En el verano siguiente, cuando todavía el fantasma de Pascual Freire se aparecía en nuestras conversaciones, siempre que Torito no estuviera presente, porque debíamos evitarle el recuerdo de esa pesadilla, conocí a Fabian Schmidt-Engler, el hijo menor de una numerosa familia de inmigrantes alemanes, que llegaron sin nada y en un par de décadas de trabajo duro con visión de futuro, con tierra y préstamos del gobierno, se habían convertido en ciudadanos prósperos. El padre de Fabian era dueño de la mejor lechería de la zona, y su madre y sus hermanas manejaban un hotel encantador a orillas del lago, a cuatro kilómetros de Nahuel, favorito de los turistas que acudían, desde el otro lado del mundo, a pescar.
A los veintitrés años, Fabian había terminado sus estudios de veterinaria y andaba ofreciendo sus servicios para hacer la práctica requerida para sacar el diploma. Llegó a donde los Rivas a caballo, con un par de bolsos de cuero colgando de la montura, camisa y pantalón de explorador con treinta bolsillos, peinado a la gomina y el mismo aire de extranjero desorientado que habría de tener siempre. Había nacido en este país, pero era tan desabrido y formal, tan empecinado y puntual, que parecía recién llegado de muy lejos.
Yo estaba saliendo de la casa, vestida de domingo, porque iba a ir en el camión del tío Bruno a la estación de Nahuel. Ese día llegaba mi hermano de Sacramento, donde ya tenía una oficina con Marko Kusanovic. Era el primer verano que yo no iba de gira a dar clases con Abel y Lucinda, porque me estaba preparando para trasladarme a la ciudad en el otoño. Al ver a ese joven vestido de geógrafo, lo confundí con uno de los forasteros que habían aparecido días antes por allí con la novedad de andar observando pájaros. Nadie les creyó, porque la idea de pasar horas inmóvil mirando el aire con binoculares para vislumbrar un jote de cabeza colorada y anotarlo en una libreta era del todo incomprensible. Tal vez andaban reconociendo el terreno para montar algún negocio de esos que sólo se les ocurren a los gringos, dijeron los vecinos.
—Por aquí no hay pájaros raros —lo saludé.
—¿Tienen… vacas? —tartamudeó el recién llegado.
—Dos, la Clotilde y la Leonor, pero no se venden.
—Soy veterinario. Fabian Schmidt-Engler… —dijo, desmontando para caer encima de una bosta fresca y embadurnarse las botas.
—Aquí no hay nadie enfermo.
—Pero podría haber —sugirió él, con las orejas ardiendo.
—El tío Bruno y la tía Pía curan a los animales, y si la cosa es muy grave llamamos a la Yaima.
—Bueno, si me necesitan me puedes ubicar en el hotel Bavaria.
—¡Ah! Eres de esos Schmidt, los del hotel.
—Sí. Allí hay teléfono.
—Aquí no, pero hay uno en Nahuel.
—Gratis… digo, atiendo gratis…
—¿Por qué?
—Estoy haciendo la práctica.
—Dudo que el tío Bruno te deje practicar con la Clotilde o la Leonor.
Eso no detuvo a Fabian; regresó al día siguiente, a la hora del té, con un kuchen de durazno horneado en el hotel. Había pasado la noche atormentado por el insomnio del enamoramiento súbito, según supe más tarde, y venciendo su atávica cautela sustrajo el kuchen de la cocina y cabalgó cuarenta minutos con la esperanza de volver a verme. Lo recibió el pequeño clan Del Valle completo, más el tío Bruno y Torito; ninguno le quitaba los ojos de encima al veterinario intruso, temiendo que su intención fuera seducirme. Facunda sirvió el té de mal humor.
—Aquí no hay que traer comida, caballero, tenemos de sobra —masculló al ver el kuchen.
