Marko Kusanovic había emigrado de Croacia a finales del siglo XIX, a los catorce años, solo y sin dinero, con el nombre de un pariente que había partido diez años antes a Sudamérica escrito en un trozo de papel. Nunca había visto un mapa y no sospechaba la distancia que iba a recorrer, no estaba seguro de la dirección a tomar y no hablaba ni una palabra de español. Pagó su pasaje trabajando en un barco de carga cuyo capitán, otro croata, se compadeció de él y lo puso de ayudante del cocinero. Al llegar no pudo ubicar a la persona anotada en el papel, porque se había equivocado de país y su pariente estaba en Pernambuco. Era fuerte para su edad y se ganó la vida como estibador en el puerto, minero y otros oficios, hasta terminar de capataz en el aserradero de Arsenio del Valle. Tenía don de mando y le gustaba la vida ruda en la cordillera. Allí trabajó durante once años, hasta que lo cerraron; entonces se dispuso a comenzar de nuevo en cualquier otro empleo al aire libre, porque no era hombre de ciudad. La llamada de José Antonio fue providencial.
Al asociarse con Kusanovic, mi hermano cerró el acuerdo con un apretón de manos, y eso les habría bastado a ambos, pero por razones legales debieron inscribir la sociedad en una notaría de Sacramento. Al firmar los documentos, José Antonio cambió su apellido a Delvalle, un gesto simbólico para cortar con el pasado, y práctico, para diferenciarse de su padre.
Las casas prefabricadas de madera ya existían en otras partes, José Antonio lo había leído en una revista, pero a nadie se le había ocurrido hacerlas en nuestro país, donde cada tanto viene un terremoto, descalabra los cimientos de la civilización y después hay que reconstruir deprisa. Marko sabía de madera y José Antonio podía conseguir préstamos, correr con los aspectos legales y la administración. Había aprendido mucho en los negocios de su padre, y también había aprendido con su derrumbe final.
—A nosotros nos van a conocer por la honestidad —le dijo a Marko.
Lo primero fue idear un plano básico con paneles de medidas fijas, unos lisos y otros con puertas o ventanas. Para ampliar la construcción bastaba con multiplicar los módulos; así se podía hacer desde una vivienda mínima hasta un hospital. Con los planos bajo el brazo, José Antonio se presentó en el Banco Regional de Sacramento y consiguió el préstamo necesario para rescatar el aserradero que había sido de su padre. Al despedirse, el gerente pidió ser aceptado como socio capitalista. Eso le abrió a mi hermano las puertas del mundillo financiero de la provincia, donde nadie cuestionó el apellido Delvalle, y así comenzó la empresa Casas Rústicas, que todavía existe, aunque ya no pertenece a mi familia.
El primer año, José Antonio acampó con Marko en los bosques cordilleranos, mientras resucitaban el aserradero muerto y organizaban el transporte de tablas a la modesta fábrica de paneles, que instalaron en las afueras de Sacramento. Al año siguiente dividieron el trabajo, Marko se hizo cargo de la producción y José Antonio abrió una oficina para vender las casas. Los primeros pedidos fueron de hacendados de la provincia, que necesitaban viviendas mínimas para trabajadores temporales, y después fueron unidades para familias de bajos ingresos. Nunca se había visto tanta eficiencia por esos lados. Llegaban un par de obreros a hacer los cimientos e instalar las cañerías, y apenas se secaba el cemento aparecía un camión con los módulos, que se levantaban en menos de dos días, y al tercero se ponía el techo y se celebraba con un asado bien regado con vino para los trabajadores, gentileza de Casas Rústicas, que resultó ser buena publicidad.
