo.

La visita oficial duraba varias horas, no había prisa para nada, el tiempo se medía en lluvias, cosechas y desgracias. Yo resistía el aburrimiento sin quejarme, mareada por el humo del fuego que ardía en aquel recinto sin ventilación, y atemorizada porque me sentía examinada de forma insolente por los hombres. Por fin, cuando me caía de fatiga, la visita se daba por terminada.

 

 

Al anochecer, Lucinda me llevaba a la choza de la curandera, Yaima, a donde ella iba a aprender de plantas, cortezas y hierbas medicinales, que la mujer compartía siempre con la salvedad de que servían de poco sin la magia correspondiente. Para ilustrarlo, recitaba encantamientos y golpeaba rítmicamente un tambor de cuero con dibujos que representaban las estaciones, los puntos cardinales, el cielo, la tierra y debajo de la tierra. «Pero el tambor pertenece a la gente», aclaraba, es decir, a su pueblo solamente; otros no podían tocarlo porque no eran gente. Lucinda anotaba la lección en un cuaderno, con los nombres indígenas de cada planta y un dibujo esquemático para identificarla en la naturaleza. Después compartía sus notas con la tía Pía, que estaba expandiendo su repertorio de remedios caseros con nuevos componentes. En vez del tambor mágico, ella aplicaba sus manos, que sanaban con energía. Entretanto yo me quedaba dormida en el suelo de tierra apisonada, acurrucada con un par de perros llenos de pulgas.

Yaima aparentaba cincuenta años, pero, según ella, tenía uso de razón cuando se fueron los españoles con la cola entre las piernas y nació la República. «Nada bueno había antes, y después ha sido peor», concluía. De ser cierto, tendría como ciento diez años, calculaba Lucinda, pero nada se ganaba con contradecirla, cada cual es libre de narrar su vida como mejor le plazca. Yaima usaba la vestimenta habitual de su pueblo, que antes se hacía enteramente en telar artesanal, pero la influencia de la ciudad la había cambiado. Encima de un vestido largo y ancho de tela floreada, llevaba un manto negro sujeto con un prendedor grande, además de pañuelo en la cabeza, peto y adornos de plata en la frente.

Cuando cumplí catorce años, el jefe le pidió a Abel Rivas mi mano en casamiento, para él o para uno de sus hijos, como forma de sellar la amistad, dijo, y le ofreció su mejor caballo como precio por la novia. Abel, traducido a duras penas por Lucinda, rechazó delicadamente la oferta con el argumento de que yo tenía muy mal carácter y, además, era una de sus propias esposas. El cacique sugirió cambiarme por otra mujer. Desde entonces dejé de acompañarlos en esa parte de la gira para evitar un matrimonio prematuro.

 

 

En la escuelita peripatética comprobé lo que siempre había sostenido miss Taylor: enseñando se aprende. En los ratos libres debía preparar las clases bajo la dirección de Lucinda y Abel, y así descifré al fin el misterio de las matemáticas y pude memorizar los textos de historia y geografía nacional. Con miss Taylor había tenido seis años de educación y podía recitar los reyes y reinas del Imperio británico en orden cronológico, pero sabía muy poco de mi propio país.

En una de las frecuentes visitas de José Antonio se discutió la posibilidad de enviarme interna al Royal British College, fundado por una pareja de misioneros ingleses, a tres horas en tren. El pomposo nombre le quedaba algo grande al establecimiento, que se componía sólo de una casa con habitaciones para doce niños y el par de misioneros como únicos maestros, pero tenía reputación de ser el mejor de la provincia. Estuve a punto de sufrir una de mis antiguas pataletas. Les anuncié que, si me mandaban allí, me iba a escapar y no volverían a verme nunca más.

—Aquí aprendo más que en cualquier colegio —les aseguré con tal firmeza que me creyeron. El tiempo me dio la razón.

Mi vida se dividía en dos estaciones, una de lluvia y otra de sol. El invierno era largo, oscuro y mojado, los días eran cortos y las noches heladas, pero no me aburría. Aparte de ordeñar, cocinar con Facunda, cuidar las aves, los cerdos y los chivos, lavar y planchar, tenía mucha vida social. Las tías Pía y Pilar se habían convertido en el alma de Nahuel y los alrededores. Organizaban reuniones para jugar a los naipes, tejer, bordar, coser en la máquina a pedal, escuchar música con la Victrola a manivela y rezar novenas para pedir por animales enfermos, personas melancólicas, cosechas y buen tiempo. La intención nunca confesada de las novenas era quitarles feli­greses a los pastores evangélicos, que poco a poco ganaban terreno en el país.