Fabian poseía la disciplina y tenacidad que habían hecho la fortuna de su familia. Se propuso conquistarme, y no hubo forma de disuadirlo. Ni la abierta desconfianza inicial del tío Bruno ni los gruñidos de Facunda lograron amedrentarlo, y tampoco retrocedió ante mi impavidez. No me di cuenta de su desvarío sentimental hasta mucho después, lo trataba como si fuera un pariente lejano y poco interesante. Nos visitó cada día durante dos meses del verano, con humildad de suplicante, resistiendo heroicamente incontables tazas de té, alabando las tartas y queques de Facunda —no volvió a cometer el error de aparecer con un kuchen— y entreteniendo a mi madre y a mis tías con eternos juegos de naipes, mientras yo me escabullía a mi Pajarera a leer en paz. Era tan neutro y aburrido que inspiraba confianza instantánea.
Apenas se sintió cómodo, Fabian superó esa manera vacilante de hablar, que me irritaba, pero no era un tipo parlanchín, y a diferencia de todos los otros hombres que he conocido en mi vida prefería no dar su opinión si no era experto en el tema. Esa prudencia, que podía interpretarse como ignorancia, no le impidió tener un éxito inusitado en su encomiable profesión de curar animales, como contaré más adelante, si es que me acuerdo. El tío Bruno, que tan groseramente había despedido a otros jóvenes, terminó por acostumbrarse a verlo ir y venir. Un día le permitió estar presente en el nacimiento del ternero de la Clotilde, y entonces supimos que el joven había sido plenamente aceptado.
Su compañía aliviaba el tedio de mi familia, que por estar aislada tenía pocos temas de conversación. Hablábamos siempre de lo mismo: el campo, los vecinos, la comida, las enfermedades y los remedios. Sólo cuando llegaban miss Taylor y Teresa se animaba la tertulia. Las noticias de la radio nos parecía que provenían de otro planeta; nada tenían que ver con nosotros. Fabian contribuía con muy poco a la plática, pero su indulgencia para escuchar lograba inspirar a los demás, y así me enteré de algunos aspectos de nuestro pasado que desconocía. Mis tías le contaron, por ejemplo, acerca del terremoto del año en que nació José Antonio, la pandemia de cuando yo nací, y otras catástrofes que sucedieron cuando nacieron cada uno de mis otros cuatro hermanos. No creo que fueran señales del destino, como pensaban mis tías, sino que en este país siempre hay calamidades, y no cuesta nada relacionarlas con cualquier suceso de la vida, desde el nacimiento hasta la muerte. También supe que la abuela Nívea, la madre de mi padre, había muerto decapitada en un escalofriante accidente de automóvil, y que su cabeza se había perdido en un potrero; que existía una tía capaz de hablar con las ánimas, y que hubo un perro que creció y creció hasta alcanzar el tamaño de un dromedario.
Es decir, mi familia por el lado paterno resultó más original de lo esperado; lamenté haber perdido el contacto con ellos. Esos son tus ancestros, Camilo, te conviene averiguar más sobre ellos; algunas características suelen ser hereditarias. Por supuesto, nunca mencionaban a mi padre, ni las razones por las cuales nos habíamos alejado de esos parientes y nos habíamos desterrado en Santa Clara. El joven se abstuvo de preguntar.
Fabian fue incapaz de disimular el alboroto de sus sentimientos; todos se dieron cuenta, menos yo. Al ver lo que le ocurría al menor de la familia, sus hermanas hicieron las averiguaciones del caso sobre los Rivas, gente modesta, pero muy bien considerada en la zona, y los Del Valle, de apellido aristocrático en la capital, pero seguramente de una rama empobrecida, de otro modo no se explicaba que viviéramos como allegados en el predio de los Rivas. Si se enteraron del escándalo de Arsenio del Valle, no lo relacionaron conmigo. Supongo que discutieron la situación en el seno del clan y concluyeron que no quedaba más remedio que darle una mirada a la muchacha elegida por Fabian. Poco antes de mi partida a Sacramento, mi madre, mis tías y yo recibimos una invitación a almorzar al hotel Bavaria. Bruno nos llevó en el camioncito, que había reemplazado a la antigua carreta de las mulas.