La primera vivienda que levantaron de muestra era funcional, pero parecía una perrera. Era tan básica que rayaba en lo patético, en eso estuvimos de acuerdo Marko, José Antonio y yo. Ellos sugirieron disimularla con plantas, pero se habría necesitado un bosque para taparla por completo. En un chispazo de inspiración, se me ocurrió ponerle en el techo una capa de coirón, la paja que usaban los indígenas en sus chozas, para justificar el nombre de «casa rústica» y ocultar el corrugado, que le daba un aspecto muy ordinario. Fue un éxito. José Antonio salió retratado en la prensa de la provincia junto a su casa modelo, con el comentario de que además de ser cómoda y barata resultaba encantadora con su peluquín de paja. Pronto el negocio dio para ampliar la fábrica de módulos y contratar a un arquitecto.
Ese año convencí a mi hermano de que me empleara, ya que me debía el favor de los techos de paja. Me estaba ahogando en el ambiente minúsculo de Santa Clara, donde había vivido tantos años; necesitaba ver algo de mundo antes de atarme para siempre a la imperturbable realidad que iba a compartir con Fabian. Los Rivas pretendían que estudiara para maestra, ya que tenía talento para enseñar, además de experiencia, pero no me gustan los niños; lo único bueno de los niños es que crecen.
Mi madre y mis tías estuvieron de acuerdo en que me haría bien pasar un año o dos en Sacramento; sólo Torito puso objeciones, porque no podía imaginar la vida sin mí, y también Fabian, por la misma razón. La familia Schmidt-Engler, en cambio, debió de celebrar esa separación temporal que, con un poco de suerte, podía ser definitiva. Seguramente pensaban que en la ciudad podría aparecer algún joven apropiado para una chica como yo, y entretanto ellos podrían movilizar a algunas candidatas más apropiadas para Fabian en la colonia alemana.
Los preparativos para el viaje comenzaron con anticipación, porque yo necesitaba un ajuar; no podía andar en Sacramento con mameluco de brin, zuecos de madera y poncho indígena. Miss Taylor nos mandó de la capital varios moldes para hacer vestidos y material para sombreros; la máquina de coser no tuvo descanso durante semanas. Hasta la tía Pilar, que habitualmente prefería herrar caballos y arar la tierra con el tío Bruno, se sumó al esfuerzo colectivo. Improvisaron un colgadero con una barra de hierro, donde se fueron acumulando mis atuendos de ciudad, vestidos copiados de las revistas de miss Taylor, chaquetas, un abrigo con cuello y puños de piel de conejo, enaguas de seda y camisas de dormir. Aparte de las telas que había traído José Antonio, contábamos con los vestidos elegantes de mi madre, que no se habían usado en diez años y fueron descosidos para hacer otros a la moda.
—Tendrás que cuidar esta ropa, Violeta, porque será la misma de tu ajuar de novia —me advirtió la tía Pilar con las tijeras en la mano, porque también había llegado la hora de cortarme la trenza.
Todos, hasta mi madre, que rara vez dejaba la cama o el sillón de mimbre, fueron a la estación a despedirme. Viajé con tres pesadas maletas y una caja de sombreros, las mismas que se usaron años antes cuando escapamos a El Destierro, y un canasto enorme con el pícnic que me preparó Facunda y que alcanzó para compartir con otros pasajeros. En el último instante, para que no pudiera rechazarlo, Fabian me pasó por la ventanilla del tren un sobre con dinero y una carta de amor escrita en términos tan apasionados que me pregunté quién se la había dictado, porque me costaba imaginar que él pudiera expresarse con tanta elocuencia. Se ponía completamente tartamudo al hablar de sus sentimientos, pero con papel y pluma en la mano perdía sus inhibiciones.
En los últimos días se me contagió el nerviosismo general; era la primera vez que viajaba sola, y Fabian propuso acompañarme hasta la estación de Sacramento, donde me esperaría José Antonio, pero a instancias de Lucinda, que había interrumpido la gira estival para llegar con Abel a despedirme, me negué.
—No eres una mocosa. Defiende tu independencia, no dejes que nadie decida por ti. Para eso tienes que ser capaz de valerte sola. ¿Me has entendido? —me dijo.
Nunca he olvidado esa admonición.