Mis tías servían con generosidad un licor de cereza o de ciruela que ellas mismas preparaban y que tenía la virtud de alegrar el ánimo, y estaban siempre dispuestas a escuchar las quejas y confesiones de las mujeres, que llegaban en los ratos de descanso o escapando del tedio. Se conocía en kilómetros a la redonda el don de sanar con las manos de la tía Pía, que debía ser muy discreta para no enemistarse con Yaima. Las dos sanadoras eran más solicitadas que los doctores.

Las horas de luz se me iban ayudando al tío Bruno con los animales o en los potreros, siempre que no lloviera demasiado, y en las tardes me dedicaba a tejer a telar y a palillo, estudiar, leer, preparar remedios con la tía Pía, darles clases a los niños del lugar y aprender la clave morse con el radiotelegrafista. En las pocas ocasiones en que había un accidente o un parto podía asistir a la única enfermera de la zona, que contaba con medio siglo de experiencia, pero su prestigio no podía compararse al de Yaima o al de la tía Pía, a quienes la gente acudía en casos graves.

 

 

Miss Taylor y Teresa Rivas llegaban para quedarse un par de semanas en pleno invierno, y entonces su desenfadada presencia irrumpía entre nosotros espantando el mal tiempo. Eran las únicas locas que tomaban vacaciones en el peor clima del mundo, decían. Traían las novedades de la capital, revistas y libros, material escolar para los Rivas, telas para coser, herramientas para la tía Pilar, pequeños encargos que les hacían los vecinos y ellas nunca cobraban, y nuevos discos para la Victrola. Las dos mujeres enseñaban los bailes de moda, que provocaban coros de carcajadas y servían para animar a las almas entumecidas por la lluvia. Hasta el tío Bruno participaba en el baile y el canto, cautivado por su sobrina y la irlandesa. La tía Pilar se había transformado en el campo; había pulido sus conocimientos de mecánica, reemplazado las faldas por pantalones y botas, y competía conmigo por la atención del tío Bruno, de quien estaba enamorada, según miss Taylor. Eran casi de la misma edad y los unía una lista larga de intereses comunes, de modo que la idea no era descabellada.

A esas dos espléndidas mujeres, miss Taylor y Teresa Rivas, se les ocurrió que debíamos celebrar a Torito, que nunca había tenido una fiesta de cumpleaños y ni siquiera sabía en qué año había nacido porque mis padres lo inscribieron en el registro civil ya en la pubertad; en el certificado aparecía con doce o trece años menos de los que le correspondían. Decidieron que, ya que su apellido era Toro y era muy cabezota y muy leal, su signo zodiacal debía ser tauro, y por lo tanto había nacido entre abril y mayo, pero su nacimiento lo íbamos a celebrar cuando estuviéramos todos juntos.

El tío Bruno compró medio cordero en el mercado, para no matar a la única oveja de la granja, que era la mascota de Torito, y Facunda hizo una torta de bizcocho con dulce de leche. Con ayuda del tío Bruno le preparé su regalo: una pequeña cruz que tallé en madera, con su nombre grabado por un lado y el mío por el otro, que colgaba de una tira de cuero de cerdo. Si hubiera sido de oro puro, Torito no la habría apreciado más. Se la colgó al cuello y no volvió a quitársela. Te cuento esto, Camilo, porque esa cruz jugó un papel fundamental años después.

 

 

Si le avisaban con anticipación, José Antonio trataba de coincidir con miss Taylor y Teresa, y aprovechaba para pedirle la mano de nuevo a la irlandesa, para no perder la costumbre. Trabajaba con Marko Kusanovic a una distancia relativamente corta a vuelo de pájaro, pero al principio, antes de tener su oficina en la ciudad, debía bajar de la montaña por senderos traicioneros para llegar al tren. El tío Bruno y yo lo recogíamos en la estación y lo poníamos al día sobre la familia, lejos de los oídos de mi madre y las tías. Estábamos cada vez más preocupados por mi madre, que no salía de la cama durante la abrumadora humedad del invierno, arropada hasta las orejas, con cataplasmas calientes de linaza en el pecho, absorta en un torrente continuo de oraciones.

