El duelo por la muerte de mi madre, que según la costumbre de aquel tiempo duraba un año, y la Segunda Guerra Mundial atrasaron mi casamiento con Fabian. Su profesión era poco apreciada, porque la agricultura estaba estancada en el siglo anterior y eso incluía a los animales. En algunos fundos de inmigrantes europeos estaban copiando los métodos eficientes de Estados Unidos, pero los pequeños agricultores como los Rivas araban con mulas o con bueyes prestados. El ganado era como la Clotilde y la Leonor, vacas pacientes y de buena disposición, pero sin aires de grandeza. Humildes.
En esa provincia, los veterinarios trabajaban como vendedores ambulantes; iban de puerta en puerta vacunando y atendiendo animales enfermos o accidentados; nadie se hacía rico con eso, pero ninguno de los dos ambicionábamos serlo. Fabian amaba a los animales; no ejercía por dinero, sino por vocación, y yo había llevado una existencia simple y no imaginaba otra diferente. Nos bastaba tener cierta comodidad, lo que no era mucho pedir, porque contábamos con el apoyo del clan Schmidt-Engler, ya resignado a la inevitabilidad de mi papel como novia de uno de ellos. Su padre le regaló a Fabian varias hectáreas, tal como había hecho con sus otros hijos, y José Antonio nos ofreció instalar allí una de nuestras casas rústicas, que yo misma diseñé pensando en los hijos que vendrían.
Las noticias de la Segunda Guerra Mundial en Europa eran alarmantes, pero lejanas. A pesar de la presión de los americanos para que les declaráramos la guerra a los países del Eje, el nuestro se mantenía neutral por razones económicas y de seguridad; éramos muy vulnerables por mar, no podíamos defendernos en caso de un ataque de los temibles submarinos alemanes. También se tenía en consideración las numerosas colonias alemanas e italianas, incluso existía un partido nazi que metía mucho ruido, cuyos miembros marchaban por las calles enarbolando banderas y llevando la cruz gamada en el brazo. Japoneses no había por allí, que yo recuerde.
Los Schmidt-Engler, como todos los alemanes de la región, simpatizaban con el Eje, pero evitaban enemistarse con el resto de la gente, que apoyaba a los Aliados. Fabian callaba; el conflicto no era de su incumbencia. Yo no entendía los pormenores ni las razones de esa guerra, y me daba lo mismo quién la ganara, a pesar de que mi hermano y los Rivas habían tratado de adoctrinarme contra Hitler y el fascismo. Todavía no se conocían las peores atrocidades de los campos de exterminio y del genocidio sistematizado, eso lo supimos en detalle al final de la guerra, cuando se publicaron las fotografías y se hicieron películas de aquel horror.
José Antonio y los Rivas seguían los movimientos de las tropas, que marcaban con alfileres en un mapa de Europa, y era obvio que los alemanes se estaban tragando el continente a mordiscos. En 1941 Japón bombardeó a la escuadra americana en Pearl Harbor y el presidente Roosevelt declaró la guerra al Eje. La intervención de Estados Unidos fue la única esperanza de detener el avance de los alemanes.
Mientras en Europa los hombres se masacraban mutuamente, reduciendo ciudades antiguas a escombro y brasas con un saldo de millones de viudas, huérfanos y refugiados, Fabian estaba dedicado a la inseminación artificial. De animales, claro, no de personas. No fue idea suya, se practicaba desde hacía años con ovejas y cerdos, pero a él se le ocurrió hacerlo con ganado bovino. No voy a entrar en detalles prosaicos, basta decir que el procedimiento me parecía entonces y me sigue pareciendo una tremenda falta de respeto hacia las vacas. Y no quiero pensar cómo obtenían lo indispensable de los toros. Antes de que Fabian tuviera éxito con sus experimentos, la reproducción sucedía de acuerdo con las reglas de la naturaleza, una combinación de instinto y suerte. El toro montaba a su novia y por lo general el resultado era un ternero. Los mejores toros se alquilaban; había que trasladarlos, darles un potrero y vigilarlos, porque no tienen muy buen carácter. Eso explica que a menudo las vacas pusieran objeciones.
