Capítulo 1
El hallazgo

Gracias a Dios, conocía a un buen amigo mío que era traductor del dalái lama en Sevilla y experto en escrituras antiguas. Era monje budista y regentaba un centro de meditación, el cual yo frecuentaba por ser amante de lo trascendental y gustábamos de conversaciones sobre lo divino y lo humano al calor de un buen té.

Sin dudarlo lo llamé por teléfono y quedamos en vernos al día siguiente en el susodicho centro para verificar el mapa y ver si era posible su traducción.

Esa noche no pude apenas dormir del nerviosismo que tenía por dentro. Traté de leer, pero me fue imposible, incluso en mis pocos ratos de desvelo se me aparecía claro y resplandeciente el mapa…

Cuando al fin nos encontramos, después de pasar por una nube de incienso, mi amigo me acogió con una cálida sonrisa y un abrazo de hermano.

—Dime, Drepum Tesring —así es como me llamaba—, ¿traes el mapa?

Con una sonrisa de complicidad le entregué el sobre en el que lo había depositado. Lo abrió y tras colocarse bien las gafas, lo escrutó de arriba a abajo.

—Decías bien en tu descripción; es sánscrito antiguo. Me va a costar traducirlo al menos tres días. Ten paciencia pues…

Al calor de un té caliente —valga la redundancia—, estuvimos recordando viejos tiempos durante largo rato y entre las pausas de la conversación, mi amigo no dejaba de intentar entender el texto, concretamente en la parte trasera, abajo.

De repente él me hizo callar levantando la mano derecha.

—Drepum —dijo—, hay una palabra en el texto que sí he comprendido: Shambala.

El silencio se hizo de golpe en el recibidor del centro budista y una mezcla de emoción contenida y, tal vez, o seguramente, de misterio, provocó que la mudez se hiciera aún más aguda y pesada.

¡Dios mío!, ¡cuántas veces escuché en mis tiempos de estudiante sobre lo oculto y lo paranormal de ese nombre! La Ciudad de la Luz, el reino del preste Juan o como se la quiera llamar.

Lógicamente, la emoción inundaba todo mi ser, pero la pregunta era: ¿será verdadera la información que contenía el mapa o no? Es más, ¿era auténtico el mapa en sí?

En fin, en mano de él estaba verificarlo y traducirlo.

Sin embargo, no tuve que esperar los tres días que me dio de plazo. A los dos días de mi visita recibí una llamada del centro budista. Se trataba de él que, con visible nerviosismo, casi me arrastra por teléfono diciéndome:

—Drepum, ven con urgencia ahora mismo.

En unos cuarenta minutos estaba en las puertas del centro y me recibió un sudoroso monje —mi amigo—, cuya calva brillaba con las gotas de sudor, como si hubiera encontrado oro o lo hubiesen rociado de purpurina.

Después del tashi delek —saludo tibetano— ya tradicional entre nosotros, casi a empujones me hizo entrar en el recibidor para sentarme y servirme té.

—¿Estás preparado? —me cuestionó.

—Vamos, suelta lo que sabes ya —le apremié.

—Escucha pues. Este manuscrito y el mapa no solo son antiguos, sino un tesoro. Es auténtica su fecha y también su contenido.

—¿Entonces?

—Prepárate, amigo: sí, es el mapa que conduce a Shambala a través de la cordillera de los Himalayas.

¡Dios mío!, ¡era uno de los mayores misterios de la historia de todos los tiempos y tenía en mis manos la llave y la respuesta para resolverlo!

Aún sin aliento, me tomé dos tazas de té seguidas y traté de asimilar lo acontecido hasta ahora, no sin acierto.

—Amigo mío —comencé después de reponerme más o menos de la impresión—, ¿sabes lo que eso significa? ¡Tenemos en nuestras manos la llave de la Ciudad de la Luz!, y te aseguro que yo, al menos, la voy a usar…

—¿Qué quieres decir?

—Que voy a prepararme física y mentalmente para partir en busca de Shambala…

Por supuesto, sobra decirlo, él se apuntó al viaje y decidimos prepararnos en las Alpujarras de Granada. Quedamos para ello y nos dimos el plazo de un mes para marcharnos al centro budista que todavía existe en dicho maravilloso lugar.

Ya cuando regresé a mi casa, siendo de noche, me refugié en mi cuarto de estudios, cerré las ventanas y me enfrasqué en la lectura de la traducción que mi compañero había realizado de forma tan presurosa. Me senté en mi silla, respiré profundamente y después de colocarme mis gafas, comencé a leer:

«Esta es la ciudad de Shambala, oculta del mundo tras la cordillera del santo ermitaño y surcada por el río de las aguas doradas. Los seres más santos viven en ella y en ella también vive el rey del mundo. Solo podrá entrar quien sea digno de ello y podrá admirar sus maravillas…».

En otra esquina del mapa, mi amigo monje tradujo:

«Agartha, el continente y Shambala la capital».

Con el paso del tiempo y al menos por mi parte, aquel descubrimiento se fue convirtiendo en el centro de mi presente y, tal vez, en el impulso que logró despertar al investigador que dormitaba en mí. Lógicamente, me ilustré sobre el tema y estudié y devoré todo lo que a Shambala sonara.

Había noches en las que soñaba con el tema y días que se me pasaban dolorosamente despacio, seguramente, creo, por mi ansia de partir al que posiblemente fuera el viaje de mi vida.