Al tercer año decidieron que ella no resistiría otro invierno, había que mandarla al sanatorio de las montañas, donde había estado varias veces antes. José Antonio ya ganaba lo suficiente para hacerlo. Desde entonces, Lucinda y la tía Pilar acompañaban a la enferma en el tren y luego en el bus que la conducía al sanatorio, donde pasaba cuatro meses reponiéndose de los pulmones y de la melancolía. La iban a buscar en la primavera, y regresaba con ánimo suficiente para vivir un poco más. Por esas ausencias prolongadas, y porque la vi casi siempre incapacitada para una existencia normal, los recuerdos que tengo de mi madre son menos precisos que los de otras personas con quienes crecí, como mis tías, Torito, miss Taylor y los Rivas. Su condición de enferma eterna es la causa de mi buena salud; para no seguir sus pasos, he vivido ignorando orgullosamente los malestares que me han tocado. Así aprendí que, en general, se curan solos si los trato con indiferencia y le doy tiempo a la naturaleza.

En primavera y verano no había descanso en la granja de los Rivas. Durante la mayor parte de la estación estival yo andaba de gira con la escuelita de Abel y Lucinda, pero también pasaba tiempo en Santa Clara ayudando a los otros. Cosechaban verduras, legumbres y frutas, cocían las conservas en frascos herméticos, hacían dulces, mermeladas y quesos con leche de vaca, cabra y oveja, ahumaban la carne y el pescado. Era también el tiempo en que nacían las crías de los animales domésticos, una fiesta efímera para mí, porque los alimentaba con biberón y les ponía nombre, pero apenas me había en­cariñado con ellos los vendían o sacrificaban y tenía que olvidarlos.

Cuando llegaba el día de matar un cerdo, el tío Bruno y Torito se encargaban de hacerlo en uno de los cobertizos, pero, por lejos que me escondiera, podía escuchar el desgarrador bramido del animal. Después, Facunda y la tía Pilar, ensangrentadas hasta los codos, preparaban longanizas, chorizos, jamones y salames, que yo devoraba sin cargo de conciencia. Varias veces a lo largo de mi vida me he propuesto volverme vegetariana, Camilo, pero me flaquea la voluntad.

 

 

Así pasaron los años de mi adolescencia, el tiempo de El Destierro, que recuerdo como el más diáfano de mi vida. Fueron años sosegados y abundantes, dedicada a los menesteres rudimentarios del campo y a la devoción de enseñar junto a los Rivas. Leía mucho, porque miss Taylor se encargaba de mandarme libros de la capital, y los comentábamos en nuestra correspondencia o cuando ella llegaba a la granja de vacaciones. También con Lucinda y Abel compartíamos ideas y lecturas que me iban abriendo nuevos horizontes. Tuve claro desde chica que mi madre y mis tías pertenecían a una época pasada, no les interesaba el mundo exterior ni nada que sacudiera sus creencias, pero aprendí a respetarlas.

Nuestra casa era pequeña, y la convivencia, muy estrecha; estaba siempre acompañada, pero al cumplir dieciséis años recibí de regalo una cabaña a pocos metros de la casa principal, que Torito, la tía Pilar y el tío Bruno construyeron en un abrir y cerrar de ojos, y la bauticé La Pajarera, porque eso parecía con su forma hexagonal y su tragaluz en el techo. Allí tenía espacio para la soledad necesaria, y privacidad para estudiar, leer, preparar clases y soñar lejos del parloteo incesante de la familia. Seguí durmiendo en la casa con mi madre y mis tías, en una colchoneta que tendía cada noche cerca de la estufa y recogía por la mañana; lo último que hubiera deseado era enfrentar sola los terrores de la oscuridad en La Pajarera.

Con el tío Bruno celebraba el milagro de la vida en cada pollito que salía del cascarón y en cada tomate que llegaba del huerto a la mesa; con él aprendí a observar y escuchar con atención, a ubicarme en el bosque, a nadar en ríos y lagos helados, a encender fuego sin fósforos, a abandonarme al placer de hundir la cara en una sandía jugosa y a aceptar la pena ine­vitable de despedirme de la gente y los animales, porque no hay vida sin muerte, como él sostenía.