Fabian estudió la forma de preservar el semen de animales de buena raza durante varios días, eso le permitía inseminar con un solo toro a cientos de vacas repartidas en kilómetros de distancia, siempre que se diera prisa. Ahora el semen se guarda años y viaja a través del mundo, así una vaca joven de Paraguay puede tener descendencia de un toro de Texas que ya está muerto, pero entonces eso habría sido ciencia ficción.
Con ayuda de su padre, el único que entendió de inmediato las ventajas del concepto, porque tenía un ejército de vacas en su lechería, Fabian montó un laboratorio en un galpón, donde desarrolló la técnica, los implementos necesarios y la mejor forma de usarlos. En los meses y años siguientes viviría obsesionado con ese asunto, que a mí me parecía pornográfico, soñando con sus múltiples posibilidades: caballos de carrera, perros y gatos con pedigrí, bestias exóticas del zoológico y otras en vías de extinción. Admito que me burlé durante mucho tiempo, mientras él seguía dedicado a lo suyo sin molestarse por mi sarcasmo. Lo único que me pidió fue que no lo pusiera en ridículo con mis comentarios delante de otras personas.
Dejé de reírme cuando comprobé los beneficios de su proyecto para mi suegro y otros agricultores. Por un buen tiempo, fue el veterinario más conocido del país; lo entrevistaba la prensa, daba conferencias, escribía manuales, viajaba para entrenar a trabajadores del campo, y mejoró el ganado bovino de varios países latinoamericanos. Su mayor problema, como me explicó muchas veces, era encontrar la forma de preservar el semen durante largo tiempo, pero eso no sucedió hasta la década de los sesenta, me parece. El prestigio de Fabian no se traducía en dinero; sin la ayuda de su padre no habría podido continuar sus investigaciones.
A pesar de las exigencias de su trabajo, que le dejaban poco tiempo disponible para otras cosas, Fabian seguía pidiéndome con tenacidad germana que nos casáramos. ¿Qué estábamos esperando? Yo tenía veintidós años y ya había pasado dos en Sacramento probando mis alas, decía. Eso de probar las alas era un chiste: vivía y trabajaba con mi hermano, que me vigilaba como un carcelero, y Sacramento era una ciudad somnolienta de gente mojigata, intolerante y chismosa. La granja de los Rivas presentaba más desafíos intelectuales que la capital de la provincia.
Mi antigua institutriz y Teresa Rivas fueron amantes en un tiempo en que la homosexualidad era privilegio de los aristócratas y los artistas, los primeros porque lo practicaban con discreción, como uno de mis parientes lejanos cuyo nombre no vale la pena mencionar, y los segundos porque se abanicaban con las normas sociales y los preceptos religiosos. Los casos conocidos eran muy pocos: algún periodista, escritores, una poetisa de fama mundial, un par de actores, pero había muchos otros en secreto.
Al principio, miss Taylor y Teresa Rivas vivían, pobres como ratones, en la buhardilla de Teresa, pero al poco tiempo miss Taylor consiguió empleo como profesora de inglés en un colegio de niñas, donde habría de enseñar durante veinte años sin que nadie cuestionara su vida privada. A los ojos del mundo era una solterona, asexuada como las amebas. Ganaba poco, pero también daba clases privadas y eso les permitió alquilar una casita modesta en un vecindario de clase media, donde finalmente instalaron el piano de cola. En cuanto pudo hacerlo, José Antonio les pasaba una mensualidad porque el sueldo de miss Taylor apenas les alcanzaba para los gastos básicos.
Teresa Rivas dejó su empleo en la Compañía Nacional de Teléfonos para consagrarse por completo a la lucha feminista. Colaboraba en organizaciones dedicadas a los derechos de la mujer: al voto; a la custodia de los hijos, que antes era exclusiva del padre; a disponer de ingresos propios y de protección en el trabajo; a la defensa contra la violencia, en fin, a favor de muchos cambios fundamentales en las leyes, que hoy damos por sentados. También proponían el derecho al aborto y al divorcio, que la Iglesia católica condena en los términos más incendiarios. En esa época todavía existía el infierno. Teresa decía que si los hombres parieran y tuvieran que aguantar a un marido, el aborto y el divorcio serían sacramentos. Creía que los hombres no tienen derecho a opinar, menos a legislar, sobre el cuerpo femenino, porque no conocen la fatiga de gestar, el dolor de parir y la esclavitud eterna de la maternidad.