Llevaba un año en Sacramento, trabajando como asistente de mi hermano José Antonio, cuando el tío Bruno nos llamó porque mi madre estaba muy mal. No era la primera vez que recibíamos una de esas llamadas alarmantes. La salud de mi madre había comenzado a decaer veinte años antes, y tantas veces imaginó sin mucho fundamento que agonizaba, que terminamos por prestarles poca atención a sus enfermedades. En esa ocasión, sin embargo, la situación era seria. El tío Bruno nos pidió que acudiéramos deprisa y ubicáramos a mis hermanos, para que alcanzaran a despedirse de ella.
Así fue como nos reunimos los seis hermanos Del Valle por primera vez desde el funeral de nuestro padre. Habían pasado diez años y apenas reconocí a cuatro de ellos, convertidos en padres de varios hijos, profesionales encumbrados en la sociedad, señorones conservadores y de buen pasar económico. Creo que ellos también sintieron que yo era una desconocida. Me recordaban como la chiquilla de trenzas que vieron por última vez en la ventanilla de un tren, y se hallaron frente a una mujer de veintiún años. El cariño se cultiva, Camilo, hay que regarlo como a una planta, pero nosotros dejamos que se secara.
Encontramos a mi madre inconsciente, reducida de tamaño, sólo huesos y piel. Pensé que habíamos llegado tarde, que había muerto sin que yo alcanzara a decirle que la quería, y sentí esos calambres en el estómago que suelen atormentarme en los peores momentos de angustia. Mi madre tenía la piel de un color azulado, con los labios y los dedos morados por la asfixia que había combatido durante años y que finalmente la derrotaba. Trataba de inhalar con dolorosa dificultad a bocanadas esporádicas; de pronto pasaba un par de minutos sin respirar, y cuando creíamos que se había ido tragaba aire desesperadamente. Habían puesto su cama en la salita, después de quitar la mesa y el sofá, para que pudieran atenderla.
Al saber lo que ocurría, Fabian llegó un par de horas más tarde y nos trajo a un médico, el esposo de una de sus hermanas. Era imposible trasladar a la enferma; había un par de consultorios sanitarios en la zona, pero el hospital más cercano estaba en Sacramento. El médico diagnosticó enfisema pulmonar en grado muy avanzado; no había nada que hacer, dijo, a la paciente le quedaban muy pocos días de vida. La posibilidad de ver sufrir a mi madre de esa manera durante días era terrible, en eso estuvimos todos de acuerdo. Como último recurso, al comprobar que sus manos mágicas no lograban calmar el martirio de su hermana, la tía Pía hizo llamar a Yaima.
Abel y Lucinda la fueron a buscar a su comunidad. La mujer provenía de una estirpe de curanderas que le habían transmitido el don de curar, de los sueños premonitorios y de las revelaciones sobrenaturales, que ella desarrolló con la práctica y con su buena conducta. «Algunas usan su poder para hacer mal. Otras cobran por sanar, eso mata el don», decía. Ella era el vínculo entre los espíritus y la tierra, sabía de plantas y ritos, podía extirpar la energía negativa y restaurar la salud, cuando se requería. Hizo salir a mis hermanos de la casa y, rodeada sólo de mis tías, Lucinda, Facunda y yo, comenzó su trabajo, que consistía en ayudar a María Gracia a transitar al Otro Lado, tal como se ayuda al niño que va a nacer en el tránsito a Este Lado, según nos explicó.
Hacía tres años que teníamos electricidad en la propiedad de los Rivas; la cogíamos sin permiso de los cables de alta tensión, pero Yaima ordenó desenchufar las luces y la radio, encendió velas, que puso en un círculo alrededor de la cama, y llenó el ámbito con humo de salvia, para limpiar la energía.
—La tierra es la Mama, ella nos da vida, a ella le rogamos —dijo.
Con una venda negra en los ojos examinó a la enferma, palpándola a tientas meticulosamente.