Como carecía de un grupo de chicos de mi edad, pues mis amistades eran los adultos y niños que me rodeaban, no tenía con quién compararme, y no sufrí el desquicio tremendo de la adolescencia; simplemente transité de una estación a otra sin darme cuenta. Del mismo modo me salté las quimeras románticas tan normales a esa edad, porque no había muchachos que las inspiraran. Aparte de aquel cacique que intentó cambiarme por un caballo, nadie me consideraba mujer, yo era sólo una chiquilla, la sobrina postiza de Bruno Rivas.

De la niña insoportable que fui, poco quedaba. Miss Taylor, que me conoció cuando echaba espumarajos de rabia y sacudía las paredes con mis berridos, decía que el campo y la convivencia con los Rivas habían logrado más que toda la edu­cación que ella pudo impartirme; tenía más valor didáctico ordeñar vacas que memorizar una lista de reyes muertos, aseguraba. El trabajo físico y el contacto con la naturaleza me dieron lo que no hubiera obtenido en ningún colegio, tal como profeticé cuando quisieron mandarme interna a donde los misioneros ingleses.

Al ver las únicas dos fotos que existen de aquella época, compruebo que a los dieciocho años yo era bonita; sería falsa modestia negarlo, pero no lo sabía, porque en mi familia y entre la gente de esa región eso no servía de mucho. Nadie me lo dijo, y el único espejo de la casa apenas me servía para peinarme. Tenía los ojos negros, un error de la naturaleza, porque soy muy pálida y esas pupilas de aceituna no me correspondían, y una mata indómita de cabello oscuro y brillante, que recogía en una trenza a la espalda, y lavaba con la espuma jabonosa de una corteza de árbol nativo. Mis manos, de dedos largos y muñecas finas, estaban muy maltratadas por las labores agrícolas y el lavado con lejía, eran manos de lavandera, como decía miss Taylor, con conocimiento de causa por su experiencia en el orfelinato de Irlanda. Me vestía con la ropa que cosían mis tías, pensando en la utilidad práctica y no en la moda; para el diario, un overol o mameluco de tela basta, y zuecos de madera y cuero de cochino; para salir, un sencillo vestido de percal con cuello de encaje y botones de madreperla.

 

 

Hasta aquí te he contado poco de Apolonio Toro, el inolvidable Torito, que merece un homenaje porque me acompañó durante muchos años en vida y siguió acompañándome después de morir. Supongo que nació con algunas diferencias genéticas, porque no se parecía a nadie. De partida, era un gigante en nuestro país, donde antes la gente era chaparrita; ahora no, ahora las generaciones jóvenes superan en altura a sus abuelos por una cabeza. Por ser tan grandote, se movía con lentitud de paquidermo, y eso acentuaba su aspecto de bruto amenazante, lo que contradecía su verdadera naturaleza dócil. Habría podido estrangular a un puma con las manos peladas, pero si se burlaban de él, como sucedía a veces, no se defendía, como si tuviera plena consciencia de su fuerza y rehusara usarla contra otros. Tenía la frente estrecha, los ojos pequeños y hundidos, la mandíbula protuberante y la boca siempre entreabierta.

Una vez, en el mercado, unos muchachos lo rodearon a prudente distancia, acosándolo a los gritos de «¡retardado!», «¡idiota!», y tirándole piedras. Torito aguantó sin alterarse ni tratar de protegerse, con un corte en la ceja y la cara manchada de sangre. Se había formado un pequeño corrillo de curiosos cuando llegó el tío Bruno, atraído por el bochinche, y enfrentó a los agresores, furioso. «¡El gorila nos atacó!», «¡hay que encerrarlo!», chillaban, pero retrocedieron y por último se fueron lanzando insultos.

Lo veo sentado en un banco, las sillas le quedaban chicas, lejos de la estufa, porque era acalorado, tallando con su cuchillo algún animalito de madera para los niños, que llegaban a la casa atraídos por las galletas de Facunda. Los mismos niños, que al principio le tenían terror, pronto lo seguían a todas partes. Las mujeres dormíamos en la casa, pero él necesitaba mucho aire, y si no llovía se echaba con una manta bajo el cobertizo. Decíamos que dormía con un ojo abierto, siempre vigilante. Mil veces terminé acurrucada en sus brazos cuando despertaba con una pesadilla. Torito me oía gritar y acudía antes que nadie y me mecía como a un bebé, canturreando «duérmase mi niña, duérmase no más, el Cuco ya se fue y no volverá».