Eran ideas tan radicales que Teresa iba a dar a la cárcel con cierta regularidad por publicar sus ideas, crear disturbios callejeros, incitar a la huelga, irrumpir en el Congreso y, en una ocasión, asaltar al presidente de la República en un acto público. En los periódicos salió que una feminista desquiciada le había tirado un tomate maduro al presidente durante la inauguración de una planta de leche en polvo. Teresa alegaba que ese era un negocio de los americanos para reemplazar el milagro de la leche materna por una basura envasada. Estuvo presa cuatro meses, hasta que José Antonio logró sacarla en libertad.
Las visitas de estas dos mujeres a Santa Clara en el invierno constituían nuestra fiesta anual. Nos traían las novedades de la capital y las ideas progresistas del mundo, que nos producían una mezcla de espanto y admiración. Supongo que en algún momento José Antonio aceptó el hecho de que miss Taylor nunca iba a casarse con él, pero dudo que supiera la razón. Ninguno de nosotros sospechaba que entre ellas hubiera algo más que una extraordinaria amistad. Confieso que a mí nunca se me ocurrió.
La lucha sostenida de Teresa Rivas y otras mujeres como ella por cambiar las costumbres y las leyes fue dando frutos paulatinamente. Progresamos a paso de tortuga, pero en mi larga vida he comprobado cuánto hemos avanzado. Creo que ella y miss Taylor estarían orgullosas de lo que obtuvieron, y seguirían peleando por lo que falta por hacer. Nadie nos da nada, decía Teresa, hay que cogerlo a la fuerza, y si te descuidas te lo quitan.
Yo nunca había hablado de estos temas con mi madre ni mis tías, tampoco con Fabian, y menos con su familia. A escondidas de mi novio leía los libros y revistas que me daba Teresa y los comentaba sólo con Lucinda y Abel, que eran casi tan radicales como su hija. Sentía una rebeldía sorda, una rabia contenida al pensar que iba a casarme, tener hijos, convertirme en ama de casa y hacer una vida banal a la sombra de mi marido.
—No te cases si no estás convencida de que puedes pasar el resto de tu vida con Fabian —me dijo miss Taylor.
—Me ha esperado mucho tiempo. Si no me caso ahora, tengo que romper este noviazgo eterno.
—Eso es preferible a casarte con dudas, Violeta.
—Voy a cumplir veinticinco años. Tengo edad sobrada para casarme y tener hijos. Fabian es un hombre estupendo y me quiere mucho, será muy buen marido.
—¿Y tú? ¿Crees que serás una buena esposa? Piénsalo, Violeta. No me parece que estés enamorada. Siempre has sido rebelde, escucha la voz de tu intuición.
Las dudas de miss Taylor eran similares a las mías, pero estaba comprometida con Fabian, a los ojos de todos éramos una pareja, no había una razón válida para dejar plantado a ese buen hombre. Tenía la idea de que sin él estaba condenada a quedarme soltera. Yo carecía de talento o vocación especial que me señalara un camino diferente al que se esperaba de una mujer. Esa rebeldía que mencionaba miss Taylor, en vez de darme energía para tomar el destino en mis manos, me aplastaba. Quería ser como ella y Teresa, pero el precio era demasiado alto. No me atrevía a cambiar seguridad por libertad.
Fabian y yo nos casamos en 1945, después de casi cinco años de noviazgo, supuestamente platónico, como se usaba, pero para entonces hacía tiempo que yo ya no era virgen; dejé de serlo sin proponérmelo, en alguna de las maromas con Fabian. Lo descubrí esa noche al comprobar que tenía la ropa interior manchada de sangre y no estaba menstruando, pero me callé, no se lo dije a Fabian. No me preguntes por qué, Camilo. Nuestras escaramuzas continuaron como siempre: nos excitábamos hasta la demencia, a medio vestir, culpables, incómodos, temerosos y apurados, para que él acabara avergonzado y yo quedara frustrada. Nos veíamos mucho menos desde que me había instalado en Sacramento. Cuando él llegaba, se iba a un hotel, donde podríamos habernos encontrado si él lo hubiera permitido. En la cama de un buen hotel habríamos hecho el amor con premeditación y condones, que estaban al alcance de cualquier hombre. A las mujeres no se los vendían. Habríamos tenido que ser muy discretos, porque si José Antonio lo hubiera sospechado me habría matado, como me amenazó más de una vez. Mi deber era cuidar su honor y el de la familia, decía, pero cuando le pregunté qué relación había entre su honor y mi virginidad, se indignó.