—Con las manos ella ve lo invisible —me dijo Facunda.
Después Yaima se quitó la venda, buscó unos polvos en su bolso, los mezcló con un poco de agua y le dio de beber a mi madre con una cucharita. Dudo que la moribunda pudiera tragar, pero algo del brebaje le quedó en la boca. Yaima cogió el tambor, el mismo que yo había visto en su choza la primera vez que fui a su comunidad, y comenzó a golpearlo rítmicamente mientras canturreaba en su lengua. Más tarde Facunda nos explicó que llamaba al Padre Celestial, a la Madre Tierra y a los espíritus ancestrales de la moribunda para que acudieran a buscarla.
El ritual del tambor duró horas, con una sola interrupción para volver a encender la rama de salvia, limpiar la energía con el humo y darle otra dosis del brebaje a la paciente. Al principio, las tías Pía y Pilar rezaban sus oraciones cristianas; Lucinda observaba, tratando de recordar los detalles para su libreta de anotaciones; Facunda coreaba el recitativo de Yaima en su lengua, y yo, encogida de dolor de estómago, acariciaba a mi madre, pero al poco rato el encierro, el humo, el tambor y la presencia de la muerte nos produjeron un aturdimiento insuperable. Ya ninguna se movía. Cada golpe del tambor reverberaba en mi cuerpo, hasta que dejé de defenderme del dolor y los calambres y sucumbí a ese extraño sopor.
Caí en trance, no hay otra explicación para esa fuga del tiempo y del espacio. Es imposible describir la experiencia de esfumarse en el vacío negro del universo, desprendida del cuerpo, los sentimientos y la memoria, sin el cordón umbilical que nos une a la vida. Nada quedaba, ni presente ni pasado, y al mismo tiempo yo era parte de todo lo que existe. No puedo decir que fuera un viaje espiritual, porque también desapareció esa intuición que nos permite creer en el alma. Supongo que fue como morir, y que volveré a sentir eso cuando me llegue la hora final. Regresé a la consciencia cuando cesó el sonido hipnótico del tambor.
Terminada la ceremonia, Yaima, tan extenuada como las otras mujeres, aceptó el mate que le llevó Facunda, y después se desplomó en un rincón para reposar. El humo empezó a disiparse y comprobé que mi madre estaba sumida en un sueño profundo, libre del suplicio de la asfixia. Durante el resto de la noche su respiración fue imperceptible y sin esfuerzo; en un par de ocasiones le acerqué un espejo a la boca para averiguar si seguía viva. A las cuatro de la madrugada Yaima golpeó tres veces el tambor y anunció que María Gracia se había ido a ver al Padre. Yo estaba echada en la cama junto a mi madre, aferrada a su mano, pero su tránsito fue tan suave que no me di cuenta de que había fallecido.
Los seis hermanos Del Valle llevamos el ataúd de mi madre en el tren a la capital, para enterrarla junto a su marido en la tumba familiar. No pude llorar su muerte durante meses. Pensaba en ella a menudo con un puño en el pecho, examinando los años que estuvo en mi vida y reprochándole su melancolía, que no me hubiera querido lo suficiente y que hubiera hecho tan poco por acercarnos. Estaba enojada por la oportunidad que perdimos como madre e hija.
Una tarde en que me quedé sola en la oficina, ocupada con unos pedidos, sentí que el ambiente se helaba súbitamente, y al levantar la vista para comprobar si la ventana estaba abierta vi a mi madre de pie junto a la puerta, con su abrigo de viaje y la cartera en la mano, como si estuviera esperando al tren en la estación. No me moví y dejé de respirar para no asustarla.
—Mamá, mamá, no te vayas —le pedí sin voz, pero un instante después desapareció.
Me eché a llorar sin control, y ese torrente de lágrimas me fue lavando por dentro hasta que nada quedó del rencor y la culpa y los malos recuerdos. Desde entonces, el espíritu de mi madre me ronda con paso liviano.