En el campo, Torito encontró su lugar en este mundo. Creo que entendía el idioma de los animales y las plantas; podía calmar a un caballo chúcaro hablándole bajito, y animar los sembrados tocando su armónica. Adivinaba los cambios de clima mucho antes de que aparecieran los signos que el tío Bruno conocía. El hombrón torpe y pesado que era en la ciudad se transformó en la naturaleza en un ser delicado, con antenas para captar su entorno y las emociones de la gente.

Cada tanto, desaparecía. Sabíamos que iba a partir porque cambiaba las suelas de sus botas, empacaba un hacha, su cuchillo y su navaja, la caña de pescar, material para sus trampas y las provisiones que le daba Facunda, que lo trataba con el mismo afecto gruñón y autoritario que empleaba con el tío Bruno. Envolvía todo en la manta y se atravesaba el rollo en diagonal en la espalda, atado al pecho con correas. Se despedía sin muchas palabras y se iba caminando. Se negaba a cabalgar; decía que era muy pesado para el lomo de un caballo o de una mula. Se perdía durante semanas y regresaba flaco, barbudo, negro de sol y feliz. Le preguntábamos dónde había an­dado, y su respuesta era siempre la misma: conociendo. Esa pa­labra abarcaba los bosques impenetrables de la selva fría, los volcanes y las cumbres de la cordillera, los precipicios y pasos escarpados de la frontera natural, los ríos torrentosos, las cascadas blancas de espuma, las lagunas escondidas en los res­quicios de las rocas, y también incluía a los baquianos, que conocían el terreno palmo a palmo, pastores y cazadores, y los indígenas, que lo respetaban y apodaron Fuchan por su gran tamaño. Entre esa gente, Torito no era el idiota del pueblo, sino el gigante sabio.

 

 

Un sábado, a fines del otoño, uno de los trabajadores de una hacienda cercana, que me había visto en un rodeo, llegó a donde los Rivas con la disculpa de comprar unos cerdos; no imaginé que venía atraído por mí. Recuerdo que era un tipo mal afeitado, con voz mandona y porte arrogante, que nos habló desde su montura. Los cochinillos estaban muy chicos, no convenía venderlos todavía, y el tío Bruno le dijo que regresara al cabo de dos meses, pero como el otro se quedó conversando un rato, lo invitó a entrar en la casa a refrescarse. Les serví chicha de manzana e hice ademán de retirarme, pero el hombre me detuvo con un chasquido de la lengua, como a un perro.

—¿Adónde vas, linda? —dijo.

El tío Bruno se puso de pie, más sorprendido que enojado, porque no estábamos habituados a esa insolencia, y me mandó a ver a mi madre, mientras se las arreglaba para deshacerse del desconocido.

Esa tarde me tocaba el baño semanal. En el cobertizo, Facunda y Torito encendían fuego y calentaban agua en un caldero enorme, que vaciaban en la batea de madera. Torito bajaba la cortina de lona, que servía de puerta, y se retiraba, mientras Facunda me ayudaba a lavarme el pelo y refregarme entera hasta dejarme colorada y reluciente. Era un ritual largo y sensual, el agua caliente y el aire frío de la tarde, la espuma de la corteza de árbol en el pelo, la esponja dura en la piel, la fragancia limpia de las hojas de menta y albahaca, que Facunda remojaba en la bañera. Después yo me secaba con trapos, no teníamos toallas, y Facunda me desenredaba el pelo. El mismo proceso hacía yo con ella, con Lucinda y con mis tías. A mi madre la lavábamos por partes, para que no se enfriara. Los hombres se lavaban con baldes de agua fría, o en el río.

Ya estaba oscureciendo cuando me despedí de Facunda y me fui a nuestra casa, en camisón de dormir y con un chaleco grueso, a compartir con mis tías el tazón de caldo y el pan con queso que constituía nuestra cena habitual. De pronto volví a escuchar el chasquido que horas antes había emitido aquel hombre, y antes de que alcanzara a reaccionar se me apareció al frente.

—¿Adónde vas, linda? —repitió en tono descarado.