Nos recibió el escuadrón femenino de los Schmidt-Engler en formación: la madre, las hermanas y cuñadas, más un tropel de niños de varias edades, tan rubios y pulcros como Fabian, arios puros. El hotel era entonces, y sigue siendo hasta ahora, una construcción sencilla de madera de secoya, de estilo escandinavo, con enormes ventanales, en un promontorio elevado junto al lago, con la vista espectacular del volcán nevado, que a esa hora brillaba como un faro en el cielo despejado. Los jardines en terrazas, que descendían hasta la delgada franja de playa a orillas del agua, eran una orgía de flores, cruzados por senderos angostos donde paseaban algunos huéspedes.
Habían puesto una mesa larga en una de las terrazas, lejos del barullo del comedor, con mantel blanco y rosas en frascos de vidrio, entre las fuentes de ensaladas y carnes frías. Después mis tías comentaron que no habían gozado de tal refinamiento desde la época de la casa grande de las camelias, antes de que empezara el aciago camino hacia la ruina de mi padre.
Creo que les causé una impresión favorable a esas mujeres, con mi trenza, mi vestido pueril y mis modales de señorita, a pesar de no ser aria y de mi mal disimulada pobreza. Si me casaba con Fabian, no aportaría nada en el plano económico, además de destacar como una mancha entre ellos. Sin duda lo pensaron, pero se lo callaron, porque eran demasiado educadas para sugerir tales objeciones en voz alta. Tarde o temprano, la mezcla con gente del país de adopción sería inevitable, aunque era una lástima que le tocara justamente a su familia. Esto no es un prejuicio de mi parte, Camilo, porque en esos tiempos algunos colonos extranjeros todavía vivían en círculos cerrados. Había media docena de estupendas chicas alemanas casaderas de buena posición, que hubieran calzado mejor con Fabian. Además, él era demasiado joven para casarse, todavía le faltaba su diploma y ganarse la vida, ya que rehusaba trabajar para su padre.
Al comprobar que yo no había sido rechazada de plano por los suyos, Fabian decidió actuar antes de que cambiaran de opinión y yo me fuera a Sacramento. Me acorraló al día siguiente en un descuido de las tías, y me anunció, trémulo, que necesitaba hablarme en privado. Lo conduje a La Pajarera, el refugio donde rara vez alguien más que yo ponía los pies. En la puerta colgaba un aviso pintado en un trozo de madera que prohibía la entrada «a personas de ambos sexos». La luz de la tarde iluminaba el interior, que todavía olía a madera de pino. El mobiliario consistía en un tablón con patas de hierro a modo de mesa, estanterías con libros, un baúl de viaje y un diván destartalado, que le señalé, mientras yo me instalaba en la única silla.
—Sabes… lo que voy… voy… voy… a decirte, ¿verdad? —tartamudeó penosamente Fabian, estrujando uno de los tres pañuelos que siempre llevaba en sus numerosos bolsillos.
—No, pues ¿cómo voy a saberlo?
—Por favor, cásate conmigo —me soltó de un tirón, casi a gritos.
—¿Casarme? Apenas tengo veinte años, Fabian. ¿Cómo me voy a casar?
—No tiene que ser… ahora mismo, po… po… podemos esperar… Me voy a graduar pronto.
Mis tías y el tío Bruno se habían burlado más de una vez de las visitas diarias del veterinario, eso debió darme la pauta de que estaba interesado en mí; no había nadie más en quien ese joven hubiera podido fijar su atención en Santa Clara, pero su declaración me sorprendió. Le había tomado cariño, a pesar de que su presencia constante me fastidiaba. Si alguna tarde no llegaba a la hora de siempre, empezaba a mirar el reloj de péndulo con cierta inquietud.
Lo primero que sentí cuando me habló de casamiento fue aprensión ante la posibilidad de formar parte de la colonia alemana, donde me sentiría como un pato desplumado, entre cisnes. Casarme con Fabian era un tremendo disparate, pero al verlo allí, frente a mí, azorado, chapaleando en el torrente de su primer amor, no tuve corazón para rechazarlo de plano.