—¡Insolente! ¡Esas son ideas que te mete Teresa en la cabeza!
En algunos aspectos, mi hermano era un troglodita, pero no creo que intentara llevar a cabo su amenaza. En el fondo siempre fue un buen tipo.
Déjame hacer un paréntesis, Camilo, para comentarte sobre anticonceptivos, aunque no creo que el tema te incumba. Mi madre no pudo evitar tener seis hijos y varios embarazos malogrados, hasta que empleó el método recomendado por la primera mujer médico del país, que andaba divulgando información, con riesgo de ser excomulgada por la Iglesia y arrestada por las autoridades. Siguiendo las instrucciones del panfleto de la doctora, que mi madre estudió a espaldas de su marido, se daba una ducha vaginal de glicerina antes del acto, y otra con una solución de agua tibia y peróxido después, mediante unos adminículos que mantenía ocultos en una caja de sombrero. Sabía que Arsenio del Valle, que se había casado para prolongar el prestigio de su apellido engendrando el mayor número posible de descendientes, hubiera sufrido una apoplejía si hubiese llegado a descubrir el contenido de la sombrerera. Le había oído pontificar a menudo sobre el sagrado deber de una mujer de traer hijos sanos al mundo, tal y como había hecho su madre. Cuando anuncié que por fin iba a casarme, mi tía Pía me entregó los componentes para la ducha, envueltos en papel de periódico, para disimular, y me explicó su uso en susurros, medio muerta de vergüenza.
Al fin se me acabaron las excusas para nuevas postergaciones, y anunciamos que nos casaríamos en octubre, sin sospechar que la guerra mundial iba a terminar un mes antes. Lo usual era que la familia de la novia ofreciera la fiesta de bodas, pero con gran delicadeza, para no ofendernos, los Schmidt-Engler insistieron en que fuera en el hotel Bavaria. Gozaban de un nivel social y económico superior al nuestro.
Mis tías desempolvaron la máquina de coser a pedal para completar mi ajuar, ayudadas por Lucinda, que ya no hacía las giras a caballo para enseñar porque a los setenta y tantos años no le daba el cuerpo para tanto bamboleo, como decía. Hicieron sábanas con las iniciales bordadas de los novios, y manteles de varios tamaños, pero no quise que me ajustaran el vestido con que se casó mi madre, que había sobrevivido en una caja con naftalina desde fines del siglo anterior. Deseaba un vestido propio, nada de encajes color mantequilla. Miss Taylor compró en la capital un traje de novia a la moda, y me lo mandó en el tren. Era de satén blanco, sin adornos, cortado al sesgo para resaltar la figura, con una toca en la cabeza que me daba un aire de enfermera.
Nos casamos en una iglesia encantadora, construida por los primeros inmigrantes alemanes en la región. Entré del brazo de José Antonio, el único de mis hermanos que estuvo presente, mientras mis tías lloraban de emoción, acompañadas por los Rivas, Torito, Facunda, miss Taylor, Teresa y los habitantes de la pequeña aldea de Nahuel en masa. A un lado de la nave estaban la familia y los amigos del novio, altos, luminosos y bien vestidos, y al otro estaban los míos, bastante más humildes de aspecto.
También llegó de sorpresa Marko Kusanovic, que debía de tener cerca de sesenta años; estaba convertido en un recluso y lo veíamos muy rara vez. Tenía un apartamento espartano en Sacramento, para supervisar la fábrica, pero apenas podía se iba a recorrer las vastas plantaciones de pinos que habíamos sembrado para obtener madera sin masacrar los bosques nativos, o al aserradero de las montañas, donde era feliz. La administración, la contabilidad y las ganancias de la empresa le importaban un bledo; si mi hermano no hubiera hecho voto de honestidad, habría podido esquilmarlo fácilmente.
Marko lucía una frondosa barba de profeta y se vestía de cazador, aunque era incapaz de matar una liebre. Me trajo de regalo una escultura tallada en piedra por él mismo, y así nos enteramos de ese talento, que había guardado bien. Supimos que tenía un hijo de cuatro o cinco años, aparecido tarde en su vida. La madre era una joven indígena, graduada de la escuela secundaria, que trabajaba en una fábrica de textiles y estaba criando al niño hasta que tuviera edad de ir a un buen colegio. Marko lo había reconocido; el chico se llamaba Anton Kusanovic y, según su padre, era muy inteligente.