A varios pasos de distancia se podía oler que había bebido. No sé qué idea se había hecho de mí; tal vez pensó que yo era una sirvienta de los Rivas, alguien insignificante de quien podía aprovecharse. Traté de apurarme hacia mi casa, pero me cortó el paso y se me fue encima, me agarró por el cuello con una mano, y con la otra me tapó la boca.

—Si gritas, te mato, tengo un cuchillo —masculló, mordiendo las palabras, y me dio un rodillazo en el vientre que me dobló en dos.

Me llevó a la rastra a mi Pajarera, empujó la puerta de una patada y me encontré en la choza totalmente a oscuras. La Pajarera estaba cerca de la casa, y si hubiera gritado alguien me habría oído, pero el miedo me impedía pensar. Me tiró al suelo, sin soltarme, y sentí el golpe de la nuca contra las tablas del piso. Su mano libre trataba de subirme el camisón y arrancarme las bragas, mientras yo pataleaba débilmente, aplastada por su peso. Su mano callosa me tapaba la boca y parte de la nariz; no podía respirar, me estaba ahogando. Rasguñé su brazo tratando de soltarme, tragar aire era mucho más urgente que defenderme.

 

 

No recuerdo lo que pasó después, tal vez perdí el conocimiento o simplemente el trauma borró para siempre la memoria de ese hecho grosero. Es posible que Torito, al ver que me demoraba en llegar a la casa, hubiera salido a buscarme, y algo debió de escuchar, porque fue a La Pajarera y alcanzó a coger al hombre con sus manazas y quitármelo de encima antes de que me violara. Esto me lo contaron después las tías, y agregaron que Torito se lo había llevado en vilo hasta la salida de Santa Clara y lo había tirado como un saco de papas en medio del camino con una patada formidable de despedida.

Los policías llegaron dos días más tarde a interrogar a la gente de los alrededores. Unos pescadores habían encontrado entre los cañaverales del río, a dos kilómetros de distancia, el cadáver de un hombre llamado Pascual Freire, administrador del fundo vecino, el de los Moreau. Fue fácil identificarlo porque era conocido en la zona; tenía mala fama de ebrio y pendenciero, y había tenido más de un encuentro con la ley. La explicación razonable era que Freire estaba borracho y se ahogó, pero presentaba laceraciones en el cuello. Los policías nada sacaron en limpio; en realidad conducían su pesquisa sin ningún entusiasmo, y al poco rato se fueron.

¿Quién acusó a Torito? Nunca lo sabré, así como tampoco sabré si fue responsable de la muerte de ese hombre. Lo arrestaron ese fin de semana y lo encerraron en Nahuel, esperando la orden de trasladarlo a Sacramento. Llamamos a José Antonio de inmediato, y este tomó el primer tren del día siguiente. Entretanto, los tres Rivas fueron a dar testimonio de que Apolonio Toro era una persona pacífica, que jamás había dado muestras de violencia, como podía atestiguar mucha gente, especialmente los niños. Lo único que consiguieron fue que no lo llevaran a Sacramento ese mismo día, y así mi hermano alcanzó a llegar.

José Antonio ejercía poco como abogado, pero los humildes policías del lugar, que escasamente podían leer, no lo sabían. Se presentó en el recinto, que era apenas una casucha con una jaula para los presos, de sombrero y corbata, con un maletín negro vacío, pero impresionante, y el tono indignado de un rey ofendido. Los apabulló con su jerga legal y, una vez que los hubo amedrentado, les pasó unos cuantos billetes para compensarlos por sus molestias. Soltaron al detenido con la advertencia de que lo tendrían en observación. Torito regresó a la casa en el camioncito del tío Bruno, y hubo que ayudarlo a bajar porque lo habían molido a bastonazos.

Nadie en mi familia o la de los Rivas le hizo preguntas. Facunda se esmeró en consolarlo con lo mejor de su pastelería, mientras la tía Pía colaboraba con Yaima, su rival, para curarlo. Torito orinaba con sangre, porque le habían dañado los riñones, y tenía tantas costillas rotas que apenas podía aspirar aire. No me moví de su lado, devorada por la culpa, ya que él me había salvado a riesgo de su libertad, y tal vez de su vida, pero cuando quise darle las gracias repitió lo mismo que les había dicho a los policías cuando lo interrogaron sobre Pascual Freire:

—A ese muerto, yo no lo conocía.

Según José Antonio, eso podía interpretarse de varias maneras.