—Perdóname, pero ahora no puedo darte una respuesta, tengo que pensarlo. Esperemos un tiempo y entretanto nos vamos conociendo mejor, ¿te parece?
Fabian aspiró una bocanada de aire, llevaba más de un minuto sin respirar, y se secó la frente con el pañuelo, tan aliviado que se le aguaron los ojos. Temiendo que se echara a llorar, me acerqué un par de pasos y me empiné para besarlo en la mejilla, pero él me atrajo con firmeza y me besó de lleno en la boca. Me eché atrás, asustada por la reacción desesperada de ese hombre, aparentemente tan medido y prudente, pero él no me soltó y siguió besándome hasta que me relajé en sus brazos y lo besé a mi vez, explorando esa intimidad recién inventada.
Es difícil describir las emociones contradictorias que me sacudieron en ese momento, Camilo, porque con los años la urgencia del deseo se pierde y ese tipo de recuerdo se vuelve absurdo, como una crisis psicótica ocurrida a otra persona. Supongo que sentí el despertar de la sexualidad, placer, excitación, curiosidad, mezclado con el temor de comprometerme demasiado y no poder retroceder, pero ya no estoy segura de nada relacionado con el sexo. Se me ha olvidado cómo era.
A nadie le comenté lo ocurrido, pero todos, hasta Torito con su inocencia, lo adivinaron, porque la calidad del aire cambiaba cuando Fabian y yo estábamos juntos. Con cualquier pretexto desaparecíamos en La Pajarera, impulsados por un vendaval de anticipación que era imposible ocultar. Las caricias fueron escalando, como era de esperar, pero él tenía ideas fijas sobre lo que estaba permitido antes del matrimonio y nada lo hizo flaquear, ni su amor ardiente ni mi fácil complacencia. A pesar del peligro de quedar embarazada y de la rígida formación que había recibido, me rebelaba ante la santurronería de Fabian, y si él lo hubiera permitido habríamos hecho el amor desnudos, en vez de esas escaramuzas agotadoras enredados en la ropa. Te aclaro, Camilo, que en ese tiempo se suponía que las niñas de mi medio social no se acostaban con los novios ni con nadie antes de casarse. Estoy segura de que muchas lo hacían, pero ni bajo tortura lo hubieran admitido. Todavía no se había inventado la píldora anticonceptiva.
Esos días en que pudimos vernos antes de que me fuera, descubriéndonos mutuamente en la cabaña, escondidos en el establo o en el maizal del potrero, selló la determinación de Fabian de amarme para siempre, como habría de reiterarme mil veces en sus cartas. En mí despertó la convicción serena de que algún día me casaría con él, porque lo natural para cualquier mujer era convertirse en esposa y madre.
—Fabian es un buen tipo, decente, trabajador, transparente, muy apegado a su familia, como debe ser, y la profesión de veterinario es muy respetable —decía la tía Pilar.
—Ese joven es una de esas personas leales que nacen para vivir un solo gran amor —agregaba la tía Pía, romántica invencible.
—Es un plomazo, tías. Es tan predecible que se puede saber cómo va a ser dentro de diez, veinte o cincuenta años —alegaba yo.
—Mejor un marido pesado que uno casquivano.
¿Qué sabían del amor y el matrimonio ese par de solteronas? Me gustaba el juego sexual con Fabian, aunque me dejaba ansiosa y enrabiada, pero sentía poca atracción física o sentimental por ese hombre alto, flaco, rígido de postura, solemne de modales y puritano de costumbres. Seguramente sería un excelente marido, pero yo no sentía ninguna urgencia en casarme. Quería saborear algo de libertad antes de optar por una vida apacible a su lado, criando niños en la seguridad inmutable de su clan. Imaginaba ese futuro como una llanura sosegada en la que nada inusitado podía suceder, nada de encrucijadas, encuentros o aventuras, un camino recto hasta la muerte.