—Le voy a dar la mejor educación; él y su madre tienen una buena vida —nos dijo, emocionado.
El fin de la guerra, con la derrota de Alemania y la muerte de Hitler, pesaba en el aire como una nube negra entre los colonos alemanes. Nadie lo mencionó en mi boda. La simpatía por el Eje o los Aliados definía a la gente y provocaba discusiones desagradables, que habíamos evitado durante seis años, y no se trataba de arruinar la fiesta nupcial con ese tema. Los habitantes de Nahuel habían demostrado escaso interés por el conflicto en Europa porque estaba muy lejos y no les afectaba, pero había sido importante para los Rivas, mi hermano, miss Taylor y Teresa. Habíamos celebrado la paz ese 2 de septiembre con un cordero asado, porrones de chicha y la magnífica pastelería de Facunda, sin incluir a Fabian.
Por fin pudimos hacer el amor desnudos en una cama de hotel, como tantas veces imaginé. Mi marido resultó ser considerado y tierno.
Al día siguiente del casamiento, tomamos el tren a la capital, donde yo no había estado desde el funeral de mi madre, cuando no tuve ocasión de ver nada más que el cementerio y de hacer un par de visitas a mis hermanos, pero para Fabian no presentaba ninguna novedad, porque iba a menudo por su trabajo. La ciudad había cambiado mucho; me hubiera gustado quedarme unos días para recorrerla, volver a ver el barrio de mi infancia e ir al teatro, pero la luna de miel sería en Río de Janeiro, a donde Fabian iba a dar unos cursos. Se habían reanudado los vuelos comerciales, que estuvieron muy limitados en los años de la guerra. La experiencia de volar por primera vez se tradujo en muchas horas aprisionada en mi tenida de viaje: faja, medias, tacones altos, traje de falda y chaqueta ajustadas, sombrero, guantes y estola de piel, mareada, asustada y vomitando, con breves descansos más o menos cada cuatro horas cuando el avión hacía escala para cargar combustible.
Apenas puedo recordar mi luna de miel, porque me enfermé con un bicho intestinal y pasé casi todo el tiempo observando desde la ventana la espléndida playa Copacabana y sorbiendo té en vez de las famosas caipirinhas. Cuando no estaba trabajando, Fabian me cuidó tiernamente. Me prometió que volveríamos a Brasil en el futuro para una verdadera luna de miel.
Fiel a su palabra, mi hermano construyó nuestra morada en una semana, y la coronó con una techumbre doble del mejor coirón de la zona. En los años que trabajé para él, José Antonio había prosperado más de lo que nunca soñó, y puedo atribuirme una parte del mérito, porque a mí se me ocurrían ideas que en justicia debieron ser del arquitecto. De las más rentables fue construir una comunidad de Casas Rústicas a orillas del lago, y ponerlas en venta a precio usurero en la capital, como casas de veraneo.
—Esto es una estupidez, Violeta, estamos muy lejos de la capital, nadie va a viajar tantas horas en tren o en automóvil para venir a bañarse a un lago helado —alegó José Antonio, pero me hizo caso.
Dio tan espléndido resultado que después le sobraban interesados en invertir en proyectos similares. Yo me encargaba de buscar los lugares apropiados y gestionar la compra del terreno y los permisos para construir.
—Me vas a dar una buena comisión por cada una de estas casas que vendamos —le exigí a mi hermano.
—Pero, ¿cómo, Violeta? ¿Acaso no somos familia? —me respondió.
—Por lo mismo.
En ese tiempo yo era muy frugal; tenía pocos gastos, porque vivía con José Antonio, y en Sacramento no había tentaciones. Ahorré dinero, conseguí un préstamo en el mismo Banco Regional donde teníamos las cuentas de Casas Rústicas, compré un terreno y financié ocho de nuestras casas, con una piscina común y rodeadas de jardines, para justificar el precio. Las vendí muy bien, pagué el préstamo y repetí la operación. Alcancé a construir cuatro comunidades antes de casarme y, tal como le expliqué a Fabian, pensaba seguir invirtiendo en ese negocio y otros que se me podrían presentar en el futuro. Eso era inusitado. Las mujeres de mi ambiente social no trabajaban, y mucho menos lo hacían en provincia, donde vivíamos con varias décadas de atraso.
