Mucho oí hablar de las teorías de que la Tierra era y es hueca durante mis estudios sobre antropología gnóstica y del misterio, sin embargo, casi nadie lo ha demostrado al cien por cien.
No obstante, yo estuve allí y me dispongo a contarlo a continuación. Pero vayamos por partes y ciñámonos al principio de la historia… Paso a paso.
Aquella mañana de julio —nada es por casualidad—, amaneció calurosa y alumbrada como solo el sol de Sevilla es capaz de calentar en pleno verano, pero me armé de valor y marché a un mercadillo de la ciudad para buscar libros, mi gran pasión.
Sí, la lectura me ha encantado siempre, bueno, siempre no. En el colegio fui un alumno mediocre que no pudo nunca con las matemáticas y jamás leía. Solo sobresalía por mi buen comportamiento, causa segura de mi extrema timidez. Pero todo cambió años después cuando, queriéndome hacer fraile, me preparé estudiando filosofía y teología. Creo que fue entonces y gracias a mi tutora —que siempre le estaré agradecido—, cuando desarrollé mi amor por las letras y la poesía.
Pero volviendo a lo que contaba, poco imaginaba yo por aquel entonces que mi sueño de viajar y de conocer culturas y, sobre todo, de hacerme a la mar —mi gran amor—, estaba más cerca de lo que pensaba…
En los puestos, donde vociferaban los vendedores, pude comprar dos ejemplares del amigo Verne, a saber: La isla misteriosa y Viaje al centro de la Tierra. Bien, una vez que me di por satisfecho y se calmaron mis ansias por lo que yo llamaba «la caza del libro», tomé el camino de retorno a mi casa mientras el Guadalquivir se teñía de plata bajo aquel sol de justicia.
Cientos de palomas se refugiaban bajo los puentes del implacable calor mientras los patos, más osados, nadaban cerca de las orillas donde, seguramente, tenían sus nidos o sus polluelos escondidos en los cañaverales que poblaban ambos márgenes del río.
Por lo caluroso que soy, el calor se me hacía insoportable y agradecí sobremanera la sombra que me ofreció un puente bajo el que me senté a descansar un momento —suelo ir caminando a casi todas partes—. Y llegando al pueblo, me refresqué el gaznate con un par de cervezas que me devolvieron la vida…
En ningún momento ojeé los libros; los tenía como trofeos guardados en mi casi inseparable mochila. Solo después de llegar a casa y ducharme, me metí en mi templo: mi cuarto de estudios, y les eché un vistazo.
En libros así y, sobre todo, de la antigüedad del ejemplar Viaje al centro de la Tierra, solía encontrar anotaciones o dibujos en folios o cuartillas de aquellos que poseyeron el libro y me gustaba guardarlos como recuerdos.
En este ejemplar concretamente, hallé varios almanaques de fechas ya pasadas y en la última página, una flecha pequeña que señalaba la contraportada. Seguí la indicación de la flecha y no parecía haber nada, así que no le presté mayor atención y coloqué el ejemplar junto a los otros de mi colección y allí se quedó durante días.
Y durante ese tiempo, aunque parezca una tontería, estuve obsesionado con la dichosa flechita y sobre qué querría decir. Hasta que decidí inspeccionar a lo Sherlock Holmes con lupa incluida la contraportada del libro. Ante mi sorpresa, encontré un doble fondo y en él, escondido, un papel viejo y plegado entre dos falsos pliegues de cartón.
Con sumo cuidado y con la ayuda de un cortaplumas, despegué la falsa contraportada y quedó al descubierto lo que parecía ser un pergamino amarilleado y desgastado.
Con especial precaución lo abrí y ante mí se mostró un mapa que describía una enorme cordillera de montañas y unos valles no menos ciclópeos. Creí saber que se trataba de hindú antiguo por las letras en sánscrito que —al menos así me lo parecían—, marcaban lugares o pueblos o, quizás, coordenadas.
Pero, ante todo, señalaba un camino a través de la cordillera que terminaba bruscamente en un punto concreto frente a lo que parecía una escarpada pared de rocas.
Yo sabía que era sánscrito por mis estudios de la Bhagavad-gita o el canto del bienaventurado y los vedas, ambas escrituras sagradas de la India, pero no podía entender aquella escritura tan extraña que pareciera un dialecto ya perdido. La duda empezó a fraguar en mí y ese cosquilleo tan familiar que antecede a algo grande que se siente en el estómago, comenzó a aflorar en mis adentros.