Le aseguré a Fabian que mi trabajo no interferiría con mi papel de buena esposa, ama de casa y futura madre, y él tuvo que aceptar a regañadientes. Además del bochorno social, significaba que su mujer iba a tener un pie en el campo y otro en la ciudad. Soy obstinada, y si se me pone algo en la cabeza no lo suelto más. Así, mientras él estudiaba, hacía experimentos, escribía y enseñaba con la compulsión de un sabio loco, yo me hacía cargo de los gastos domésticos, ahorraba y le daba al tío Bruno una pensión mensual por mis tías, que él rehusaba cada vez, pero yo se la depositaba en una cuenta para emergencias, que siempre había: se murió la Clotilde y tuvo que reemplazarla, se cayó el cerco con la tormenta, hubo mala cosecha, se secó el pozo, se le alborotó la vesícula a Facunda y hubo que financiar su operación.
El que yo trabajara, ganara dinero y mantuviera la casa era ofensivo para mi marido. Me sentía culpable y trataba de minimizar el esfuerzo, jamás hacía una referencia a mi trabajo en público, y si alguien tocaba el tema decía que era un pasatiempo temporal para entretenerme y que, por supuesto, lo dejaría cuando tuviera niños. En el fondo, sin embargo, ya no me consideraba impotente e inútil, porque me di cuenta de que tengo habilidad para hacer dinero. La heredé de mi padre, con la diferencia de que soy prudente mientras que él era descocado. Yo pienso y calculo, él hacía trampas y tentaba a la suerte.
¿Por qué muere el amor? Me lo he preguntado muchas veces. Fabian no me dio ninguna razón para dejar de quererlo, por el contrario, era un marido ideal, no me molestaba ni pedía nada. Era entonces, y siguió siendo hasta su muerte, un hombre fino. Vivíamos bien con lo que yo ganaba y la ayuda que él recibía de su familia, teníamos una casa acogedora, que salió fotografiada en una revista de arquitectura como ejemplo de construcción prefabricada; los Schmidt-Engler me aceptaron tan bien como a las otras nueras, y me integré en la colonia alemana, aunque nunca pude aprender ni una palabra de su idioma. Mi marido se había convertido en el experto más reconocido en el país por su trabajo, y a mí me resultaba cada negocio que me pasaba por la mente. En resumen, teníamos una vida que a los ojos de los demás era casi perfecta.
Quería a Fabian, pero sé que nunca estuve enamorada de él, tal como me hizo ver miss Taylor en más de una ocasión. En nuestros cinco años de noviazgo llegué a conocerlo al revés y al derecho, me casé sabiendo cómo era y que no cambiaría, pero él me conocía poco y cambié mucho. Me aburría su carácter amable y predecible, su obsesión con sementales y vacas preñadas, su indiferencia ante aquello que no le concernía en lo personal, su rigidez, sus principios inamovibles y anticuados, su arrogancia de ario puro, fortalecida por años de propaganda nazi, que también nos llegaba aquí, en el otro extremo del mundo. Aunque no puedo reprocharle esa superioridad porque todos creíamos que los inmigrantes de Europa eran mejores que nosotros.
Este es un país muy racista; ya ves, Camilo, cómo hemos tratado a los indígenas. Un pariente mío, que era diputado a mediados del siglo XIX, proponía someter a los indígenas a la fuerza o eliminarlos, como hicieron en Estados Unidos, porque eran brutos indomables, enemigos de la civilización; vivían sumergidos en vicios, ociosidad, embriaguez, mentira y traición, y todo ese conjunto de abominaciones que constituyen la vida salvaje, según sus palabras exactas. Ese juicio estaba tan difundido que el gobierno invitaba a gente de Europa, especialmente alemanes, suizos y franceses, a que vinieran a colonizar el sur para mejorar la raza. Si no tuvimos inmigración africana o asiática fue porque los cónsules tenían instrucciones de impedirlo; judíos y árabes tampoco eran bienvenidos, pero llegaban de todos modos. Supongo que los colonos extranjeros, que despreciaban a los indígenas, tampoco tenían una opinión favorable de los mestizos.
—Tú no eres mestiza, Violeta, todos nuestros antepasados son españoles o portugueses, no hay una gota de sangre de indio en nuestra familia —me dijo la tía Pilar cuando hablamos del tema.
Mientras yo mantenía las mismas dudas que tuve antes de casarnos, Fabian nunca cuestionó nuestra relación y no percibió que me estaba alejando porque eso le resultaba inconcebible; habíamos hecho voto ante Dios y la sociedad de amarnos y respetarnos hasta la muerte. Eso es mucho tiempo. Si yo hubiera sospechado cuán larga puede ser la vida, habría modificado esa cláusula del contrato matrimonial. Una vez le insinué mi frustración a mi marido, con la cortesía habitual entre nosotros, y no se inquietó para nada. Debí haber sido más categórica para que prestara atención. Me respondió que al principio las parejas suelen tener dificultades, que es normal, pero que con el tiempo aprenden a convivir, ocupan su lugar en la sociedad y forman su familia. Así había sido siempre, era un mandato biológico. Cuando tuviéramos hijos me sentiría satisfecha, «la maternidad es el destino de la mujer», dijo.
Ese fue el mayor problema que tuvimos: los hijos que no llegaban. Supongo que para un experto en reproducción como Fabian, la infertilidad de su mujer debió de ser una afrenta personal, pero jamás lo expresó así delante de mí. Sólo me preguntaba esperanzado de vez en cuando si teníamos alguna novedad, y en una ocasión me comentó de pasada que la inseminación artificial en seres humanos era conocida desde la época de los sumerios, y que, de hecho, la reina Juana de Portugal tuvo una hija con ese método en 1462. Le contesté que no me confundiera con una de sus vacas. La reina Juana no volvió a ser mencionada.
Me asustaba la posibilidad de tener hijos, sabía que sería el fin de mi relativa libertad, pero no los evité, excepto por las mandas al padre Quiroga, que en realidad no entran en la categoría de anticonceptivos. Cada mes, al comprobar que menstruaba, daba un suspiro de alivio y le pagaba su cuota al santo en una iglesia de Sacramento, donde había un espantoso cuadro al óleo del cura con una pala en la mano, rodeado de huérfanos.
Mi marido deseaba una mujer tan incondicional en el amor como lo era él, alguien que se sumara a su proyecto de vida, lo secundara y le profesara la admiración que creía merecer, pero le tocó la mala suerte de enamorarse de mí. Yo no podía darle nada de eso, pero juro que lo intenté tenazmente, porque esa era la misión que me correspondía. Supuse que de tanto fingir terminaría por ser la esposa perfecta que se esperaba de mí, sin aspiraciones propias, existiendo a través del marido y los hijos. La única persona conocida que desafiaba ese mandato social y divino era Teresa Rivas, que profesaba sin disimulo su horror al matrimonio porque lo consideraba fatal para las mujeres.
Tan bien conseguía engañar con mi actitud de esposa complaciente que mis cuñadas, cuatro valquirias alegres y trabajadoras, se burlaban cariñosamente de mi forma de mimar y servir a mi marido como una geisha. Así era en apariencia, sobre todo cuando ellas andaban cerca. Procuraba que Fabian se sintiera cómodo y halagado, como recomendaban las revistas femeninas, porque me resultaba fácil y así él no indagaba en mis sentimientos; estaba convencido de que si él era feliz yo también lo era. Pero el disfraz de geisha ocultaba a una mujer enojada.
El viaje de la vida se hace de largos trechos tediosos, paso a paso, día a día, sin que suceda nada impactante, pero la memoria se hace con los acontecimientos inesperados que marcan el trayecto. Esos son los que vale la pena narrar. En una existencia tan larga como la mía, hay algunas personas y muchos eventos inolvidables, y tengo la buena suerte de que no me ha fallado la mente; a diferencia de mi pobre cuerpo maltrecho, mi cerebro se mantiene intacto. Recordar es mi vicio, Camilo, pero me voy a saltar los tres años y tanto que estuve casada con Fabian, porque fueron de tranquilidad conventual, sin nada trágico o espléndido que contarte. Para él fueron años muy satisfactorios, por eso no pudo entender qué diablos sucedió, por qué un día me fui.